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TRES

Caitlin corrió. Los bravucones estaban de vuelta y la perseguían por el callejón. No tenía salida; estaba frente a un muro inmenso pero continuó avanzando, directo hacia él. Conforme corría, incrementaba la velocidad hasta un punto imposible, y pudo ver cómo pasaban los edificios a un lado como manchas. Sintió cómo el viento se deslizaba por entre su cabello.

Cuando estuvo más cerca, saltó, y, con un solo impulso, llegó hasta la cima del muro, a diez metros de altura. Con otro salto voló en el aire de nuevo, diez metros, seis, y aterrizó sobre el concreto sin perder el paso; seguía corriendo, corriendo. Se sentía poderosa, invencible. La velocidad se incrementó aún más y sintió que podía volar.

Miró hacia abajo y vio frente a sus ojos cómo el concreto se tornaba en césped, un largo, verde y bamboleante césped. Corrió por la pradera. El sol brillaba y ella lo reconoció como el hogar de su infancia.

A la distancia detectó a su padre en el horizonte. Sintió que al correr se acercaba cada vez más a él. Pudo enfocarlo. Ahí estaba con una enorme sonrisa y los brazos abiertos.

Le dolía verlo de nuevo. Corrió cuanto pudo, pero él se alejaba a medida que ella se acercaba. De pronto, estaba cayendo.

Una inmensa puerta medieval se abrió y, al atravesarla, entró a una iglesia. Caminó por un oscuro pasillo que tenía antorchas encendidas a los lados. Frente al púlpito había un hombre arrodillado que le daba la espalda. Mientras se aproximaba, el hombre se puso de pie y volteó. Era un sacerdote. La miró y su rostro se llenó de miedo. Ella sintió cómo corría la sangre por sus venas y se vio a sí misma acercándosele, incapaz de detenerse. Temeroso, él levantó una cruz y se la puso enfrente.

Ella se abalanzó sobre él; sintió que sus colmillos crecían y crecían, y luego vio cómo se los clavaba en el cuello al sacerdote. Él aulló de dolor pero a ella no le importó. Sintió cómo penetraba la sangre por sus colmillos y luego corría por sus venas. Era la mejor experiencia que había tenido en la vida.

Caitlin se sentó en la cama con dificultad para respirar. Miró a su alrededor desorientada. La fuerte luz matinal entraba por la ventana.

Finalmente, se dio cuenta de que había sido un sueño. Enjugó el sudor frío de sus sienes y se arrimó al borde de la cama.

Silencio. Por la intensidad de la luz, infirió que Sam y su madre ya se habían ido. Miró el reloj y vio que, efectivamente, ya era tarde —las 8:15—. Iba retrasada a su segundo día de escuela.

“Perfecto.”

Le sorprendió que Sam no la hubiera levantado. Durante todos esos años él jamás había permitido que se quedara dormida. Si él se tenía que ir primero, siempre la despertaba.

“Debe seguir enojadísimo por lo de anoche”, pensó.

Miró su celular: muerto. Se le había olvidado recargarlo. No importaba; de cualquier forma, no tenía ganas de platicar con nadie.

Se puso algunas prendas que había dejado en el piso y se pasó los dedos por el cabello. Normalmente salía sin desayunar, pero aquella mañana estaba demasiado sedienta. Era una sed inusual. Fue al refrigerador y sacó de él litro y medio de jugo de toronja roja. Con un frenesí repentino, rasgó la tapa y bebió directamente del cartón. No se detuvo hasta que terminó de beber todo el jugo.

Miró el envase vacío. ¿En verdad había bebido todo eso? Jamás había tomado más de medio vaso. Se vio estirar el brazo y, con una sola mano, aplastar el cartón hasta compactarlo totalmente. No podía entender de dónde provenía esa nueva fortaleza que le recorría las venas. Era emocionante. Era atemorizante.

Aún tenía sed y también hambre. No obstante, no quería comida: sus venas ansiaban algo diferente, pero no entendía qué.

Era extraño ver los pasillos de la escuela tan vacíos, completamente lo opuesto al día anterior. No había absolutamente nadie porque todos estaban en clase. Miró su reloj —eran las 8:40—. Faltaban quince minutos para que comenzara su tercera clase del día. Se preguntó si valdría la pena ir siquiera, pero, por otra parte, no sabía a dónde más ir. Así que siguió los números por el pasillo que conducía al salón.

Se detuvo afuera y pudo escuchar la voz de la maestra. Titubeó; odiaba interrumpir y hacerse notar, sin embargo no tenía otra opción.

Respiró hondo y giró la perilla de metal. Entró y todos los alumnos interrumpieron sus actividades para voltear a verla. Incluso la maestra.

Hubo silencio.

—Señorita… —dijo la maestra, quien, como había olvidado su nombre, caminó al escritorio, levantó una hoja de papel y la revisó— Paine. La chica nueva. Tienes veinticinco minutos de retraso.

La maestra era una mujer mayor y estricta. Se quedó mirando a Caitlin y le preguntó:

—¿Tiene alguna justificación?

Caitlin dudó en decir algo.

—¿Disculpe?

—Eso no es suficiente. Tal vez en el lugar de donde usted viene, es muy normal llegar tarde a clase, pero, ciertamente, aquí, ese comportamiento es desaceptable.

—Inaceptable —dijo Caitlin, arrepintiéndose de inmediato.

Hubo un incómodo silencio en el salón.

—¿Disculpe? —preguntó lentamente la maestra.

—Es que usted dijo es desaceptable, y lo que quiso decir es inaceptable.

—¡Oh, mierda! —exclamó un chico ruidoso que estaba al fondo del salón. Todos los alumnos estallaron en risas. La maestra se puso roja.

—Niña malcriada. ¡Ve a la oficina del director en este preciso instante!

La maestra caminó con paso firme a la puerta y la abrió para que Caitlin saliera. Se quedó a unos centímetros de distancia y Caitlin pudo percibir su perfume barato.

—¡Sal de mi salón!

En cualquier otra ocasión Caitlin habría abandonado el salón avergonzada. Para empezar, jamás habría corregido a una maestra. Pero algo había cambiado en ella, algo que no entendía por completo. Cierta rebeldía se acrecentaba en su interior. Sintió que no tenía por qué respetar a nadie. Ya no tenía miedo.

Por lo tanto, en lugar de salir, Caitlin se quedó de pie en donde se encontraba e ignoró a la maestra. Escudriñó el salón en busca de Jonah, pero estaba repleto de modo que tuvo que buscar fila por fila. No había señales de él.

—¡Señorita Paine! ¿No escuchó lo que le dije?

Caitlin la miró desafiándola, luego giró y salió caminando lentamente del salón. Oyó cómo se cerraba la puerta detrás de ella, y al mismo tiempo que escuchó el clamor ser apagado bajo el grito de:

—¡Callados!

Caitlin caminó por el pasillo desierto. Vagaba sin saber a dónde se dirigía cuando, de pronto, escuchó pasos y a lo lejos vio a un guardia de seguridad dirigiéndose hacia ella.

—¡Su pase! —le gritó a unos seis metros de distancia.

—¿Qué? —preguntó ella.

El guardia se acercó más.

—¿Dónde está tu pase para estar fuera de clase? Lo tienes que mantener a la vista todo el tiempo.

—¿Cuál pase?

Él se detuvo y la miró bien. Era un hombre desagradable y mal encarado con una enorme verruga en la frente.

—No puedes caminar por los pasillos sin un pase firmado, ya lo sabes, ¿dónde está?

—No sabía…

El guardia levantó su radio y dijo:

—Violación de pase en el ala catorce. La llevaré al salón de castigos ahora.

—¿Castigos? —preguntó Caitlin confundida—. ¿Qué piensa usted…?

La sujetó del brazo con fuerza y la jaloneó por el pasillo.

—¡Ni una palabra más! —le gritó el guardia.

A Caitlin no le agradó la sensación de los dedos del guardia enterrándose en su brazo, conduciéndola como si fuera una niña. Se percató de que el calor volvía a recorrerle el cuerpo, que la ira se acercaba. No sabía muy bien cómo o por qué, pero lo comprendía. También sabía que en muy poco tiempo ya no podría controlar su enojo ni su fuerza. Tenía que impedirlo antes de que fuera demasiado tarde. Empleó toda su voluntad para detenerlos, pero mientras el guardia la siguiera sujetando así, sería imposible.

Antes de que toda la fuerza se apoderara de ella, jaló el brazo y vio cómo su mano salía disparada y el guardia terminaba en el suelo a varios metros de distancia.

Él la observaba, sorprendido de que tan solo con un ligero jalón del brazo, una chica de ese tamaño pudiera arrojarlo varios metros por el pasillo. Se debatía entre el miedo y la indignación. Caitlin lo vio y se dio cuenta de que el guardia no sabía si atacarla o retroceder. Él acercó su mano al cinturón, de donde colgaba una lata grande de gas pimienta.

—Vuelve a ponerme las manos encima, jovencita… —dijo con un frío enojo— y te voy a hacer pedazos.

—Entonces, no me vuelvas a tocar —le contestó ella con rebeldía. El sonido de su propia voz la conmocionó. Había cambiado; era más profundo, más primitivo.

El guardia alejó lentamente la mano de la lata y se rindió.

—Camina delante de mí —le dijo a Caitlin—. Vamos por el pasillo y luego sube esas escaleras.

El guardia la dejó en la entrada de la oficina del director. El lugar estaba repleto. En ese momento, se encendió su radio y

él tuvo que ir a otro lugar, pero antes de irse, se dirigió a ella.

—No quiero volver a verte en estos pasillos otra vez —le advirtió con rudeza.

Caitlin volteó a la oficina y vio a unos quince chicos de distintas edades. Algunos estaban sentados y otros de pie; todos parecían descarriados y aparentemente esperaban ver al director. Los procesaban uno por uno. Había un guardia a cargo que mostraba gran indiferencia; de hecho, se estaba quedando dormido de pie.

Caitlin no quería pasar medio día esperando, y ciertamente, tampoco tenía ganas de reunirse con el director. Era cierto que no debió llegar tarde a la escuela, pero no se merecía esto; ya había tenido suficiente.

 

La puerta del pasillo se abrió y un guardia de seguridad arrastró a tres chicos más que entraron peleando y empujándose. La pequeña sala de espera estaba repleta y, de repente, el tumulto inició. Luego, sonó la campana, y a través de las puertas de vidrio Caitlin pudo ver cómo se llenaban los pasillos. El tumulto ahora era tanto adentro como afuera.

Caitlin advirtió que era su oportunidad. Cuando se abrió de nuevo la puerta, se agachó y aprovechó el momento en que otro chico entraba para poder salir de la sala de espera.

Volteó rápidamente hacia atrás pero no vio que la siguieran. Se apresuró entre la multitud, logró llegar hasta el otro extremo del pasillo y luego giró. Revisó una vez más: nadie la seguía.

Estaba a salvo porque incluso si los guardias llegaban a notar su ausencia —lo cual dudaba, ya que ni siquiera habían tenido tiempo de tomar sus datos—, ella ya estaba demasiado lejos para que la atraparan. Se apuró para poner aún más distancia de por medio y se dirigió a la cafetería. Tenía que encontrar a Jonah, tenía que asegurarse de que se encontraba bien.

La cafetería estaba llena. Comenzó a caminar vigorosamente por los pasillos y entre las mesas para buscarlo. Nada. Volvió a recorrer los pasillos. Revisó cada una de las mesas pero no pudo encontrarlo.

Se arrepintió de no haber regresado por él aquel día, de no haber revisado sus heridas ni llamado a una ambulancia. Se preguntaba si lo habrían lastimado demasiado; tal vez estaba hospitalizado, quizá ni siquiera regresaría a la escuela.

Sintiéndose deprimida, tomó una charola y ordenó algo de comer. Luego, encontró una mesa desde la que se podía ver bien la puerta. Se sentó ahí, pero apenas si comió. Cada vez que las puertas del comedor se abrían, Caitlin miraba a los chicos que entraban con la esperanza de encontrar a Jonah.

Pero Jonah nunca llegó.

La campana sonó y la cafetería se vació; aún así, ella se quedó sentada ahí, esperando.

Nada.

Sonó la campanada final del día de clases y Caitlin permaneció junto al casillero que le habían asignado. Observó la combinación escrita en el papelito que tenía en la mano, giró la perilla varias veces e intentó abrir la puerta, pero no funcionó. Volvió a mirar la combinación y trató de nuevo. Esta vez sí pudo abrirlo.

Se quedó viendo el casillero de metal vacío. El interior de la puerta estaba decorado con grafiti, pero no había nada más. Era deprimente. Pensó en todas las otras escuelas, en cómo se había apresurado para encontrar su casillero y abrirlo para memorizar la combinación y para cubrir el interior de la puerta con fotos de chicos que había sacado de revistas. Esa siempre había sido su manera de adquirir un poco de control, de hacerse sentir en casa, de encontrar su lugar en la escuela, de que algo le resultara familiar.

Sin embargo, en algún momento del camino, cuando estuvo en una de esas escuelas hace poco, perdió el entusiasmo. Comenzó a preguntarse qué sentido tenía tratar de sentirse en casa si en cualquier momento volverían a mudarse. Por eso ahora postergaba cada vez más la tarea de decorar su casillero.

En esta ocasión ni siquiera se iba a tomar la molestia de hacerlo. Cerró la puerta de golpe.

—¿Caitlin?

Caitlin saltó del susto.

Y ahí, a un metro de distancia, estaba Jonah de pie. Traía puestas gafas para el sol. Caitlin notó que debajo de ellas tenía inflamada la piel.

Se conmocionó al verlo frente a ella. También se sintió muy emocionada. De hecho, le sorprendió descubrir cuán emocionada estaba. Percibió una cálida y nerviosa sensación en el estómago y, de pronto, la garganta se le secó.

Quería hacerle muchas preguntas: deseaba saber si había llegado bien a casa, si se había vuelto a encontrar con aquellos bravucones, si la había visto ahí… Pero, por alguna razón, las palabras no podían realizar el viaje de su cerebro a la boca.

—Hola —fue lo único que logró decir.

Él se quedó de pie mirándola. Parecía no saber por dónde empezar.

—Te extrañé hoy en clase —continuó Caitlin, pero se arrepintió de inmediato por haber elegido esas palabras para expresarse.

“¡Estúpida! Debiste decir: ‘No te vi en clase’. ‘Te extrañé’ suena a que estás desesperada.”

—Es que llegué tarde —dijo él.

—Yo también —agregó Caitlin.

Jonah se movió, se veía incómodo. Ella notó que no traía la viola consigo. Entonces, todo había sido real, no solo una pesadilla.

—¿Te encuentras bien? —preguntó ella al mismo tiempo que señalaba las gafas.

Jonah se las quitó cuidadosamente. Tenía el rostro amoratado e hinchado. En la frente y junto al ojo, tenía cortadas y vendas adhesivas.

—He tenido mejores momentos —dijo, pero lucía avergonzado.

—Oh, por Dios —dijo ella. La imagen la había perturbado. Sabía que, por lo menos, tendría que sentirse bien por haberlo ayudado, por haberle evitado más dolor. Pero en lugar de eso, se sentía mal por no haber llegado antes y por no haber regresado a socorrerlo. El problema era que, después de que sucedió aquello, todo fue nebuloso. En realidad, ni siquiera podía recordar cómo había vuelto a casa—. Lo siento.

—¿Te enteraste de cómo sucedió? —le preguntó Jonah, mirándola ávidamente con sus grandes ojos verdes. Ella pensó que la estaba probando, que estaba tratando de hacerla admitir que había estado ahí.

¿Acaso la había visto? Era imposible porque se encontraba inconsciente, ¿o no? ¿Habría visto lo que sucedió después? ¿Debería de admitir que había estado ahí?

Por una parte, se moría por decirle que lo había ayudado; quería caerle bien y deseaba que él se sintiera agradecido con ella. Pero por otra parte, no había manera de explicar lo que había hecho sin pasar por una tremenda mentirosa o por algún tipo de fenómeno.

“No”, pensó para sí. “No puedes decirle, no puedes.”

—No —mintió—. Recordarás que, en realidad, no conozco a nadie de aquí.

Él hizo una pausa.

—Me atacaron —dijo—. Mientras me dirigía a casa desde la escuela.

—Lo siento —dijo ella de nuevo. Sonaba como idiota al repetir esa misma frase estúpida, pero tampoco quería decir nada que pudiera delatarla.

—Sí, bueno, mi papá está muy enojado —agregó él—. Tienen mi viola.

—Es horrible —dijo ella—. ¿Tu padre te va a comprar otra?

Jonah negó lentamente con la cabeza.

—Me dijo que no, que no puede pagarla y que debí ser más cuidadoso con ella.

La preocupación se evidenció en el rostro de Caitlin.

—Pero pensé que la viola representaba la forma en que podrías salir de aquí.

Jonah se encogió de hombros.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella.

—No lo sé.

—Tal vez la encuentre la policía —agregó Caitlin. Por supuesto, ella recordaba que la habían destrozado, pero creyó que al fingir que no lo sabía, demostraría que no había estado presente.

Él la miró con atención, como tratando de descubrir si le estaba mintiendo.

Jonah finalmente le dijo:

—La destrozaron —hizo una pausa—. Supongo que algunas personas tienen la necesidad de destrozar lo que les pertenece a otros.

—Oh, Dios mío— dijo, esforzándose por no delatarse—, eso es horrible.

—Mi papá está muy molesto conmigo porque no me defendí. Pero es que yo no soy ese tipo de persona.

—Qué idiotas. Tal vez la policía los encuentre —dijo Caitlin.

Jonah sonrió un poco.

—Eso es lo más raro del asunto. Ya les dieron su merecido.

—¿A qué te refieres? —preguntó ella tratando de sonar convincente.

—Poco después de que me atacaron, encontré a los bravucones al fondo del callejón. Los habían golpeado mucho peor de lo que ellos a mí. Ni siquiera se movían. Alguien les dio su merecido, por eso creo que sí existe Dios.

—Eso es muy extraño —dijo ella.

—Pues tal vez tengo un ángel de la guarda —dijo Jonah y la miró de cerca.

—Es posible —contestó Caitlin.

Él fijó sus ojos en ella durante un largo rato, como si esperara que le revelara algo por convicción propia, que le diera alguna pista. Sin embargo, ella no lo hizo.

—Ahora bien, sucedió una cosa todavía más bizarra que todo lo anterior —prosiguió finalmente Jonah, y sacó algo de su mochila y lo sostuvo frente a ella.

—Me encontré esto.

Ella se quedó pasmada. Era su diario. Sintió que las mejillas se le encendían cuando lo tomó. Era feliz de recuperarlo, pero, a la vez, le horrorizaba que él tuviera evidencias de que había estado ahí. Ahora, de seguro, Jonah sabía que le había mentido.

—Tiene tu nombre. Sí es tuyo, ¿verdad?

Caitlin asintió al mismo tiempo que revisó el diario. Todo estaba ahí; ya casi lo había olvidado.

—Había unas cuantas páginas sueltas. Las reuní y las coloqué en su sitio. Espero haberlo hecho bien.

—Sí, lo hiciste bien —dijo ella con gentileza. Se sentía conmovida y avergonzada al mismo tiempo.

—Seguí el rastro de páginas sueltas. Lo más extraño es que me condujeron hasta el fondo del callejón.

Caitlin continuó mirando el diario; se negaba a hacer contacto visual con él.

—¿Cómo crees que pudo llegar hasta ahí? —le preguntó Jonah. Ella lo miró directo a los ojos y se esforzó muchísimo por mantenerse serena.

—Anoche, cuando me dirigía a casa, lo perdí. Tal vez ellos lo encontraron.

Jonah analizó su expresión y finalmente dijo:

—Tal vez.

Ambos se quedaron de pie en silencio.

—Lo más, más raro de todo —agregó Jonah—, es que podría jurar que antes de quedar inconsciente por completo, te vi ahí de pie junto a mí, gritándoles a los bravucones que me dejaran en paz. ¿No te parece una locura?

Él volvió a analizar su rostro. Ella lo vio a los ojos.

—Tendría que estar demasiado loca para hacer algo así —dijo. A pesar de sus esfuerzos, una leve sonrisa se le escapó por el borde de los labios.

Jonah hizo una pausa y luego sonrió.

—Sí —agregó—, tendrías que estarlo.

CUATRO

Caitlin se sentía en las nubes camino a casa de la escuela, sujetando su diario. No había sido tan feliz desde… no sabía cuándo. En su cabeza solo escuchaba las palabras de Jonah una y otra vez.

—Hay un concierto esta noche, es en el Carnegie Hall y tengo dos boletos gratuitos. Son los peores asientos de la sala, pero dicen que el cantante que se presenta es asombroso.

—¿Me estás invitando a salir? —dijo ella con una sonrisa que él le correspondió.

—Exactamente, si no te molesta ir con este bulto lleno de moretones —dijo Jonah, y sonrió de nuevo—. Además, es viernes.

Incapaz de ocultar su emoción, Caitlin prácticamente llegó dando saltitos a casa. No sabía nada acerca de la música clásica porque, de hecho, nunca la había escuchado. Pero eso no le importaba, iría a cualquier lado con él.

Carnegie Hall. Jonah dijo que había que vestir ropa elegante. ¿Qué se pondría? Miró el reloj. Si tenía que encontrarse con él en el café antes de ir al concierto, no le quedaba mucho tiempo para cambiarse de ropa, así que se apresuró.

Llegó a casa en menos tiempo de lo que esperaba y ni siquiera el deprimente edificio pudo desanimarla. Subió los cinco pisos casi sin darse cuenta y entró al departamento.

—¡Tú, maldita perra! —le gritó de inmediato su madre.

Caitlin se agachó justo a tiempo para esquivar el libro que su madre le arrojó a la cara. Le pasó a un lado y se estrelló en la pared.

Antes de que Caitlin pudiera decir algo, su mamá se le echó encima con las uñas por delante y apuntándole, una vez más, a la cara. Caitlin se lanzó al frente y en el momento preciso alcanzó a sujetarle las muñecas. Se quedó enredada con ella, meciéndose de un lado a otro, mientras experimentaba el nuevo poder que había encontrado en sí correrle por las venas. Sentía que podía arrojar a su madre hasta el otro lado de la sala sin siquiera esforzarse. Pero decidió controlarse y entonces solo la empujó lo suficiente para mandarla hasta el sofá.

Estando ahí, su madre se desbordó en lágrimas y se quedó gimiendo.

—¡Es tu culpa! —gritó su madre entre sollozos.

—¿Qué te pasa? —le contestó Caitlin gritando. No estaba preparada para eso en lo absoluto y no sabía lo que estaba sucediendo. Aquel comportamiento era demasiado extraño, incluso para su madre.

—Sam.

 

Su madre sacó una hoja de papel.

Cuando Caitlin lo tomó, su corazón palpitó con fuerza y una sensación de temor la invadió. Fuera lo que fuera, sabía que no podía ser algo bueno.

—¡Se fue!

Caitlin revisó la nota escrita a mano. En realidad no podía concentrarse, por lo que solo leyó algunos fragmentos… me voy… no quiero estar aquí… volveré con mis amigos… no traten de encontrarme.

Las manos le temblaban. Sam lo hizo, en verdad lo hizo. Se fue y ni siquiera la esperó, ni siquiera para decirle adiós.

—¡Es tu culpa! —no dejaba de repetir su madre casi escupiéndole.

Una parte de Caitlin no podía creerlo. Revisó el departamento para buscar a Sam; hasta abrió la puerta de su cuarto con la esperanza de encontrarlo ahí, pero estaba vacío, inmaculado, no había dejado nada. Sam jamás había sido tan limpio. Era cierto, se había ido.

Caitlin sintió que la bilis le subía por la garganta. No pudo evitar pensar que, en esta ocasión, su mamá estaba en lo correcto, que sí era su culpa. Sam le había pedido algo y ella solo le contestó: “¡Entonces vete!”

Entonces vete. ¿Por qué le dijo eso? Había planeado pedirle disculpas y retractarse a la mañana siguiente, pero cuando ella despertó él ya no estaba. Hablaría con él llegando a casa, pero ahora, ya era demasiado tarde.

Sabía dónde se encontraba, porque solo existía un lugar a donde podía haber ido: al último pueblo donde vivieron. Estaría bien, tal vez, incluso mejor que si se hubiera quedado en el departamento. En el pueblo tenía amigos. Mientras más lo reflexionó Caitlin, menor fue su preocupación. De hecho, hasta se sintió feliz por él: al fin había solucionado su dilema. Además, sabía cómo encontrarlo.

Pero claro, tendría que lidiar con ese asunto después porque cuando miró el reloj se dio cuenta de que ya era tarde. Corrió a su habitación y rápidamente sacó la ropa y los zapatos más lindos que tenía, y los metió en una bolsa deportiva. Tendría que irse sin maquillaje porque ya no le daba tiempo de aplicarlo.

—¿Por qué tienes que destruir todo lo que tocas? —gritó su madre, quien se encontraba justo detrás de ella—. ¡Nunca debí recibirte!

Caitlin la miró estupefacta.

—¿De qué estás hablando?

—Así es, yo te recibí —continuó su madre—. No eres mía, nunca lo fuiste. Eras hija de él. No eres mi verdadera hija. ¿Escuchaste? ¡A mí me daría vergüenza que lo fueras!

Caitlin alcanzó a reconocer el veneno en los ojos negros de su madre. Jamás la había visto así de iracunda. Su rostro reflejaba el deseo de asesinar.

—¿Por qué tuviste que alejar de mí lo único bueno que tenía en la vida? —gritó su madre, y en esta ocasión, se le arrojó con las dos manos al frente dirigiéndose directo a su cuello. Comenzó a asfixiarla antes de que Caitlin pudiera siquiera reaccionar. La ahogaba con todas sus fuerzas. La chica forcejeó para liberarse, pero las manos de su madre parecían de acero; en verdad estaba dispuesta a asesinarla.

La ira invadió a Caitlin y esta vez no pudo contenerse. Percibió esa fiebre que empezaba a ser familiar le subía desde los pies hasta los brazos y los hombros. Permitió que la sensación la envolviera por completo, y en ese momento, sintió cómo los músculos del cuello se le inflamaban. Su mamá la soltó sin que ella tuviera que hacer algo. Seguramente vio cómo se producía la transformación porque rápidamente se asustó. Caitlin echó la cabeza para atrás y rugió. Se había convertido en un ser temible.

Su madre retrocedió y se quedó mirándola, atónita. Caitlin la sujetó con una mano y la aventó. Ella salió volando hacia atrás con tal fuerza que golpeó con la pared y, con un fuerte estruendo, la atravesó llegando a la otra habitación. Continuó su trayectoria hasta que se estrelló contra la siguiente pared, después de lo cual, se colapsó y se quedó inconsciente.

Caitlin respiró con dificultad y trató de enfocarse. Escudriñó el departamento preguntándose si habría algo que quería llevarse. Sabía que sí, pero no podía pensar con claridad. Tomó la bolsa deportiva y, caminando sobre los escombros, salió del cuarto y pasó a un lado de su madre, quien comenzaba a incorporarse.

Caitlin siguió su camino hasta que salió del departamento, y se prometió a sí misma que sería la última vez que ponía un pie en él.

CINCO

En aquella fría noche de marzo, Caitlin apretó el paso vigorosamente por una calle lateral. Su corazón todavía latía con fuerza tras el episodio con su madre. El aire helado le pegaba en la cara; se sentía bien. Era tranquilizante. Respiró hondo y advirtió que era libre. Jamás tendría que regresar al departamento, nunca retornaría a esa mugrienta realidad. No tendría que volver a ver ese vecindario ni poner un pie en aquella escuela. No tenía ni idea de a dónde iría, pero, por lo menos, sabía que sería muy lejos de ahí.

Caitlin llegó a la avenida y se asomó para buscar un taxi. Después de esperar un par de minutos comprendió que no pasaría ninguno. Su única opción era el metro.

Caminó hasta la estación de la calle 135. Jamás había abordado un tren en la ciudad de Nueva York, por lo que no estaba segura de qué línea tomar ni en dónde bajarse —y éste era el peor momento para hacer experimentos. También, le preocupaba lo que podría encontrar en la estación en una fría noche de marzo, en particular, en ese vecindario.

Bajó por las escalinatas decoradas con grafiti y se acercó a la taquilla. Por suerte había alguien ahí.

—Necesito llegar a Columbus Circle —dijo Caitlin.

La obesa vendedora que estaba detrás de una placa de acrílico la ignoró.

—Disculpe —dijo Caitlin—, pero necesito…

—¡Te dije que bajes al andén! —le gritó la mujer.

—No, no me dijo nada —contestó Caitlin—. ¡No me dijo nada!

La vendedora la ignoró de nuevo.

—¿Cuánto es?

—Dos cincuenta —le contestó con rudeza.

Caitlin hurgó en sus bolsillos, sacó tres billetes arrugados de un dólar y los deslizó por debajo de la ventanilla de acrílico.

Todavía ignorándola, la vendedora le pasó una tarjeta del metro. Caitlin la recogió y atravesó el torniquete.

Casi no había luz ni gente en el andén. En una banca había dos indigentes envueltos en cobijas. Uno de ellos dormía, pero el otro se le quedó viendo cuando pasó y comenzó a mascullar algo. Caitlin caminó más aprisa. Llegó hasta el otro extremo del andén y se asomó para ver si ya venía el tren. Nada.

“Vamos, vamos.”

Volvió a mirar su reloj. Ya iba cinco minutos retrasada; se preguntó cuánto tiempo le tomaría llegar y si Jonah la esperaría. No podría culparlo si no lo hiciera.

Luego, notó por el rabillo del ojo que algo se movía con rapidez. Volteó pero no vio nada. Cuando se acercó un poco más le pareció que sobre la pared de mosaicos blancos se arrastraba una sombra hacia las vías del tren. Sintió que alguien la observaba, pero cuando volvió a asomarse, no vio nada.

“Debo estar alucinando.”

Caitlin se dirigió hacia el enorme plano del metro. Estaba rayado, rasgado y cubierto de grafiti; a pesar de ello, encontró la línea que necesitaba. Por lo menos estaba en el lugar correcto. De ahí podría ir directo a Columbus Circle. En ese momento comenzó a sentir un poco de amargura.

—¿Estás perdida, nena?

Caitlin volteó y vio que junto a ella estaba un enorme hombre negro. No se había rasurado y, al sonreír, se podía ver que le faltaban varios dientes. El hombre se había inclinado tan cerca que ella pudo percibir su espantoso aroma a alcohol.

Caitlin se hizo a un lado y se alejó varios metros.

—¡Oye, perra, te estoy hablando!

Caitlin continuó caminando.

El hombre parecía estar drogado. Caminó hacia ella zigzagueando y tambaleándose, pero Caitlin avanzó mucho más rápido. Era un andén bastante largo, así que había bastante espacio entre ambos. Caitlin de verdad quería evitar otra pelea. “Aquí no. Ahora no.”

El hombre se acercó más y ella se preguntó cuánto tiempo tendría antes de que no le quedara opción y tuviera que confrontarlo. “Dios mío, por favor sácame de aquí.” Entonces un ruido ensordecedor invadió la estación y, de pronto, llegó el tren. “Gracias a Dios.” Caitlin lo abordó y observó con satisfacción que las puertas se cerraban frente al borracho, quien comenzó a maldecir y a golpear en las puertas de metal.