La formación de los sistemas políticos

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Z serii: Historia #173
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Si comparamos estos enfrentamientos de principios del siglo XIV con los de la década de 1460 aparecen una serie de contrastes significativos. Hay un cambio, en primer lugar, en los lenguajes usados. Las cartas y ordenanzas del primer periodo estaban principalmente escritas en un latín sustancialmente conformado por el vocabulario de los derechos romano y canónico; los documentos del periodo posterior se escribieron en una lengua vernácula conformada por la práctica de las cancillerías reales y estuvieron moldeados por el lenguaje político, religioso y ético de la época. En aquellos episodios existe una continuidad en el principio de que se actuaba en nombre del reino, pero cambia la forma en que el reino es representado. A pesar de cierta terminología repetida –los «estados», los «comunes»– en la década de 1460 el reino es visto en menor medida como un conjunto de grupos particulares constituido por sus libertades y privilegios individuales, y en mayor medida como una comunidad socialmente diversa y nacionalmente unida, con un conjunto de intereses colectivos, tratados por un gran público y ante un gran público. Hay cambios, además, en los puntos debatidos. En 1460 hay una menor preocupación por la defensa de los derechos y las libertades con respecto a la intrusión de la jurisdicción real, o con respecto a la determinación de lo que el rey y sus oficiales podían o no podían hacer. En lugar de ello, hay una mayor sensación de que el gobierno del rey es efectivamente aceptado, de que el bienestar de la Iglesia y del pueblo dependen de él en todos los puntos y detalles, y de que los problemas importantes están relacionados con la perversión de dicho gobierno, con su tendencia impropia a excluir o con su fracaso a la hora de dar lo que se espera de él, lo que, en conjunto, ya no se ve como una intrusión en la vida de los súbditos. Hay cambios, finalmente, en la naturaleza y las filiaciones de los propios documentos: en la década de 1460 no hay cartas y ordenanzas, sino peticiones y manifiestos, que buscan decir algo en público y en nombre del público. Por mucho que cierto tipo de legislación posterior emanara seguramente de las asambleas mantenidas por los rebeldes de Castilla y Francia, e incluso también de Inglaterra, su objetivo inmediato era el de aconsejar al rey, más que el de legislar: esgrimir algún tipo de opinión común, o nacional, más que promover un conjunto de intereses particulares.

Es difícil negar que estos testimonios apuntan a ciertos progresos significativos en el periodo de ciento cincuenta años que separa los dos conjuntos de acontecimientos. Se había producido un grado sustancial de integración política, así como lo que parece una politización de las relaciones sociales y legales, es decir, una mayor conciencia propia por parte de los grupos con estatus de que tenían responsabilidades con respecto al conjunto político y una reconsideración de sus funciones en relación con dicho conjunto y sus intereses y obligaciones políticas. No es que el conjunto de la sociedad no fuera reconocido a principios del siglo XIV –las referencias a las antiguas buenas leyes de los viejos reyes, al conjunto del reino y al consentimiento común de la parte más sana así lo indican–, pero queda claro que, por entonces, las libertades de los estamentos y de los distritos jurisdiccionales eran una preocupación más apremiante y real que el bien común, fuese lo que esto fuese. En la década de 1460, por otro lado, los tentáculos del gobierno central estaban por todas partes y la participación en la alta política se había difundido muy ampliamente, de una manera u otra, en la mayoría de sociedades europeas. En consecuencia, la comunidad política era en todos los países un fenómeno mucho más extenso, complejo y omnipresente, de modo que los políticos de todas las clases se veían obligados a interactuar con dicho fenómeno tanto en términos verbales como reales. Fueron cambios, pues, no solo en el vocabulario de la política, sino también en sus formatos, sus objetivos y su naturaleza. Lo que aquí acabamos de ver es la prueba de un cambio estructural, y un cambio estructural en aquello que los historiadores han considerado comúnmente como un recorrido creativo y positivo –hacia la confección de sistemas políticos coherentes y extensivos, de sociedades políticas–. Una historia que tenga en mayor consideración la importancia de las estructuras políticas y la presencia de la evolución política a lo largo de nuestro periodo podrá capturar una parte destacada de la vida política europea de la Baja Edad Media. Aún más, podrá ser un punto de partida nuevo para la historiografía, al menos para aquella que analiza el continente de manera conjunta.

1. LA HISTORIOGRAFÍA

A pesar de que se ha publicado una gran cantidad de bibliografía especializada en las últimas décadas, además de los múltiples volúmenes de The New Cambridge Medieval History (de aquí en adelante NCMH) y un número importante de estudios por países, las principales visiones generales introductorias sobre la política bajomedieval de las que dispone el lector anglófono tienen ahora aproximadamente treinta o cuarenta años. Later Medieval Europe from St Louis to Luther, de Daniel Waley, se publicó por primera vez en 1964; Europe in the Fourteenth and Fifteenth Centuries, de Denys Hay, en 1966; el libro de George Holmes Europe: Hierarchy and Revolt, 1320-1450 llegó en 1975, y States and Rulers in Medieval Europe, de Bernard Guenée, que se editó en inglés en 1985, era una traducción de una obra publicada en Francia en 1971. Estos libros han sido revisados y reeditados, en algunos casos varias veces, pero de manera inevitable, y con todas sus virtudes, no han acabado escapando al estado de las investigaciones e interpretaciones que prevalecían cuando fueron inicialmente redactados. Los volúmenes de la NCMH, por otra parte, contienen muchos cuestionamientos fundamentales a aquellos puntos de vista anteriores y una importante riqueza de material nuevo, pero, como es lógico en una colección de obras de autores diversos, no ofrece una nueva síntesis y las introducciones realizadas por los editores muestran normalmente un perfil prudente respecto a las grandes explicaciones de cada centuria. Han emergido algunas visiones nuevas, como Transformation of Medieval Europe, 1300-1600 (1999), de David Nicholas, o Europe in a Wider World, 1350-1650 (2003), de Robin W. Winks y Lee Palmer Wandel, pero su principal novedad consiste en mostrar el siglo XVI junto al XIV y el XV; no ofrecen, por el contrario, reinterpretaciones en torno a la política de la Baja Edad Media. Sin embargo, es precisamente una reinterpretación lo que se echa en falta. Antes de ir más lejos, nos será de ayuda explorar cómo se ha desarrollado la historiografía del periodo y tener en cuenta qué puede haber de incorrecto en algunas de sus suposiciones principales.

Quizás, la mayor influencia sobre nuestra comprensión de los siglos XIV y XV subyace en el propio término «Baja Edad Media», así como en las narrativas del «declive» y la «transición» con las que es asociado. La invención de la Edad Media y la subdivisión de dicha época en tres amplias fases –«Alta», «Plena» y «Baja»– han tenido un efecto perdurable en la forma en qué se ha abordado el periodo. Se han considerado como características de la civilización medieval una serie de instituciones y formas culturales que crecieron o florecieron entre los siglos X y XIII –sobre todo la Iglesia Latina, unida bajo el papa, y el Sacro Imperio Romano Germánico de los Salios y los Hohenstaufen, pero también las cruzadas y la caballería, el «escolasticismo» y los derechos romano y canónico, la arquitectura y el arte góticos, el «feudalismo», los monasterios o las comunas–. Si bien la aparición de estos fenómenos es a menudo considerada como repentina y revolucionaria, su desintegración durante la Baja Edad Media sería lenta, conformando uno de los polos gemelos de atención de la historiografía bajomedieval. El declive del Imperio y el papado es el título del penúltimo volumen de la Cambridge Medieval History anterior a la Segunda Guerra Mundial; El otoño de la Edad Media es el título que se escogió para la traducción del famoso estudio de Johan Huizinga sobre la cultura de los siglos XIV y XV. Los trabajos modernos no están tan imbuidos de aquella atmósfera de descomposición general, pero la sensación de que las viejas reglas no funcionaban, o de que los viejos modos se iban corrompiendo, sigue siendo habitual. En parte, ello se debe a la suerte diversa que ha gozado el que se supone que fue el principal organismo beneficiado por el declive papal e imperial: el estadonación. Los reinos jurídicos, que habían parecido tan poderosos y prometedores a finales del siglo XIII, sucumbirían a la guerra y la división interna en las siguientes décadas, mientras el Imperio se hundía en la anarquía y las disputas en Italia se volvían incluso más profundas y complejas. Como consecuencia de ello, y siguiendo las voces de las resonantes críticas de los observadores de la época, muchos historiadores de la política han visto el periodo como una época de orden declinante, guerra expansiva y violencia profundamente creciente. Además de la decadencia y corrupción del viejo orden, por tanto, el desorden y el caos son temas preeminentes en la representación de la Baja Edad Media. Pero los siglos XIV y XV no son solo conocidos por lo que Richard W. Southern llamó «la era del desasosiego» y David Nicholas «la vejez de una civilización».11 Como «fin de la Edad Media», también están en el umbral de la «modernidad» y el segundo polo gemelo de la historiografía bajomedieval es la búsqueda de los orígenes de lo nuevo.12 Para muchos historiadores este es un periodo de «transición», aunque la «transición» en cuestión tome formas diversas. Para algunos, como George Holmes, el «Renacimiento» es el motivo clave.13 De manera más común, especialmente en las obras británicas, la transición tiene un enfoque más político: el surgimiento largamente demorado de las nuevas monarquías y estados nacionales, o de las iglesias nacionales en época de Hus y Lutero. En buena parte de la bibliografía continental, por otro lado, la transición que subyace es socioeconómica, del «feudalismo», en un sentido marxista, al «capitalismo»: dicha revolución lenta, como veremos, se usa tanto para explicar las convulsiones de la política bajomedieval como para presagiar el surgimiento de los estados más fuertes de finales del siglo XV.

 

Estas grandes narrativas sobre el «declive» y la «transición» generan, no obstante, considerables problemas para el historiador de la política. En primer lugar, muy pocas de ellas exploran, o ni tan siquiera rastrean, los procesos de cambio que pretenden identificar. Por ejemplo, según un estudio publicado por W. K. Ferguson en 1962, Europe in Transition, el crecimiento del comercio y el de la economía monetaria, sumados al declive del señorío, habrían desestabilizado el viejo orden, facilitando la aparición del estado centralizado y socavando las tendencias particularistas de la nobleza y el clero. Es una tesis atractiva y comprensible, aceptable para la investigación moderna, pero pronto se observa que muchos de los supuestos cambios que contempla son muy locales y que los desarrollos económicos y políticos que identifica están generalmente desfasados. Los progresos mercantiles de Italia, Flandes y el norte de Alemania, por ejemplo, no produjeron estados centralizados en dichas áreas y, aunque el reino capeto tardío sí que parezca un producto clásico de la economía política del siglo XIII, no hay nada en el trabajo que explique su doble desintegración durante los dos siglos siguientes, ni se da ninguna razón real para su subsiguiente recuperación. En el prefacio se admite que el carácter transicional del periodo se establece realmente no por el movimiento o el desarrollo, sino por «la coexistencia de elementos medievales y modernos en un constante estado de fluctuación», un reconocimiento de que el libro no ofrece ninguna explicación real sobre los procesos de cambio.14

El libro de Ferguson es típico en relación con todo ello. Muchos manuales hacen uso de un periodo de «crisis» para explicar la brecha entre los potentes estados del siglo XIII y los de finales del XV, pero no por ello dejan de ser selectivos a la hora de elegir los ejemplos, ni corrigen la tendencia a relatar una «transición» que acaba sustituyendo toda explicación global por una mera descripción simbólica. Las obras generales se mueven normalmente desde un siglo XIII de «expansión y hegemonía», plasmado en «el triunfo de la monarquía francesa», a través de un siglo XIV de guerra, hambruna y peste, en el que «las derrotas francesas y los ideales de caballería», la «fragmentación alemana» y «una Europa de violencia» marcarían la tónica, hasta un siglo XV enmarcado por el florecimiento cultural de Italia y Borgoña, la «recuperación» de Francia, la nueva monarquía de Inglaterra y la unificación de España.15 Los manuales tienen que simplificar, por supuesto, ¿pero debe ser realmente la política del continente explicada de este modo? La noción de «declive» solo tiene una especie de sentido superficial para la Iglesia occidental y en menor medida, quizás, para el Imperio. Asimismo, si «crisis» y «recuperación» describen a grandes rasgos lo que ocurrió en el reino de Francia de los Valois, o –aun a más grandes rasgos– captan el progreso de la corona de Castilla desde la deposición y muerte de Alfonso X en 1284 hasta los éxitos de Fernando e Isabel dos siglos más tarde, estas narrativas no encajan muy bien con las trayectorias de muchas otras sociedades políticas europeas, ya fueran reinos, como Inglaterra, Polonia y Hungría, principados como Bretaña, Flandes o Sajonia, o ciudades-estado como Florencia, Núremberg o Novgorod. La evidente adaptación y supervivencia de antiguas instituciones como el derecho romano y la tenencia feudal, las cruzadas, los monasterios o incluso el Imperio y el papado, y el florecimiento de instituciones que solo tienen una existencia limitada en muchas partes de Europa fuera de nuestro periodo –como las ligas y los estamentos representativos– sugieren que el «declive» y el «renacimiento», o la «medievalidad» y la «modernidad», no son términos muy útiles para abordar el periodo. Conectar los siglos XIV y XV a las épocas de antes y después, mejor conocidas, debe continuar siendo un objetivo fundamental para los historiadores del periodo, pero seguro que hay mejores formas de lograrlo.

2. TRES GRANDES NARRATIVAS

La estabilidad de los viejos leitmotivs de declive y transición es en cierta medida sorprendente, dado que más o menos en el último medio siglo se han elaborado tres interpretaciones relativamente complejas y ambiciosas sobre la dinámica de la Baja Edad Media. A pesar de que ninguna de ellas es primordialmente política por naturaleza, todas ofrecen alguna explicación del curso de los hechos políticos y sitúan el periodo en el marco de un razonamiento más amplio del desarrollo histórico. Dada su calidad estructural, en ocasiones rigurosa, se podría haber esperado que ofrecieran una corrección de las antiguas interpretaciones, pero, en cambio, han acabado tendiendo a asimilarse a aquellas otras aproximaciones más vagas. Hay muchos puntos en los que los tres relatos se solapan y refuerzan, pero conviene observarlos uno a uno para valorar sus fortalezas y debilidades, antes de acudir a las razones de su fracaso a la hora de modificar la visión tradicional.

La crisis social y económica

La primera narrativa se centra en la percepción de que la Baja Edad Media presenció una profunda crisis social y económica. En algunos relatos es una crisis del feudalismo: la descomposición de un orden sociopolítico basado esencialmente en la extracción de excedentes campesinos por los señores laicos y eclesiásticos y su reemplazo gradual (cuando menos, en Occidente) por unas condiciones económicas y sociales más cercanas al capitalismo. En otros relatos es un conjunto menos preciso de convulsiones provocadas por una mezcla de superpoblación, guerra, cambio climático y enfermedades epidémicas. Se apunta a que las hambrunas que golpearon buena parte de la mitad norte de Europa entre 1315 y 1322 prolongaron un periodo de recesión y estagnación económicas, que empeoró y se alargó con las cargas fiscales, la inestabilidad monetaria y las bancarrotas de las décadas de 1320, 1330 y 1340. El impacto de la Peste Negra (1347-1352) y las subsiguientes plagas en una población debilitada y su tambaleante economía habrían generado otro siglo de depresión, marcado, gran parte de él, por los efectos adicionalmente dañinos de la guerra, la tributación y la escasez de metales preciosos. Aunque hubiera señales de recuperación económica en sectores o lugares concretos a lo largo de dicho periodo, eran generalmente de corta duración o locales, de modo que el regreso sustancial a la prosperidad solo sería discernible durante la segunda mitad del siglo XV.

Se considera que esta mezcla de transición y depresión habría tenido una relevancia tanto general como específica para la política del periodo. Para historiadores marxistas como Robert Brenner, Rodney Hilton y Guy Bois esto es axiomático –para ellos, el orden sociopolítico dirige el movimiento de la economía, independientemente de lo que dicho orden deba a su vez al modo predominante de producción–, pero las principales bases que sirvieron para abordar la política bajomedieval desde un punto de vista socioeconómico fueron puestas por un grupo de historiadores franceses de posguerra con unas afiliaciones ideológicas más variables e imprecisas: Édouard Perroy, Robert Boutruche, Jacques Heers, Michel Mollat y Philippe Wolff, entre otros.16 Los estudios de esta tradición proponen que las adversidades de la sociedad del siglo XIV crearon una atmósfera general de dislocación que estaría en la base de las revueltas, parcialidades y guerras del periodo. Más específicamente, las condiciones socioeconómicas habrían provocado los alzamientos populares y pogromos que estallaron tanto en las áreas urbanas como en las rurales en torno a las décadas de 1320, 1350 y 1380, al tiempo que una crise nobiliaire, resultante de la caída de los ingresos señoriales, habría estimulado la violencia aristocrática y la agitación a lo largo del continente. En Occidente, los nobles empobrecidos habrían impulsado a sus gobernantes a la guerra para sacar provecho de los «presupuestos por el servicio nobiliario» –ya llegaran en forma de sueldos militares pagados a los capitanes o en forma de derechos para controlar la recaudación y el gasto de los tributos reales que se imponían sobre la población local–.17 Así pues, la dependencia resultante de la nobleza respecto a los sueldos, los oficios y las pensiones del rey estaría supuestamente en la base de las diversas guerras civiles y conflictos del periodo, especialmente en el siglo XV: la distribution of patronage, por usar la expresión típica en la historiografía inglesa, habría sido una cuestión de profundo significado económico y social para los propietarios que ya no eran capaces de mantenerse únicamente con los ingresos de sus tierras; se ha sugerido así que esta era la realidad subyacente a las intrincadas luchas que dominaron la política de los estados emergentes. Mientras tanto, en áreas donde el poder central era menos efectivo, especialmente en la Europa Centro-Oriental, pero también en España, los señores habrían tenido éxito limitando las libertades del campesinado, imponiendo una «segunda servidumbre» y defendiendo vigorosamente su control de los excedentes campesinos contra las intrusiones reales. Al mismo tiempo, gentes como los raubritter («caballeros-ladrones») o los routiers («mercenarios ambulantes») habrían protagonizado abiertamente «guerras por la tierra», buscando reemplazar los ingresos señoriales perdidos a través del antiguo arte del saqueo. Así pues, gran parte de la cultura y la política de la Baja Edad Media se ha explicado teniendo en cuenta esta intensa serie de alteraciones demográficas, económicas y sociales, y el papel adjudicado a la economía ha sido central en la mayor parte de la bibliografía acabada de citar, por no decir que en toda.

Existen, sin embargo, importantes problemas con las interpretaciones políticas invocadas por dicho contexto socioeconómico generalizado. En primer lugar, hay –y siempre lo ha habido– un desacuerdo sustancial entre los historiadores sociales y económicos acerca de qué estaba sucediendo en verdad durante aquel periodo. Como el propio Perroy señalaba en 1949, «crisis» es una palabra ambigua –puede significar punto de inflexión, pero también depresión y, en este sentido, los historiadores han disentido profundamente sobre la condición de la economía bajomedieval, por no hablar de la naturaleza de su relación con la vida social y política–.18 Si bien existe un gran consenso sobre la estagnación de la primera mitad del siglo XIV y la deflación de mediados del XV, las valoraciones sobre el final de ambas centurias varían ampliamente, con algunos autores que enfatizan la vitalidad y la expansión (especialmente en las manufacturas) y otros que destacan la recesión y el declive. Puede parecer obvio que el descenso generalizado de la población de finales del siglo XIV y principios del XV produjera una contracción de la economía, pero, evidentmente, el mismo descenso demográfico también generó un balance más positivo entre población y recursos, creó nuevos mercados para bienes y, como han enfatizado especialmente los historiadores marxistas, coincidió con ciertos progresos socioeconómicos agudamente divergentes en Oriente y Occidente. Incluso se han llegado a cuestionar algunas de las presunciones más básicas de la historiografía, con un destacado historiador que ha desafiado la antigua creencia universal de que Europa había llegado al límite de su sostenibilidad demográfica en torno a 1300, mientras que otro ha sugerido que la población de Francia en 1328 era quizás tan solo la mitad de lo que solíamos creer.19

 

Al mismo tiempo, los historiadores franceses y alemanes son cada vez más escépticos sobre el supuesto empobrecimiento de la nobleza bajomedieval: por más que las rentas estrictamente agrarias pudieron haber declinado, dichas familias siempre habían extraído ingresos de una notable variedad de recursos –molinos, mercados, peajes, tallas, diezmos, jurisdicciones– y siguieron haciéndolo; ciertamente se pudieron beneficiar de los nuevos mecanismos gubernamentales, como la fiscalidad real, pero también continuaron beneficiándose de los antiguos.20 No en vano, la propia noción de «crisis» ha quedado en entredicho: el difunto Stephan Epstein la reconfiguró como una «crisis de integración» –un proceso de ajuste de las estructuras mercantiles del continente– y muchos historiadores italianos han abandonado el término en general, prefiriendo hablar de «reconversión» o «transformación».21 Por supuesto, para los historiadores de la economía que trabajan con datos fragmentarios y locales resulta complicado distinguir las sacudidas cíclicas de las tendencias a largo plazo, por lo que es difícil decidir dónde poner el énfasis cuando cada cambio demográfico o social produce una mezcla de resultados positivos y negativos. Si alguna vez fue posible llegar a un cierto consenso, o si existieron debates manejables entre los que enfatizaban los aspectos depresivos de la economía y los que se centraban en las áreas de crecimiento, la imagen es ahora demasiado compleja como para resistir a una generalización. Bajo estas circunstancias, la pretensión de que la economía sirva como mecanismo central de explicación e interpretación de la vida política medieval parece endeble.

De hecho, los intentos por relacionar las causas económicas y las consecuencias políticas siempre han sido algo escurridizos. En primer lugar, los modelos principales de la economía política tienden a centrarse en el siglo XIV, dejando para el XV una mezcla relativamente poco teorizada y explorada de estagnación y recuperación.22 Es cierto que hay un énfasis bien establecido en el papel de los factores monetarios en los problemas de mediados de siglo y que ha habido también cierto interés en la «economía del Renacimiento», pero, en conjunto, las explicaciones economicistas no dominan los relatos de la política del siglo XV como lo hacen con el XIV.23 A su vez, a partir de investigaciones más detalladas ha quedado claro que ni las dificultades económicas ni el bienestar explican demasiado sobre las revueltas políticas del periodo, ya fueran populares o aristocráticas. La visión de Mollat y Wolff acerca de que el empobrecimiento habría dado lugar a los alzamientos de las décadas de 1350, 1370 y 1380 se ha mostrado errónea en suficientes casos como para que la descartemos definitivamente como causa general, mientras que la explicación alternativa –la prosperidad creciente de las capas bajas– únicamente funciona a medias para la revuelta de los campesinos ingleses y no encaja en otras insurrecciones bien conocidas como la rebelión flamenca de 1323-1324, la de los Ciompi de 1378, los pogromos hispánicos de 1391 o el alzamiento de Caux en 1435. Si reparamos en que muchos movimientos populares involucraron a otros grupos, incluyendo a los que tenían intereses económicos opuestos, se nos muestra probable que hubiera otros factores más importantes en la configuración de dichos episodios; en este sentido, para explicar el comportamiento de los rebeldes, Samuel Cohn ha destacado de manera reciente la prominencia de los sentimientos de injusticia y otros valores políticos que ellos mismos alegaban.24

En sus interpretaciones, Mollat, Wolff y otros prestan cierta atención a las causas políticas, incluyendo algunas generales como la fiscalidad y el crecimiento del estado, pero invariablemente las consideran secundarias. La historia económica de hoy, por otra parte, pone mayor énfasis en la interacción de factores económicos, sociales y políticos, lo que ha permitido que estos últimos influyeran por fin sobre los dos primeros. La audaz reinterpretación de la economía bajomedieval de Epstein atribuye un papel mayor, incluso primordial, a un proceso esencialmente político, el de la formación del estado, en la configuración del cambio económico: a corto plazo, argumenta, el desarrollo de los estados fue un factor para el crecimiento de la guerra y contribuyeron con ello a las crisis de distribución y a la poca inversión de comienzos del siglo XIV; a largo plazo fomentó un mejor crecimiento, al romper los obstáculos a la especialización y al intercambio que unos municipios y unos señores feudales anteriormente independientes habrían impuesto.25 Otros estudios locales han enfatizado igualmente el papel de la política gubernamental y la cultura política en la producción de resultados económicos, de manera que, por ejemplo, se ha mostrado que la opresión del campesinado catalán provino principalmente del orden legal y político desarrollado en el siglo XIII, mientras que en Castilla se ha indicado que la suerte de la industria de la lana y el textil durante siglo XV estuvo condicionada por las relaciones de poder entre los reyes, los magnates y los municipios.26

No es difícil ver por qué la noción clave de crisis socioeconómica ha alterado tan poco las narrativas convencionales de declive y transición. De hecho, en todo caso, las ha fortalecido, reconociendo la importancia histórica de la elevada mortalidad del periodo y proporcionando el peso historiográfico de la teoría marxista a unos relatos más tradicionales. De esta manera la historia política ha sido incuestionablemente enriquecida por el reconocimiento de sus circunstancias sociales y económicas, pero al mismo tiempo parece que la abrumadora preeminencia de aquel tipo de interpretación en las explicaciones de nuestro periodo –especialmente para el siglo XIV– se base en el atractivo de inserirse en una explicación a gran escala y en la falta de tesis alternativas ofrecidas por los historiadores políticos y constitucionales de mediados del siglo XX. Las hambrunas, la Peste Negra, el descenso demográfico prolongado, la escasez de plata en torno a 1400 y a mediados del siglo XV, las fluctuaciones de la producción urbana y rural y los patrones cambiantes de la explotación económica debieron afectar a la política, y negarlo no es, en absoluto, la intención de este libro, pero de todo lo que hemos expuesto debería quedar claro que los procesos económicos son demasiados complejos y diversos para dar el tipo de explicación general sobre la política bajomedieval que se les ha forzado a ofrecer. Ahora que se reconoce que los factores políticos también ayudan a configurar el comportamiento social y económico, parece aún más importante tener también en consideración el papel que los progresos de la cultura política y gubernamental pudieron haber jugado en el estallido de las crisis políticas de nuestro periodo.

La guerra y el desorden

Una segunda gran aproximación realizada para explicar las condiciones políticas de los siglos XIV y XV se centra en la prominencia de la guerra y el desorden durante el periodo. De nuevo, no es difícil advertir que dicha visión se puede subsumir fácilmente en las visiones tradicionales sobre la decadencia bajomedieval y, en parte, tal vez derive de la clásica descripción de Huizinga sobre «el tenor violento de la vida» en aquella época.27 Como hemos visto, la guerra y sus concomitantes sufrimientos –la tributación, las fluctuaciones monetarias, la destrucción resultante de las campañas y el ingobernable comportamiento de las poblaciones militarizadas– han sido, desde hace tiempo, un componente integral de los relatos franceses de la crise del siglo XIV. Gracias en parte a la amplia influencia de la historiografía francesa, dichos efectos se han generalizado al conjunto del continente. Para Philippe Contamine, por ejemplo, «la guerra impuso su formidable peso sobre una Cristiandad latina que estaba por otra parte desorientada, ansiosa, incluso dividida y rota por profundas rivalidades políticas y sociales, económicamente debilitada, desequilibrada y demográficamente desangrada».28 Para Richard W. Kaeuper, por su parte, «parece que la casi continua, destructiva y altamente costosa guerra ayudó a crear la depresión bajomedieval», de modo que también habría ayudado a generar «la crisis bajomedieval del orden».29 En las décadas de 1280 y 1290, se argumenta, los gobernantes pudieron reunir ejércitos más grandes y mantenerlos durante más tiempo, y esto, a su vez, permitió una guerra de mayor escala. Como consecuencia, los siglos XIV y XV sufrieron una serie de largas guerras, a menudo de una intensidad sin parangón y que afectaron a buena parte del continente. Las luchas eran más sangrientas, ya que los contingentes de infantería no estaban interesados en la sutileza de los rescates, mientras que la costumbre de pagar sueldos significó la creación de una gran masa de mercenarios que en tiempos de paz se mantenía en armas, rapiñando la tierra y estimulando nuevos conflictos al ofrecer sus servicios a los contendientes regionales. Al mismo tiempo, la ubicuidad de la guerra en el periodo alimentó y fomentó la cultura caballeresca que atrajo buena parte de la atención y de los recursos de las clases gobernantes de Europa, frenando o desbaratando el desarrollo burocrático y legal y distrayendo las finanzas en usos improductivos. En este escenario, el orden se deterioró y las parcialidades aumentaron, mientras los gobiernos reales y otros regímenes oscilaban entre los triunfos fugaces de las victorias militares y las divisiones provocadas por las tensiones y las derrotas. Para muchos historiadores, por tanto, las grandes guerras habrían sido una característica nueva y principalmente negativa de la Baja Edad Media, que habría contribuido significativamente a la generalización del caos político.30