La formación de los sistemas políticos

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Z serii: Historia #173
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Además de esto, la disponibilidad de cada señor supremo tendía a modificar el comportamiento y las lealtades en el interior de los señoríos. Un señor supremo podía proporcionar un poderoso apoyo al señor, siempre y cuando los dos mantuvieran buenas relaciones, y dicho apoyo podía ser importante, dado que los señoríos funcionaban a una escala bastante más pequeña que los reinos, por lo que eran más vulnerables a los ataques externos y a las divisiones internas en la práctica. El título de «par» otorgado al duque de Bretaña en 1297, por ejemplo, le puso claramente por encima del resto de nobles de su ducado, aunque ello también incrementó sus obligaciones con respecto al rey. Ese era el razonamiento que inducía a los señores a aceptar aquel tipo de acuerdos ambivalentes, como, por ejemplo, cuando los señores de Gwynedd buscaron el reconocimiento de los reyes de Inglaterra como príncipes de Gales, pero posteriormente pagaron un alto precio cuando Llywelyn ap Gruffudd (1244-1282), llamado el Último Rey, quedó paralizado ante la negativa del resto de señores de Gales a reconocerle y ante la taimada respuesta de Eduardo I a dichas dificultades. Como demuestra este ejemplo, un señor supremo podía socavar un señorío, ya que los enemigos y vecinos del señor en cuestión podían buscar su ayuda contra dicho señorío. Las pugnas que estallaron en la década de 1290 en Flandes también muestran esta tendencia. Tras un siglo de presión del rey de Francia, el conde de Flandes y sus súbditos eran muy conscientes del interés real francés en sus asuntos. Así, enfrentado con tensiones en las ciudades y con la necesidad de restaurar la autoridad condal tras varias décadas de gobierno inepto e intromisión francesa, el conde Guido de Dampierre (1278-1305) intervino contra los patriciados de Gante y Brujas, que inmediatamente apelaron al rey de Francia en busca de auxilio. La consecuencia fue una división en todo el condado y, a partir de mediados de la década de 1290, una guerra abierta y una revuelta social, en las que los condes cambiaron de bando varias veces y el señor supremo francés fue finalmente obligado a retirarse. Un delicado equilibrio de intereses resurgió en la década de 1330, pero pronto fue alterado por la llegada de la guerra anglofrancesa. En este caso, pues, un señorío regio agresivo se combinó con las tensiones internas para producir un conflicto que amenazó con destruir el principado por completo.

Esto nos lleva a una segunda diferencia general entre los reyes y los señores: las posesiones de estos tenían generalmente menor perdurabilidad y solidez que las de los primeros. Wim Blockmans ya destacó que generalmente las monarquías creadas en los siglos X y XI han sobrevivido, en cierto sentido, hasta el día de hoy, pero que no puede decirse lo mismo de los principados y señoríos que estaban en su interior y a su alrededor.27 Los reinos eran dignidades históricas y estaban sostenidos por una mezcla variable de mito, autoridad e infraestructura política: tendían a sobrevivir a las crisis dinásticas, aunque fuera con alteraciones considerables, al tiempo que era poco habitual que fueran engullidos por guerras o tratados. Muchos señoríos, por otra parte, eran poco más que estados privados, con puntuales porciones de jurisdicción adjuntas –a menudo de manera insegura–. Eran mucho más propensos a ser reconfigurados, extendidos o incluso eliminados por los vaivenes de los acontecimientos –por la ineptitud de una sola generación, por una alianza matrimonial o una minoría de edad, por un conflicto con una potencia mayor o menor–. En consonancia con ello, los señores estaban más dispuestos que los reyes a aceptar un papel subordinado en unas estructuras de poder superiores, incluso aunque su aceptación fuera a menudo pragmática y pudiera retirarse posteriormente. En todo caso, es interesante pensar aquí en términos de espectro. Los señoríos más grandes eran como reinos y poseían muchos de sus mismos atributos, incluyendo un sentido vinculante entre un pueblo histórico y su autoridad común. Incluso aquellos que no disfrutaban de unas raíces antiguas –como las signorie que se desarrollaron en el norte de Italia a partir de finales del siglo XIII– podían adquirir con el tiempo una solidez jurídica e institucional y una legitimidad mítica, a pesar de que sus fronteras, como las del señorío de los Visconti en Milán entre 1350 y 1450, cambiaran continuamente. Los señoríos eran especialmente flexibles, pero también lo eran –en esta época de exuberancia jurídica– los reinos, por lo que sería un error dibujar una distinción demasiado aguda entre dos modelos que diferían sobre todo en escala, no en forma.

Las comunas y las ligas

Las comunas

Junto a las estructuras monárquicas que hemos analizado hasta aquí, también existían estructuras colectivas, configuradas, aproximadamente a partir del siglo XII, por la noción o modelo de la comuna, es decir, una asociación jurada con intereses comunes y alguna forma de autorregulación. Se ha considerado tradicionalmente que el desarrollo de aquel mecanismo semilegal para expresar la solidaridad de los grupos de iguales fue uno de los motivos subyacentes a las acciones políticas, tanto colectivas como populares, de la época: como si un «movimiento comunal» hubiera recorrido Europa, liberando a ciudadanos y campesinos del dominio de los reyes y señores y estableciendo, así, los cimientos de una futura democracia. Esta imagen ha sido posteriormente atacada desde todos los ángulos. Por una parte, gracias sobre todo al trabajo de Susan Reynolds, ahora reconocemos que las asociaciones de grupos de iguales son tan naturales e históricas como las relaciones verticales entre hombres y señores: los grupos de nobles, caballeros, ciudadanos o campesinos no necesitaban de ningún «movimiento comunal» para unirse con fines políticos, ni la existencia de medios de gobierno colectivo dependía de los desarrollos jurídicos y filosóficos tradicionalmente asociados con la recuperación del derecho romano y las obras de Aristóteles.28 Por otra parte, se entiende que las comunas, al igual que otras formas de gobierno urbano y rural, estaban presididas por los hombres que dirigían la comunidad en cuestión; lo que las diferenciaba de los regímenes señoriales no era tanto el estatus de los participantes como el reparto de poder formalizado en el interior de aquel grupo determinado. Las comunas no eran, por tanto, intrínsecamente revolucionarias –todavía menos populares– y eran compatibles con la supervisión de los reyes y señores; de hecho, estos grandes poderes jugaban a menudo un papel destacado en su creación.

Aceptar todo esto no es, sin embargo, negar la importancia del desarrollo y circulación del modelo comunal, que estaba siendo amplia y conscientemente reproducido hacia mediados del siglo XII, y permaneció en activo durante mucho tiempo después. «Comuna» era solo uno de sus nombres –por ejemplo, en Italia y Provenza también se utilizaban otros términos como societas, universitas, compagna o «consulado»–, pero la diversidad en su terminología no altera el hecho de que en efecto estaba surgiendo una nueva forma de poder reconocida y reproducible. En el tipo de sociedad legalista, letrada y sintetizadora que hemos estado observando, la disponibilidad de esta forma ayudó a legitimar ciertos tipos de instituciones y prácticas, a influenciar los modos en que se ejercía el poder y a inspirar una divulgación de copias y adaptaciones: fue, por tanto, una de las estructuras esenciales de la vida política pleno y bajomedieval. Si bien la comuna en sí es habitualmente tratada por los historiadores como un fenómeno urbano, a pesar de los abundantes testimonios de comunas rurales en muchas partes de Europa, sus diversas formas emparentadas –ligas, uniones, hermandades, gremios, partidos, estamentos, comun(id)a(de)s del reino, de una provincia o de una villa, etc.– se encuentran prácticamente en todos los lugares y ámbitos. En relación con ello, sin duda será útil introducir en esta sección algunos de los rasgos de la política urbana, pero es necesario recordar que el impacto del formato comunal se sintió mucho más allá, de una manera muy amplia.

En Italia, las comunas urbanas parecen haber surgido como una forma de autoridad definida entre aproximadamente los años 1080 y 1120, asumiendo poder en las ciudades del regnum Italicum al perder los obispos su control en los conflictos sobre la reforma eclesiástica. Generalmente bajo liderazgo nobiliario, grupos de ciudadanos prestaron juramentos comunes, establecieron cónsules para gobernarse y –a lo largo de la centuria siguiente– desarrollaron la mayoría de los elementos habituales del gobierno comunal. Establecieron asambleas generales para la consulta y consejos más pequeños para el gobierno; compilaron libros de privilegios, leyes y costumbres (que a menudo evolucionaron a estatutos, especialmente después de que la Paz de Constanza de 1183 concediera ese derecho); afirmaron su dominio sobre el contado circundante,29 y muchos de ellos, inicialmente bajo presión imperial pero a la larga como mecanismo para mantener la paz, acabaron nombrando un podestà –un «poder» o «potentado», un magistrado supremo con poderes sobre la justicia, la economía y la defensa para un periodo concreto–. Estos desarrollos pronto provocaron conflictos, al comenzar a sentirse amenazadas las jurisdicciones vecinas. Muy notoriamente el emperador Federico Barbarroja, con su objetivo de la renovatio Imperii, inspirada en el derecho romano, buscó desde 1158 recuperar las regalías perdidas que los ciudadanos del norte y centro de Italia habían usurpado. Las dos décadas de guerra que siguieron ayudaron a envolver a las comunas en un halo de polémica y, hasta cierto punto, esta es la imagen que acabó persistiendo con el tiempo. Las comunas o, como también eran llamadas, conjurationes, es decir, «conjuraciones» o «juramentos comunes», eran muy a menudo vistas como una especie de rebelión; asimismo, desde una perspectiva inversa, los que deseaban actuar conjuntamente para oponerse a un rey, un príncipe o un señor tenían en ellas una forma predefinida a adoptar. En la práctica, por ejemplo, Barbarroja no fue sistemáticamente hostil al poder urbano. Concedió derechos de autogobierno a las ciudades alemanas a cambio del reconocimiento de su señorío supremo y colmó a Génova y Pisa de privilegios para asegurar su asistencia naval contra sus rivales en Sicilia. Habiendo fracasado en aplastar las ciudades lombardas, acabó permitiendo que tuvieran un estatus paralelo al de los príncipes imperiales, y la Paz de Constanza acabó por fortalecer la forma comunal al imprimirle el sello del reconocimiento imperial.

 

La discusión sobre las comunas tiende a estar dominada por los ejemplos italianos, y fue en efecto en Italia donde las ciudades adquirieron unos poderes de autogobierno más considerables y duraderos. Pero la forma comunal no era solo italiana, ni se extendió necesariamente desde allí. Ya en los siglos X y XI existen testimonios en municipios ingleses de asociaciones autogobernadas de propietarios de tierras, o de mercaderes, mientras que el obispo de Cambrai, por ejemplo, se vio enfrentado a las exigencias de una conjuratio de sus oficiales seculares en la ciudad ya en el año 958. Las comunas, o cuerpos similares a ellas, surgieron en diversas partes de Francia, Alemania y el norte de España más o menos en el mismo periodo que en Italia y fueron rápidamente copiados por los centros vecinos. Puede que los regímenes consulares que aparecieron en Languedoc y Provenza en la década de 1130 fueran importaciones directas de Italia, pero el resto de comunas, conjurationes y hermandades o fraternidades parecen haber sido de creación propia. El crecimiento general del gobierno, la población y el comercio en el siglo XII fue en todas partes un estímulo para la expresión política urbana: puede que los acontecimientos revolucionarios de Italia (o de Cambrai, Laon o incluso Colonia) proporcionaran el vocabulario y la técnica, pero no fueron la causa subyacente de la acción en otras partes. A menudo las comunas surgían, en efecto, en circunstancias de conflicto, pero los intereses de los reyes y los príncipes no estaban inevitablemente enfrentados a los de las comunidades, y de la misma forma que los señores fundaron municipios libres y casas religiosas en los márgenes europeos en expansión, los gobernantes también estuvieron atraídos por el potencial económico y cultural de las ciudades autogobernadas, siempre y cuando dichas comunidades fueran razonablemente disciplinadas y obedientes. Así pues, todo tipo de señores reconocieron o aceptaron a las comunas en formas compatibles con su autoridad –a veces bajo el nombre «comuna» y otras veces con nombres diferentes, en ocasiones como resultado de un conflicto o en otras ocasiones como respuesta magnánima a una petición–. Pero, en cualquier caso, nunca disminuyó la percepción de la comuna como una colectividad autogobernada que podía ser creada sin una autorización externa por personas que, por otra parte, permanecían subyugadas. No importó que muchas comunas fueran o bien efímeras, o bien domesticadas rápidamente, ya que tanto la idea como sus formatos y potencialidades continuaron siendo ampliamente conocidos y fueron, como veremos, constantemente invocados durante las centurias siguientes. El mismo paquete de ideas y formas fue, además, prontamente transferido a otros contextos. Había poca distancia desde las «comunas» establecidas de forma breve durante los problemáticos periodos de 1141 y 1190-1191 en Londres y las comunas de los shires, municipios y villas que organizaron milicias en 1205 por orden del rey Juan, o hasta la «comuna de toda la tierra» que debía ayudar a los barones a hostigar a aquel mismo rey si rompía los términos de la Magna Carta, o de aquí hasta la comuna o comunidad del reino que se alzó contra Enrique III entre 1258 y 1265.

Las ligas

Las comunas afirmaban ser totalidades, universitates, pero había otras formas de asociación estrechamente relacionadas que reconocían más fácilmente su naturaleza federal. Un ejemplo destacado es lo que los historiadores han llamado «ligas» (en ocasiones subdividas en «ligas urbanas» y «ligas nobiliarias»). Estas también llegaron a una especie de formalidad en el siglo XII, de manera más conocida, quizás, con la Liga Lombarda de 1167, una asociación jurada de municipios del norte de Italia, con su propio colegio de rectores y una existencia lo suficientemente reconocible como para figurar en la Paz de Constanza, donde fue llamada societas. Una vez más, sin embargo, hay precedentes más antiguos. Un ejemplo altamente formativo son las landfrieden del reino alemán («asociaciones de paz», denominadas a menudo «paces públicas» en los libros de historia), prescritas por la autoridad real desde el año 1103 pero reunidas con anterioridad y posterioridad por iniciativa local.30 Si bien en muchos reinos «la paz» o «la paz del rey» acabó siendo vista como un simple producto de la autoridad, en las tierras alemanas mantuvo su estrecha asociación con la acción grupal: las muchas landfrieden de los siglos XII a XV eran, de hecho, ligas de señores poderosos, y posteriormente también municipios, que juraban mantenerlas. Este patrón, reformulado una y otra vez, acabó creando un rol público para las ligas en el gobierno del Reich y seguramente explica en parte la cultura de parcialidades del país –aunque los acuerdos de paz entre contendientes no tuvieran el reconocimiento imperial (y a veces sí que lo recibían), no eran formalmente diferentes de las landfrieden públicas mediante las que se mantenía nominalmente la paz–. Tampoco fue ese el único legado de las landfrieden. Al vincularse a la jurisdicción principesca desde finales del siglo XII, ayudaron a expandir dicha jurisdicción y darle un alcance territorial, a la vez que su función de red posiblemente ayudó a crear determinadas asociaciones en el land, que habitualmente fueron precursoras de los estamentos de los principados alemanes. Puede también que las landfrieden proporcionaran el marco para el desarrollo de las ligas urbanas alemanas –primero, los siete municipios que se unieron contra el arzobispo de Maguncia en 1226-1227 y después, a una escala mayor, la Liga Renana de 1254-1257, que comprendía a más de cien miembros, incluyendo municipios, iglesias y, por un tiempo, príncipes–. La Hansa del norte de Alemania, centrada en Lübeck y Hamburgo, y que comenzó a tomar forma entre las décadas de 1240 y 1280, tiende a ser tratada separadamente al resto de ligas, quizás porque inicialmente fue una liga de mercaderes, no de municipios, y porque se ha considerado que sus objetivos eran mercantiles más que de gobierno; con todo, no parece que dichas distinciones sean muy importantes si lo que nos interesa es la creación y reproducción de estructuras. La formación de la Hansa estuvo claramente influenciada por el desarrollo de otras asociaciones urbanas del norte de Alemania y la red de mercaderes se había convertido en una red de ciudades antes de 1300. De la misma manera, la persecución de intereses económicos involucró inevitablemente a los hanseáticos en actividades militares, fiscales y judiciales, por lo que no sorprende que en el siglo XIV se hubieran convertido en una unión política y gubernamental.

Por tanto, las ligas podían ser instituciones de formación, ya fueran temporales o permanentes. De nuevo, por más que los ejemplos más habituales sean alemanes o italianos, las ligas no solo fueron producto de zonas con una jurisdicción en decadencia, sino que se pueden encontrar en cualquier sitio donde un grupo de iguales deseara unirse para su protección o afirmación mutua. Las «hermandades» de Castilla y León, por ejemplo, desempeñaron un papel muy similar en el desarrollo político español al de las landfrieden en tierras germánicas. Dichas organizaciones adquirieron importancia política por primera vez en los desórdenes urbanos del reinado de Urraca de Castilla y León (1109-1126), pero el modelo era adaptable para otros propósitos y, por ejemplo, los rivales de Alfonso X de Castilla crearon en 1282 una Hermandad General de escala nacional, como estructura más o menos legítima de oposición al rey. Esto debió ser una inspiración para la Unión de nobles y municipios formada en Aragón en 1283 para desafiar a Pedro III (1276-1285) por su guerra contra Sicilia y con el fin de obtener la concesión de un Privilegio General que garantizara las libertades locales. La Unión y su Privilegio (extendido en 1287) serían un rasgo prominente de la política en Aragón hasta 1348, cuando el rey Pedro el Ceremonioso (1336-1387) les puso fin, rasgando el Privilegio y vertiendo el metal fundido de la campana de los unionistas sobre las gargantas de sus miembros más decididos. Las hermandades castellanas que resurgieron en la década de 1280 fueron erradicadas de forma similar por Alfonso XI (1312-1350), pero dichas asociaciones continuaron siendo un mecanismo político utilizable en ambos reinos hispánicos. Para empezar, la corona no era constantemente hostil contra ellas: por ejemplo, una hermandad de León y Galicia hizo una concesión de tributación a Alfonso X en 1283, mientras que en 1338 se estableció en Burgos una Real Hermandad con el respaldo de Alfonso XI: su objetivo era unificar a los principales caballeros y oficiales, asegurando así la disciplinada obediencia de esta importante ciudad. Más adelante, las hermandades defensivas que crecieron rápidamente durante la guerra civil del reinado de Enrique IV (1454-1474) formaron la base para la famosa Santa Hermandad de los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, que aprovecharon aquellos cuerpos semiindependientes como mecanismo real para mantener la paz y, con el tiempo, ampliaron sus funciones para incluir la consulta, la tributación y el reclutamiento militar.

Las ligas, pues, no menos que las comunidades, se podían acomodar en formas de gobierno mayores, convirtiéndose en parte de la tradición política «regnal» o incluso en organismos de gobierno regio. En ocasiones podían ser emanaciones puramente temporales, relacionadas con una crisis, o en otras ocasiones –en circunstancias críticas– podían proceder de las propias actividades representativas o consultivas de los reyes, como las «Ligas» provinciales francesas de 1314-1315, que fueron en parte un subproducto de los intentos de Luis IX, y posteriormente de Felipe IV, por movilizar la opinión laica en oposición a la política papal (buscando también en el segundo caso el consentimiento para la fiscalidad).31 Hay un aspecto en que las ligas se confunden fácilmente con los estamentos, los cuerpos que representaban determinados grupos de estatus o comunidades particulares. Hemos visto que en ocasiones estos surgieron como parte integral del desarrollo del reino y que podían ser dirigidos desde arriba por la política real o por la presión del gobierno real. Pero también podían desarrollarse desde abajo como resultado del deseo de unidades más pequeñas de aliarse, para su protección común o en persecución de un beneficio común; o como producto de la voluntad de los municipios, señores e iglesias de aceptar algún tipo de señorío supremo, siempre y cuando fueran capaces de negociar el ejercicio de la autoridad. Con bastante frecuencia, tal como sugiere este último aspecto, era un desarrollo dirigido tanto desde arriba como desde abajo, siendo sus términos el resultado de compromisos entre el deseo de los señores supremos de imponer tributación, administrar y legislar, y el interés compartido de los inferiores por proteger sus libertades, promoviendo sus propios intereses y coordinando las relaciones entre ellos. Mientras tanto, en áreas donde la jurisdicción superior era más débil, o más laxa, las ligas podían adquirir una especie de permanencia, como en el ejemplo hanseático mencionado anteriormente o en el caso de la Confederación Suiza, que pasó de una unión de paz formada en 1291 por los señores y campesinos de tres waldstäten o «cantones forestales» alpinos a consolidar el control local de la justicia contra las reivindicaciones de los vecinos Habsburgo. En todos estos aspectos las ligas eran como comunas; de hecho, la comuna concedida a Valenciennes por el conde Balduino de Flandes en 1114 fue llamada «asociación de paz», igual que una landfriede, mientras que el juramento suizo fue realizado por las universitates o communitates –en otras palabras, «comunas»– de los tres cantones.

 

Las comunas y las ligas en la práctica

A partir de los siglos XII y XIII las ligas y estructuras comunales proporcionaron, de manera generalizada, medios para coordinar grupos de pares con propósitos de autogobierno, resistencia o representación. Esta mezcla de funciones apunta a la fluidez de estas organizaciones: aunque podían encontrar un considerable grado de estabilidad, ya fuera independiente o no, las comunas y las ligas nunca perdieron la posibilidad de continuar siendo más o menos lo que eran en realidad. Las coaliciones temporales podían volverse permanentes fácilmente –como pasó con Suiza o la Hansa– o podían volver a formarse cuando las circunstancias lo requerían, como por ejemplo en el caso de la Liga Renana de la década de 1250, que proporcionó un importante precedente para las ligas principalmente urbanas que se formaron en Suabia, y en ocasiones en Renania, en 1376-1389, 1441 - c. 1453 y 1488-1533/1534, o como en el caso de las ligas nobiliarias bohemias de la década de 1310, que prefiguraron las de las décadas de 1390, 1400 y 1410. De forma similar, las comunas urbanas bien podían aceptar unos derechos de autogobierno limitados bajo el paraguas de una autoridad imperial, real o señorial, o bien podían intentar negociar con dicha autoridad a la baja, comprarla por completo o liberarse de ella. Normalmente se movían de un lado a otro con diversos grados de libertad y dependencia, de modo que sus relaciones con otros poderes, internos o externos, demostraron ser altamente variables. Evidentemente, esto sucedía con todas las estructuras de poder bajomedievales –ninguna estaba fijada para siempre, a pesar de que los reinos tuvieran generalmente una mayor perdurabilidad respecto a los señoríos, o los señoríos más grandes la tuvieran respecto a los menores–, pero, en cualquier caso, las formas asociativas fueron especialmente proteicas. Antes de tratar la posición de dichas formas en las décadas en torno a 1300, cabe preguntarse por qué los regímenes comunales tenían esa cualidad fluctuante –por qué eran tan frecuentemente convulsivas y temporales, y por qué, a pesar de ello, continuaron siendo recurrentes–.

Parte de la respuesta está en que a menudo eran alianzas temporales de intereses que surgían como respuesta a un gobierno en decadencia, o corrupto, de un rey o señor, o, en circunstancias menos graves, se creaban para negociar con dichas figuras. Fue, al fin y al cabo, el fracaso de la monarquía Hohenstaufen el que proporcionó la ocasión, o quizás la excusa, para la Liga Renana de la década de 1250, y muchas otras ligas se pueden entender en términos similares. Pero debemos evitar la trampa común de asumir que la monarquía y el señorío eran formas más naturales de organización social y política que los grupos de iguales –como hemos visto, las monarquías disfrutaban de la poderosa sanción de la cultura política y poseían valiosos recursos políticos, pero no eran la única forma de hacer las cosas y su control del comportamiento y la imaginación de las gentes medievales estaba lejos de ser completo–. Las comunas y las ligas no eran, por lo tanto, simples reacciones, y allá donde tuvieron éxito en sus tratos con los reyes y señores normalmente generaron concesiones escritas de derechos y libertades, que les daban una especie de permanencia y las animaban a desarrollar estructuras de gobierno interno. Las comunas, en especial, no solo eran un grito de guerra frecuente entre las coaliciones disidentes, sino que, como hemos visto, también eran un mecanismo de gobierno.

Las comunas y las ligas experimentaron la misma clase de problemas a los que se enfrentaron habitualmente las monarquías y los señoríos de la época. Sus derechos y límites rara vez estaban claros –ni territorialmente, donde chocaban con otros poderes superiores, ni en términos de autoridad sobre los que tenían por debajo–. Como otros gobernantes, tenían que reivindicar constantemente su autoridad mediante la fuerza y el soborno, y, como otros gobernantes, tendieron tanto al éxito como al fracaso. La Hansa, por ejemplo, fracasó al principio en su intento de atraer a las ciudades costeras de Prusia, a pesar de la posición cercana y semiindependiente de Elbing y Königsberg, que estaban gobernadas según la ley de Lübeck. Peor aún, la Liga casi se rompió durante las dos primeras décadas del siglo XIV cuando el conde de Holstein decidió reafirmar su autoridad sobre la propia Lübeck, al tiempo que el resurgente rey de Dinamarca, Erico VI Menved (1286-1319), ocupó Rostock y gran parte del resto de Mecklemburgo. De forma similar, organizaciones más pequeñas como las comunas urbanas tendían a aumentar o disminuir su influencia sobre sus hinterlands, perdiendo y ganando independencia, e incluso en ocasiones teniendo que pelear por absorber poblaciones que se encontraban dentro de sus murallas. En su área inmediata, por ejemplo, Florencia sometió a la comuna vecina de Prato en 1300, la perdió ante el poder superior de los Anjou en 1312 y acabó comprándola en 1351; un asedio exitoso le dio la cercana ciudad de Pistoia en 1306, pero su principal familia la entregó al señor de Lucca en 1325 y cambió de manos dos veces más antes de sucumbir finalmente a la soberanía florentina en 1329. Mientras tanto, la comunidad de mercaderes alemanes que en 1257 recibió tierras y autoridad en Cracovia absorbió rápidamente el anterior asentamiento polaco; en Danzig, en cambio, el asentamiento polaco permaneció separado del alemán, mientras que Königsberg, finalmente, era un conglomerado de tres municipios independientes, uno bajo control del obispo, otro de los mercaderes y un tercero de la Orden Teutónica.

Pero había un rasgo distintivo en las organizaciones comunales que puede explicar una parte destacada de su historia y que tenía una particular importancia en sus circunstancias en torno a 1300. Era la fácil reproductibilidad de la forma comunal, que, combinada con su capacidad para crear la cierta legitimidad que podían utilizar los que la adoptaban, conllevaba que las comunas y las ligas fueran frecuentemente desafiadas por organizaciones similares en sus mismos lugares. Aunque los emperadores, reyes y señores pudieran reñir violentamente entre ellos sobre sus respectivos derechos y lealtades, siempre existían límites a lo que cada particular forma de autoridad podía reclamar; la situación de las ligas y las comunas, en cambio, era bastante diferente. La Hansa del norte de Alemania, por ejemplo, coexistió con una multitud de ligas más locales –las de los municipios westfalianos, wendos, prusianos o pomeranios, por no citar al resto de asociaciones de paz, principados y reinos de la región– y cualquiera de estas organizaciones podía prevalecer a la hora de determinar la adhesión individual de los municipios a unos u otros proyectos y acuerdos específicos. Que las ligas tuvieran que enfrentarse con esta clase de dificultades podría resultar obvio, pero es que las comunas estaban en una situación muy similar y merece la pena tratar dicho problema con algo de profundidad.

Si en el contexto urbano la comuna, el consulado o el gremio dominante podían reclamar a menudo una especie de prioridad sobre el municipio, como la primera asociación de habitantes, o la más grande o la más importante, frecuentemente estaban acompañados por una multitud de otras asociaciones modeladas siguiendo unas líneas similares: las de oficio o comercio; las de parroquia, vecindario o distrito; las de familia y amigos, o las unidas por intereses más abstractos que podían proporcionar un punto de encuentro para grupos de interés vinculados. Desde los siglos XII y XIII estas otras asociaciones crecieron y evolucionaron de una forma muy similar a la de las propias comunas. En las ciudades italianas, por ejemplo, las vicinanze o «organizaciones vecinales» adquirieron sus propios representantes, estatutos y milicias. Podían estar ligadas a las estructuras de la comuna como un subconjunto –los vecindarios podían elegir oficiales en el consejo de gobierno, por ejemplo–, pero el hecho es que dichas organizaciones eran ellas mismas esencialmente una comuna y podían, bajo ciertas circunstancias, actuar de manera independiente: la comuna genovesa, por ejemplo, fue en la práctica una amalgama de unidades locales (conocidas allí como compagne) que mantuvieron gran parte de su antigua autonomía, especialmente con anterioridad a 1300. Las organizaciones gremiales evolucionaron de forma similar, cada una con sus propias normas, derechos y oficiales. Fueran nominalmente religiosas, mercantiles o artesanales, su estructura y sus propósitos eran muy similares. Los gremios que representaban a las élites podían estar ya arraigados en el gobierno de la comuna, como por ejemplo el Richerzeche («Club de ricos») de Colonia, que desde el año 1179 estuvo autorizado a designar a uno de los dos burgomaestres y a la mitad de los magistrados. De manera alternativa, podían existir en tensión con dicho gobierno, como la hanse o «asociación» de comerciantes de larga distancia fundada en Saint Omer aproximadamente en 1215, que buscó seleccionar a los miembros más ricos del gremio mercantil consolidado y negociar sus propios privilegios. También se desarrollaron gremios que representaban a otros oficios y negocios, existiendo una gran cantidad de ellos a finales del siglo XIII –73 en Florencia, por ejemplo, 100 en Marsella o 150 en Milán–. Aunque en ocasiones atraían la hostilidad de los gobiernos urbanos y fueron prohibidos muy a menudo en aquella misma centuria –especialmente cuando representaban intereses populares o disruptivos como en el caso de los tejedores–, también podían ser atraídos ellos mismos por la estructura panurbana de la comuna, como por ejemplo en el caso de los más respetables gremios de cambistas y pañeros a los que, con posterioridad a 1204, se les permitió escoger, respectivamente, a un miembro del consulado de Montpellier. Los clanes familiares, o consorterie, fueron otro tipo de organización que adquirió cierta solidez institucional durante este periodo. Raramente disfrutaban de una autoridad formalizada (aunque la pertenencia a las asociaciones familiares podía ser formal en sí misma, dado que los clanes se extendían habitualmente mucho más allá de los lazos de progenie), pero su influencia informal era ampliamente reconocida. Los patriciados gobernantes de las ciudades alemanas eran reveladoramente conocidos como geschlechter o «familias» y los de Génova como alberghi («albergues» o «casas dinásticas»), mientras que cuando Alfonso XI de Castilla quiso estructurar el gobierno de Segovia en 1345 acabó otorgando el derecho de designar a diez de los quince regidores de la ciudad a los diversos «linajes» que la habían dominado desde la década de 1250.

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