Peces y dragones

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Z serii: La principal #17
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Peces y dragones
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Título original: Žuvys ir drakonai

© 2013 Undinė Radzevičiūtė. Todos los derechos reservados.

© 2019 Margarita Santos Cuesta por la traducción

© 2019 Etienne Ciquier por la ilustración de cubierta

© Agne Gintalaite por el retrato de la autora

© 2019 Fulgencio Pimentel por la presente edición

www.fulgenciopimentel.com

ISBN de la edición en papel: 978-84-17617-12-7

ISBN de la edición digital: 978-84-17617-40-0

Primera edición: abril de 2019

Editor: César Sánchez

Editores adjuntos: Joana Carro, Alberto Gª Marcos

Diseño de cubierta de Daniel Tudelilla, César Sánchez

Corrección: María Carro

Comunicación: Isabel Bellido

prensa@fulgenciopimentel.com



Índice

1

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5

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7

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1

La comisión duda de nuevo largo rato ante los caballos de Castiglione.

Algunos miembros de la comisión cierran primero un ojo, luego el otro.

Algunos sacan la punta de la lengua, como intentando lamer los caballos. De lejos.

Algunos adelantan el labio inferior; algunos entrecierran los ojos; algunos hinchan los carrillos, como si fueran eunucos sobre el escenario del teatro imperial.

Los miembros de la comisión opinan: las cabezas de los caballos son demasiado pequeñas y los tobillos, demasiado finos. Aclararles que son caballos ibéricos y que así tienen que ser no sirve de nada.

La comisión, al parecer, no solo duda de los caballos ibéricos, sino de la misma Iberia.

Está convencida: el único caballo que existe en el mundo es el mongol.

El caballo mongol salvaje.

Tímido, obstinado y un poco traicionero.

Tan traicionero como puede llegar a ser un caballo salvaje.

De patas cortas y con manchas marrones y blancas.

Como una vaca.

Y la cola del caballo tiene que ser blanca. Indispensable. Y es indispensable también que roce el suelo, dice la comisión; y la melena ha de cubrirle los ojos.

¿Para qué querrán unos caballos que no ven nada?

La comisión también dice: estos caballos no son de verdad; son tranquilos, y los caballos tranquilos no existen.

Volver a asegurarles que así es como son los caballos ibéricos no hace más que aumentar la desconfianza de la comisión.

No se fían ni de Iberia ni de los caballos ibéricos.

Ahora ya sin reservas.

Para los miembros de la comisión, esto es un engaño manifiesto y descarado que puede incluso ofender al emperador.

Claro que el quinto emperador no irá a ver los caballos en persona.

La comisión dice: el emperador tampoco tiene que ir a ver nada, porque esos caballos no tienen huesos.

Él intenta convencer a los expertos de que los huesos de los caballos no tienen ninguna importancia, y oye los gallos de su propia voz.

Sería mejor que el quinto emperador fuera a verlos él mismo, porque el padre Castiglione está empezando a desconfiar de sus caballos, de Iberia y de su misión en esta tierra.

La comisión expresa sus dudas sobre los huesos de los caballos en voz alta, luego en silencio, y después pasa a los huesos del paisaje.

Sobre los huesos del paisaje no tiene ninguna duda.

No están.

Los miembros de la comisión exigen que esos «huesos» se vean en el paisaje tanto como sea posible.

Y aseguran: lo mejor sería que el paisaje en torno a los caballos lo pinte un chino.

Tal vez Leng Mei o algún otro.

Chinos allí no faltan.

En momentos como este, el padre Castiglione deja de entender chino de repente y duda de lo que ocurra de ahí en adelante.

La comisión aún no se decide, como si se dijera: no solo es que no queramos confiarle al padre Castiglione los árboles que hay detrás de los caballos, sino tampoco los que hay delante.

Le piden que pinte solo un boceto de la perspectiva. Luego Leng Mei o algún otro pintará el paisaje con todos los árboles y sus «huesos».

Los chinos llaman «huesos» al contorno de las cosas, animales y personas.

Al contrario que los europeos, los chinos valoran más el contorno que el espacio.

Lo único que valoran más que el contorno es el vacío.

La comisión imperial de expertos en arte no necesita ningún tipo de perspectiva italiana.

Les basta con que descienda una neblina china.

De las montañas.

O con que se eleve del lago y cubra todos los errores de espacio del paisaje.

La perspectiva le importa al emperador.

Aunque no está claro por cuánto tiempo.

Además, sobre sus deseos de perspectiva el emperador solo informa a través de la comisión.

La comisión también dice al padre Castiglione: los árboles y los montes del paisajeno tienen que parecerse a los árboles y los montes de verdad que uno ve por ahí;

de qué le sirve al emperador la imagen de un árbol o de un monte concreto;

el árbol o el monte ha de contener todos los árboles

o montes que se hayan visto jamás;

pintar un árbol concreto es un trabajo artesanal;

si a algo ha de parecerse el paisaje es, en todo caso, a las obras de los antiguos maestros paisajísticos chinos.

La comisión recita la lista entera de exigencias en un aburrido unísono.

Castiglione comprende: los chinos quieren que el árbol no se parezca a un árbol.

Piensa: no hay nada más indigno e insignificante que pintar caballos, excepto pintar naturalezas muertas.

Un melón atravesado por un cuchillo junto a unas langostas.

Y limones.

Con su cáscara.

En espiral.

Lo mejor que se puede hacer con esas naturalezas muertas no es pintarlas, sino comerlas. Que las pinten los holandeses.

Castiglione escucha a la comisión con la cabeza un poco adelantada.

Castiglione hace esfuerzos para que no le venza la cabeza.

Ni hacia la izquierda, ni hacia la derecha.

Se esfuerza por mantener la vista baja y no mirar a la comisión a los ojos.

Solo en oblicuo.

Los miembros de la comisión hablan entre sí.

Castiglione se esfuerza por no torcer el gesto.

Ni arrugar la nariz.

Y conservar la calma interior.

Y no mostrar desánimo.

Pero poner buena cara sería mucho pedir, no acaba de salirle del todo.

Castiglione tiene ganas de bostezar, pero se esfuerza.

Por no bostezar.

Ni morderse el labio.

Recorre su taller dos veces de un lado a otro.

Comedido.

Con dignidad y solidez.

Castiglione lo hace todo siguiendo a rajatabla los preceptos de Ignacio de Loyola.

Dicen que antes de formular estas normas de comportamiento, Ignacio de Loyola reflexionó mucho.

Lloró, incluso.

Y en siete ocasiones dirigió sus oraciones a...

 

Si se juntan los bocetos de los caballos en uno, resulta evidente: en todos falta el anfitrión, dice la comisión.

Cien caballos y seis pastores en el cuadro, y todos son invitados.

Castiglione propone a la comisión que elija un caballo, y él lo pintará más grande que los demás.

Los chinos se ríen.

Castiglione pregunta si la comisión desea que pinte al emperador.

Los chinos no se ríen.

Castiglione nunca ha visto pasar de la risa al silencio a tal velocidad.

El silencio lo rompe el presidente de la comisión, Sima Zhao.

Se coloca el saquito de seda azul que le cuelga del cinturón. Está bordado con montes triangulares dorados y ríos caudalosos.

Sima Zhao es más alto que la mayoría de los chinos y va más engalanado que los otros miembros de la comisión.

Se lo distingue de lejos por el gorro de leopardo.

Si no conocieras su historia ni lo hubieras oído hablar, pensarías: es demasiado arrogante, demasiado orgulloso, y lo tienen en demasiada consideración.

Y acaso te equivocarías.

Sima Zhao es un eunuco.

El único eunuco de la comisión.

Los otros miembros de la comisión de expertos en arte son mandarines de mayor rango1.

Sima Zhao se distingue de otros eunucos no solo porque no apesta a orines, sino también por su singular inteligencia.

La mayoría de los eunucos que Castiglione ha conocido en la Ciudad Prohibida no sirve más que para abrir puertas, vestir a las mujeres del emperador con sus prendas de seda e hinchar los carrillos sobre el escenario.

O para hacer de mujer.

Leng Mei, alumno de Castiglione —puede que, por deseo de la comisión, se le confíe el paisaje detrás de los caballos—, le contó al padre Castiglione —y es sorprendente cómo una historia oída por casualidad puede cambiar la opinión que se tiene de una persona, e incluso despertar respeto y amor—; en fin, que Leng Mei, alumno del padre Castiglione, le contó: Sima Zhao se convirtió en eunuco no por propia voluntad ni por la de su familia, sino por decisión del anciano cuarto emperador.

Y no procede de las capas más bajas de la sociedad, como es el caso de los otros eunucos, sino de las más altas.

Su padre fue, en opinión del anciano cuarto emperador, un general desobediente y peligroso.

El emperador ordenó que detuvieran al influyente general y que le cortaran los genitales a su décimo hijo.

Ninguna tragedia.

Después resultó que el emperador pudo haberse equivocado.

Respecto a la deslealtad del general.

Se fio de las intrigas.

Cuando se descubrió la verdad, el anciano cuarto emperador ordenó traer al joven a la Ciudad Prohibida.

Allí creció e hizo carrera.

Es uno de los pocos eunucos que tienen permitido vestir un traje azul oscuro: bordado con ríos y montes triangulares.

Además, puede dirigirle la palabra en persona al emperador.

Los otros miembros de la comisión de expertos en arte, los mandarines, no pueden permitirse semejantes confianzas.

Sima Zhao ocupa un puesto en verdad excepcional en palacio. Aun dejando aparte el hecho de que la dinastía Qing valora a los eunucos de un modo totalmente distinto a como lo hacía la dinastía anterior.

A como lo hacía la Ming, dice en voz muy baja Leng Mei.

¿Qué quiere decir «totalmente distinto»?, pregunta Castiglione.

Los emperadores de la dinastía Qing ya no consideran a los eunucos personas importantes, dice Leng Mei.

Sima Zhao rompe el silencio de los miembros de la comisión y le explica a Castiglione: los chinos no llaman «anfitrión» de un paisaje al emperador, sino a un monte de gran tamaño.

La mayoría de las veces está en el lado derecho del cuadro.

Todo lo que queda en el paisaje es lo que llaman «invitados».

***

En China es como en Europa, piensa Castiglione.

Cada individuo tiene su sitio.

Su rango.

Aunque en China no se valora a cada uno por separado, sino en relación con alguien más.

En cualquier situación eres o profesor o alumno, o padre o hijo, o anfitrión o invitado.

En China hasta los elementos del paisaje tienen su rango, piensa Castiglione.

***

—¿Tal vez quiere que responda a la pregunta de por qué a finales del año 2001 estuve chateando en Messenger sobre temas eróticos? Con un escritor de Malta… —precisa Mamá Nora en ese momento desde la pantalla.

—Sí. ¿Por qué? —pregunta la periodista.

Miki sube el volumen obedeciendo a los gestos de Abuela Amigorena. Mientras, aprovecha para gritarle al televisor:

—¡Por qué, por qué, por qué! ¿No tienen otra pregunta que hacer? Siempre el mismo «por qué». Te apetecía y lo hiciste, punto.

Aún tiene fuerzas para seguir despotricando un rato:

—¿Qué pasa? ¿Que tienes que ponerte de rodillas y pedir perdón con lágrimas en los ojos? Y después, ¿qué? ¿Besar la bandera? ¡Ni que fueras la presidenta de la nación!

Ella tiene fuerzas, pero nadie las tiene para escucharla; les interesa más la conversación que tiene lugar en la pantalla.

—¿En serio chateaste en plan hot con un escritor de Malta en 2001? —pregunta ahora Miki girándose hacia su madre.

—El tío carecía de pensamiento analítico y de sentido del humor. ¿De qué quieres que hablara con él?

—¿Pero el año 2001 tuvo algo de especial o qué? —pregunta Abuela Amigorena—. ¿Me estoy perdiendo algo?

—Que fue hace mucho tiempo, solo eso… —responde Mamá Nora.

—Estás mejor en televisión —la corta Abuela Amigorena. Y seguidamente matiza—: Más gorda.

Ahí está Abuela Amigorena, sentada frente al televisor, ataviada con un jersey violeta sobre el que bordó unos pensamientos cuando aún era joven.

Se la ve tan engalanada como si se encontrara no en este plano, sino en el más allá, al otro lado de la pantalla.

Pero eso a ella ni mentárselo.

Abuela Amigorena ha cumplido ya ochenta años y no soporta esa expresión: «el más allá».

En cambio, le apasiona el verbo «expulsar» y todos sus derivados.

Ahora luce frente al televisor su prenda más representativa. Para ocasiones menos solemnes exhibe otra clase de gustos.

A ella lo que le va es el rollo gitano.

—¿Chanel? —pregunta Abuela Amigorena señalando el jersey negro que viste Mamá Nora en la pantalla.

—Casi —responde Mamá Nora.

—«Casi» Chanel… —medita Abuela Amigorena.

Está muy bien que haya al menos un nombre tan particular en casa. Así los demás pueden tener nombres algo más normales.

Durante mucho tiempo todos pensaron que Amigorena significaba algo así como «amiga de todos». Más tarde, después de buscar en un diccionario de español, descubrieron que era la suma de «amigo» y de «reno»: animal de género masculino de la familia de los cérvidos.

Con esa copla se quedaron, al menos.

Pero el secreto no llegará nunca a oídos de Abuela Amigorena.

—Entonces, ¿qué? Te han expulsado, ¿no es cierto? —dice Abuela Amigorena apartando la mirada del televisor y girándose hacia Shasha, que acaba de entrar por la puerta.

—…

—Di, ¿te han expulsado o no? —Y esta vez acompaña la pregunta de un guiño de complicidad. Pero ya la han hecho callar y la han girado de cara a la tele.

Un día, Shasha anunció a toda la familia que «Amigorena» era con toda probabilidad un nombre ibero.

—¿Ese idioma existe? —preguntó Miki.

—Hubo un territorio en el que existían ese tipo de nombres —dijo Shasha.

—¿Por qué tienes que calumniarme siempre? ¿Eh? ¡Dímelo! ¡Gatos2! —Y después del estallido, como de costumbre, Abuela Amigorena rompió a llorar.

Abuela Amigorena nació en la Argentina.

Sus padres emigraron durante la Primera Guerra Mundial y luego regresaron. Con ella en brazos.

E hicieron muy mal.

De su tiempo en Argentina, Abuela Amigorena no recuerda más que unas pocas palabras en español, que utiliza solo a modo de juramento o de amenaza.

A Abuela Amigorena no le gusta hablar sobre la Argentina. Se pone triste.

Culpa de sus padres.

—Oye, ¿por qué todo terminó entre vosotros? —pregunta Miki durante la pausa de la publicidad, mirando con interés a Mamá Nora.

—¿Entre quiénes?, perdona —pregunta Mamá Nora.

Es poco probable que Abuela Amigorena leyera alguna vez a Ibsen. Ese «Nora» lo tuvo que ver u oír en alguna parte.

—Entre tú y ese escritor de Malta.

—¿Con la Marta? —pregunta Abuela Amigorena.

—De Malta —dice Mamá Nora.

—No tienes por qué repetirme las cosas, bonita. Oigo perfectamente. Y lo entiendo todo también… —paladea Abuela Amigorena misteriosamente—. A ver si te crees que me caí de un guindo.

—Nos cruzamos —dice Mamá Nora.

—¿Dónde? —pregunta Miki.

—Se cruzaron nuestros pensamientos.

—¿Qué… pensamientos?

—Pues, mira, yo quería huir a la isla…

—¿Y él?

—… y él quería huir de la isla.

—Hu… huir… —tartamudea la abuela—. ¿Cómo que huir?

—Así que, cuando llegasteis a esa conclusión, lo dejasteis estar… ¿Fue eso? —pregunta Miki.

—No, no fue tan de repente. Yo todavía le envié dos tarjetas navideñas.

—Muy bien hecho —dice Abuela Amigorena.

—¿Cómo sucedió entonces? —pregunta la periodista—. ¿Cómo empezó usted a abordar el erotismo en su obra?

—Un establecimiento de ese tipo de productos ha abierto sus puertas precisamente frente a mi ventana —responde Mamá Nora.

—¿Y?

—¿Cómo que «y»?

La periodista parece desconcertada.

—¿Qué… qué influencia diría que ejerce a estas alturas en su obra el marqués de Sade? —pregunta después de una pausa durante la que se oye un rumor de folios.

Justo después de esta pregunta algo ocurre bajo el jersey de Mamá Nora, que empieza a rebuscar de manera sospechosa.

El cámara intenta sustituir el plano general del estudio por un primer plano.

—Tápese los oídos —le dice Miki a Abuela Amigorena—. Aunque lo mejor sería que también cerrara los ojos…

—En serio, tápate los oídos —ordena Mamá Nora.

—¿Con qué puñetas quieres que me los tape? —pregunta Abuela Amigorena. Nadie más en la familia utiliza la palabra «puñetas».

—¿Y las manos para qué están? ¿Las tienes de adorno?

—¿Y Masoch? —continúa la periodista—. ¿Cómo le influyó en ese momento?

—¿Masoch?… Ni lo más mínimo.

—Solo la perjudicó —dice Shasha.

A Shasha la llaman Shasha desde que nació Miki. Mejor dicho: desde que su hermana Miki aprendió a decir sus primeras palabras.

Durante mucho tiempo, a Miki le costó pronunciar palabras que contuvieran la letra ese: «sol», «subordinación», «estructuralismo».

Fue por eso, para ayudar a Miki, que toda la familia adoptó el error y empezó a llamar «Shasha» a Sasha.

Y ni siquiera cuando Miki aprendió a pronunciar sin problemas «estandarización suspendida» volvieron a llamarla de otro modo.

Y nadie ya se dirige a ella en ninguna situación por su nombre auténtico: Alexandra.

Hay entre Shasha y Miki seis años de diferencia.

Unas veces se notan, otras veces no.

Todo depende de la actitud que adopte Miki en ese momento concreto.

Solo en una cosa se percibe una jerarquía entre ellas y el derecho anacrónico de Shasha como primogénita: Shasha tutea a Abuela Amigorena, mientras que Miki, por alguna razón desconocida, la llama de usted. A Miki ni se le ocurre que las cosas podrían ser de otro modo.

—¿Y de qué querías tú huir yéndote a Malta? —pregunta Abuela Amigorena durante la publicidad, al tiempo que toma de la mano a Mamá Nora.

—No me acuerdo —responde Mamá Nora.

—¿De mí?

—No, de ti no.

—Entonces, ¿de qué?

—Pues… de la vida. De la vida en el más amplio sentido de la palabra.

—Pero si yo soy tu vida —dice Abuela Amigorena.

—En parte.

—¿Solo «en parte»?

Ahora ya podemos decir que Abuela Amigorena se ha mosqueado. Lentamente suelta la mano de Mamá Nora y comienza a arrancar el esmalte de la mesita del café y los cigarrillos con la uña.

—En su mayor parte —concede Mamá Nora.

—¿Querías huir y morir allí? —pregunta Abuela Amigorena, y se asusta de sus propias palabras.

—No, morir en Malta era lo último que quería.

 

—¿Qué era lo primero?

—Conocer las costumbres amorosas del litoral mediterráneo —tercia Shasha—. Y no tenerte a ti fumando a su lado todo el santo día.

Su familia solo quiere una cosa de Mamá Nora: lo que se desea y se espera de todas las madres.

Responsabilidad.

Mamá Nora lo sabe. Aun así, se pasa las horas viendo el canal Travel y dejando caer algunas perlas…

Mamá Nora dirá, por ejemplo, que le gustaría irse a vivir muy lejos. Aunque fuera a… Mauritania.

—A las islas Mauricio, querrás decir —dice Shasha, sospechando la equivocación de Mamá Nora.

Nadie con dos dedos de frente quiere ver a su madre enterrada en la arena de África el resto de su vida.

—A las Mauricio… también.

Algunas veces, Abuela Amigorena siente que no tiene más remedio que ponerse a perorar sin previo aviso sobre su larga lista de desgracias y proyectos. Los proyectos de Abuela Amigorena son aún más aterradores que sus desgracias. Pero solo así es posible contener por un momento el caudal de los sueños de Mamá Nora.

Miki dice que a Mamá Nora se le pasó la oportunidad de viajar hace tiempo.

—Ya no está en la edad.

Esencialmente la vida en familia consiste en esto, en una convivencia constante con los mismos sujetos. Una convivencia casi siempre insoportable. Pero si a alguien se le pasa por la cabeza intentar cambiar una sola pieza de esa convivencia, entonces el caos degenerará en batalla campal.

—¿Cree en Dios? —pregunta la periodista.

—No —responde Mamá Nora.

—¿Fuma? —pregunta la periodista.

—No —responde Mamá Nora.

En una de las dos respuestas, Mamá Nora deforma la realidad. A la pregunta «¿Fuma?», debería haber respondido: «Ya no».

A Abuela Amigorena no le gusta ninguna de las dos respuestas.

Porque la propia Abuela Amigorena fuma, y en su infancia fue protestante.

Qué se imaginará ella que significa esa palabra.

—¿Por qué querías huir a Malta? —pregunta Miki.

—En aquel momento la prensa me agobiaba con un asunto bastante desagradable. Y yo solo tenía ganas de viajar a alguna parte…

—Un asunto… ¿amoroso? —elucubra Miki.

—Qué amor ni qué niño muerto… —masculla la abuela.

—¿No era algo tórrido? —insiste Miki.

—No.

—Entonces, ¿qué era?

—Autoanálisis —revela Abuela Amigorena.

—¿Autoanálisis?

—Autoanálisis. Más claro, el agua.

—¿Y qué se analizaba?

—Dos escritoras y dos escritores se analizaban a sí mismos —responde Abuela Amigorena.

—¿Y? —pregunta Miki.

—Pues que, de tanto analizarse, los periódicos acabaron escribiendo del tema.

—Sobre… su obra…

—¡¿Pero qué obra?!

—¡No lo sé, dígamelo usted!

—¡Que te digo que qué obra ni qué narices! ¿No te lo he explicado ya? ¡Dos escritoras y dos escritores analizaron sus líos, sus amoríos, en público!

—¡No te digo! ¿Y quiénes eran esos dos? —pregunta Miki.

—Uno, el padre de Shasha —responde al fin Mamá Nora apartando un poco la mirada—. El otro, el tuyo.

—¿Y esa otra? La escritora… —pregunta Miki.

—Ah… Una loca… —dice Abuela Amigorena.

—No era escritora —aclara Mamá Nora.

—Entonces, ¿qué era? —pregunta Abuela Amigorena.

—Poeta…

—¡Más a mi favor!

—¿Y usted, abuela? También usted… —comienza Miki.

—¿También qué?

—¿También usted… participó en el follón aquel?

—No, a mí el follón me traía sin cuidado.

—A ti el follón te traía sin cuidado pero… —empieza Mamá Nora.

—A ver qué te vas a inventar ahora… —le advierte Abuela Amigorena.

—… aun así llenaste una caja de zapatos con recortes de periódico…

—Anda que…

—Y hasta ahora, que han pasado quince años, y no me dejas deshacerme de ella.

—Bueno, porque podrías necesitarla —concluye con calma Abuela Amigorena.

—…

—En el futuro —abunda Abuela Amigorena.

—¿Para qué iba a necesitarla? —pregunta Shasha—. ¿Para chantajear a alguien?

—Para la historia.

—En fin… Todas las familias tienen buenos y malos recuerdos —suele decir Mamá Nora.

Pero no todas consiguen parapetarse detrás de esa cita tan reconfortante de El padrino III.

Y mientras palpita Europa en la casa, abajo está la China.

El casco antiguo abrió hace quince años sus puertas a Chinatown.

Así de fácil, como si llevara esperando toda su vida.

Aunque el casco antiguo ya no es lo que era. Su espíritu es otro. Ya no es antiguo en su interior.

Todo el mundo necesita comodidades, cuartos de baño, etc.

Desde la ventana del salón puede ver a un empleado de la embajada china que sale a pasear con su mujer.

Avanzan los dos dando pasitos, con un ligero balanceo.

Ella viste un impermeable brillante de color negro, con un gran estampado de rosas. Es siempre el mismo, pero se diría que lo encuentra gratificante. De lejos parece una de esas bandejas rusas de chapa, con sus flores sobre fondo negro. Ni siquiera un experto sabría decir quién le copió la idea a quién.

En casa, Europa. Abajo prospera Chinatown.

Aunque no demasiado rápido; eso también es gratificante.

—Tampoco es que Malta parezca el lugar ideal al que una podría huir… —dice Shasha mientras mira por la ventana—. Demasiada gente por kilómetro cuadrado… Demasiado cerca de la civilización…

La calle en la que viven es ya como un escenario del gran teatro chino.

El empleado de la embajada china y su mujer han desaparecido y en su lugar surge una despampanante belleza china.

Desde la ventana no se ve si es guapa o no. Solo se ve que es china. Pero su belleza puede darse por sentada… Por cómo se comporta.

Cuando una mujer camina por la calle de manera afectada y coqueta, y su caminar es radiante, como si la observara todo el mundo, es que está absolutamente convencida de que tienen todos razones de sobra para observarla.

—¿Por qué no huiste a otra isla? —pregunta Miki.

—En aquel momento no había ninguna otra isla —responde Mamá Nora.

—¿Dónde? ¿En el mapa? ¿No había más islas en el mapa?

—No había más islas en el horizonte… —dice Shasha.

Viviendo en un lugar así, una puede jugar al «¿Chino o no chino?» apostada tranquilamente desde su ventana.

Una puede apostar su dinero.

Abajo, tres chinos observan un castaño.

Un árbol.

Lo admiran.

Ni un solo europeo sabría admirar de esa forma un único castaño, pero los chinos lo hacen en grupo.

—¿Y tú qué? ¿Es que nunca pensaste en huir? —pregunta Abuela Amigorena.

—Puede que sí —dice Shasha.

—¿Y por qué no lo hiciste?

—Bueno, de hecho… lo hice. Muchas veces.

—Entonces, ¿por qué te veo todos los días?

—Huía con el pensamiento.

Abuela Amigorena se dirige ahora a Niki:

—¿Y tú? ¿No pensaste en huir?

—Lo pensé.

—¿Y por qué no lo hiciste?

—No tenía con qué.

—¡¿No se te pasó por la cabeza robar o algo así?! —pregunta Abuela ­Amigorena. Y su propia pregunta la intranquiliza. Le hace rechinar los dientes.

Teme que haya sonado como una invitación.

Los chinos han dejado de pasar por delante de la ventana. Vuelve el aburrimiento.

—Y cuando ya tengas con qué huir, ¿lo harás? ¿O no lo harás?—pregunta Abuela Amigorena.

Esta vez, Miki no responde.

En el escenario del gran teatro chino la cosa se ha puesto otra vez interesante.

Ha aparecido un bandido chino.

Un bandido muy gracioso.

Como sacado de una película china.

Se contonea.

Tiene aspecto de atracador callejero.

Tiene un aspecto fantástico.

En Europa… los atracadores callejeros se esfuerzan en no parecer atracadores. Un poco de discreción les resulta de mucha ayuda a la hora de cometer sus atracos.

Los que sí parecen atracadores… esos solo pisan la calle de noche.

Este bandido, en cambio, irradia maldad en medio de la bondad universal del día.

Shasha les aclara ese punto: puede que los chinos estén muy influidos por la ópera de Pekín.

Y por sus copias de provincias.

En la ópera de Pekin, el malo tiene aspecto de malo. El muy malo tiene aspecto de malísimo. A quién se le ocurre. Todo el mundo se fijará en él, de todas formas.

—¿Era guapo? —pregunta Miki.

—¿Quién? —preguntan a un tiempo Mamá Nora, Shasha, Abuela Amigorena.

—El escritor de Malta.

—Puede ser —dice Mamá Nora—. De pequeño hasta posó como modelo para una imagen… La escultura sigue ahí, en la catedral de su ciudad natal.

—¿Es que lo conociste cuando era niño? —pregunta Abuela Amigorena.

—Pues… no. No lo conocí cuando era niño.

—¿Y qué representa la imagen? —pregunta Miki.

—Se ve a una mujer que sostiene el paño con el que Cristo se limpió la cara mientras subía el monte Calvario. Al lado hay otra mujer con un niño. El niño es la figura para la que posó de pequeño el escritor de Malta.

—¿Y a quiénes representaban esa otra mujer y el niño? —pregunta Miki.

—No lo sé, no soy una experta en iconografía religiosa —responde en tono cansado Mamá Nora.

—¿Cómo que no eres experta en iconografía religiosa? —se asombra Abuela Amigorena.

—Como que no lo es —interviene Shasha.

Han terminado ya los anuncios y Miki sube el volumen de la tele:

—¿Quiere decirme con eso que con casi sesenta años ya no es momento de empezar a parir novelas con un ligero contenido erótico? —pregunta Mamá Nora asumiendo el papel de entrevistadora.

—Bueno, es que… en el pasado usted se dirigía únicamente a los lectores más jóvenes —vacila la periodista.

—Llegado el día, todos se hacen mayores —dice Mamá Nora—. Hasta los lectores más jóvenes.

—En casa hablas de un modo totalmente distinto… —murmura Miki como en un trance hipnótico.

Su verdadero nombre es Nika, pero solo es visible en sus documentos oficiales. En casa nunca la han llamado de otra forma que Miki.

—Me llamáis así a propósito —suele decir.

—¿Por qué «a propósito»? —le preguntan.

—Queréis subrayar que yo aquí no tengo ningún estatus —dice Miki—. Como si fuera un ratón de campo.

—Entonces… a ver, que lo entienda yo: ¿por qué empezaste a escribir guarradas? —pregunta Abuela Amigorena cuando acaba la entrevista.

—Porque sí —dice Shasha.

—No entiendo… —dice Abuela Amigorena.

—Porque sí. Porque le interesaba más el erotismo que los niños —dice Shasha—. De los niños quería huir a toda costa. Ya había tenido bastante.

—Eso pienso yo —coincide Abuela Amigorena—. Que no le gustan los niños.

Quizá no fue la única causa.

Durante mucho tiempo, Mamá Nora vivió junto con toda su familia en un estado en el que regía una ley no escrita contra la simple mención de lo erótico.

Esa ley no escrita duró cincuenta años.

Luego, de pronto, la situación cambió, y la literatura erótica dejó de estar prohibida. Para todos. Y muy pocos se resistieron.

Una vez se disparó el fenómeno, la mayoría de los escritores lo tuvieron claro: los niños pueden esperar; un fenómeno, no.

Qué remedio tenían.

Mamá Nora no fue la única ni la excepción. Si acaso, su excepcionalidad estuvo en su pertenencia al escaso grupo de veinte escritores que se dedicaron al tema avanzada ya la cincuentena.