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Un último paso. Hace tiempo aprendimos de Nietzsche que culpa y deudas tienen conexión antigua en el resentimiento (cfr. 2003, pp. 11-31). Conexión que sirve para señalar el hecho de que una profunda insatisfacción corre agresivamente en quienes buscan compensaciones. Digamos que el resentimiento explica la intranquilidad iracunda promovida en la ambición de llenar el vacío y la falta que dejan los impactos y los daños reales, concretos y específicos causados en uno mismo y en los más cercanos. Ese es su elemento central.15 En estas circunstancias, se reúne el potencial agresivo para malhumorados competidores y perjudicados que florecen como iracundos que regresan del agonismo político al enfrentamiento violento y las vías de ­hecho —­desde las órdenes y los gritos hasta los golpes y las ­balas (Mouffe, 2003, p. 114). Tesis que podemos aplicar en nuestro contexto así: el tiempo de la ira está signado tanto por la obligación de perseguir y acabar a quien ha cometido perjuicio y ­causado agravio como por el compromiso con el hecho de que tenga que pagar con sangre por los actos cometidos. La ira conlleva el deseo de devolver sufrimientos. Por eso requiere cancelación y venganza (cfr. Séneca, 1987, pp. 19 y 23). El iracundo no ­olvida ­nunca. Permanece colérico en nudos del pasado que conserva por encima de salidas alternativas y de las posibilidades venideras. Dicho en pocas líneas: la ira es la manifestación pura del resentimiento, y no solo porque convoca las respuestas impulsivas y desbordantes del que tiene miedo y repele con agresiones gradualmente intensas, sino porque presenta la asociación entre perjuicios, agravios y contraprestaciones violentas.16

§ 3. Supervivencia

La ira es masculina y no representa más que ánimos asociados a la vanagloria de quien sabe que acabó con otros, de quien sabe que cobró sus deudas y al sentimiento de fortalecimiento y ­(falsa) invulnerabilidad que ofrece la conquista y el triunfo en los conflictos humanos.17 Estas características llevan directamente a las entrañas existenciales del superviviente. Efervescencia, pretensiones de aprobación, refuerzos en el aprecio de sí mismo, incontinencia, desborde excesivo, abatimiento de los enemigos y los contrincantes, resentimiento: estas motivaciones se encuentran enlazadas en el marco de la supervivencia y agravan el fenómeno del miedo y la ira.

Supervivencia es el término de la victoria elemental, la más básica. Mana: “el superviviente está de pie”. Ha combatido y derribado a sus rivales y enemigos. Y lo ha logrado con sus propias fuerzas y se ha fortalecido. Ahora podrá temblar todo el que quiera abatirlo (cfr. Canetti, 2007, pp. 296- 297). El superviviente se siente en ventaja. Ha quedado él y nadie más. “Se ve solo, se siente solo y, cuando se habla del poder que este momento le confiere, nunca debe olvidarse que deriva de su unicidad y sólo de ella” (Canetti, 2007, p. 266). Aquí estamos lejos de los criterios de construcción de comunidad, lejos de pensar la proximidad solidaria y la confianza, el amor o la compasión. Estamos en el terreno de la mera supervivencia. Terreno que obliga a tener que subsistir sin importar con quién, sin importar que no haya compañía, sin otro motivo que el de estar aquí por encima de cualquier otra cosa. Es fundamental este punto de vista. El superviviente quiere ganar porque derribar a los demás sirve para dar a conocer su nombre, porque la victoria sirve para que se sepa que él fue el que superó a todos y arrolló con lo que estuviera a su paso. Es que lograr el sentimiento de victoria depende de que otros hayan perdido. Así el superviviente puede verificar que lo ha hecho él, nadie más, y, por supuesto, mejor que cualquiera.18 El superviviente quiere los premios y las medallas. Por eso anhela famas en altavoz y golpecitos en la espalda —aunque a veces sea más terrible porque quiere quedarse con pedazos de sus vencidos y muertos (cfr. Canetti, 2007, pp. 298-308). De hecho, no hay nada que desee más que eso. Librar batallas contra otros redunda en la propia afirmación del superviviente haciendo insaciable su necesidad de homenajes y recompensas.

Siempre hay que tener presente la voluntad bélica del superviviente. Como dijimos, en él acabar con los demás es asunto declarado. Lo necesita. Lo demanda. Es uno de sus motivos. Por supuesto, no le importa el precio que deba pagar. Arriba lo insinuamos: entre los vencidos yace mucha de su gente. Entre las cosas que destruye está aquello que lo mantiene (y mantendría) a salvo. Pero las batallas ameritan el costo. Quiere luchar. El premio de la victoria lo vale. ¿Qué es lo que quiere el superviviente? Erguirse “afortunado y preferido” (cfr. Canetti, 2007, p. 267). Busca conservar su vida y sus privilegios (así sean nimios). Y los quiere para poder compararse con quienes han perdido y luego hacer gala del asunto. Pero, ante todo, disfruta del combate. Su capacidad de actuar siempre está en juego frente a este deseo. Tanto que es posible pensar que la voluntad bélica del superviviente tiene que ver, en parte, con un sentimiento de protección y autoestima y, en parte, con una pasión voluptuosa de competencia.19

Demos un paso más.

La fragilidad es igualitaria, diríamos democrática. Así que, como cualquier otra persona, el superviviente está expuesto. Su blandura es igual a la de los demás. Solo que su reacción es mantenerse apartado, aislado. En su temor ataca con artimañas y con armas violentas. No conoce la inmunidad que muchas veces representan los demás. Tampoco reconoce el modo en que los vínculos colectivos dan contento y seguridad real ante las angustias. Todo aquello que asume como espada y hachas en contra de sí son motivos suficientes para querer levantar “murallas y fortalezas enteras alrededor suyo. Pero la seguridad que más desea es un sentimiento de invulnerabilidad” (Canetti, 2007, p. 268). Invulnerabilidad que conlleva eliminaciones en extremo. El superviviente cree alcanzar salvaguarda por medio de la derrota de sus contrincantes y del vencimiento de las situaciones adversas. Diríamos, incluso, que se avergüenza del reconocimiento de la necesidad mutua. Debe ser un ganador. El riesgo de perder y la necesidad de recompensa en la victoria no hacen más que reforzar su actitud hostil, pues asume que la fortaleza viene de someter y piensa que, al hacerlo frente a más y más enemigos y obstáculos, más y más oportunidades tiene de alcanzar la inmunidad buscada.

Ahora bien, la pasión de sobrevivir es voluptuosa y explota en pequeños placeres oscuros e insaciables (cfr. Canetti, 2007, p. 270). La satisfacción del que sobrevive estalla por los triunfos alcanzados. Pero, además de ser una motivación jactanciosa, es una motivación de creciente demanda y tanto más intensa cuanto más dura es la carrera y más son los vencidos y más prestigiosos son los premios, las nominaciones y la reputación. El problema es que en el superviviente prima la angustia por saber quién es el que vence, quién es el más bravo, quién es el que da más órdenes y grita más duro, quién es el que hace temblar más, quién infunde más parálisis y temblor… Son reputaciones de violencia de lo que se habla cuando se mide y se celebran las capacidades por el número de vencidos, por la cantidad de ­caídos, por las pérdidas, los maltratos y las humillaciones, por los asaltos, las agallas para lastimar a los demás con severidad y violencia y, por sobre todo, el número de las víctimas y tamaño de la fosa de los muertos.20

No sobra insistir en que es la muerte a lo que más teme el superviviente. Temor que responde con ira. “A él nadie debe acercársele. Quien le trae un mensaje, quien debe llegar a su cercanía es registrado en armas”. Gesto que es complementado con su capacidad de decisión sobre la vida de los demás: para mantener a la muerte sistemáticamente alejada, él mismo ha de imponerla cuantas veces quiera. “Su sentencia de muerte siempre se ejecuta. Es el sello de su poder” (Canetti, 2007, p. 273). Quizá podamos ofrecer algunos matices. Porque quien se defiende con ira no es solo el poderoso superviviente, cuya imagen privilegiada estaría en el líder, el comandante, el general o el jefe que se resguarda en murallas de piedra (que también pueden ser simples oficinas) o hechas de guardaespaldas (hombres estos que ya dicen mucho de la situación existencial de la que hablamos). No. Probablemente la actitud de la supervivencia pueda verse muchas veces reflejada en cualquiera de nosotros con tan solo sucumbir a la pasión de subsistir. El miedo y sus características iracundas son potenciales capacidades y bien visibles en el instante mismo en que se cede al empujón hacia el delirio ­paranoico, hacia la necesidad de defensa, hacia la búsqueda de soldados obedientes, hacia el gusto por las disputas, por las órdenes, por la autoridad. Líneas atrás lo dijimos: en general, el que teme perder algo, y por encima de todos el que teme perder la vida, reacciona agresivamente y, con ira, cierra filas defensivas, aislándose en situación de paranoia.21

De allí sigue otro elemento importante: la necesidad de fieles seguidores. El superviviente los busca por el hecho de que son fuente inagotable de adulación, porque son dedicados defensores de sus proyectos y porque acatan órdenes sin protestar. “Sus soldados son educados para una especie de doble disposición: son enviados a matar a sus enemigos y están dispuestos a dar la vida por él” (Canetti, 2007, p. 273). Los que no acceden son los primeros en hacerse blanco de su mirada iracunda y paranoica. Sobre ellos recae el miedo que infunde. De sus ­caprichos dependerán. Los usará como ejemplo. Podrán ser despedidos, censurados, aislados, burlados, desacreditados, perseguidos, desaparecidos, etc.22 Todo porque tienen criterio, porque actúan con autonomía, porque hacen preguntas, porque se ocupan de los demás, porque no tienen miedo —o porque simplemente lo enfrentan. Cada gesto de autoridad le confiere aparente fortaleza contra ellos.

 

Es la fuerza del sobrevivir la que así se provoca. Sus víctimas no tienen que haberse vuelto realmente contra él, pero podrían haberlo hecho. Su miedo los transforma —quizá a posteriori— en enemigos que han luchado contra él. Él los ha condenado. Ellos han sucumbido, él les ha sobrevivido. (Canetti, 2007, p. 274)

Finalmente, hemos de preguntar qué es lo que hay de interesante y terrible a la vez en la imagen del superviviente. Podríamos resumir la respuesta así: en la supervivencia, se pierde de vista el hecho de que las capacidades propias alcanzan brillo y luminosidad —para decirlo más fríamente: alcanzan altos estándares y mejores resultados— cuando componen con las capacidades de los demás. En comunidad crecemos (cfr. Sennett, 2000, pp. 143-155). El reconocimiento de las capacidades es un asunto más que moral. Es un asunto, si se quiere, de prescripción física. Nos hacemos más y mejores cuando estamos juntos y trabajamos con motivo en el desarrollo, la diversificación y la heterogeneidad de las redes que nos sostienen.23 La compresión de la supervivencia nos sitúa justo en el vector negativo de las capacidades, esto es, en las pretensiones de señorío y las rivalidades. Pretensiones de señorío que se representan tanto en la búsqueda de las metas abstractas y verticales como en el modo en que los individuos, por esa vía, se hacen competidores entre sí.24 Ciertamente, lo que hemos visto es que el miedo y la ira impulsan hacia esas “altas alturas” y no el reconocimiento mutuo y la amistad conseguida por medio de proyectos solidarios. Por su parte, es claro que en la rivalidad el que quiere vencer elimina a sus contrincantes en lugar de polemizar y trabajar conjuntamente. Además, el que quiere vencer alista sus mejores recursos para mantener a raya a sus enemigos y contrincantes, siendo su objetivo sobrevivir, pero también otras cosas que acompañan tal actitud (ya lo dijimos antes: narcisismo, loa, prestigio, adulación, obediencia, autoridad).

§ 4. Subsistir como pasión

Vamos a “cerrar” recuperando reflexivamente un caso particular probablemente lejano, tanto de nuestros allegados como de nuestras experiencias vitales, pero importante para cualquiera que quiera reconocer y pensar el impacto y los daños ocasionados a otros seres humanos. El punto de vista que hemos usado para escoger el caso que nos ocupa es el presentado en la construcción de los conceptos de miedo, ira y resentimiento. Además, seguimos el trabajo de Camila de Gamboa y Wilson Herrera acerca del problema de representar el sufrimiento de las ­víctimas y sobre la posibilidad de acercarse con adecuada información a las narraciones que hablan de situaciones de daño, ­dolor, lucha y violencia. Eso significa que, por una parte, acogemos la tesis de que las narraciones del pasado no pueden ser asumidas de forma neutral, ni por quienes las producen ni por quienes las escuchan (Gamboa y Herrera, 2012, p. 225). Y, por otra parte, retomamos la idea de que es plausible la interpretación de las narraciones sobre el conflicto armado en Colombia si se adopta, con cuidado, la perspectiva de ciudadanos informados ­capaces de sentimientos adecuados de indignación y compasión (pp. 245-249).25 Perspectiva que, en el fondo, traduce la potencia que tiene el material narrativo a la hora de reflejar los paisajes de la vida. Así que no solo se trata del deber moral y ciudadano de informase en torno a las vivencias vitales de quienes han padecido violencias y guerras. Se trata, además, de centrar el pensamiento en fuentes que informan sobre devenires y de admitir la necesidad de considerarlos como regiones de la vida humana tan solo perceptibles para ojos capaces de detalle. Concierne, así, vidas anodinas cuya biografía popular no es menos a la interpretación ética que hemos trazado ya. Por lo demás, seguimos la conocida vía de la historia basada en el amplio espectro de fenómenos culturales cotidianos narrados en fuentes, si se quiere, inspiradas.26

Por eso, hemos escogido el trabajo de Molano. Y porque algunas de sus historias muestran las características del miedo, la ira, el resentimiento y el pathos del superviviente de las que hemos venido hablando. Por ejemplo, A lo bien (2015, pp. 11-38). Osiris, igualmente (2001, pp. 114-159). Alias desconfianza (2015, pp. 41-61). Demetrio (2011, 19-55). En Rebusque mayor. Relatos de mulas, traquetos y embarques, se encuentran historias de supervivencia y miedo: especialmente, “La monja” y “El muñeco” (2007a, pp. 145-179). Otras de las historias de Molano resuenan entre gestos de decencia, empatía (symphaty), solidaridad y esperanza. Las de Molano son igualmente historias de frustraciones, angustias, exageraciones, sectarismos, luchas, torturas. Son historias de sometimiento a gritos, a órdenes militares y fuertes jerarquías. Son historias de activismos y esperanzas, de afectos, amistades, cercanías. Es el caso de “Adelfa”: una excelente narración acerca de los muchos grises de la pobreza, la injusticia, la guerra y la violencia (cfr. Molano, 2015, pp. 75-150). Por supuesto, también lo son Ahí les dejo esos fierros o “Nury” (Molano, 2015, pp. 179-223; Molano, 2011, pp. 123-177).

Ahora bien, en el prolífico escenario de la historia oral (o historias de vida), en la que se desenvuelve el trabajo de Molano, se puede destacar una breve, pero intensa historia.

“El Abeja” es un relato que refiere, usando una expresión muy nuestra, la historia de quien para sobrevivir sabe que debe tener malicia, que debe ser astuto, desconfiado para poder aflorar por encima de las circunstancias y de aquellos con los que compite con insistencia. Estamos hablando de un hombre armado, que, además de revólver, tiene otros recursos. Se trata de un hombre con alta capacidad de trabajo. Hábil para asociarse. Energético. Con dones de mando y proceder agresivo. Es alguien a quien se le puede oír decir, sin aparente conflicto, cosas de este estilo:

Lo maté. Lo maté del todo. Lo maté en paro. Se le fueron las piernas y cayó redondo como un bulto de cemento que hubieran tirado desde el piso de arriba. Me asustó el golpe porque el tiro ni lo sentí; era tanto el miedo de que me matara, estuvo tan cerca su cuchillo de mi cuerpo, que la pistola se disparó sola. Quedó tirado a mis pies. Me embadurnó con su sangre. Eché a correr. Sabía que lo había matado porque se siente la muerte. (Molano, 2011, p. 79)

[…].

Cada vez que pienso en ese momento me sale por el ojo visor, el que se usa para apuntar, su cara de miedo cuando se me vino encima. Digamos que me tenía miedo o que me tenía celos. Eso quedará así […]. Tengo todavía la carrera en la garganta cuando recuerdo el salto que di sobre su cuerpo, el salto que di al salir de la discoteca […]. El salto que dio la voladora y el viento del río que me fue devolviendo el resuello. Matar es matar. (Molano, 2011, p. 89)

Por supuesto, no se trata de pensar la narración en términos de la idea simplista del hombre “malo”. En la narración, se pueden encontrar diversas preocupaciones, muchas loables y cercanas a cualquiera de nosotros, que hacen contraste con el testimonio de la violencia, las armas, la muerte. Preocupaciones como esta: estando ad portas de la pobreza extrema y con la responsabilidad de su familia a cuestas, el Abeja dice:

Conversamos y el arreglo fue: “Yo me voy para Neiva, busco levantarme otra vez y la llamo cuando tenga dónde cobijarnos” Neiva no está lejos. Ellas [su esposa y su hija] podían pasar de un día para otro. Así que hice mi atado y al Huila fui a parar con la ilusión de trabajar a lo bien. Aunque yo no había aprendido sino a manejar finca con ganado y a cultivar coca, pensé que algo encontraría para sacar a mi familia adelante. (Molano, 2011, p. 93)

Otras situaciones por el estilo afloran en la narración. La preocupación por los hermanos. La angustia por el destino de su padre. Las ganas de salir adelante haciendo bien los trabajos que se consigue a cada paso. El gusto por el reconocimiento que sus jefes le ofrecen. Molano se cuida de registrar los variados asuntos que competen al personaje de la narración. Cuidado que obliga a reconocer que, en realidad, en la guerra y en la pobreza no todo es blanco y negro. Molano lo ha mostrado con recursos en muchas de sus historias de vida —Mujeres en la guerra, de Patricia Lara, iría en similar dirección (cfr. 2014). Asuntos, claros y oscuros, y muy matizados, están en juego: las disputas entre guerreros, las jerarquías de los comandos, la pobreza de la gente y los medios para conjurarla (i. e. el uso de la tierra y la producción de coca), los mecanismos de chantaje (i. e. “la obligación” como sistema de endeudamiento), los sectarismos, las visiones salvíficas, la sexualidad, la relaciones amigo-enemigo, las apuestas ideológicas que llevan a logros y fracasos, el rol de las mujeres y sus padecimientos, etc. En medio de todo eso (y la lista no es exhaustiva), el relato “El Abeja” representa una historia de vida que recuerda el imperativo general del personaje en cuestión: “Subsistir”. “Subsistir como pasión”, esa es la guía de sus acciones.

Piénsese en “El Abeja” como en la historia de un personaje entrador. Su apelativo no es equivocado: es muy trabajador, andariego y preocupado porque la vida no se lo lleve por delante. Al tiempo que se enorgullece de cosas buenas (por ejemplo, de que su madre se dedicará, durante mucho tiempo a servirles a los demás, principalmente a los niños de su comunidad, a los que enseñó a leer y a escribir), es capaz de referir los aspectos más crudos de sus distintos oficios (cfr. Molano, 2011, pp. 83-84). Hizo trabajos con la coca. Hizo trabajos con ganado. Construyó puentes. Se dedicó mucho a las discotecas, las mujeres, las armas, el alcohol. Sus asuntos lo llevaron al ruido de “los cidis”, en las noches de dinero y trago, tanto como a la muerte y los duelos de asesinos y los arreglos con las armas —“uno en manos de un hombre enfierrado poco o nada puede opinar”, dice refiriéndose al negro Joaquín Gómez (cfr. Molano, 2011, pp. 84-88 y 90).

Un día dice: “la vida no da explicaciones” (Molano, 2011, p. 88). Y allí se concentra todo el problema. Allí está plasmada toda su existencia. Las condiciones que imperan en el conflicto armado, la guerra y la injusticia social obligan gestos de firmeza, aguante, obstinación y tenacidad que se traducen, en la vida cotidiana, en representaciones del poder de supervivencia y en los rituales que sirven para combatir lo que sea y a quien sea. Aquí no existen altos motivos. El superviviente es hijo de una realidad que le excede. Esta le sobrecoge.27 Lo que significa que es enteramente una presa de condiciones y fuerzas sobre las que no tiene influencia. Tiene que trabajar en lo que sea, rebuscarse lo que pueda, llevarse delante al que toque y meterse en cualquier rincón sin miramientos ni quejas en un sentido tan radical que siempre sorprende la dureza que requiere para hacer frente a las cosas por vencer (cfr. Molano, 2011, pp. 93-103). Es propio del superviviente librar batallas con tal de afirmarse contra sus enemigos, contra lo avasallante y contra aquellos que quisieran quitarle sus cosas. Al superviviente, la ira y el miedo le dan lo que necesita para mantenerse vivo. Incluso podría perder sus cosas, pero no la vida. Así que sus aspiraciones, en el fondo, son cortas, pues solo quiere sobrevivir. Eso le basta (cfr. Canetti, 2007, pp. 267-268). Lo cual no parece ser una vida buena (aunque tenga sus momentos), porque el dilema del superviviente es el de tener que pelear, el de tener que defenderse y demostrar cuán fuerte y agresivo puede ser con tal de ganar la partida a la muerte, el hambre, la pobreza, la persecución, el abandono y el desplazamiento obligado, etc. “Tan cruel como la muerte después de las batallas es la vida. ¿Cómo vivir? ¿De qué vivir?” (Molano, 2011, p. 145). Mejor no se pueden expresar las angustias del superviviente.

Hablemos unos instantes más del tema. De trabajar en las líneas que sirven para llevar y traer mercancía por trochas y demás caminos, el Abeja queda confinado en la cárcel —episodio que le cuesta su familia, en primera instancia, y luego sus bienes (Molano, 2011, pp. 102-103). Queda el asunto expuesto así:

Me juzgaron en un par de semanas, me condenaron. Me habían cogido con las manos en el timón de un carro con diez y siete kilos y ochocientos gramos de cocaína de la “más alta pureza”. Cierto: nuestro cristal era el más fino que salía del Caquetá. Esa cuenta sumó seis años. Mi padre se movió rápidamente, pero Marlene fue más viva. Yo le había aceptado eso de que “las niñas tienen papá”, y les habíamos hechos los papeles con Bienestar. En el juicio estuvo con las niñas. Me preguntó: “Papi, ¿quiere que le ayude?”. Las niñas lo necesitan. “Sí”, le respondí, sabiendo lo que me iba a pedir: “¿Dónde firmo?”. Firmé, cerrando los ojos, un poder universal sobre mis bienes. Hechos los papeles, vendió el apartamento y hasta el sol de hoy. (Molano, 2011, p. 103)

 

Los siguientes pasos fueron las Convivir en el Huila. Donde no duró mucho porque cualquier día le dijeron:

Mire, se la están preparando a usted. Usted ha dado mucha información y le tienen montada una celada. Usted sabe que el que mucho sabe, mucho aprieta y por eso lo pasaportean. Mejor váyase, mejor pobre y desempleado que muerto. (Molano, 2011, p. 106)

Por supuesto, sale huyendo. Y termina en Ecuador corriendo en una travesía casi eterna por Bucheli y Cacahual, el Cabo y Ancón de Sardinatas y, finalmente, por San Lorenzo (Molano, 2011, pp. 107-108). Allá conoció lo que ya conocía desde tiempo atrás: hombres armados, tránsitos arreglados, enemigos prevenidos por la fuerza de su fama de matón y regio mandadero; otra discoteca, más mujeres, más jefes de zona y más muertos (Molano, 2011, pp. 109-114).

¿Cuál es el final de la historia? En definitiva, ninguno glorioso o heroico. No es un final aleccionador. Ni triste ni conmovedor. No se trata de un happy ending. La narración tiene un final gris, matizado en la siguiente conclusión: “Uno anda entre enemigos. Porque quién va a saber quién es quién en la guerra” (Molano, 2011, p. 157). Esta es la sabiduría del superviviente. Como muchos otros personajes de similar carácter, nuestro protagonista la lleva en las entrañas. Todo superviviente sabe que su ley es seguir viéndoselas con la vida. Guerrear. Acechar. No perder de vista las posibilidades de riesgo. Su negocio es estar siempre preparado a la hora de reaccionar frente a aquello que le pudiera resultar aplastante. Tiene que seguir en pie haciendo lo que debe si es que no quiere dejarse arrastrar por las circunstancias. Está obligado a pelear, a ajustar cuentas cuando haga falta. Mejor dicho, debe estar listo. Eso significa mostrar los dientes a sus rivales, levantarse por encima de los enemigos a punta de rudeza, limar su propia estima con gritos, órdenes, y si hace falta, con desmanes y descalabros. Este es el Abeja: un superviviente que sabe ganar a las situaciones peligrosas, que sabe proteger su vida desconfiando de todos, que sabe arrojarse salvavidas a cada instante. Como está dispuesto a hallarse victorioso sin preocuparse por el precio, se hace fiero. Tanto más cuanto sus retos y enemigos le resulten peligrosos. Su implacabilidad contribuye a su prestigio como alguien agresivo, como alguien que no se deja y que no teme nada. Sabe hacer lo que toca. Sabe resolver lo que le pongan por delante. Su punto de vista, protegerse, lo lleva incluso a tener que dejar impresiones imborrables. Así que su nombre, conocido, le sirve. Tiene sus títulos: es listo, astuto, sagaz, inclemente, disciplinado. Su inalterable obstinación le condujo, muchas veces, a bastarse por sí mismo y a quererse solo a sí mismo como medio para sobreponerse a las dificultades de la vida. Signo que no lo abandona nunca. No dejarse agarrar por nada ni por nadie expresa la tendencia más representativa de nuestro personaje: este busca que nadie se acerque demasiado. Ha sido un superviviente y por eso encuentra su mejor lugar en la fortaleza que provee la ira, en los escudos que constituye a punta de infundir miedo, en las armaduras que son las armas.28 Alejar el peligro. Desterrar el riesgo. Salvarse de las amenazas. Esa es la cifra de nuestro personaje. Y se ve notoriamente en el cierre de la narración: el Abeja se hace, pues, líder de un grupo de seguridad privada para una empresa que le asigna, a lado y lado, matones, camioneta blindada y armamento, acervos bélicos con los que, sin miramientos, podría resolver el más mínimo apuro, con los que podría acabar con el más elemental enemigo (cfr. Molano, 2015, pp. 113-119). Él, desde su anhelada y constante búsqueda de seguridad, como si lo hubiera sabido desde siempre, tiene que seguir lidiando con sus enemigos, los reales y los imaginarios —la imagen del muerto que mató nunca lo abandonó del todo. Es fácil imaginarlo: siempre su Beretta limpia. El ojo visor. El corazón palpitante. La respiración exaltada. La mente inquieta.

***

El tiempo no nos da para seguir. Así que quedamos en deuda con la idea de pensar la obra de Tomás González, Abraham entre bandidos (cfr. 2010). Obra intrigante que nos viene muy bien desde el principio: Enrique Medina es un personaje que habría sido interesante pensar con detalle. Su humor negro, ácido e insoportable, la dureza de su andar, lo fierro de su carácter, su vocabulario recio y grosero, su recuadro militar y el final de su vida: cada uno de estos gestos avivan las crudezas de la guerra, la complicidad con la miseria que tienen las armas, la supervivencia como destino de tanta gente en un país que ya hace mucho conoce el conflicto armado. González (2010) dice, casi al final del relato, algo que consignamos como mera provocación:

Uno o dos años después de que se deshiciera su banda, y luego de mucho huir y esconderse en un sitio de la ciudad y luego en otro, y de disfrazarse de una cosa y luego de otra —maestro de escuela, albañil, deshollinador, vendedor ambulante—, a veces con bigotes, o con gafas, a veces con gafas teñidas, y luego de escapar en muchas ocasiones por un pelo de encuentros con efectivos del ejército, siempre armado y casi siempre solitario, escondido a veces por familiares o por antiguos amigos que al final daban señales de querer traicionarlo, a Enrique Medina, Sietecueros, terminaron acorralándolo en una casa en las afueras, de muchos cuartos, tapias gruesas y ventanas pequeñas, que compró en secreto cuando aún estaba en el monte. La había hecho cruzar de pasadizos subterráneos y abastecer con gran cantidad de ropa, dinamita, alimento y armamento, pues sabía que llegaría el día en que su hora se vería próxima. (p. 207)

1 En sociología, esto se conoce como zonas de relevancia: “a practical zone concerns ‘at hand’, the zone of more remote projects, or the ever-widening spheres of communication —from those persons we engage face to face to ths spheres of more distant friends and acquaintances, contemporaries, past and the future. Deleuze and Guattari mean something similar when they refer to circles that expando out from our personal affairs to those of our neighbors, the city’s, the country’s, and so on. Circles, in turn, are organized around centers of power, which define their limits and possibilities” (Bogard, 1998, p. 69).

2 La noción de poder que desarrolló Foucault puede ser referida al problema general de cómo determinadas acciones afectan otras acciones. “Acciones sobre acciones”: esa sería la cuestión del sujeto y el poder (cfr. Foucault, 1986, pp. 293-346). De manera ciertamente complementaria, Deleuze habría desarrollado la noción de afecto y afección para referir una problemática similar (cfr. 2008, pp. 78-99, 177-189 y 253-264). Para un tratamiento más detallado de la noción de poder como acciones sobre acciones y de las nociones de afecto y afección, cfr. González, 2009, pp. 63-95. Para los antecedentes de la tesis fisicalista de las emociones en el contexto de la filosofía política moderna, cfr. Blist (1989, pp. 420-421). Para la discusión acerca del papel de las emociones y los afectos en la vida social, cfr. Livingston (2012, pp. 271-274; especialmente, p. 273).