La Constitución que queremos

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

1.4. La noción de cultura

Para efectos de la propuesta que se va a detallar a continuación, vamos a entender que la cultura se caracteriza por cuatro rasgos fundamentales:

i) La idea de proceso. La cultura, apoyándome en Phillips (2007, pp. 15-29), la comprenderemos como lo «cotidiano» u «ordinario», es decir, aquel proceso omnipresente, continuo y cambiante a través del cual toda organización social se desarrolla y se reproduce a sí misma, construyendo un significado compartido, transmitido de generación en generación, y abierto al debate y correcciones;

ii) El choque cultural como una distribución desigual del poder. Desde el punto de vista de la teoría política, la cultura importa no tanto como el estudio de la diferencia de las prácticas culturales, sino como desigualdad, o sea, determinar qué cuenta como justo tratamiento para los grupos minoritarios;

iii) El proceso de significación radica en las personas, no en la cultura. Como plantea Dhamoon (2007, pp. 30-49), lo cultural se define como un proceso de construcción de significado. Este énfasis es decisivo pues modifica el análisis desde el objeto de la cultura distinta (la entidad que tiene un significado) al proceso que expresa esa identidad diversa.

iv) Las culturas tienen potestades normativas. El último elemento de la noción de cultura es lo que Shachar (2001, p. 2) denomina comunidad nomoi. Con ello se refiere a un grupo que tiene una visión del mundo comprensiva y distinguible que se concreta en potestades normativas que crean leyes para la comunidad. Estos grupos se distinguen no sólo por sus particulares sistemas de significado, sino por pretender regular a través de la ley la conducta de la comunidad de sus miembros.

2. Articulando una constitución plurinacional

Me propongo ahora explorar las bases de una propuesta constitucional que se haga cargo adecuadamente de nuestra realidad plurinacional. Partamos por decir que en Chile está casi todo por hacer, especialmente desde el punto de vista constitucional. No hay reconocimiento expreso en la Carta Fundamental de los pueblos indígenas, no hay derechos colectivos o de acomodo de ninguna especie, no hay autonomía territorial ni funcional; el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) recién fue ratificado el año 200812 y la jurisprudencia es escasa y deficiente. Para construir esa propuesta, debemos comprender, primero, por que, el constitucionalismo moderno es tan refractario, en general, a las demandas culturales.

2.1. La necesidad de un nuevo constitucionalismo

Como nos recuerda Bonilla (2006, pp. 80-108), siguiendo el clásico trabajo de Tully (1995, pp. 58-98), el constitucionalismo moderno ha ocultado, sistemáticamente, la diversidad cultural. La razón descansa en que «el lenguaje del constitucionalismo moderno que ha llegado a ser respetado fue diseñado para excluir o asimilar la diversidad cultural y justificar la homogeneidad» (Tully 1995, p. 58). La tradición constitucional moderna está estructurada por un «espectro limitado del uso de términos tales como pueblo, autogobierno, ciudadano, derechos, igualdad, reconocimiento, nación y soberanía popular» (Bonilla 2006, p. 83).

El lenguaje hegemónico del constitucionalismo moderno ignora, excluye y suprime la diferencia cultural de diversas formas; entre las más relevantes, las que siguen: a) cuando define al soberano como una comunidad de individuos homogéneos que mediante un acto voluntario y racional crean una constitución; b) cuando se sostiene sobre la ficción de que las constituciones se crean en momentos fundacionales y que éstas son una condición previa para la democracia, pero no son parte de ella; c) cuando defiende que las instituciones políticas y jurídicas características de las constituciones posrevolucionarias son expresión de un estadio superior de progreso social, económico y cultural; y d) cuando asocia artificialmente una nación con un solo Estado que, además, posee una sola autoridad central y uniforme, garantía de estabilidad política y orden interno (Bonilla 2006, p. 87).

Los rudimentarios Estados de derecho que emergieron en el siglo XIX en los países de América Latina son herederos de esa tradición constitucional hegemónica. Ello se refleja en la influencia de la «doctrina napoleónica de la unidad del Estado. La progresiva consolidación de esta doctrina en los novísimos países respondía a las siguientes premisas: una sola nación, un solo pueblo, una sola forma de organizar las relaciones sociales, una sola ley, una sola administración de justicia. Como consecuencia de ello se adoptó como principio fundamental la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos que integran al Estado, independientemente de su origen» (Figuera 2015, pp. 21-22).

Como plantea Figuera (2015, pp. 22-29), los pueblos indígenas latinoamericanos se habían visto inmersos en un proceso histórico que terminó por anularlos políticamente. La conquista primero, luego la colonización y finalmente la usurpación de sus tierras ancestrales consolidó el despojo. Obviamente, los incipientes países latinoamericanos no desconocían la pluralidad cultural y nacional que los constituía, pero la fórmula monoétnica y unitaria se explicaba por la necesidad política de consolidar la frágil identidad nacional. El pago, con todo, fue extremadamente alto: sumisión, asimilación y exterminio.

Llegado el siglo XX, los pueblos indígenas continuaron sin ser una preocupación genuina para el derecho constitucional latinoamericano. Recién con la creación de la OIT se comenzó a prestar atención a las denominadas poblaciones indígenas con la adopción del Convenio N° 107 del año 1957, aunque con un claro sesgo asimilacionista. Luego se evolucionó hacia el reconocimiento pleno de los pueblos indígenas con el Convenio N° 169, que entró en vigor en 1991 y a la fecha ha sido ratificado por veinte Estados, trece de ellos de Latinoamérica13. Chile lo hizo hace menos de 10 años. La evolución internacional alcanzó un nuevo hito al adoptarse por la Asamblea General de las Naciones Unidas la Declaración sobre Derechos de los Pueblos Indígenas el año 2007, la que reconoce a los pueblos indígenas el derecho a la libre determinación.

En casi todos los Estados latinoamericanos, gracias al impulso que supuso el Convenio 169, se cuestionó por parte de los pueblos indígenas el paradigma del Estado-nación sobre el que se construyeron las repúblicas del sur del mundo, reivindicando la introducción de reformas constitucionales y legales. «Aunque en muchos casos ha existido una brecha en la implementación de dichas reformas, en la práctica, en diversos contextos de la región se han impulsado políticas y procesos de reconocimiento de tierras y territorios indígenas y se han puesto en marcha mecanismos para hacer posible la participación política y/o la autonomía indígena en ciertas esferas, como en materia de justicia» (Aylwin et al. 2013, p. 30).

La historia de Chile, en contraste, es bien distinta. Chile es el único Estado en Latinoamérica con una presencia indígena significativa y territorialmente asentada que no ha sido reconocida a nivel constitucional. Para comprender la singularidad del caso chileno, especialmente respecto de la nación mapuche, debemos retroceder en el tiempo hasta los albores de la república. Tal como plantea Clavero (2017, pp. 107-128), la relación entre el naciente Estado chileno y Wallmapu14 se inserta en la emergencia de definir sus fronteras. Chile se independiza, pero se encuentra al sur del Bío-Bío con Wallmapu, revitalizando la práctica de los tratados que los españoles impulsaron desde el siglo XVI para relacionarse con la nación mapuche. El más importante de esos tratados fue el Parlamento General de Tapihue, que consagró básicamente una confederación entre Chile y Wallmapu. Sin embargo, las constituciones chilenas posteriores a ese tratado, de forma consistente con el constitucionalismo moderno descrito más arriba, lo omitieron absolutamente. «El Tratado del Parlamento de Tapihue representa un reconocimiento mutuo entre Mapu y Chile, que el segundo, pues no el primero, desprecia y dilapida. La confederación se mantiene por parte indígena contra viento y marea a duras penas hasta verse conquistada y desposeída no sólo de territorio y recursos, sino también de derecho propio y autogobierno» (Clavero 2007, p. 117)15.

Sobre esa omisión jurídica, pero también gracias a una historiografía fantasiosa, se construyó la artificial idea de que Chile fue, desde sus inicios, un Estado nación homogéneo y unitario. Este relato se ha mantenido en lo medular inalterado hasta la actualidad16. Ni la aprobación el año 1993 de la mal denominada Ley Indígena17, que se limitó a reconocer etnias, pero no pueblos indígenas, ni la implementación parcial del Convenio 169, a esperas de su íntegra aplicación, han cambiado ese panorama. Chile se encuentra lejos, entonces, de ser un Estado plurinacional que reconozca autonomía territorial y política a los pueblos indígenas.

2.2. El reconocimiento general de los pueblos originarios: preexistencia y autodeterminación colectiva

En el despoblado contexto descrito, pero fértil para ser reconquistado, una propuesta constitucional integral debería partir, en mi opinión, por un acto de reconocimiento al otro distinto que, bajo la ilusión del concepto de Estado culturalmente homogéneo, ha sido asimilado bajo la idea de «nación chilena». Si recurrimos a la tradición contractual que suele estar en la base de la justificación de una constitución como la representación de ese momento de autonomía radical, en la que la ciudadanía es genuinamente soberana sobre sí misma, la única forma de darle valor al texto normativo que llamamos «Constitución» es satisfaciendo el principio de legitimidad política en los términos que siguen: si bien en una sociedad democrática el poder político es siempre coercitivo –esto es, respaldado por el monopolio estatal de la fuerza–, es al mismo tiempo el poder del público, o sea, el poder de los ciudadanos libres e iguales considerados como un sistema cooperativo. Y si cada ciudadano comparte por igual el poder político, luego, en la medida de lo posible, este poder debería ejercerse, al menos cuando están en juego las cuestiones de justicia básica, de una forma en que todas y todos los ciudadanos puedan aceptar públicamente a la luz de su propia razón (Rawls 2002, p. 131).

 

Conforme al principio de legitimidad democrática, entonces, es indispensable que las minorías étnicas y nacionales sean reconocidas expresamente en el texto constitucional. En este aspecto el derecho constitucional latinoamericano ha realizado avances significativos: Argentina, Brasil, Colombia, Ecuador, Venezuela, entre los más relevantes, han incorporado a sus Cartas Fundamentales algún grado de reconocimiento de los pueblos indígenas. Mención especial merecen, por su profundidad, el caso boliviano y ecuatoriano, ya que se reconocen como países expresamente plurinacionales18.

¿Cuál sería la forma correcta de ese reconocimiento? El contenido material del reconocimiento reposa, en general, en el derecho a la libre determinación de los pueblos, una categoría normativa crucial del derecho internacional y que se extiende, con restricciones, a los pueblos indígenas. Siguiendo el análisis de Oliva (2012, pp. 763-772), ello implica en su faz negativa que: a) la comunidad internacional no les reconoce a los pueblos indígenas un derecho a la libre determinación en su dimensión externa o amplia, pues no los considera como pueblos sometidos a alguna forma de colonialismo externo o interno; y b) descarta la posibilidad de que los pueblos indígenas se constituyan unilateralmente como Estados independientes o puedan ejercer –total o parcialmente– el derecho de secesión19. Por su parte, en su faz positiva, el derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas comprende: a) la implementación de estructuras autónomas políticas (derecho al autogobierno) y jurídicas (derecho a la jurisdicción propia) al interior de los Estados; b) la protección de la pluralidad cultural a través de una serie de derechos; entre los más importantes, el derecho al autodesarrollo, el derecho a la identidad o diferencia cultural y el derecho de consulta.

Conforme a todo lo dicho, y más allá de las redacciones específicas, una Constitución que reconozca adecuadamente a los pueblos indígenas debería como mínimo:

i) Incluir la disposición en la parte general de la constitución (algo equivalente al capítulo Bases de la Institucionalidad de la Constitución vigente). La idea es reforzar que la normativa obliga y se aplica a todos los poderes del Estado y constituyente un pilar esencial de la forma en que nos organizamos y nos autorreconocemos como un Estado plurinacional;

ii) El articulado debe reconocer la preexistencia de los pueblos originarios que habitan dentro del espacio territorial que hoy conforma la República de Chile. Esta afirmación no es puramente declarativa. De ella se sigue, por el contrario, una consecuencia muy relevante, reconocida tanto en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos como en el de Derechos Económicos, Sociales y Culturales: «todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación»20. «Desde estos dos puntos de partida, el reconocimiento de los indígenas como pueblos y el derecho de todos los pueblos a libre determinación, se asientan las bases de la comprensión de los derechos de los pueblos indígenas tanto en el orden interno como en el internacional» (Salgado 2011, p. 151). Por otra parte, dicha existencia anterior a la configuración de los Estados modernos es el «fundamento principal de un abanico de derechos que encuentra en el derecho a la tierra y el territorio su núcleo más duro» (Ramírez 2011, pp. 145-146);

iii) El derecho a la libre determinación de los pueblos originarios debe ser concebido como un derecho de naturaleza colectiva. Aunque evidentemente, cada persona posee como agente moral independiente el derecho a determinar su propio destino, en el caso de pueblos la autodeterminación tiene una dimensión política que solo puede ser comprendida de manera colectiva; y

iv) Establecida la preexistencia y la libre determinación de los pueblos originarios, El Estado chileno debe reconocerse a sí mismo como un Estado plurinacional.

Quisiera detenerme, para cerrar este apartado, en la especificación político-jurídica del derecho a la libre determinación en las diferentes dimensiones enunciadas (Oliva 2012, pp. 772-837). En primer lugar, cabe destacar el aspecto político de la libre determinación que se concreta en el derecho al autogobierno. El «derecho a la autonomía y el autogobierno como dimensión política del derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas debería ser considerado como un (…) “derecho en proceso” en vez de un derecho que nos remita a un resultado conformado de antemano. Un derecho cuyo ejercicio debe ser definido a través de un proceso de diálogo en el que los pueblos indígenas participen en igualdad de condiciones» (Oliva 2012, pp. 773-774).

En segundo lugar, se debe tener en cuenta la dimensión económica de la libre determinación, esto es, el derecho al autodesarrollo. Los pueblos indígenas han sido históricamente víctimas de la imposición de modelos de desarrollo extraños a su identidad cultural. «Estos modelos manejaban una concepción unidireccional del desarrollo, es decir un desarrollo enfocado únicamente en el objetivo de occidentalizar a las comunidades indígenas y de hacer desaparecer todas las formas de organización premodernas y culturales tradicionales, consideradas como un freno para el desarrollo capitalista y la modernización» (Oliva 2012, p. 777). La libre determinación en su vertiente económica exige que los pueblos indígenas sean protagonistas en el diseño y puesta en práctica de las estrategias de desarrollo propio sobre la tierra, el territorio y los recursos naturales.

En tercer lugar, emerge la dimensión cultural de la libre determinación que se traduce en el derecho a la identidad o diferencia cultural. Los problemas que han padecido los pueblos indígenas en el ámbito cultural son variados, pero han significado al menos la pérdida total o parcial de sus propias lenguas, la imposición de credos externos, la asimilación educacional, la perpetuación de estereotipos denigrantes, el saqueo de lugares sagrados y la explotación de su patrimonio artístico e intelectual. Este derecho está reconocido expresamente en la Declaración del año 2007 en el artículo 13.1: «Los pueblos indígenas tienen derecho a revitalizar, utilizar, fomentar y transmitir a las generaciones futuras sus historias, idiomas, tradiciones orales, filosofías, sistemas de escritura y literaturas, y a atribuir nombres a sus comunidades, lugares y personas, así como a mantenerlos».

En cuarto lugar, nos interesa la dimensión territorial de la libre determinación que fija los derechos territoriales de los pueblos indígenas. Como se sabe, los pueblos indígenas «mantienen una estrecha relación con sus tierras y territorios históricos que cubre importantes aspectos sociales, espirituales y culturales. Esta relación es básica para la supervivencia de los pueblos indígenas como grupos diferenciados con sus propias creencias, costumbres, tradiciones y cosmovisiones» (Oliva 2012, p. 805). Establecer el alcance exacto de los derechos territoriales no es sencillo ni pacífico en el derecho internacional y menos en el derecho constitucional comparado. Sin embargo, nos demanda como mínimo el derecho a la forma de propiedad que el pueblo indígena determine sobre el territorio ancestral. Ello supondrá, casi siempre, procedimientos que permitan recuperar la tierra y el acceso a los recursos que los pueblos indígenas requieran para su subsistencia y la mantención de sus prácticas culturales y, cuando corresponda, a recibir una compensación.

En quinto lugar, debemos concentrarnos en la dimensión jurídica de la libre determinación de los pueblos indígenas, es decir, el derecho a un sistema normativo propio. Los procesos de aculturación, la agresión externa, los desplazamientos forzados, la violencia política, el asesinato de dirigentes y manifestantes indígenas, la criminalización de las prácticas jurídicas y culturales indígenas21, así como la persecución y encarcelamiento de líderes y disidentes indígenas22, propician un contexto poco alentador para la articulación de este derecho. El reconocimiento del derecho propio requiere, como piso, conceder atribuciones legislativas que permitan la libre configuración de un derecho propio de segundo nivel, es decir, aquel que se cristaliza en una jurisdicción indígena autónoma; otorgar competencia material, territorial, personal y temporal a autoridades jurisdiccionales indígenas, asegurando la sujeción a los procedimientos vernáculos para resolver disputas dentro del territorio indígena (estatuto objetivo) o fuera del territorio cuando se trata de personas indígenas (estatuto personal); y los mecanismos que permitan la coordinación entre el sistema jurídico estatal y el indígena.

Por último, debemos decir algo sobre el sexto ámbito al cual se extiende la libre determinación, se trata del derecho de consulta y el derecho al libre consentimiento, previo e informado. «Los derechos de participación de los pueblos indígenas están claramente reconocidos por el Derecho Internacional. Concretamente el derecho de consulta está plenamente consolidado y el derecho al consentimiento libre, previo e informado empieza a tomar forma, constituyendo ambos derechos una manifestación específica, relacionada con la necesaria dimensión participativa, del derecho a la libre determinación y una clara salvaguarda para la preservación de la diversidad cultural» (Oliva 2012, p. 830). Se trata de derechos colectivos que buscan asegurar que toda medida institucional que pretendan poner en práctica los gobiernos estatales y que pudiera afectar a los pueblos indígenas, cuente con su aquiescencia.