La Constitución que queremos

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La (re)distribución territorial del poder en la nueva Constitución chilena

Felipe Paredes Paredes

Introducción

Una de las preguntas básicas de cualquier texto constitucional es la relación entre territorio y poder. Al respecto, las formas jurídicas comparadas clásicas diseñadas en respuesta a esta pregunta han sido tradicionalmente el Estado unitario y el federal. En este breve trabajo se tratará de defender la idea de que ambas opciones no son fungibles, ya que el federalismo satisface de mejor manera que el Estado unitario la idea de Estado de Derecho en el marco de las sociedades contemporáneas. Esto justificaría plantear que el Estado federal es verdaderamente una alternativa válida acerca de cómo distribuir el poder de forma equitativa, en el contexto de la discusión sobre una nueva Constitución. En el fondo, la tesis que aquí se postula es sencilla y modesta: el Estado federal es una opción que no debe ser descartada de plano en este debate, dado que existen razones poderosas para pensar en ella como una respuesta plausible al problema del centralismo.

En este trabajo se defenderá la idea de que el federalismo es una alternativa válida acerca de cómo distribuir el poder de forma equitativa, en el contexto de la discusión sobre una nueva Constitución. El argumento central de dicha defensa gira en torno a que este modelo satisface de mejor manera el ideal normativo del Estado de Derecho, como paradigma de fundamentación del poder legítimo en el marco de las sociedades contemporáneas. Ello, por supuesto, significaría sustituir la tradición del Estado unitario en una eventual nueva Constitución en nuestro país, por algún sistema de corte federal.

Para entender el sentido de esta propuesta es importante tener en claro las siguientes premisas:

1 Esta es una tesis planteada exclusivamente desde la teoría constitucional, que trata de responder a la pregunta por la legitimidad y la justicia de las instituciones constitucionales. Por tanto, acá nada se dirá acerca de la eficiencia o cualquier otra consideración económica o administrativa, que es el otro gran campo de justificación de las instituciones. No cabe duda que, en algún punto, la mirada del Derecho se debe cruzar con los estudios sobre administración pública y economía relativos a los procesos de distribución territorial del poder. Sin embargo, en la medida que nuestro argumento sea plausible, las otras consideraciones se vuelven meramente instrumentales. Obviamente, como en cualquier Estado, los medios son escasos. Sobre esta última cuestión pueden existir distintos puntos de vista. De partida, como lo señala Simeon (2009), un primer debate son las cuestiones orgánicas: número, tamaño y composición de las unidades constituyentes, el sistema de reparto de competencias, el modelo fiscal, representación regional en el centro, relaciones entre éstas, etc. Sin embargo, nada de ello puede desplazar a la discusión sobre los fines.

2 Es cierto que nuestro país, a lo largo de su historia, ha estado lejos de un modelo federal. Salvo el progresista experimento de 1826, impulsado por José Miguel Infante desde Valdivia y que fuera sofocado por la fuerza, y la rebelión encabezada por Pedro León Gallo desde Copiapó en 1859, que corrió igual suerte, el Estado unitario se ha impuesto desde la capital con mano de hierro, provocando serias asimetrías en el desarrollo de las restantes regiones y territorios. A pesar de que el título XIV sobre Gobierno y Administración Interior del Estado ha sido reformado en sucesivas ocasiones, incluso rompiendo la tendencia criticada por Ferrada en este mismo texto, respecto de que la administración del Estado carece de una regulación completa y sistémica, todas estas sucesivas modificaciones mantienen la decisión de no dotar de atribuciones de descentralización política a los Gobiernos Regionales y concentrarlas en el representante directo del Presidente de la República.

3 La Presidenta de la República Michelle Bachelet, durante el primer año de su mandato, nombró una comisión para estudiar reformas profundas en materia de distribución territorial del poder. La Comisión Asesora Presidencial en Descentralización y Desarrollo Regional descartó el Estado federal como forma jurídica del Estado, recomendando reformas constitucionales y legales que propenden a seguir manteniendo la figura del Estado unitario, pero paliando sus deficiencias con medidas de descentralización administrativa. Desde luego, dichas propuestas se podrán criticar por su timidez. Sin embargo, no cabe duda que la prudencia fue uno de los motivos que mediaron con el objeto de producir cambios de manera gradual y con el menor impacto normativo posible. En el contexto de la discusión, que eventualmente puede dar origen a una nueva Constitución nacida en democracia, creemos que se abre una nueva oportunidad para el debate. Consideraciones como las expuestas, por ejemplo, como producir el menor impacto normativo posible, pierden fuerza en este nuevo escenario.

4 Por último, la justificación aquí planteada también vale en menor medida para el Estado unitario descentralizado. Ello no solo por mero pragmatismo. En realidad, como se explicará más adelante, en el tema de las formas jurídicas de Estado no existen categorías absolutas. Muy por el contrario, desde el Estado unitario al Estado federal hay un continuum, en el que, sin perjuicio de la existencia de casos paradigmáticos a uno y otro lado del espectro, existe una inmensa zona gris en la que se mezclan las características del Estado descentralizado y el Estado federal.

Ahora bien, como ya se dijo antes, aquí se exploran las conexiones existentes entre los conceptos de federalismo y la noción de Estado de Derecho. Desde luego, este ejercicio no es casual. Si existe un paradigma normativo de justificación del poder político en Occidente, ese es precisamente la idea de Estado de Derecho. Con este objetivo se estructurará este trabajo en cuatro partes: en una primera, se explicará el concepto de Estado federal y las diferencias con el Estado unitario en cualquiera de sus formas; en segundo lugar, se pasará revista a la noción de Estado de Derecho; a continuación, se explorarán las relaciones entre federalismo y separación de poderes; luego se hará un idéntico ejercicio al comparar federalismo y democracia; finalmente, se esbozarán algunas reflexiones a modo de corolario.

1. El federalismo y las formas jurídicas de Estado

A diferencia del Estado unitario que está constituido sobre la base de un solo centro de impulsión política, en el Estado federal coexisten, al menos, dos niveles desde el punto de vista territorial, que están dotados de autonomía el uno respecto del otro: la federación y las subunidades federadas (estados, provincias, cantones, länder, etc.). Esta arquitectura constitucional se explica a partir de un esquema de distribución del poder, que incorpora una fuerte presencia del principio de competencia, el que adquiere una importancia al mismo nivel que el principio de jerarquía.

El Estado moderno supuso un quiebre con el modo de organización política propio de la Edad Media, el que presentaba un alto nivel de fragmentación del poder político y una superposición de ordenamientos, configurando aquella situación que Hegel denominó la Poliarquía Medieval (Cotarelo 1996, p. 18). El rompimiento con el orden medieval supuso un modo de organización que presenta notas distintivas bien definidas, y que se van construyendo por oposición al paradigma que se intenta superar. En este sentido, una de dichas características del poder en la modernidad es el recurso a la unidad como principio básico del orden jurídico. De esta manera, el Estado moderno se organiza sobre la base de un modelo extremadamente simple: la concentración de todos los poderes y funciones en el soberano, por lo que todas las instituciones del Estado están subordinados a éste en una relación de jerarquía, y al mismo tiempo, el sistema de fuentes del Derecho deviene en un esquema integrado por el decreto regio como única fuente de regulación jurídica.

Desde este punto de vista, hay consenso en las razones históricas que explican el surgimiento del Estado unitario. Según Van Gelderen (2003, p. 83), este se crea durante la modernidad, con el objeto de asegurar el control efectivo sobre el territorio, excluyendo a otras construcciones con pretensiones de disputarle el poder a los nacientes Estados nacionales, a saber, el sistema feudal, el papado o el imperio. A pesar de su carácter emancipador, en general, el liberalismo europeo del siglo XVII no se sintió incómodo con la centralización del poder, y las revoluciones burguesas que dieron inicio a la segunda modernidad solo buscaron racionalizar y separar el poder en términos horizontales. Todo esto explica una arquitectura del poder político cuyas atribuciones de gobierno se radican exclusivamente en el nivel central, y desde allí se irradian a los niveles regionales y locales. La misma imagen se repite en los albores de las repúblicas americanas que se independizaron de España, y de esta manera, la fórmula llega casi intacta hasta nosotros, en la figura denominada Estado portaliano, dibujada por la Constitución de 1833 y que mantuvieron casi intacta las Constituciones sucesivas.

Por el contrario, el Estado federal se estructura sobre la base del principio antagónico: se considera que las entidades federales gozan de soberanía. Es precisamente este principio, que considera que el poder del Estado fluye desde la base hacia el vértice y no al revés, el que justifica las atribuciones de autogobierno de los territorios y no una concesión graciosa desde el centro político (Anderson 2008, 19). Más concretamente, el Estado federal nace a consecuencia de la necesidad de articular el poder político en distintos niveles, atribuyendo poder estatal originario y supremo, tanto al Estado central como a las subunidades federadas en sus respectivos ámbitos competenciales (Loewenstein 1976, p. 357). En este sentido, Robert Dahl (1986, p.114) define al Estado federal como «un sistema de soberanía dual, en el cual algunas materias son de competencia exclusiva de las unidades locales». En consecuencia, estas están constitucionalmente fuera del alcance de la autoridad del gobierno nacional, del mismo modo, que otras materias están constitucionalmente fuera del alcance de las unidades locales. Adicionalmente, es necesario añadir que la articulación de estas dos ideas, autonomía y titularidad del poder político de que gozan las entidades federadas, requiere de ciertos vínculos de lealtad y solidaridad establecidos constitucionalmente que permitan configurar algo más que una simple unión de Estados independientes.

 

En palabras sencillas, en el Estado federal, se produce un fenómeno de interdependencia y complementariedad, pero nunca de dominación o sumisión entre los miembros de una comunidad política. Es decir, es el poder de las subunidades que se encuentran en la base el que da forma y substancia a la estructura estatal. En términos simples, como bien expresa Vogel (2001, p. 620), la implantación de un Estado federal exige una atribución diferenciada de responsabilidades y una determinación de competencias sobre materias determinadas en favor de decisores autónomos. El mismo autor añade que esto puede tener impacto en cualquier ámbito de la vida de las comunidades, así por ejemplo en el ámbito cultural, en el que opera como una fuerza contraria a la homogeneización, pero igualmente a la concentración geográfica de la vida cultural de la república en un solo núcleo.

A partir de estas ideas generales, la verdad es que hay tantas versiones de federalismo como intentos por adoptarlo. Desde luego, existen algunas formas paradigmáticas, como la de EEUU o Suiza, pero esto no significa que sus características institucionales sean necesariamente extrapolables. Según Forum of Federations, 28 países del mundo son federales, dentro de los cuales se encuentran: EEUU. Canadá, Australia, Alemania, Brasil, México, Argentina, etc. No obstante, cualquiera sea el caso e independientemente del grado de éxito del caso en concreto, federalismo significa pacto constitucional entre iguales, basado en el reconocimiento recíproco como sujetos políticos, articulando de forma armónica la autonomía y la cooperación entre las distintas partes constituyentes.

Ahora bien, a pesar de los enormes esfuerzos realizados por la doctrina, no existe evidencia concluyente de que exista una manera clara de trazar diferencias entre formas unitarias y federales. Es pacífico que en los extremos es posible situar al Estado unitario centralizado y en el otro al Estado federal pleno, sin embargo, existe una amplia zona gris constituida por los denominados Estados unitarios políticamente descentralizados, los cuales comparten características con los Estados federales, como es el caso del Estado autonómico español o del Estado regional italiano.

En efecto, a partir del caso español se puede observar con claridad esta situación y no son pocos los autores que creen ver que el modelo Español representa un tipo de Estado federal, a pesar de que la Constitución de ese país dice lo contrario. Por ejemplo, Solozábal (2004: p. 11) señala, que en el Estado autonómico español concurren tres características esenciales del federalismo: i) Hay una dualidad institucional, de manera que existe un nivel de autoridades, de orden legislativo, ejecutivo y judicial, con jurisdicción en todo el Estado; y otro cuyos mandatos alcanzan a su respectivo territorio. ii) Existe un reparto de competencias o atribuciones entre las autoridades centrales y las territoriales. La delimitación de poderes se establece en la Constitución o, como ocurre en el Estado autonómico, tiene una base constitucional. iii) Los conflictos que pudiesen surgir en el ejercicio de las respectivas atribuciones, son resueltos exclusivamente por un órgano jurisdiccional sobre la base de criterios jurídicos establecidos constitucionalmente.

En definitiva, no es nuestra intención entrar en una cuestión tan bizantina acerca de si el Estado autonómico está más cerca del Estado unitario o del Estado federal. En lo que a nosotros concierne, el caso es interesante para mostrar que, además de las formas federales puras, los argumentos que aquí se postulan también son replicables a ciertas formas del Estado unitario políticamente descentralizados. Y está claro que, en la medida que más nos aproximemos al caso central, la justificación será, del mismo modo, proporcionalmente más relevante.

2. Sobre Estado de Derecho y federalismo

En términos generales se puede afirmar que la noción de Estado de Derecho nace en Alemania, formulada por los iuspublicistas del siglo XIX, y a través de ella se intentan sistematizar los postulados del liberalismo clásico, pero también de otras tradiciones de pensamiento como el republicanismo y la teoría democrática. Una buena síntesis de estas ideas parece ser el pensamiento kantiano, verdadero motor de la respuesta jurídica al modelo de organización política propio del Estado absoluto. Desde esta perspectiva, más que una realidad concreta, el Estado de Derecho desarrolla el papel de un concepto normativo, que tiene como función evaluar la legitimidad de un sistema político determinado.

En términos generales, la expresión comprende cualquier arreglo institucional en el que el poder esté gobernado por la razón, es decir, que comprenda reglas a través de las cuales se pongan en práctica los principios de la racionalidad humana, ya sea en el diseño de las instituciones, como en el ejercicio de sus atribuciones (Böckenförde 2000, pp. 19-20). En palabras sencillas, la antítesis del Estado de Derecho es el ejercicio arbitrario del poder. Así las cosas, es obligatorio para cualquier sistema político reflexionar constantemente acerca de si sus normas jurídicas se ajustan a los requerimientos del Estado de Derecho.

Sin perjuicio de que existe mucho debate sobre cuáles son, en términos de detalle, esas exigencias que plasmarían la noción de Estado de Derecho, en nuestra tradición jurídica también existen ciertos consensos. Al respecto, se suelen señalar con mayor frecuencia como parte de sus elementos constitutivos, el reconocimiento y garantía de los derechos fundamentales, el respeto a las normas jurídicas, la separación de poderes como principio orgánico básico y la democracia como forma de adopción de decisiones de relevancia pública. Como señala Greppi (2012, p. 41), el constitucionalismo democrático se origina a partir de la feliz convergencia entre una exigencia liberal y una democrática: la garantía de los derechos individuales y la igualdad política. Esta combinación fue técnicamente posible gracias al perfeccionamiento de una construcción doctrinal sofisticada que establecía mecanismos de representación política y control recíproco entre poderes espacial y funcionalmente diferenciados.

Dicho esto, conviene recordar que la tesis planteada en este trabajo es que el federalismo es una forma jurídica de Estado que se aviene mejor con el ideal de Estado de Derecho que el Estado unitario. Esto es tremendamente importante, porque si convenimos que el principal problema constitucional en Chile es la escasa legitimidad de la Constitución de 1980, dotar de legitimidad a la nueva Carta Fundamental será una cuestión de primer orden. Entonces, de comprobarse la efectividad de esta tesis, resulta una conclusión clara que el paradigma del Estado unitario debe ser sustituido por una organización de corte federal, o al menos, tender hacia ella. Desde luego que este análisis presenta un enfoque ceteris paribus, por lo que no considera otros aspectos que pueden ser importantes en la creación de una estructura federal, como los económicos, administrativos y de logística en general; no obstante, al responder primero la pregunta sobre la legitimidad, estas consideraciones se vuelven de segundo orden.

En cualquier caso, haciéndose cargo de la importancia de estas consideraciones secundarias, la hipótesis aquí planteada también vale en menor medida para el Estado unitario descentralizado. Como ya se señaló, en el tema de las formas jurídicas de Estado no existen categorías absolutas. Muy por el contrario, desde el Estado unitario al Estado federal hay un continuum, en el que, sin perjuicio de la existencia de casos paradigmáticos a uno y otro lado del espectro, existe una inmensa zona gris, en la que se mezclan las características del Estado descentralizado y el Estado federal. Por lo mismo, subsecuentemente los argumentos aquí desarrollados son válidos también para ciertas formas de descentralización política.

Por ello, en virtud de lo anteriormente expuesto, en lo sucesivo se intentará mostrar que federalismo es una forma jurídica de Estado dotada de mayor legitimidad que el Estado unitario desde la perspectiva del Estado de Derecho, porque se relaciona estrechamente con, al menos, dos de sus elementos constitutivos, cosa que no es predicable respecto del Estado unitario: la separación de poderes y la democracia. Es decir, el Estado federal divide mejor el poder y mejora la democracia.

3. Federalismo y separación de poderes

Los conceptos de federalismo y separación de poderes están íntimamente relacionados. Según la doctrina mayoritaria, existe una identidad de finalidades entre ambos conceptos. En este sentido, el federalismo es una herramienta para limitar el poder del Estado, al igual que lo es la división de poderes.

Como señala Ackerman (1993, p. 170), la separación de poderes hace imposible para una facción de la población hablar unívocamente en representación del pueblo, frenando de esta forma los abusos de poder. Pues bien, el federalismo se inspira en el mismo principio. El argumento ha sido bastante bien desarrollado por Häberle (2007, p. 178), quien explica cómo el federalismo, desde esta perspectiva, no es más que una división vertical del poder. Añade que, por ejemplo, en Alemania es claro que los gobiernos de los Länder de una tendencia política distinta al gobierno federal, han actuado a modo de contrapeso. En este sentido, fueron célebres las disputas de Konrad Adenauer con el gobierno del Land de Hesse en manos del SPD, y posteriormente, los tres cancilleres socialdemócratas chocaron frente al bastión de la CSU en Baviera. Todo esto contribuye sin duda a un mejor control y al fortalecimiento de la libertad política.

Como ya se ha señalado en otra parte (Paredes 2013, 117), el argumento la verdad es que es de larga data y se encuentra situado en el corazón mismo de la teoría constitucional, en la famosa figura de los checks and balances, defendida magistralmente por Madison en el Federalista #51:

En una república unitaria, todo el poder cedido por el pueblo se coloca bajo la administración de un solo gobierno; y se evitan las usurpaciones dividiendo a ese gobierno en departamentos separados y diferentes. En la compleja república americana, el poder que se desprende del pueblo se divide primeramente entre dos gobiernos distintos, y luego la porción que corresponde a cada uno se subdivide entre departamentos diferentes y separados. De aquí surge una doble seguridad para los derechos del pueblo. Los diferentes gobiernos se tendrán a raya unos a otros, al propio tiempo que cada uno se regulará por sí mismo.

Para otros autores las relaciones entre federalismo y división de poderes son aún más estrechas. Así lo sostienen Cameron y Faletti (2005, p. 246), quienes proponen redefinir el federalismo en términos de un sistema político constitucional que crea órganos legislativos, ejecutivos y judiciales en el nivel subnacional. El estudio de los citados autores es sumamente interesante, pues pone énfasis en que normalmente la literatura respectiva centra su atención básicamente en las relaciones entre el nivel central y las unidades territoriales subestatales, pero a menudo soslaya lo que sucede dentro de ellas. El trabajo, a partir de un estudio empírico, demuestra que es una característica, a menudo frecuente, que en el nivel subestatal los sistemas federales usualmente terminan adoptando el principio de separación de poderes en términos horizontales. A partir de allí, ellos sostienen la tesis de que las nociones de federalismo y separación de poderes están mutuamente implicadas. De todas formas, aunque pareciera que no existe evidencia concluyente que logre acreditar este vínculo, lo que sí queda claramente demostrado, es que el federalismo fomenta y fortalece el principio de división de poderes y viceversa, pues ambas ideas apuntan en el mismo sentido, por lo que, si valoramos positivamente la división de poderes como un principio constitucional, se debería hacer lo propio con el federalismo.

 

Ahora bien, existe un segundo nivel en el que ambas nociones interactúan muy cercanamente y que también se suele invocar como justificación de la separación de poderes, esto es, el principio de división del trabajo (Yassky 1989, p. 433). El argumento, en una formulación gruesa, es sencillo: la división de poderes en el plano horizontal prevé distintas asignaciones funcionales a órganos específicos. Estas estarán entregadas exclusivamente a cada rama institucional en términos competenciales, de lo que resulta una especialización y un reparto más eficaz del trabajo que si las lleva a cabo un órgano con un mero alcance general.

Llevado el argumento al plano geográfico, se puede sostener que la calidad de la prestación de un servicio mejora si los encargados de atender las demandas y satisfacer las necesidades de la población son funcionarios locales y especializados, los que están en posición de conocer en mejor medida las necesidades de los ciudadanos en los contextos particulares en los que se deben adoptar esas decisiones. Al respecto, es elocuente la discusión sobre la determinación del huso horario en el sur austral, cuestión que refleja de manera bastante elocuente cómo la división del trabajo y la proximidad geográfica contribuyen a evitar soluciones, que a primera vista parecen carecer de sentido, pero que se explican por el desconocimiento de las particularidades del caso en concreto.