La Constitución que queremos

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4. Cómo constituir
4.1. La transición y su vía reformista

El momento constituyente se desarrolla en un presente particularmente complejo, que combina una serie de dificultades que amenazan su éxito. Ciertamente, existen ciertos elementos procedimentales asociados a la iniciativa de la actual presidencia, que impulsa un «proceso constituyente» que contempla etapas de participación ciudadana y de su respectiva sistematización, junto a una etapa que lo enlaza con los mecanismos institucionales de reforma constitucional. Esta última tiene una doble dimensión: una reforma habilitante al Capítulo XV de la actual Constitución y un proyecto de reforma total sustitutiva del texto vigente2. El proceso impulsado –con muchísimas dificultades, por el Gobierno de Bachelet– es una de las manifestaciones más sofisticadas que hemos visto de la llamada «vía reformista», que se ha desplegado en Chile desde 1989. Uno podría preguntarse si la mayor sofisticación de esta nueva iniciativa gubernamental tiene la potencia suficiente para subsanar las carencias que la vía reformista ha presentado hasta ahora, especialmente considerando sus manifestaciones más importantes: 1989 y 2005. Ello supone analizar, en conjunto, i. los elementos del itinerario propuesto, ii. las características del actual momento político, y iii. su eventual potencia transformadora/constituyente.

Simplificando el diseño, podemos decir que el itinerario contempla dos grandes etapas: una de participación ciudadana y otra institucional. Mientras el objetivo de la primera fue abrir canales de participación para que la ciudadanía pudiera discutir en torno a los contenidos constitucionales y realizar sus propias propuestas, la segunda pretendía canalizar dichos contenidos dentro de la institucionalidad estatal y materializarlos en una nueva constitución. En un contexto de profunda desconfianza hacia las instancias tradicionales de representación política, que abarcan tanto a los órganos del Estado como a los partidos políticos (entre otros, por cierto), se invitó a la ciudadanía a organizar cabildos locales autoconvocados (que debían funcionar conforme a un formato bastante rígido), cuyas propuestas serían recogidas en cabildos provinciales y luego regionales. A través de plataformas digitales de irregular funcionamiento –y observados por un Consejo Ciudadano cuyo compromiso con la participación ciudadana fue, en el mejor de los casos, errático3–, cada cabildo formuló sus propuestas. En principio, la sistematización de dichos contenidos sería la base de un proyecto de nueva constitución presentado por el Gobierno al Congreso Nacional, cuya concreción depende de lo que decida la instancia constituyente, que, a su vez, depende de lo que el propio Congreso decida respecto de la reforma al Capítulo XV de la Constitución vigente. Al suspenderse esta tramitación a fines de 2017, todo el proceso quedó trunco.

De estas dos últimas decisiones políticas dependía todo el «proceso constituyente» impulsado por el Gobierno de Bachelet: de que el Congreso Nacional decida la reforma al Capítulo XV y habilite un mecanismo de reforma constitucional4 y, en conjunto, se pronuncie respecto del proyecto de sustitución constitucional que le presentará el Ejecutivo. El quórum fijado por la Presidenta de la República es de dos tercios de diputados y senadores en ejercicio, es decir, el quórum de reforma constitucional más alto que contempla el texto constitucional vigente. Dadas las actuales formas de representación política vigentes en Chile, si no hay una virtual unanimidad en los dos grandes bloques con representación parlamentaria, no habrá ninguna reforma significativa al actual texto –que, básicamente, responde al proyecto político de la dictadura, más las modificaciones de 2005, que lo hacen menos vergonzoso para un país democrático–, por lo que seguirá vigente. Así, el desenlace del «proceso constituyente» no dependerá de una decisión tomada por el pueblo soberano, sino de aquellas formas de representación política diseñadas para 1980 y vigentes desde 1990; las mismas formas que no han sido suficientes para salvar el permanente cuestionamiento a la legitimidad de la Constitución, que no han enfrentado con éxito la cuestión constitucional. La historia constitucional reciente ha demostrado que esas formas de representación política no pueden dar más de lo que ya han dado en la solución de la cuestión constitucional, sea porque se encuentran amarradas a un diseño institucional antidemocrático, o bien porque no representan a aquellos sectores de la sociedad que demandan un nuevo ordenamiento constitucional. Es decir, o bien no pueden encabezar un proceso constituyente por estar sometidos a formas institucionales neutralizadoras o simplemente no quieren; pues modificar las actuales estructuras de poder supone cuestionar sus propias posiciones de privilegio, asentadas en esas estructuras. El propio proyecto de reforma constitucional presentado por el Ejecutivo en abril de 2017 da cuenta de ello, ratificado por la decisión del Gobierno de Piñera (2018-2022) de no perseverar en dicho proceso.

Lo anterior configura, al menos, dos tipos de aproximaciones, desde las cuales es posible cuestionar la potencia constituyente que esta nueva versión de la vía reformista podría tener. En primer lugar, se configura una limitación epistémica, dadas las evidentes dificultades que han presentado los actores políticos tradicionales para formular o proponer nuevas representaciones simbólicas de la realidad, para sostener nuevos discursos de lo constitucional que permitan hacer frente a la constante crisis de legitimidad que alimenta a la cuestión constitucional. Las formas discursivas que acompañan la vía reformista son las mismas desde 1989, tanto por parte de quienes han defendido las reformas como por quienes se han opuesto a ellas, pues las condiciones materiales desde la cual son formuladas, así como el tipo de relaciones políticas entre representantes y representados que ellas reflejan, siguen siendo las mismas desde el fin de la dictadura. Las decrecientes tasas de participación electoral, la escasa densidad y renovación ideológica de los partidos políticos, así como la elitización de la actividad política y la ausencia de renovación en las élites gobernantes, dan cuenta de ello.

No hay razones que permitan prever la emergencia de nuevas formas discursivas por parte de quienes i. ya han formulado las que podían formular, y ii. no han incorporado la representación de nuevos sujetos o actores políticos. Así, este problema epistémico se conecta con uno político, precisamente porque existe un agotamiento de las posibilidades que los actores tradicionales tienen para conocer/comprender/representar la realidad, lo que se traduce en una crisis en las formas tradicionales de representación política. En los tiempos que corren, y dado el contexto de sociedades complejas y de masas, ello no implica una renuncia a la representación política, pero sí parece indicar que las clásicas formas de representación de la democracia del siglo xx ya no son capaces de canalizar las demandas que emanan de una sociedad cuyos sujetos políticos se han complejizado radicalmente en las últimas décadas. La crítica ciudadana contra la representación política no se dirige contra toda forma de representación política ni, por cierto, contra ella en abstracto. Dicha crítica ciudadana representa una denuncia contra las actuales prácticas de representación política, que han sido monopolizadas por ciertos sectores minoritarios de la élite y que han subvertido el sentido de las instituciones representativas, poniéndolas a disposición de sus propios intereses particulares.

Así, y en segundo lugar, es posible identificar una limitación política a la potencia transformadora, o propiamente constituyente, de esta nueva vía reformista. Se ha normalizado la idea de que ciertas reformas estructurales requieren de «grandes acuerdos» entre los actores políticos, que les den viabilidad: la famosa política de los consensos, aquella que caracterizó al período de transición o de postdictadura, fenómeno político que implicó algo más que la renuncia a ciertas identidades ideológicas de los partidos de izquierda5 y forzó una suerte de «gran consenso al centro», caracterizando la pretensión del fin de las ideologías. Se ha afirmado que si no hay un tal gran acuerdo, los cambios responderían al mero voluntarismo de la coalición gobernante o, peor, del mandatario «de turno». Este tipo de afirmaciones exige revisar qué quiere decir consenso, respecto de qué materias este puede ser deseable o necesario, y cuál es la finalidad política que podría esconder quien lo invoca (casi siempre como límite a una decisión democrática). En efecto, el consenso puede ser razonable respecto de las instituciones políticas básicas, aquellas que permiten una convivencia democrática. Sin embargo, las especificidades de su implementación, así como los énfasis en la distribución de los costos y riquezas de la vida en sociedad, generalmente están sujetos a la política contingente, aquel espacio de deliberación y disputa entre proyectos políticos alternativos que luchan por la adhesión popular. Es decir, una sociedad puede garantizar estabilidad democrática cuando sus instituciones básicas han sido debidamente consensuadas y se ha garantizado el espacio necesario para la disputa democrática. Cerrar ambas instancias bajo el argumento del consenso genera dos grandes tipos de efectos: i. impone la protección del statu quo (siempre construido sobre la exclusión de alternativas), y ii. debilita la democracia al anular la regla de mayoría para la toma de decisiones (vaciando de contenido tanto el disenso como la propia democracia).

La sedimentación social y cultural de grandes reformas estructurales requiere estabilidad en el tiempo. Para ello, el consenso es fundamental. Sin embargo, esgrimirlo como un requisito habilitante del proceso constituyente no es más que un recurso retórico falaz, que pretende desarticular la reivindicación por una nueva constitución: i. el primer acuerdo necesario para el proceso constituyente no se refiere a los contenidos de una eventual nueva constitución, sino a la necesidad de contar con una. Se trata de una decisión preliminar que le corresponde tomar al pueblo soberano por ejemplo, a través de un plebiscito habilitante6, y ii. ese gran consenso relativo a la necesidad de contar con una nueva constitución podría, eventualmente, faltar en las cúpulas dirigenciales (cuestión que es, por cierto, discutible); sin embargo, la ciudadanía respalda mayoritariamente la necesidad de una nueva constitución, como lo han demostrado todas las mediciones y encuestas realizadas en los últimos años (al menos mientras las encuestas incorporaron dicha pregunta), algunas referenciadas previamente.

 

Se trata de una limitación política a la potencia transformadora de un proceso constituyente, precisamente porque este recurso retórico ha sido utilizado por quienes, sistemáticamente, se han opuesto a todo cambio constitucional –entorpeciendo la deliberación democrática en torno a la cuestión constitucional y defendiendo, como regla vigente por defecto ante la falta de «acuerdo», el proyecto constitucional de la dictadura–, logrando así contener las iniciativas impulsadas por la vía reformista. Esa capacidad de contención que han mostrado los defensores de la Constitución de Pinochet se mantiene vigente, articulándose a través de instituciones políticamente neutralizadas, por ejemplo, a través del quórum de dos tercios para la reforma constitucional. Incorporar este elemento en el itinerario da cuenta de cómo la vía reformista se agotó y que no es capaz de dar más de lo (poco) que ya dio, pues no es ni ha sido capaz de reconfigurar las relaciones de poder en la sociedad; es más, ni siquiera tiene la capacidad de plantearse dicho objetivo.

Ambas aproximaciones críticas a la vía reformista que se ha seguido desde 1989 y que se presenta como agotada, derivan en la necesidad de una apertura radical de la participación política, a quienes se han visto sistemáticamente postergados de incidir en la solución de la cuestión constitucional. Esa apertura supone viabilizar una participación política decisoria, en los contenidos del proceso constituyente, a quien detenta el poder político originario: el pueblo soberano. Ese pueblo (los pueblos) lleva varios años movilizado en defensa de una serie de demandas ciudadanas, entre las que destaca la asamblea constituyente como una vía de solución a la cuestión constitucional, instancia que podría establecer nuevas formas democráticas para el ejercicio del poder político (tanto el que se ejerce en el plano institucional como en la sociedad).

4.2 . Asamblea Constituyente y nuevas relaciones de poder

Llegados a este punto, luego de revisar las relaciones entre la Constitución Política del Estado y la constitución política de la sociedad, es posible concluir que la solución no es un nuevo texto constitucional, sino una nueva forma institucional para el ejercicio del poder político, tanto a nivel de las instituciones del Estado como de la sociedad y su soberanía popular. En definitiva, nuevas prácticas para el ejercicio autónomo de la soberanía popular. Para poder abordar el desafío constituyente que se configura en esta etapa del desarrollo político del país, será necesaria la articulación entre las diversas demandas ciudadanas que, de manera explícita o no, confluyen en la necesidad de una nueva constitución que les dé viabilidad. Muchas de estas reivindicaciones emanan de la radical mercantilización de diversos espacios de la vida –educación, salud, seguridad social, trabajo, medio ambiente–, avalada por el soporte ideológico de la Constitución vigente y sus normas de amarre.

Si llegamos a tener una nueva constitución –donde nueva significa una reordenación de las fuerzas políticas–, este debiera ser la consecuencia del proceso y no su puntapié inicial. En ese sentido, si bien una asamblea constituyente podría significar una contribución importante en ese proceso –según cómo se lleve, claro–, lo importante es la forma en que los sujetos políticos comienzan a rearticularse, construyendo nuevas formas para su agenciamiento político, transformando las relaciones de poder a las que están sometidos. Para ello, me parece fundamental considerar la diferencia entre la Constitución Política del Estado y la constitución política del pueblo: podría cambiar la forma como se ejerce el poder político en las instituciones del Estado, desarticulando aquellos enclaves autoritarios que han neutralizado la potencia transformadora de la soberanía popular; pero no tendrá ningún impacto si las relaciones de poder en el seno de la sociedad conservan sus estructuras actuales. Una nueva constitución debe surgir de nuevas prácticas políticas, prácticas emancipatorias.

A este respecto, me parece que los mismos actores que ya fracasaron en su pretensión constituyente en 2005, no pueden decir nada distinto de lo que ya dijeron. Sus formas de representación simbólica de la realidad se encuentran configuradas, ineludiblemente, a partir de las relaciones materiales de poder político y económico que los condicionan en tanto sujetos, en tanto agentes políticos. Su sistemática inclinación por recurrir a la institucionalidad diseñada en dictadura, esperando poder desplegar una potestad constituyente que genere una nueva Constitución (como en 2005), demuestra que sus capacidades de comprensión del contexto normativo e institucional están condicionadas por esa misma institucionalidad. Solo la incorporación de nuevos agentes políticos, nuevos tipos de sujetos capaces de sostener discursos diferentes de los hegemónicos, que provengan de otros contextos materiales y no solo de los sectores privilegiados, dará paso a una forma distinta de representación simbólica –o podríamos decir constitucional– de la realidad. Aquí la clave está, efectivamente, en la forma. La forma es el fondo: si no se establece un mecanismo que garantice una efectiva participación de la ciudadanía en la definición de los contenidos de una nueva constitución (especialmente de los grupos subalternos, que han sido postergados de esta discusión), asegurando una participación igualitaria en condiciones de imparcialidad, el resultado será el mismo de 2005: una norma (eventualmente) mejor técnicamente, quizá con uno o dos enclaves autoritarios menos, pero no será una Carta nueva, ni logrará superar su endémico déficit de legitimidad.

La historia constitucional reciente muestra cómo una serie de intentos por democratizar el texto de 1980 han contribuido marginalmente en dicho objetivo, fracasando en el objetivo principal: obtener una constitución legítima. La única forma de obtener un resultado distinto de la tónica que marcan las últimas tres décadas es otorgándoles voz a formas alternativas de representación simbólica de la realidad, es decir, a sectores de la sociedad que han sido sistemáticamente excluidos de un espacio de decisión política que, en principio, corresponde al pueblo en tanto titular del poder político originario, de la soberanía. Lo que parece claro es que sin un acto constitutivo, no habrá nueva constitución. Sin el despliegue de esa magnitud política que emane del titular del poder constituyente, no habrá nueva constitución. Sin perjuicio de que se trata de categorías abstractas e indeterminadas, que nos reconducen a conceptos universales que bien podrían ser catalogados de vacíos, lo cierto es que esta lógica discursiva permite evidenciar cómo este tipo de decisiones ha estado residenciado, por décadas, en estrechos círculos de poder: una clase política cada vez más alejada de la realidad política y social que legitima el ordenamiento jurídico y el sistema político que, en nuestro nombre, administran. Sus formas discursivas, condicionadas por sus condiciones materiales de vida, su situación de privilegio en la sociedad, atravesada por la trampa de un mal entendido consenso que inmoviliza, han fracasado en su pretensión constituyente en el pasado y, si se mantienen las lógicas políticas que han imperado hasta el momento, volverán a fracasar hoy. De hecho, sus condiciones de legitimidad han empeorado progresivamente en los últimos años, disminuyendo gravemente la confianza que la ciudadanía deposita en sus representantes, lo que solo puede confirmar el fracaso de una vía que ya no puede arrogarse legitimidad para constituir.

Desde esta perspectiva, en tanto mecanismo para darnos una nueva Constitución, la asamblea constituyente cumple con ciertos estándares que no se satisfacen por igual en las principales alternativas que se han propuesto: Congreso Nacional, convención constituyente o comisión de expertos7. En efecto, la AC permite incorporar en este proceso de decisión política a agentes políticos que no tienen una participación regular en el funcionamiento de las instituciones públicas, que tienen otras concepciones del mundo y ven las relaciones políticas que en él se verifican desde una realidad distinta, precisamente por la posición relativa que tienen en ellas. Este mecanismo posibilita una forma de agenciamiento político que podría traspasar las barreras de la clase gobernante, posibilitando que nuevos sectores del pueblo, de la comunidad política, formen parte de la decisión constituyente. Ese incremento en el nivel de participación, en el estándar democrático del proceso, podría generar una constitución nueva, en la medida que dé cuenta de un proceso constituyente en el que han participado nuevos agentes y que, como resultado de ello, se tome una decisión sistémicamente distinta de aquellas que toman, regularmente, los representantes de la soberanía popular, por ejemplo, al legislar. El mandato que recibiría una AC, profundamente distinto de aquel que recibe el Congreso Nacional para legislar, provendrá de un pueblo movilizado en la búsqueda de nuevos objetivos que nunca antes en la historia de Chile ha logrado conseguir: incidir en el contenido del marco fundamental de convivencia democrática, decidiendo, libremente, sobre su estructura institucional y sobre la configuración de las relaciones de poder de las cuales participa.

Las actuales relaciones de poder político que se verifican en la sociedad no serán transformadas por quienes se han visto directamente beneficiados por ellas. No es posible esperar de estos agentes políticos –que han devenido en privilegiados como consecuencia de las prácticas políticas e institucionales que se han desarrollado desde 1988 a la fecha–, una decisión efectivamente transformadora de las actuales relaciones de poder. La única posibilidad para que un proceso constituyente sea uno constituyente y no una manifestación más de la vía reformista, depende de que en él participen aquellos sujetos políticos que han estado relegados a posiciones de subalternidad.

No podemos olvidar que la legitimación democrática de todo ordenamiento jurídico emana de un acto político constitutivo, cuyo contenido se proyecta hacia lo constituido. En este sentido, la asamblea constituyente como mecanismo para la elaboración de una nueva constitución es el único mecanismo suficiente para garantizar su legitimidad, en la medida que pueda representar simbólicamente aquel hito de deliberación política radical, necesario para que la comunidad política se constituya a sí misma como tal y, de paso, reconozca como propio al ordenamiento que emana del proceso. Esa necesidad emana no solo de la crisis de legitimidad que arrastra el actual ordenamiento constitucional, sino del agotamiento de la vía reformista para hacerle frente.

Todo momento constituyente pone fin a un orden determinado, en una serie de dimensiones eventualmente simultáneas: desde luego jurídica, pero también económica, social e, incluso, cultural. Un momento efectivamente constituyente no solo da paso a un nuevo orden jurídico, sino también político. En otras palabras, un momento constituyente exitoso constituye –podríamos decir, principalmente– a la comunidad política a partir de nuevas formas para su agenciamiento político, y no solo en relación a sus formas jurídicas externas. Por ello, la concepción de la Constitución como la forma jurídica del poder, siendo correcta, sigue respondiendo a una aproximación parcial, precisamente porque deja fuera la dimensión constitutiva de las relaciones de poder en la propia sociedad y de las formas de agenciamiento político –no institucional– del poder soberano del pueblo(s). La noción de legitimidad del derecho, que emana del reconocido principio de soberanía popular, se explica desde esta doble dimensión: el momento constituyente da paso a un ordenamiento jurídico que el pueblo soberano está dispuesto a obedecer porque i. lo reconoce como el resultado de una decisión propia, y ii. le da sentido e identidad a la comunidad misma. Es esta, precisamente, una de las principales carencias del ordenamiento constitucional actual, pues está diseñado no solo para neutralizar la institucionalidad política, obstaculizando una efectiva representación política del titular de la soberanía, sino también para desarticular al pueblo(s) como agente político.

 

Quienes se oponen a una transformación efectiva de la constitución política, han afirmado que no existe una relación directa entre el procedimiento de elaboración de una Constitución y sus contenidos, invitándonos a la sensatez de discutir lo (que ellos consideran como lo) «realmente importante»: los contenidos de la futura Constitución Política. Esa aproximación formalista emana de sujetos asentados en las posiciones de privilegio configuradas por el actual orden constitucional, que sólo piensan en las modificaciones jurídicas a la Constitución, pero se resisten a comprender que su legitimidad pasa por reconfigurar las relaciones de poder en la sociedad. Por eso la vía reformista, principalmente empujada por este tipo de actores, se encuentra agotada: ella no será capaz de encauzar un proceso de transformación de las actuales relaciones de poder, precisamente porque se articula a partir de ellas.

La forma es el fondo, en efecto. No porque el mecanismo de elaboración sea, en abstracto, más importante que los contenidos resultantes, sino porque el mecanismo determina, en concreto, los sujetos y agentes políticos que participarán de la elaboración de la nueva Constitución; serán ellos quienes determinen sus contenidos. Eludir la discusión sobre la forma, o peor, afirmar que la forma es secundaria frente a la necesidad de priorizar la definición de los nuevos contenidos, genera un efecto político muy evidente: se impone, como regla por defecto, el mecanismo que ha sido utilizado hasta ahora para reformar la Constitución, eludiendo la potencia transformadora del momento constituyente. Existe una relación evidente entre forma y fondo, en especial cuando la forma que se promueve supone una apertura radical a una participación y deliberación ciudadana sin precedentes en la historia institucional chilena.

La forma es el fondo, porque quienes participen en el proceso constituyente y en la decisión política de dar paso a una nueva constitución, decidirán sobre la estructura de las relaciones de poder en las cuales ellos mismos participan. Si de esa decisión solo participan quienes hoy se ven privilegiados por esas relaciones de poder, ellas no se verán afectadas, por lo que quienes están en posiciones de subalternidad, o de dominación, se mantendrán en ellas. Solo una apertura radical a la participación de las clases subalternas en el momento constituyente, puede dar paso a una nueva constitución. Así, me parece razonable concluir que: i. si la Constitución es un espacio normativo para la configuración de relaciones de poder entre los sujetos que forman parte de la comunidad política, y si ii. en la configuración de dicho instrumento esos mismos sujetos participan y deliberan activamente en condiciones suficientes de libertad, igualdad e información, entonces, iii. es razonable esperar que el instrumento resultante intente establecer relaciones de poder más coherentes con lo que dichos sujetos considerarían justas y en las cuales estarían libremente dispuestos a participar, sin que eso suponga verse obligados a aceptar una relación de sometimiento o de subalternidad. Ello supone discutir la forma primero y entregar a ese mecanismo la decisión relativa a los contenidos, sin condicionar el ejercicio de la voluntad soberana del pueblo(s) con preconcepciones que emanan de las actuales posiciones de privilegio.

En otras palabras, dado que la Constitución es una de las manifestaciones normativas más significativas del poder (político, pero también económico, social y cultural) de una sociedad, su configuración por una comunidad política (teóricamente) titular de ese poder pero (materialmente) sometida al mismo, debiera dar paso a una configuración donde pueda hacerse efectiva una distribución social del poder político, especialmente cuando su acumulación resulta hoy evidente (es por esta razón que la crisis actual de la política no es respecto a la representación democrática, sino a cómo las actuales prácticas de representación han sido cooptadas por cúpulas dirigenciales, que las han manipulado para la acumulación de poder político en su favor). Esa nueva configuración en las relaciones de poder solo podrá ser efectiva si en la decisión constituyente participan las clases subalternas, las mismas que hasta ahora han sido marginadas por la implementación de la vía reformista.