La Sombra

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Thomas Earthfield

LA SOMBRA

Traducido por Alejandro Jauregui

© 2021 - Thomas Earthfield

Publicado por Tektime

Thomas Earthfield copyright 2020. Derechos reservados

Índice

  Thomas Earthfield

  Thomas Earthfield copyright 2020. Derechos reservados

  La guerra llegó de imprevisto, llevándose consigo vidas, sueños, esperanzas e ideales. Una lluvia de fuego inundó el cielo y, en un momento, alcanzó la ciudad, reduciendo a cenizas todo lo que se enco...

La guerra llegó de imprevisto, llevándose consigo vidas, sueños, esperanzas e ideales. Una lluvia de fuego inundó el cielo y, en un momento, alcanzó la ciudad, reduciendo a cenizas todo lo que se encontraba a su paso. Casas, personas, automóviles carbonizados recubrían las calles, lápidas negras que sentenciaban el fin del mundo, de un universo de seres que en aquellas cajas dejaron su rutina diaria, serenamente, a veces tormentosamente. Pero siempre con la ilusión de que habría un mañana. Un nuevo día feliz, o de sufrimiento, llegaría de todas formas. Las bombas arrasaron con ese pensamiento, ofreciendo la paz de la nada a quien no la había pedido o que no había tenido la oportunidad de pedirla.

Me salvé porque me encontraba en las colinas aquel día y observé la escena desde una que estaba frente a la ciudad. Me había quedado dormitando a la sombra de un árbol, disfrutando la frescura que ese refugio natural me ofrecía y que contrastaba con el calor del aire en aquel maldito día de inicio de primavera. Me había escapado de la escuela, enfrente del portón de ingreso se me ocurrió que aquel sol alto y el cielo azul eran una invitación demasiado tentadora para pasar el día fuera, un escape de la ciudad inmerso en la naturaleza, un momento idílico para restaurar el espíritu y el cuerpo exhausto por el ritmo agotador de la vida urbana.

Acababa de quedarme dormido cuando la percepción de un silbido me devolvió a la realidad, alejándome del mundo de los sueños. Al principio era tan bajo que me hizo pensar que se trataba de un problema con mi sistema auditivo, así que traté de destaparme los oídos para dejar salir el aire. Coloqué la palma de mi mano en el lóbulo de la oreja y presioné, luego la quité y me concentré durante unos segundos. Todavía podía escuchar ese molesto ruido, de hecho, había crecido en intensidad. No tardé en darme cuenta de que ese silbido se producía en el exterior y, en particular, parecía venir del cielo, desde el suroeste. Volví la mirada en esa dirección y me cubrí la frente con la mano para protegerme los ojos de la luz del sol y aumentar la visibilidad. La naturaleza de ese sonido, que se volvía cada vez más sordo e intenso, parecía muy similar a la de los fuegos artificiales, por lo que estaba esperando para presenciar un espectáculo pirotécnico a plena luz del día, sin preguntarme el motivo de una celebración inusual, especialmente fuera de temporada. Después de unos momentos las vi. Venían las bombas, dejando tras de sí una estela de humo tan espesa como las nubes, iban cayendo sobre la valla de piedra que ofrecía la montaña para aterrizar con su pesada carga en el valle, inclinándose bruscamente, dejando una huella imborrable en el suelo.

Cuatro bombas fueron lanzadas sobre mi ciudad, otras tres continuaron su camino a través del valle, con dirección a otra ciudad. Mi vista se tiñó de rojo y fui arrojado al suelo. El poder de esos dispositivos resultó devastador, en un abrir y cerrar de ojos una ciudad de 70,000 habitantes había sido completamente reducida a cenizas. Me puse de pie y me quedé un tiempo indescriptible para observar esa escena aterradora, ondas de calor subieron hasta el umbral de la arboleda donde me había refugiado haciendo de ese día caluroso la antesala de un infierno de Dante, donde ríos de lava hervían, y llamas y azufre infestaban el aire.

Cuando desperté después de la parálisis física y cerebral que aquel evento me había causado, metí una mano en el bolsillo y saque el celular. Intenté llamar a varias personas pero la voz del operador telefónico me repetía siempre la idéntica frase, “El usuario que ha seleccionado no está disponible en este momento”. Corrí por el camino que conducía al fondo del valle y seguía llamando, pero no había forma de contactar a nadie. Me quité la mochila de los hombros y comencé a correr más rápido, mientras las lágrimas de desesperación inundaban mi rostro.

“¡Mamá, papá!”, grité a todo pulmón.

Llegué a la franja de asfalto que establecía el límite entre la montaña y la ciudad, entre naturaleza y civilización, la carretera estatal que conducía al centro de la ciudad partiendo de un punto indeterminado más allá del valle, desde otros pueblos o metrópolis llenos de vida. Estaba a punto de cruzar cuando vi una marea negra que venía de lejos a lo largo de la carretera, que en mi mente conmocionada por la experiencia que había vivido, aparecía como la onda expansiva del océano de fuego que había inundado el valle, su origen en el fuego rojo y el efecto en la negra noche. Me escondí en un arbusto y observé la mancha oscura que se hacía cada vez más grande, asumiendo la apariencia de una unidad de vehículos del ejercito con tanques y camiones que pasaban ante mis ojos con toda su majestuosidad y arrogancia.

Estuve tentado de salir e ir a su encuentro para pedirles explicaciones, pero el miedo de repente paralizó cada centímetro de mi ser.

¿Y si fueran enemigos?

Desconocía los uniformes y símbolos militares, por lo que no pude saber si esas unidades y vehículos pertenecían al ejército de nuestro país.

Quizás eran los invasores, los que nos habían atacado y ahora estaban llevando a cabo la invasión terrestre después de haber despejado el camino, como hicieron los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Recordé las lecciones de historia en la escuela donde se explicaron las estrategias de guerra utilizadas en el conflicto.

Sin embargo, tenía la sensación de que aquellos soldados no eran extranjeros, ese desfile me estaba dando una sensación de déjà vu, como si ya hubiera visto uniformes similares. ¿Eran tal vez de los nuestros? ¿Quizás las fuerzas armadas iban al lugar del bombardeo para evaluar el alcance del desastre y dar auxilio a los posibles sobrevivientes? ¿O tal vez eran nuestras tropas, pero había estallado una guerra civil y esos soldados venían a invadir su propia tierra?

Esperé a que el último vehículo blindado se alejara y salí a campo abierto, estaba a punto de cruzar la carretera cuando, a la mitad, paré y retrocedí bruscamente. Un disparo me puso los pelos de punta por el miedo y me impulsó a esconderme de nuevo en el lugar de donde había salido. Desde allí pude observar la escena que se desarrollaba a mi izquierda, a unos cien metros de distancia del lugar donde me encontraba. Suspiré de alivio cuando me di cuenta que el disparo no fue dirigido a mí, pero la sensación de calma duró poco porque estaba a punto de observar una escena aún más espantosa que la del bombardeo que había presenciado poco tiempo antes. Un pequeño grupo de personas vestidas de civil avanzó para encontrarse con la formación de tanques con las manos levantadas en señal de rendición, hombres, mujeres, niños y ancianos probablemente sobrevivientes del holocausto que había golpeado sus hogares porque ellos también, como yo, habían tenido la suerte de encontrarse en el campo en aquel momento.

Evidentemente no tenían el mismo sentido del peligro que yo, aquel aviso de alarma que me había impulsado a desconfiar de aquellos hombres uniformados y a esconderme de su vista, porque habían decidido mostrarse ante ellos con la esperanza de que estuvieran allí para ayudarlos, que eran los buenos. Pero no hay buenas personas en una guerra, lo aprendí desde el principio, y esa experiencia que estaba a punto de vivir cristalizaría indeleblemente esta creencia dentro de mí por el resto de mi vida.

El líder de la fila estaba diciendo algo, trataba de hablar con la compañía de soldados, alguien de la columna también habló pero no fue una palabra dirigida a los sobrevivientes. No escuché lo que dijo, pero tenía que ser algo así como "¡fuego!" porque al momento siguiente el cañón de un tanque cantó su melodía fúnebre para los desgraciados desarmados que habían decidido avanzar en busca de misericordia y ayuda.

Vi a esos pobres hombres saltar como bolos e inmediatamente después una lluvia de miembros y extremidades destrozadas cayeron sobre el asfalto junto con lo que se había pulverizado de sus cuerpos.

Entonces comenzó el baile de las ametralladoras para rematar a los sobrevivientes que, conmocionados y aterrorizados, habían intentado una fuga desesperada, dando la espalda a sus verdugos y corriendo a una velocidad vertiginosa.

Ninguno de ellos se salvó. Fue una masacre. Sin prisioneros. Nadie debía quedar con vida. Un niño había intentado escapar hacia los campos. Vi a un hombre con uniforme de oficial salir de la formación y apuntar con su rifle en dirección del joven fugitivo. Luego lo bajo y lo tiró al suelo, maldiciendo por la dificultad de alcanzar un objetivo lejano con aquella arma, por lo que sacó un fusil de asalto de su cinturón y apuntó. Pasaron unos segundos que parecieron una eternidad, luego el arma disparó. Hubo un gruñido e inmediatamente el niño cayó al suelo.

Permanecí todo ese tiempo con la mano en la boca para que no se escucharan mis sollozos. Estaba llorando desesperadamente, no podía apartar los ojos de aquella horrenda escena y un sentimiento de rabia, consternación y terror me aplastaba en mi pequeño refugio, conteniendo cada intento de movimiento o reacción que podría haber tenido. De repente también me di cuenta de que me había orinado, sentí una sensación de humedad en la ingle y noté una mancha oscura en el pantalón que se iba ensanchando cada vez más.

 

Cuando volví a prestar atención y miré hacia la carretera, los soldados ya no estaban allí. En unos momentos, sin que yo me diera cuenta, habían reanudado la marcha hacia la ciudad. Miré a mi alrededor y, después de asegurarme de que no había nadie, me levanté y salí del arbusto. Mi cabeza comenzó a dar vueltas y sentí escalofríos sacudir todo mi cuerpo, luego comencé a sudar profusamente mientras mi estómago se revolvía y mi respiración se hacía más lenta y difícil. Me incliné hacia adelante y vomité y con cada arcada se me escapaban lágrimas de dolor y desesperación. Cuando las náuseas disminuyeron, me erguí y comencé a respirar profundamente.

Levanté la vista y observé cómo las nubes se acumulaban en el cielo, montículos de un blanco grisáceo que tomaban varias formas y bailaban hacia el norte con el viento. Respiré hondo de nuevo y solté un feroz y escalofriante grito animal.

"¿Por qué, por qué? ¿Qué significa todo esto? ¿Qué está sucediendo? No es posible. ¡No es posible!"

Había comenzado como un día normal y en cuestión de minutos el mundo como lo conocía ya no existía. Y nada volvería a ser lo mismo.

Sollozando y gimiendo, partí hacia el campo. La escena que había presenciado me hizo desistir de mi propósito de volver a la ciudad. Estaba seguro de que solo encontraría muerte y destrucción, lo poco que se salvó con el bombardeo sería aniquilado por los militares a su llegada, así que comencé a vagar sin rumbo fijo, solo para no quedarme quieto, buscando lugares inaccesibles en los que pudiera escapar de las amenazas potenciales. En ese momento tuve la certeza de que lo mejor para mi seguridad era evitar los encuentros con otros seres humanos porque cualquiera podía representar una amenaza.

Me adentré en medio de la naturaleza en busca de lugares donde no había llegado la huella humana, donde no había rastros de civilización y tecnología.

Caminé durante horas en medio de campos y estepas, de vez en cuando encontraba un camino de tierra por el cual caminaba, después, al darme cuenta de que era demasiado visible, me internaba en un claro para luego esconder mi presencia detrás de árboles y matorrales de eventuales ojos curiosos y amenazantes.

De repente escuché el rugido de motores que venían del cielo e inmediatamente me escondí debajo de una roca que sobresalía de un pequeño acantilado que cavó una zanja e interrumpía el camino. Desde allí miré hacia arriba y vi una flota de caza volando por encima, primero un avión, luego dos, tres, cinco, diez, aceleraron hacia el norte, la misma dirección a donde me dirigía. Suspiré y me eché hacia atrás, luego me llevé las manos a la cara y comencé a llorar de nuevo. "Todo es un sueño", pensé. "Ahora me despierto, mi mamá me dirá que me levante o de lo contrario llegaré tarde, desayunaré con café y leche y luego saldré de casa para ir a la escuela. La primera hora debería tener una lección de latín, esperemos que la profesora no me pregunte algo. Luego durante el recreo prepararé la alineación de fútbol virtual con mis compañeros, en esta ronda quiero ganar, ya tengo las ideas claras sobre el alineación, les patearé el culo a todos..."

Me di cuenta de que estaba muy cansado. Caía la tarde, era esa hora del día en la que el sol se esconde más allá de las montañas y el ambiente adquiere tonalidades pálidas y opacas respecto a luminosas y cálidas de la mañana. Cuando el manto de estrellas se desplegó sobre la bóveda celeste, el único color que se podía distinguir era el negro, que cubría y envolvía cada elemento, animado e inanimado.

Decidí detener mi viaje y pasar la noche descansando en ese lugar.

Tenía frío y la oscuridad circundante me recordaba miedos ancestrales, haciéndome estremecer ante cada ruido o crujido que oía.

La oscuridad era tan intensa que me hizo incapaz de distinguir formas y rasgos a mi alrededor. Saqué mi teléfono celular y encendí la pantalla, tratando de mirar un poco más allá de mi nariz, hacia la garganta oscura que se desenredaba frente a mí. Todo estaba en quieto y en silencio. Ni siquiera un animal que diera señales de vida.

Miré la pantalla del teléfono móvil, en él parpadeaban, en letras grandes, en señal de burla, las palabras SOLO LLAMADAS DE EMERGENCIA. No había señal. Inmediatamente pensé que esto se debía a que estaba en la montaña, donde no había cobertura de red, entonces surgió un nuevo pensamiento que hizo que se me congelara la sangre en las venas. ¿Y si fuera por la guerra? ¿Quizás todos los repetidores habían sido destruidos, el apocalipsis había llegado y la civilización tecnológica había sido casi totalmente aniquilada?

Intenté hacer una llamada de emergencia. Si solo fuera un problema de red, aún podría haber llamado a los números de emergencia.

Si la segunda hipótesis fuera cierta...

• 120 - Asistencia en caso de avería (ÖAMTC / ARBÖ): sin respuesta.

• 122 - Cuerpo de bomberos (Feuerwehr): un "bip" prolongado que dura algunos segundos.

• 133 - Policía (Polizei): un susurro de fondo perturbador de una señal acústica irregular.

• 144 - Ambulancia (Rettungsdienst): sin conexión.

Me di la vuelta y me acurruqué en un rincón del refugio tratando de sacar ese nefasto pensamiento de mi mente. Apagué mi teléfono para ahorrar batería y traté de dormir. Después de un tiempo indescriptiblemente largo, quizás solo unos minutos, pero que parecieron siglos, me quedé dormido.

Recuerdo que tuve un sueño. Una pesadilla.

Estaba dentro de una cueva, acostado sobre un colchón de rocas. Una luz cristalina antinatural se filtraba desde el arco de entrada, más brillante que los rayos de la luna, pero menos intensa que la luz del sol. Levanté la cabeza y vi entrar una gran cantidad de criaturas horribles. Caminaban en cuatro patas, las delanteras más largas que las traseras, la cabeza sin cuello encajada en el torso, los ojos sin pupilas color rojo sangre, la piel escamosa de un verde ácido, brillante como el cuero, sin rastros de pelo. Una de las criaturas se me acercó e hizo unos ruidos incomprensibles, como si hablara un idioma desconocido. No respondí y el extraño ser reanudó su marcha. La manada entró en la caverna y se detuvo para observar la oscuridad, esperando. Entonces empezaron a emitir ruidos similares al barrito de los elefantes y al cabo de unos instantes apareció una luminiscencia fosforescente que rompió la oscuridad del fondo de la cueva y que paulatinamente se hizo más intensa. Me levanté de la posición supina en la que estaba acostado y observé mejor la escena. Otros seres extraños avanzaban para encontrarse con la manada, emergiendo de túneles excavados en la roca helada. Tenían rasgos humanoides, de menor estatura, caminaban sobre dos piernas y tenían un rostro expresivo, similar al de los niños. Su piel blanca emitía luz, un aura luminosa rodeaba su cuerpo y emitía un leve calor. Llegaron frente a los invasores y se detuvieron para observarlos con curiosidad, sin emitir ruidos ni hacer gestos para comunicarse. Una de las espeluznantes criaturas dio unos pasos hacia adelante y, después de oler el aire frente a ella, gruñó y le arrancó la cabeza con un mordisco a una de las etéreas criaturas. Todos los demás lo siguieron. Fue una carnicería, los horribles invasores despedazaron y aniquilaron a los inocentes y puros seres que habitaban en esa oscura cueva, que se volvió cada vez más oscura y helada a medida que sus pequeños habitantes disminuían en número, devorados por terribles y voraces depredadores.

Me desperté de repente, gritando.

Ya era de mañana. Cerré la boca y me escondí debajo de un lecho de follaje marchito, temiendo haber atraído la atención de alguien con ese grito. Observé el espacio frente a mí por unos momentos y luego, dándome cuenta del silencio sepulcral que reinaba en el bosque, decidí moverme de nuevo.

Después de algunos pasos me desmayé. Había ayunado todo el día anterior y estaba perdiendo fuerzas. No tenía nada para comer conmigo y estaba a kilómetros de todos los posibles lugares habitados, si es que aún existían. Busqué fruta para comer, pero no encontré ninguna. Me di cuenta de que había terminado en un bosque de castaños y que no era temporada, así que no podía esperar que los árboles que estaban sobre mi cabeza me proporcionaran algo de comida.

Me tambaleé hacia el claro, tratando de seguir los caminos naturales que iban cuesta abajo para limitar el esfuerzo físico tanto como fuera posible. Después de caminar unos cientos de metros, noté una escalinata tallada por la erosión en la roca, que continúa a lo largo de las laderas de una montaña.

En la superficie marrón y desnuda, brotaron nopales. No tenían frutos, no era la temporada para que florecieran, pero me acordé de un picnic con mi padre hace unos años, cuando yo era un niño. Mientras deambulamos por la montaña en busca de hongos, nos topamos con esa extraña planta parecida a un cactus a lo largo del camino. Solo había una tuna, hermosa madura, roja como la pulpa de una sandía, casi tan grande como una naranja. Mi padre lo recogió, lo peló y me lo dio. Luego arrancó una hoja de la planta, quitó la cáscara verde con su cuchillo y se comió el interior, una jugosa pulpa blanquecina. "¿Quieres probarlo?", me preguntó en un tono divertido, después de darse cuenta de que lo estaba mirando con un aire de sobresalto e incluso un poco de disgusto. Sacudí la cabeza y mordí la tuna, que era dulce y tierna, y la devoré en dos bocados.

Después de secar las lágrimas que me había causado el recuerdo, caminé hacia la planta. Hurgando en mi memoria, repetí los movimientos de mi padre, como si estuviera siguiendo un folleto de instrucciones. Desprendí una hoja, la pele primero con las uñas y luego, al darme cuenta de que era demasiado gruesa y dura, recogí un palo del suelo y lo pasé con fuerza por la superficie. Cuando la hoja se volvió lo suficientemente blanca, la mordí. Era tan insípida como incolora, sentí que estaba masticando un trozo de espuma de poliestireno, pero esperaba que al menos tuviera algunas propiedades nutritivas. Pasé el primer bocado con dificultad y volví a morder la masa pálida que sostenía en mi mano. Esta vez sentí un sabor diferente, agrio, irritante, y comencé a toser, escupiendo el bocado. Sabía a orina. Evidentemente algún animal salvaje había orinado en la planta para marcar el territorio. Tosí con tanta fuerza que mis mejillas se sonrojaron y mis oídos zumbaban, hasta el punto que pensé que se avecinaba otro bombardeo. Me dejé caer al suelo y apoyé la espalda contra el espolón de roca, observando el cielo.

"¿Dónde estás, papá?", pensé. “Sería más fácil si estuvieras aquí conmigo. Siempre has amado las montañas y sabrías qué hacer ahora mismo".

Al cabo de unos instantes me levanté y retomé la subida por las laderas del cerro, caminando en zigzag para hacer la subida menos accidentada y ahorrar energía.

Me tambaleaba y tropezaba a menudo, mis fuerzas estaban a punto de abandonarme, recorrí un tramo del camino avanzando a gatas, hasta que me encontré arrastrándome sobre un manto de hierba, aprovechando mis brazos para arrastrar todo mi cuerpo, que a cada movimiento parecía volverse más pesado. Cuando llegué al final me derrumbé de espaldas en el suelo y me dejé llevar, anulando por completo mi entidad, mi pensamiento, mis percepciones físicas.

Fue entonces cuando la vi por primera vez. Al principio sentí su presencia, luego volví la cabeza y ella estaba allí. Una sombra negra se paró frente a mí, orgullosa y majestuosa, intrépida y silenciosa.

No podía entender si era mi sombra o la de otra persona, o simplemente el fruto de mi delirio, pero esa imagen me hizo estremecer y, aprovechando la poderosa energía oscura del terror, me levanté y comencé a escapar rápidamente, sin darme la vuelta. Las piernas parecían haber adquirido su propia energía, avancé tan rápido como una gacela y tan poderoso como un rinoceronte, sin importar los obstáculos naturales que encontré en mi camino. Al pasar, las ramas de los árboles se doblaron, se partieron, retrocedieron, como para rendirse e inclinarse ante mi furia destructiva, mi instinto de supervivencia.

Luego de recorrer varios cientos de metros en esta modalidad, tropecé y rodé estrepitosamente, luego de un vuelo provocado por el ímpetu y el impulso de mi carrera que me hizo aterrizar sobre un lecho de arbustos. El dolor que me provocó esa caída me hizo cerrar los ojos y esperar desmayarme, para no sentir nada…

 

Me acurruqué e incliné la cabeza hacia un lado presionando una oreja contra el suelo y puse mi atención a lo que mi sistema auditivo había comenzado a percibir.

Un borboteo de agua llegó a mis sentidos, como si acabaran de abrir un grifo. A medida que aumentaba mi concentración, el ruido se hacía más fuerte, al principio lo escuché venir de abajo, como si una corriente subterránea fluyera hacia las entrañas de la tierra, luego escuché un ruido gemelo y familiar proveniente también del exterior. Me arrastré más allá del muro de plantas trepadoras que tenía enfrente y vi que más allá había una amplia llanura atravesada por un río de moderada anchura y con un constante flujo de agua.

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