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(Libro #1 del Diario de un Vampiro)

Morgan Rice

ALGUNAS OPINIONES ACERCA DE LAS OBRAS DE MORGAN RICE

"Me llamó la atención desde el principio y no dejé de leerlo… Esta historia es una aventura increíble, de ritmo rápido y llena de acción desde su inicio. No hay un momento aburrido".

--Paranormal Romance Guild {con respecto a Turned}

"Tiene una trama estupenda y es un libro que le costará trabajo dejar de leer en la noche. El final en suspenso es tan espectacular, que inmediatamente querrá comprar el siguiente libro, solamente para ver qué sigue".

--The Dallas Examiner {referente a Loved}

"Es un libro equiparable a Twilight y The Vampire Diaries, (Diario de un Vampiro), y hará que quiera seguir leyendo ¡hasta la última página! Si le gusta la aventura, el amor y los vampiros, ¡este libro es para usted!"

--vampirebooksite.com {con respecto a Turned}

"Es una historia ideal para los lectores jóvenes. Morgan Rice hizo un buen trabajo dando un giro interesante a lo que pudo haber sido un típico cuento de vampiros. Innovador y singular, tiene los elementos clásicos que se encuentran en muchas historias paranormales para adultos jóvenes".

--Reseña de The Romance {referente a Turned}

"Rice hace un gran trabajo para captar su atención desde el principio, al utilizar una gran calidad descriptiva que va más allá de la simple descripción de la ambientación… Bien escrito y sumamente rápido de leer, es un buen comienzo para una nueva serie sobre vampiros, que seguramente será un éxito entre los lectores que buscan una historia ligera pero entretenida".

--Reseña de Black Lagoon {respecto a Turned}

"Lleno de acción, romance, aventura y suspenso. Este libro es una maravillosa adición a esta serie y lo dejará deseando más de Morgan Rice".

--vampirebooksite.com {respecto a Loved}

"Morgan Rice se demuestra a sí misma una vez más, que es una narradora de gran talento… Esto atraerá a una gran audiencia, incluyendo a los aficionados más jóvenes, del género de los vampiros y de la fantasía. El final de suspenso inesperado lo dejará estupefacto".

--RESEÑAS DE THE ROMANCE {respecto a Loved}

Acerca de Morgan Rice

Morgan es la escritora número uno de bestsellers de las series para adultos jóvenes de THE VAMPIRE JOURNALS, (DIARIO DE UN VAMPIRO) que comprende ocho libros, que han sido traducidos a seis idiomas.

Morgan también es autora del libro bestseller #1: ARENA UNO y ARENA DOS, que son los primeros dos libros de la TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA, una novela de suspenso, de acción apocalíptica, ambientada en el futuro.

Morgan también es autora de la serie de fantasía, bestseller # 1 de THE SORCERER’S RING, (EL ANILLO DEL HECHICERO), (GRATIS) que comprende seis libros, y siguen sumándose.

A Morgan le encantaría tener comunicación con usted, así que visite www.morganricebooks.com para mantenerse en contacto.

Libros de Morgan Rice

THE SORCERER’S RING (EL ANILLO DEL HECHICERO)

A QUEST OF HEROES (Libro #1 del Anillo del Hechicero)

A MARCH OF KINGS (Libro #2 del Anillo del Hechicero)

A FEAST OF DRAGONS (Libro #3 del Anillo del Hechicero)

A CLASH OF HONOR (Libro #4 del Anillo del Hechicero)

A VOW OF GLORY (Libro #5 del Anillo del Hechicero)

A CHARGE OF VALOR (Libro #6 del Anillo del Hechicero)

A RITE OF SWORDS (Libro #7 del Anillo del Hechicero)

A GRANT OF ARMS (Libro #8 del Anillo del Hechicero)

A SKY OF SPELLS (Libro #9 del Anillo del Hechicero)

A SEA OF SHIELDS (Libro #10 del Anillo del Hechicero)

A REIGN OF STEEL (Libro #11 del Anillo del Hechicero)

THE SURVIVAL TRILOGY (LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA)

ARENA ONE (ARENA UNO): SLAVERUNNERS (TRATANTES DE ESCLAVOS)

(Libro #1 de la Trilogía de Supervivencia)

ARENA TWO (ARENA DOS)

(Libro #2 de la Trilogía de Supervivencia)

THE VAMPIRE JOURNALS (DIARIO DE UN VAMPIRO)

TURNED (Libro #1 del Diario de un Vampiro)

LOVED (Libro #2 del Diario de un Vampiro)

BETRAYED (Libro #3 del Diario de un Vampiro)

DESTINED (Libro #4 del Diario de un Vampiro)

DESIRED (Libro #5 del Diario de un Vampiro)

BETROTHED (Libro #6 del Diario de un Vampiro)

VOWED (Libro #7 del Diario de un Vampiro)

FOUND (Libro #8 del Diario de un Vampiro)

RESURRECTED (Libro #9 del Legado de un Vampira)

CRAVED (Libro #10 of del Legado de un Vampiro)




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Derechos Reservados © 2012 por Morgan Rice


Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido por la Ley de Derechos de Autor de EE.UU de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en forma o medio alguno ni almacenada en un sistema de base de datos o de recuperación de información, sin la autorización previa de la autora.


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Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, eventos e incidentes son producto de la imaginación de la autora o son usados ficticiamente. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es solo coincidencia.


Jacket image ©iStock.com/© Ivan Bliznetsov


Título original: Turned

Traducción: Alejandra Ramos

© 2011, Morgan Rice


No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 229 y siguientes de la Ley Federal de Derechos de Autor y Arts. 424 y siguientes del Código Penal).

¿Y es saludable ir descubierto

y aspirar las emanaciones de la húmeda alborada?

¡Qué! ¿Bruto está enfermo y abandona su sano lecho

para exponerse al pernicioso contagio de la noche?

WILLIAM SHAKESPEARE, Julio César

UNO


Caitlin Paine siempre temió el primer día de clases en una escuela nueva. Ocurrían situaciones relevantes, como conocer a los nuevos amigos y maestros o aprender los nuevos caminos. Pero también había situaciones más triviales, como conseguir un casillero y familiarizarse con el aroma y los sonidos de un nuevo lugar. Sin embargo, lo que más le atemorizaba eran las miradas. Cada vez que llegaba a un sitio que no conocía, sentía que la gente la observaba. Lo único que ella deseaba era anonimato, y sin embargo, nunca lo conseguía.

Caitlin no entendía qué la hacía tan llamativa. No era particularmente alta, tan solo medía metro y medio, y además, su cabello y sus ojos cafés, en conjunto con su peso promedio, la hacían sentir bastante ordinaria. Ciertamente no se sentía hermosa como le parecían algunas de las otras chicas. Tenía dieciocho años pero lucía algo mayor, aunque no lo suficiente como para hacerla sobresalir.

Había algo más. Existía otra cosa en ella que siempre provocaba que la gente volteara más de una vez a mirarla. En el fondo, sabía que era diferente, solo que no estaba segura de por qué.

Si acaso existía algo peor que el primer día de clases, eso era empezar un curso escolar a mitad del semestre, cuando todo mundo ya había tenido algo de tiempo para hacer amistades. Hoy, este primer día, a mediados de marzo, iba a ser el más terrible de todos. Caitlin podía presentirlo. No obstante, ni siquiera en sus peores pesadillas imaginó que sería así de malo. Nada de lo que había visto —y vaya que había visto bastante—, la pudo preparar para algo así.

Caitlin estaba parada frente a su nueva escuela, una enorme preparatoria pública de Nueva York. La helada mañana de marzo le hacía preguntarse: “¿Por qué yo?”

Su atuendo era insuficiente para el frío: solo un suéter y leggings. Además, no estaba preparada en lo absoluto para el ruidoso caos que la recibió, había cientos de chicos gritando, vociferando y empujándose. Parecía el patio de una prisión.

Predominaba el ruido. Todos ahí reían escandalosamente, decían montones de groserías y se empujaban con gran rudeza. De no haber detectado algunas sonrisas y risitas burlonas, habría pensado que se trataba de una reyerta masiva.

 

Los chicos desbordaban energía, y Caitlin por el contrario, exhausta, desvelada y a punto de congelarse, no podía entender de dónde provenía ésta. Cerró los ojos y deseó desaparecer.

Buscó en sus bolsillos y sintió algo: su iPod. “Sí.”

Se colocó los audífonos y lo encendió. Necesitaba ahogar todo el barullo exterior.

Pero no escuchó nada. Miró hacia abajo y se percató de que la batería se había agotado. “Perfecto.”

Revisó su celular con deseos de que algo la distrajera, cualquier cosa. “No hay mensajes nuevos.”

Cuando volvió la vista al frente, vio el mar de rostros nuevos y se sintió sola. Pero no porque fuera la única chica blanca, de hecho, lo prefería así. Algunos de sus amigos más cercanos en las otras escuelas eran negros, latinos, asiáticos e hindúes, en tanto que algunos de sus enemigos más acérrimos habían sido blancos. No, no se trataba de eso. Se sentía sola porque el entorno era urbano. Estaba parada sobre concreto. Cuando entró a la zona recreativa se escuchó un ruidoso timbre y Caitlin tuvo que atravesar unos grandes portones de metal. Ahora estaba encerrada, enjaulada tras las gigantescas puertas coronadas con alambre de púas. Tenía la sensación de estar en la cárcel.

Ver la enorme escuela y los barrotes en todas las ventanas, no mejoró sus ánimos. Por lo general, ella siempre se adaptaba con facilidad a las nuevas escuelas, sin importar el tamaño. Pero en todos los casos, se trató de colegios a las afueras de la ciudad. En todas ellas había césped, árboles y cielo. Aquí, sin embargo, no había otra cosa que no fuera urbana. Se le dificultaba respirar. Estaba aterrada.

Al escuchar un segundo timbrazo, comenzó a arrastrar los pies hacia la entrada junto a los otros cientos de chicos. Una joven gorda la empujó con brusquedad y a Caitlin se le cayó su diario. Lo levantó, y cuando lo hizo, se despeinó. Luego alzó la mirada para ver si la chica se disculpaba, pero no la vio más —se había ido junto con el enjambre—. Escuchó risas pero le fue imposible determinar si ella era el blanco de las mismas.

Apretó su diario, lo único que la hacía sentir real. La había acompañado a todos los lugares. Lo usaba para hacer notas y dibujos en todos los sitios a donde iba; era el mapa de su niñez.

Por fin llegó a la entrada. Ahí tuvo que apretujarse entre los otros para ingresar. Aquello era como subir al metro en hora pico. Creyó que adentro haría un poco de calor, pero las puertas que se quedaron abiertas tras ella dejaron pasar una corriente de aire frío que le llegaba directamente a la espalda, y eso la hizo sentir aún peor.

Al ingresar había dos enormes guardias de seguridad, y a su lado, dos policías de la ciudad de Nueva York. Ambos vestían el uniforme completo y portaban ostentosamente sus armas.

—¡No se detengan! —ordenó uno de ellos.

Caitlin no podía imaginar por qué dos policías armados habrían de cuidar la entrada de una preparatoria. Su temor se acrecentó y empeoró cuando miró hacia arriba y se dio cuenta de que tendría que atravesar un detector de metales del mismo tipo de los que usan para la seguridad en los aeropuertos.

A cada lado del detector había otros cuatro policías armados, y dos guardias de seguridad más.

—¡Vacíen sus bolsillos! —gritó con brusquedad un guardia.

Caitlin notó que los otros chicos sacaban los objetos de sus bolsillos y los depositaban en pequeñas charolas de plástico. Los imitó de inmediato y entregó su iPod, la billetera y las llaves.

Pasó por el detector arrastrando los pies y se activó la alarma.

—¡Tú! —gritó un guardia—. ¡Colócate a un lado!

“Por supuesto.”

Los demás se le quedaron viendo mientras levantaba los brazos y el guardia pasaba el detector manual a lo largo de todo su cuerpo.

—¿Llevas algo de joyería?

Caitlin se tocó las muñecas y el cuello. De repente recordó: su cruz.

—¡Quítatela! —le dijo el guardia groseramente.

Era el collar que le había dado su abuela antes de morir; una pequeña cruz de plata que tenía grabada una frase en latín que nunca tradujo. Su abuela le dijo que a ella se la había entregado su propia abuela. Caitlin no practicaba ninguna religión y en realidad no entendía bien lo que significaba; sin embargo, estaba consciente de que tenía cientos de años y de que era el objeto más valioso que poseía.

Separó la cruz de su blusa y la mantuvo arriba, pero no se la quitó.

—Preferiría no hacerlo —respondió.

El guardia la miró con frialdad inconmensurable.

De repente hubo conmoción. Todo mundo gritó cuando un policía sujetó a un chico alto y delgado, lo aventó contra el muro y lo despojó de una navaja que traía en el bolsillo.

El guardia de seguridad fue a ayudar al policía y Caitlin aprovechó para deslizarse entre la multitud que caminaba por el pasillo.

“Bienvenida a la escuela pública de Nueva York”, pensó Caitlin. “Genial.”

Comenzó a contar los días que faltaban para graduarse.

Aquellos corredores eran los más amplios que había visto. Parecía imposible imaginar que alguna vez podrían llenarse, y sin embargo, estaban repletos de chicos que caminaban hombro contra hombro. Debían ser miles de personas en esos pasillos; el mar de rostros se extendía y parecía no tener fin. Aquí, el ruido era mucho peor; rebotaba en los muros y se condensaba. Caitlin quería cubrirse las orejas, pero ni siquiera tenía espacio para levantar los brazos. De pronto, sintió claustrofobia.

Sonó la campana y la energía se incrementó.

“Ya voy retrasada.”

Revisó una vez más su tarjetón y, finalmente, vio a lo lejos el salón que le correspondía. Trató de atravesar el mar de cuerpos, pero no lograba avanzar. Después de varios intentos, se dio cuenta de que tenía que ser agresiva. Comenzó a golpear a los otros con los codos y a empujarlos cuando ellos la empujaban. Dejándolos atrás uno por uno, Caitlin logró pasar por entre los jóvenes que llenaban el amplio pasillo y abrió la pesada puerta del salón.

Se rodeó con los brazos. De ese modo enfrentó todas las miradas dirigidas a ella, la chica nueva que había llegado tarde. Imaginó que el maestro la regañaría por interrumpir, pero se quedó atónita al descubrir que no sería así en lo absoluto. Aunque el salón estaba diseñado para treinta alumnos, había cincuenta, estaba repleto. Algunos de los chicos ya estaban en sus asientos, otros caminaban por entre los mesabancos gritándose. Era un caos.

A pesar de que la campana había sonado cinco minutos antes, el maestro, despeinado y con el traje arrugado, ni siquiera había comenzado la clase. De hecho, estaba sentado con los pies sobre el escritorio, leyendo el periódico e ignorando a todo mundo.

Caitlin se acercó a él y colocó su nueva credencial de identificación sobre el escritorio. Se mantuvo de pie ahí y esperó a que el maestro la mirara, pero él no lo hizo.

Finalmente, aclaró la garganta.

—Disculpe.

El maestro bajó su periódico con reticencia.

—Soy Caitlin Paine. Soy nueva. Creo que tengo que entregarle esto.

—Yo solo soy un suplente —le contestó y levantó de nuevo el periódico, ignorándola.

Ella permaneció ahí confundida.

—Entonces —preguntó—, ¿usted no registra la asistencia?

—Tu maestro va a regresar el lunes —contestó con brusquedad—. Él se encargará de eso.

Al darse cuenta de que la conversación había terminado, Caitlin recogió su credencial.

Volteó y miró el salón. El caos continuaba. Si acaso había algo bueno en esta situación, era que, por lo menos, nadie la había notado. Parecía no importarles lo que sucedía, ni reparar en su presencia.

Por otra parte, revisar desde ahí el salón repleto era muy angustiante pues no había ningún lugar vacío para sentarse.

Adoptó una actitud de fortaleza y, apretando contra sí su diario, caminó con vacilación por uno de los pasillos. Por momentos se estremecía al avanzar entre los chicos que se gritaban entre sí con cinismo. Cuando llegó al fondo del salón pudo ver el panorama completo.

No había un solo asiento vacío. Se quedó ahí de pie, sintiéndose estúpida. Entonces, se dio cuenta de que los otros chicos comenzaron a notarla. No sabía qué hacer. Por supuesto, no iba a permanecer en ese lugar de pie toda la clase, y al maestro sustituto no parecía importarle. Volteó y volvió a revisar el salón sin éxito.

A unos pasillos de distancia, escuchó risitas y estuvo segura de que se burlaban de ella. No vestía como los demás y tampoco lucía como ellos. Se ruborizó y sintió que estaba llamando demasiado la atención.

Cuando estaba a punto de abandonar el salón, y tal vez, incluso la escuela, escuchó una voz.

—Aquí.

Caitlin volteó.

En la última hilera, junto a la ventana, había un chico alto parado junto a su mesabanco.

—Siéntate —dijo—. Por favor.

Se hizo un silencio momentáneo en el salón mientras los otros esperaban ver cómo reaccionaría ella.

Caminó hacia él. Trató de no mirarlo directamente a los ojos —a sus grandes y brillantes ojos verdes—, pero no pudo evitarlo. Era encantador. Tenía una piel suave y aceitunada que hacía imposible saber si era negro, latino, blanco o algún tipo de combinación. Jamás había visto una piel tan tersa y una mandíbula tan bien definida. Era delgado, de cabello corto y castaño. Había algo en él que estaba tan fuera de lugar… Parecía frágil, como un artista, tal vez.

Era realmente difícil que un chico le impactara tanto. Había visto a sus amigas enloquecer por alguien, pero era algo que ella en realidad no comprendía bien. Hasta ahora.

—¿Y en dónde te vas a sentar tú? —preguntó Caitlin.

Trató de controlar su voz, pero no sonaba convincente. Esperaba que él no advirtiera lo nerviosa que estaba.

Él le brindó una gran sonrisa que reveló la perfección de sus dientes.

—Justo aquí —dijo él, y se movió hacia la base de la ventana que quedaba a unos cuantos pasos.

Lo miró y él le correspondió. Sus miradas se mantuvieron fijas. Ella trató de forzarse a voltear en otra dirección pero no pudo hacerlo.

—Gracias —dijo Caitlin, sintiéndose de inmediato enojada consigo misma.

“¿Gracias? ¿Eso es lo único que se te ocurre? ¡¿Gracias?!”

—¡Muy bien, Barack! —se escuchó una voz gritar—. ¡Cédele tu asiento a esa linda niña blanca!

Se escucharon más risas y de pronto, el salón volvió a llenarse de ruido y todos los ignoraron de nuevo. Caitlin vio que el chico bajaba la mirada avergonzado.

—¿Barack? —preguntó—, ¿así te llamas?

—No —contestó él, ruborizado—. Así me llaman, como a Obama. Dicen que me parezco.

Caitlin lo miró con cuidado y se dio cuenta de que sí, efectivamente se parecía.

—Es porque soy parte negro, parte blanco y parte puertorriqueño.

—Vaya, pues creo que es un cumplido —dijo ella.

—No de la manera en que ellos lo dicen —respondió el chico.

Caitlin lo vio sentarse en la base de la ventana un tanto apocado. Se dio cuenta de que era bastante sensible, incluso vulnerable. No parecía formar parte de este grupo de chicos. Era una locura pero, hasta sintió deseos de protegerlo.

—Soy Caitlin —le dijo, extendiendo la mano y mirándolo directo a los ojos.

Sorprendido, él la vio y volvió a sonreír.

—Jonah —le contestó.

Al estrechar su mano con firmeza, Caitlin sintió su brazo temblar mientras él la envolvía con su suave piel. Tenía la sensación de que se derretía y no pudo evitar sonreír cuando él sujetó su mano un poco más de lo normal.


El resto de la mañana pasó sin advertirlo, y para cuando Caitlin llegó a la cafetería, tenía bastante hambre. Abrió las puertas de vaivén y se abrumó al enfrentar el enorme comedor y el increíble ruido que producían los chicos que con sus gritos parecían ser mil. Era como entrar a un gimnasio. La diferencia radicaba en que cada cinco metros, a lo largo de los pasillos, había un guardia de seguridad que observaba todo cuidadosamente.

Como de costumbre, Caitlin no sabía a dónde dirigirse. Escudriñó el enorme salón y, finalmente, vio una pila de charolas. Tomó una y se formó en lo que creyó era la fila para ordenar la comida.

—¡No te metas, perra!

Caitlin volteó y se topó con una chica gorda y enorme, quince centímetros más alta que ella y de muy mala cara.

—Lo siento, no sabía que…

 

—¡La fila acaba allá atrás! —gritó otra chica, señalándole con el pulgar.

Caitlin miró hacia atrás y se dio cuenta de que había, por lo menos, cien personas en la fila. La espera sería como de veinte minutos.

Cuando se dirigió a la cola, un chico que estaba formado empujó a otro: éste cayó frente a ella, golpeando el piso con fuerza.

El primer chico saltó sobre el otro y comenzó a pegarle en la cara.

En la cafetería estalló un rugido de emoción, y montones de muchachos los rodearon.

—¡Pelea, pelea!

Caitlin dio varios pasos hacia atrás mientras observaba horrorizada la violenta escena a sus pies.

Finalmente, cuatro guardias de seguridad se acercaron y detuvieron el altercado; separaron a los dos chicos ensangrentados y se los llevaron. Pero los guardias no parecían tener ninguna prisa.

Cuando Caitlin por fin pudo comprar su almuerzo, volvió a revisar el comedor tratando de encontrar a Jonah, pero no lo encontró por ningún lado.

Caminó por los pasillos y vio que, mesa tras mesa, estaba repleta de jóvenes. Casi no había asientos vacíos, y los pocos disponibles, se encontraban junto a grandes grupos de amigos que no mostraban gran calidez.

Finalmente, tomó un asiento que estaba en una mesa hacia el fondo del comedor; estaba vacía excepto por un chico sentado en el extremo. Era un bajito y frágil muchacho chino con aparatos dentales. Vestía mal y tenía la cabeza agachada; estaba enfocado en su almuerzo.

Caitlin se sentía sola. Miró hacia abajo y revisó su celular. En Facebook, había algunos mensajes de sus amigos del último pueblo en donde vivió. Querían saber cómo le iba en la nueva ciudad. Por alguna razón, no sintió ganas de contestarles; los percibía tan lejos…

Apenas si pudo comer, todavía tenía esa sensación de náuseas del primer día de clases. Trató de pensar en algo diferente. Cerró los ojos y recordó el nuevo departamento. Estaba en un asqueroso edificio de la calle 132, y para llegar a él tenía que subir cinco pisos por las escaleras. Sintió más náuseas, por lo que respiró hondo e intentó enfocarse en algo, cualquier cosa buena que existiera en su vida.

Sam, su hermanito. Tenía quince años pero parecía estar a punto de cumplir veinte. Solía olvidar que él era el hermano menor; siempre actuaba como si fuera mayor que ella. Había tenido una vida difícil y se había vuelto bastante hosco debido a tantas mudanzas, al hecho de que su padre los había abandonado y a que su madre los trataba mal a ambos. Caitlin se daba cuenta de que la situación estaba sobrepasando a su hermano y que había comenzado a encerrarse en sí mismo; ella temía que las cosas siguieran empeorando.

Sin embargo, a pesar de todo lo que Sam enfrentaba, adoraba a Caitlin. Y ella a él. Sam era la única constante en su vida, la única persona en quien podía confiar. Además, a Caitlin le parecía que su hermano había conservado solo una debilidad: ella. Era por eso que estaba decidida a hacer lo que fuera necesario para protegerlo.

—¿Caitlin?

Sintió un sobresalto.

Junto a ella, con la charola en una mano y el estuche de violín en la otra, estaba Jonah.

—¿Te molesta si me siento contigo?

—Sí, vaya, quise decir, no —dijo con vacilación.

“Idiota —pensó—. Deja de mostrarte tan nerviosa.”

Jonah le brindó esa fulgurante sonrisa que tenía, y se sentó frente a ella, perfectamente derecho, con una postura impecable. Colocó con cuidado el estuche del violín a su lado. Después puso, con mucha suavidad, su comida sobre la mesa. Había algo respecto a él que Caitlin no podía descifrar. Era distinto a todas las personas que había conocido antes. Era como de otra época; definitivamente parecía fuera de lugar en esa escuela.

—¿Cómo te fue en tu primer día? —le preguntó.

—No fue lo que esperaba.

—Sé a lo que te refieres —dijo Jonah.

—¿Es un violín?

Caitlin señaló el instrumento con un gesto. El estuche estaba cerrado y Jonah mantenía una mano sobre él como si tuviera miedo de que alguien lo robara.

—De hecho, es una viola. Es solo un poco más grande que el violín, pero tiene un sonido completamente distinto. Es más melodioso.

Caitlin jamás había visto una viola, y esperaba que Jonah la pusiera sobre la mesa y se la mostrara. Pero él ni siquiera lo intentó y ella no quería entrometerse. La mano del chico continuaba sobre el estuche, protegiéndolo como si fuera algo muy personal y privado.

—¿Y practicas mucho?

Jonah se encogió de hombros.

—Solo unas cuantas horas al día —dijo en un tono casual.

—¡¿Unas cuantas horas?! ¡Seguramente tocas muy bien!

Él volvió a encoger los hombros.

—Supongo que no lo hago mal. Hay muchos violistas que son mejores que yo. En realidad, espero que tocar la viola sea lo que me saque de aquí.

—Yo siempre quise tocar el piano —agregó Caitlin.

—¿Y por qué no lo haces?

Ella le iba a contestar: “Nunca he tenido un piano.” Pero no dijo nada. En lugar de eso, se encogió de hombros y volvió a mirar su almuerzo.

—No necesitas tener un piano —le dijo Jonah.

Ella lo miró sorprendida pues parecía haber leído sus pensamientos.

—En esta escuela hay un salón de ensayos. A pesar de todo lo negativo, tiene algunas ventajas. Puedes tomar clases gratis, solo tienes que inscribirte.

Caitlin abrió más los ojos.

—¿En serio?

—Afuera del salón de ensayos hay una hoja para matricularse. Pregunta por la señora Lennox y dile que eres amiga mía.

“Amiga.” A Caitlin le gustó cómo sonaba la palabra. Sintió que poco a poco la invadía cierta felicidad. Sonrió por completo y sus miradas se cruzaron por un momento.

Cuando observó sus brillantes ojos verdes, ardió en ella el deseo de hacerle un millón de preguntas: “¿Tienes novia? ¿Por qué eres tan amable? ¿En verdad te agrado?”

Pero en lugar de eso, solo apretó los labios y se quedó callada.

Temerosa de que el tiempo que estaban pasando juntos se acabara pronto, buscó en su mente algo que pudiera preguntarle para extender la conversación. Trató de pensar en algo que le garantizara volver a verlo pero los nervios se apoderaron de ella, y se paralizó.

Finalmente, abrió la boca y, en ese preciso momento, sonó la campana. El ruido y el movimiento estallaron en el comedor. Jonah se puso de pie y sujetó su viola.

—Se me hace tarde —dijo Jonah, preparándose para retirar su charola de la mesa… Miró la de Caitlin.

—¿Quieres que retire la tuya?

Ella volteó hacia abajo; se dio cuenta de que se le había olvidado y negó con la cabeza.

—Está bien —agregó Jonah.

Se quedó ahí de pie, sintiendo de pronto gran timidez, y sin saber qué decir.

—Bien, pues te veo luego.

—Sí, nos vemos —contestó Caitlin desganada, y apenas perceptiblemente.

Su primer día de clases había terminado. Caitlin salió del edificio y se encontró con la soleada tarde de marzo. A pesar de que el viento soplaba con fuerza, ella ya no sintió frío, y aunque que todos los chicos gritaban mientras salían, el ruido no le afectó más. Se sentía viva y libre. El resto de la jornada había pasado como entre sueños, ni siquiera recordaba el nombre de uno solo de sus profesores nuevos.

No podía dejar de pensar en Jonah.

Se preguntaba si no habría actuado como una tonta en la cafetería. Las palabras se le habían atorado en la boca y casi no averiguó nada sobre él. Lo único que se le ocurrió fue cuestionarlo sobre la estúpida viola, cuando pudo haberle preguntado en dónde vivía, de dónde era y a qué universidad quería entrar. En especial, pudo haberle preguntado si tenía novia. Un chico como él seguramente estaba saliendo con alguien.

En ese preciso momento, una chica latina guapa y bien vestida pasó cerca de ella y la empujó. Caitlin la vio de la cabeza a los pies, y se preguntó por un instante si no sería ella quien salía con Jonah.

Dio vuelta en la calle 134 y de pronto olvidó adónde se dirigía. Nunca había caminado a casa de regreso de la escuela; su mente estaba en blanco y no recordaba dónde se encontraba el nuevo departamento. Permaneció de pie en la esquina, desorientada. Una nube ocultó al sol y el viento arreció. Repentinamente, sintió frío de nuevo.

—¡Hey, amiga!

Caitlin volteó y se dio cuenta de que estaba frente a una asquerosa bodega en la esquina. Afuera había cuatro hombres con mala pinta sentados en sillas de plástico. Parecían no tener frío; le sonrieron como si ella fuera la siguiente comida que devorarían.

—¡Ven aquí, nena! —gritó otro de ellos.

De pronto se acordó.

“Calle 132. Eso es.”

Giró con rapidez y comenzó a caminar vigorosamente hacia una calle paralela. Miró hacia atrás varias veces para asegurarse de que aquellos hombres no la estuvieran siguiendo. Por fortuna no fue así.

El viento helado le laceró las mejillas y la hizo sentirse más alerta, justo al mismo tiempo en que comenzó a caer en cuenta de la realidad de su nuevo vecindario. Observó a su alrededor; vio los autos abandonados, los muros grafiteados, los alambres de púas, los barrotes de las ventanas… De pronto se sintió muy sola y con mucho miedo.