Los nuestros

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Z serii: La principal #18
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Los nuestros
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Título original: Наши

© 1983 Serguéi Dovlátov

All rights reserved

© 2008, 2019 Ricardo San Vicente

por la traducción original y el epílogo

© 2019 Tania Mikhelson y Alfonso Mtnez. Galilea

por la edición revisada

© 2019 Tania Mikhelson por el texto incluido en apéndice

© 2019 José Quintanar por las ilustraciones de cubierta

© 1980 Nina Alovert por el retrato del autor

© 2019 Fulgencio Pimentel en español para todo el mundo

www.fulgenciopimentel.com

ISBN de la edición en papel: 978-84-17617-32-5

ISBN digital: 978-84-17617-547

Primera edición: septiembre de 2019

Editor: César Sánchez

Editores adjuntos: Joana Carro y Alberto Gª Marcos

Comunicación: Isabel Bellido

prensa@fulgenciopimentel.com



Contenido

capítulo i

capítulo ii

capítulo iii

capítulo iv

capítulo v

capítulo vi

capítulo vii

capítulo viii

capítulo ix

capítulo x

capítulo xi

capítulo xii

capítulo xiii Conclusión

a modo de epílogo, con un largo epígrafe

¿quiénes son los nuestros?

Capítulo 1

Nuestro bisabuelo Moiséi era un campesino de la aldea Sújovo. Un judío campesino es una combinación bastante rara, he de señalar. Pero en el Extremo Oriente sucedían cosas así.

Su hijo Isaak se trasladó a la ciudad. Es decir, se restableció el curso natural de los acontecimientos.

Primero vivió en Jarbín, que fue donde nació mi padre. Luego, Isaak se instaló en una de las calles principales de Vladivostok.

Al principio, mi abuelo arregló relojes y todo género de utensilios domésticos. Después se dedicó a la tipografía. Fue algo así como un compaginador. Y al cabo de dos años se hizo con un colmado en la Svetlanka.

Al lado se encontraba Néctar-Bálsamo, la tasca de Zamaráyev. Mi abuelo visitaba a menudo a Zamaráyev. Los amigos bebían y charlaban de temas filosóficos. Luego iban a tomar algo al colmado del abuelo. Y después regresaban a la tasca de Zamaráyev…

—Eres un buen tipo —repetía Zamaráyev—, aun siendo judío.

—Solo lo soy por parte de padre —replicaba el abuelo—. ¡Por la de mi madre, soy holandio!

—¡Fíjate tú! —expresaba su aprobación Zamaráyev.

Al cabo de un año se habían bebido la tasca y se habían comido la taberna. Zamaráyev, que era ya viejo, se marchó a vivir con sus hijos a Ekaterinburgo. Mi abuelo, en cambio, se fue al frente. Había comenzado la guerra contra el Japón.

En uno de los pases de revista de las tropas, el zar se fijó en él. El abuelo medía cerca de dos metros quince de estatura. Podía meterse una manzana entera en la boca. Los bigotes le llegaban a los galones.

El soberano se acercó al abuelo. Y luego, con una sonrisa, le clavó un dedo en el pecho.

Lo trasladaron al instante a la Guardia. Era prácticamente el único semita allí. Lo inscribieron en una batería de artillería.

Si los caballos no podían más, era mi abuelo quien arrastraba el cañón por el pantano.

En cierta ocasión su batería participó en un asalto. Mi abuelo se lanzó al ataque. Las piezas debían cubrir con su fuego a los atacantes. Pero los cañones callaban. Como se supo más tarde, la espalda de mi abuelo impedía ver las fortificaciones enemigas.

Del frente, el abuelo se trajo un fusil y varias medallas. Cuentan que hasta le dieron la Cruz de San Jorge.

Anduvo de juerga una semana. Luego se colocó de maître d’hôtel en el restaurante Edén. En cierta ocasión se las tuvo con un camarero poco hábil. Le pegó un grito. Y descargó un puñetazo sobre una mesa. El puño se incrustó en el cajón de la mesa.

Al abuelo le disgustaba el desorden. Por ejemplo, la Revolución no fue de su agrado. Más aún, obstaculizó su curso. La cosa fue así.

Las masas de los suburbios se lanzaban hacia el centro de la ciudad. El abuelo pensó que lo que tenía delante era un pogromo. Sacó el fusil y se subió al tejado. Cuando las masas se acercaron, el abuelo comenzó a disparar. Se convirtió en el único habitante de Vladivostok que se enfrentaba a la Revolución. No obstante, la Revolución triunfó. Las masas siguieron su camino hacia el centro por los callejones.

Después de la Revolución, mi abuelo recobró la calma. Se convirtió de nuevo en un humilde artesano. Solo de vez en cuando se hacía notar. Sin ir más lejos, en una ocasión hundió la reputación de la casa norteamericana Merher, Merher and Co…

A través de Japón, la compañía americana había hecho traer unas camas plegables. Aunque las empezaron a llamar así mucho más tarde. Por entonces eran toda una novedad. Las denominaban «magic beds».

Aquellas camas plegables tenían un aspecto casi idéntico al actual. Un pedazo de lona de colorines, unos muelles y un bastidor de aluminio…

Mi abuelo, hombre de ideas avanzadas, se dirigió al centro comercial.

La cama se encontraba expuesta sobre una tarima.

—¡Contemplen esta novedad de nuestra casa americana! —gritaba el vendedor—. ¡El sueño de todo soltero! ¡Insustituible en los viajes! ¡El colmo del confort y del placer! ¡¿Quiere probarla usted mismo?!

—Sí —dijo el abuelo—. Quiero.

Se quitó las botas sin desatarse los cordones y se acostó en la cama.

Se oyó un crujido, cantaron los muelles. El abuelo apareció en el suelo.

El vendedor, sonriendo imperturbable, desplegó otra cama.

Se repitieron los crujidos. El abuelo soltó un sordo improperio y se frotó la espalda.

El vendedor colocó la tercera cama plegable.

En esta ocasión, los muelles aguantaron, pero las patas de aluminio se doblaron silenciosamente. El abuelo aterrizó con suavidad. Al poco rato el local se llenó de camas mágicas retorcidas. Trizas de lona de colorines colgaban por todas partes; los armazones retorcidos emitían pálidos destellos.

Después de regatear cierta compensación, el abuelo se compró un bocadillo y abandonó el lugar.

Pero la reputación de la casa americana quedó por los suelos. En lo sucesivo, la casa Merher, Merher and Co. se dedicó a vender arañas de cristal…

El abuelo Isaak comía mucho. No cortaba las barras de pan a lo ancho, sino a lo largo. Cuando alguien lo invitaba a comer, la abuela Raísa no dejaba de sonrojarse. Antes de acudir al convite, el abuelo comía en casa. Pero tampoco eso bastaba. El hombre doblaba las rebanadas de pan por la mitad. Bebía vodka en las copas del agua de soda. Al llegar los postres pedía que no retiraran los platos. Y al volver a casa cenaba aliviado…

El abuelo tuvo tres hijos. El pequeño, Leopold, se fue siendo muy joven a China. Y de allí se trasladó a Bélgica. Pero él tendrá su propio relato.

A los mayores, Mijaíl y Donat, les atraía el arte. Abandonaron la provinciana Vladivostok y se instalaron en Leningrado. Hasta allí los siguieron el abuelo y la abuela.

Los hijos se casaron. Al lado del abuelo parecían escuálidos y poca cosa. Ambas nueras miraban con buenos ojos al abuelo.

En Leningrado se colocó de algo parecido a un administrador de inmuebles. Por las tardes arreglaba relojes y fogones eléctricos. Seguía siendo extraordinariamente fuerte.

Una vez, en el callejón Scherbakov, un chófer lo insultó. Al parecer lo llamó «cerdo judío».

El abuelo agarró el camión de tonelada y media. Lo detuvo. Apartó de un empujón al chófer, que había saltado de la cabina. Levantó el camión por el parachoques y lo atravesó en el callejón.

Los faros del camión quedaron empotrados en el edificio de los baños. Y la parte posterior, en las rejas del jardín Scherbakov.

El chófer, al darse cuenta de lo sucedido, se echó a llorar. A ratos lloraba y a ratos amenazaba.

—¡Te voy a dar con el gato! —decía.

 

—Atrévete… —le replicaba el abuelo.

El vehículo estuvo dos días en el callejón. Después, una grúa vino a rescatarlo.

—¿Por qué no le diste simplemente en los morros? —le preguntó mi padre.

El abuelo se quedó pensativo. Luego dijo:

—Tuve miedo de que me gustara…

Ya he dicho que su hijo menor, Leopold, recaló en Bélgica. Una vez vino a vernos un hombre de su parte. Se llamaba Monia. Monia le trajo al abuelo un esmoquin y una enorme jirafa inflable. Como comprendimos más tarde, la jirafa servía de percha para sombreros.

Monia echaba pestes del capitalismo, se maravillaba de la industria soviética; luego se marchó.

Al poco arrestaron al abuelo, acusado de ser un espía belga. Le cayeron diez años. Diez años sin derecho a correspondencia. Eso significa que lo ejecutaron. Tampoco habría sobrevivido. Los hombres corpulentos soportan mal el hambre. Y peor aún la humillación y el insulto…

Veinte años más tarde, mi padre tramitó su rehabilitación. Rehabilitaron al abuelo por inexistencia de delito.

Y entonces uno se pregunta: si no hubo delito, ¿qué hubo? ¿Por qué segaron aquella vida disparatada y divertida?…

Aunque no nos conocimos, pienso en él a menudo.

Por ejemplo, alguno de mis amigos comenta asombrado:

—¿Cómo puedes beber el ron en tazón?

Y al instante me acuerdo del abuelo.

O cuando mi mujer me dice:

—Hoy estamos invitados en casa de los Dombrovski. Come algo antes de salir.

Y de nuevo recuerdo a aquel hombre.

También me acordé de él en la celda de la cárcel…

Tengo varias fotos del abuelo. Mis nietos nos confundirán al hojear el álbum familiar…

Capítulo 2

Mi abuelo materno se distinguía por tener un temperamento más que severo. Hasta en el Cáucaso lo tenían por persona irascible. Su mujer y sus hijos temblaban ante su sola mirada.

Cuando algo lo sacaba de quicio, fruncía el ceño y exclamaba en voz baja:

—¡TU UTAMÁ!

La misteriosa expresión literalmente paralizaba a quienes se hallaban a su lado. Les infundía un pavor místico.

—¡TU UTAMÁ! —exclamaba el abuelo.

Y en la casa se instalaba un silencio sepulcral.

Mi madre nunca llegó a descifrar el sentido de aquella expresión. También yo tardé muchos años en comprenderla. Solo cuando fui a la universidad, inesperadamente, caí en la cuenta. Pero ya no se lo expliqué a mi madre. ¿Para qué?…

Creo que el mal carácter de mi abuelo se debía a su peculiar educación. Su padre, campesino, solía atizarle con un leño. Una vez lo dejó en un pozo abandonado. Lo tuvo en el pozo un par de horas. Luego hizo bajar un pedazo de queso y media botella de vino. Y solo una hora más tarde lo sacó, empapado y borracho…

Tal vez por eso el abuelo creció tan severo e irritable.

Era un hombre alto, elegante y orgulloso. Trabajaba de empleado en la sastrería de Epstein. Con los años, se convirtió en copropietario de la tienda.

Repito, era guapo. Frente a su casa vivía la numerosa prole de los príncipes Chikvaídze. Cuando el abuelo atravesaba la calle, las jovencitas Eteri, Nana y Galatea Chikvaídze se asomaban a la ventana.

Toda la familia se le sometía sin rechistar.

Él, en cambio, no se sometía a nadie. Incluidas las fuerzas celestiales. Uno de los duelos de mi abuelo con Dios acabó en tablas.

En Tiflis se esperaba un terremoto. Ya entonces existían centros meteorológicos. Por añadidura, se daban todas las señales que designan las creencias populares. Los sacerdotes iban por las casas e informaban a la población.

Los habitantes de Tiflis abandonaron sus casas, llevándose los objetos de valor. Muchos dejaron incluso la ciudad. Los que se quedaron encendieron hogueras en las plazas.

En los barrios ricos operaban tranquilamente los ladrones. Se llevaban la leña, los muebles, la vajilla.

Solo una de las casas de Tiflis permanecía iluminada. Mejor dicho, una sola de las habitaciones de la casa. Justamente el despacho de mi abuelo.

No quiso abandonar su hogar. Los parientes intentaron convencerlo, sin éxito.

—Vas a morir, Stepán —le decían.

El abuelo fruncía disgustado el ceño y pronunciaba sombrío y triunfal:

—¡K-A-A-KEM!…

(Que significa, con perdón, «me cago en vosotros»).

La abuela condujo a los niños a un descampado. Se llevaron de casa todo lo necesario, incluidos el perro y el loro.

El terremoto dio comienzo al llegar la mañana. El primer temblor destruyó la torre del agua. En diez minutos se vinieron abajo centenares de edificios. Nubes de polvo enrojecido por el sol flotaban sobre la ciudad. Finalmente, los temblores cesaron. La abuela corrió hacia la casa, en la Ólguinskaya.

La calle estaba repleta de ruinas humeantes. Por todas partes sollozaban las mujeres y ladraban los perros. Por el pálido cielo de la mañana volaban alarmados los grajillos. La casa había desaparecido. En su lugar la abuela vio, envuelto en polvo, un montón de ladrillos y maderas.

Y entre las ruinas, sentado en su hondo sillón, mi abuelo. El hombre dormitaba. Tenía el periódico sobre las rodillas. A sus pies, una botella de vino.

—¡Stepán! —exclamó la abuela—. ¡El Señor nos ha castigado por nuestros pecados! ¡Ha destruido nuestra casa!…

El abuelo abrió los ojos, miró el reloj y dando una palmada ordenó:

—¡A desayunar!

—¡El Señor nos ha dejado sin casa! —salmodiaba mi abuela.

—Venga ya… —replicaba mi abuelo.

Después contó a los niños.

—¿Qué vamos a hacer, Stepán? ¿Quién nos dará cobijo?…

El abuelo se enfadó:

—El Señor nos ha privado de hogar —dijo—. Y tú nos dejas sin comer…

Luego continuó:

—Beglar Fomich nos acogerá. He sido padrino de dos de sus hijos. El mayor es un bandido, pero Beglar Fomich es un buen hombre. Lástima de esa costumbre que tiene de aguar el vino…

—Dios es misericordioso… —pronunció en voz queda la abuela.

El abuelo frunció el ceño. Juntó las cejas. Luego, con aire sentencioso, pronunciando cada sílaba, soltó:

—No es verdad… El misericordioso es Beglar. Solo me pena esa costumbre de aguar el vino napareuli…

—¡El Señor te volverá a castigar, Stepán! —exclamó asustada la abuela.

—¡K-A-A-KEM! —respondió el abuelo.

Con la vejez su carácter se agrió definitivamente. No se separaba de su pesado bastón. Los parientes ­dejaron de invitarlo a sus casas; los humillaba a todos sin excepción. Insultaba hasta a quienes eran mayores que él, algo raro en Oriente. Ante su mirada, a las mujeres se les caían los platos de las manos.

Los últimos años de su vida, el abuelo ya no se levantaba. Permanecía hundido en su sillón junto a la ventana. Si alguien pasaba a su lado, soltaba:

—¡Largo, ladrón!

Y estrujaba el pomo de bronce de su bastón.

Alrededor del abuelo se creó una zona de riesgo de metro y medio. La longitud de su bastón…

A menudo me esfuerzo en comprender por qué mi abuelo era tan hosco, qué lo había convertido en un misántropo…

Era un hombre adinerado. Tenía una apariencia imponente, una salud de hierro. Cuatro hijos y una esposa fiel que lo quería.

Tal vez no le gustara el orden de las cosas como tal. Pero ¿todo él o solo en parte? ¿Se le antojaba insoportable, por ejemplo, el paso de las estaciones del año? ¿O la inefable continuidad entre la vida y la muerte? ¿La gravitación terrestre? ¿La disparidad entre la tierra y el mar? Qué sé yo…

El abuelo murió en circunstancias pavorosas. Su segundo duelo con Dios acabó en tragedia.

Diez años se pasó sentado en su sillón. En los últimos tiempos ya ni agarraba el bastón. Solo fruncía el ceño…

(¡Oh, si la mirada pudiera ser utilizada como arma!…).

El abuelo se convirtió en un elemento del paisaje. Un detalle destacado e imponente de la arquitectura local. De vez en cuando, los grajos se posaban en sus hombros…

Al final de nuestra calle, tras el mercado, había un profundo barranco. Al fondo corría espumeante un riachuelo que bordeaban unas rocas grises y sombrías. Allí asomaban blanquecinos los huesos de los caballos sacrificados. Yacían restos de carros.

A los niños les estaba prohibido acercarse al barranco. Las esposas clamaban a sus maridos cuando volvían borrachos a casa al amanecer:

—¡Gracias a Dios! ¡Pensaba que te habías caído por el barranco!

Una mañana de verano, inesperadamente, el abuelo se levantó. Se puso en pie y echó a andar con paso firme alejándose de casa.

Las rollizas mujeronas Eteri, Nana y Galatea Chikvaídze se asomaron a la ventana para ver al abuelo atravesar la calle.

Alto y erguido, el abuelo se dirigió al mercado. Y cuando alguien lo saludaba, no respondía.

En casa tardaron algún tiempo en descubrir su desaparición. Igual que tarda uno en darse cuenta de la desaparición de un álamo, una roca o un torrente…

El abuelo se acercó al borde del barranco. Tiró el bastón. Levantó las manos. Y dio un paso al frente.

Dejó de existir.

A los pocos minutos llegó corriendo la abuela. Tras ella, los vecinos. Todos daban voces y lloraban. Solo al anochecer se apagaron los sollozos. Y entonces, a través del incesante rumor del torrente que bordeaban unas rocas sombrías, llegó un despectivo y formidable:

—¡K-A-A-KEM! ¡TU UTAMÁ!…

Capítulo 3

Al tío Román Stepánovich le gustaba repetir:

—¡En cuerpo sano, misma mente!…

En su juventud fue un kinto de Tiflis. Palabra bastante difícil de traducir. Un kinto no es un gamberro, un borracho ni un holgazán. Aunque es un tipo que bebe, arma jaleo y no trabaja… ¿Un vividor, quizás? ¿Un calavera? No sabría decirlo.

Mi tío llevaba un cuchillo enorme. Desde joven le gustaban el vino napareuli y las rubias rellenitas…

Tal vez la única cualidad de un verdadero kinto sea su labia. Mi tío se distinguía por tener un humor bastante peculiar. Así, por ejemplo, a los catorce años, aguó la fiesta de aniversario de la república soviética de Georgia.

La cosa sucedió de la siguiente manera. En Tiflis se celebraba la señalada fecha, se conmemoraban por todo lo alto los siete años de la república. La enorme sala del Palacio de Cultura Karl Liebnecht estaba llena a rebosar. Las más altas autoridades pronunciaban sus discursos. Tras ellos intervenían los representantes de las minorías étnicas.

En nombre de los armenios intervenía mi tía Anelia, la hermana de mi tío. Anelia se pasó dos semanas preparando el discurso.

—Hace siete años… —empezó a decir.

La sala enmudeció.

—Ya hace siete años… —repitió mi tía.

Se oyó el repicar de una ficha del guardarropa. Alguien se abría paso de puntillas entre las butacas.

—Ya hace siete años… —pronunció con voz firme la tía Anelia.

A su espalda, en un retrato, el generalísimo entornaba los ojos con expresión maliciosa. Se hizo un completo silencio.

Y entonces la voz animosa de mi tío resonó en la sala:

—Ya hace siete años que Anelia no encuentra marido…

La tía Anelia abandonó entre sollozos el estrado. El tío Román pasó un día entero en comisaría…

Antes incluso de la guerra, mi tío decidió ingresar en la universidad y hacerse filósofo. Una decisión más que natural en una persona carente de un objetivo concreto en la vida. Todas las personas dotadas de una percepción embrollada y nebulosa de la vida sueñan con dedicarse a la filosofía.

El tío Román presentó sus papeles para ingresar en la universidad. El primer examen era de literatura rusa. El tío se dirigía a los aspirantes que iban saliendo de la sala y les preguntaba:

—¡Joven, ten la bondad! ¿Qué pregunta te ha tocado?

—Pushkin —le decía uno.

—¡Perfecto! —exclamaba mi tío—. Justo el que no me he estudiado.

—Lérmontov —le decía otro.

—¡Perfecto! —exclamaba mi tío—. Justo el que no me he estudiado.

—Gógol —le informaba un tercero.

—¡Perfecto! —exclamaba mi tío—. Justo el que no me he estudiado.

Finalmente llamaron al tío Román. Este se acercó a la mesa, extrajo una papeleta y leyó:

«La obra literaria de Griboyédov».

—¡Maldición, qué suerte la mía! —exclamó mi tío—. Justo el que no me he estudiado.

 

Cuando empezó la guerra, mi tío se sintió animado. En el Ejército se valoraba a gente como él. Aun en tiempo de paz, a mi tío le encantaban las peleas.

Regresó del frente con el grado de teniente coronel. La guerra hizo de él un hombre responsable.

Como a todos los tenientes coroneles retirados, a mi tío lo hicieron responsable de la seguridad en el trabajo de la fábrica Luch. (Los coroneles dirigen las secciones de personal).

Es posible que entendiera algo de seguridad en el trabajo, no lo excluyo. Sin embargo, encauzó todos sus esfuerzos hacia el ejercicio físico. Mi tío ­dirigía la ­gimnasia de todo el grupo. Estableció la práctica del esquí de fondo tradicional. Organizaba partidos de voleibol. Salía en los periódicos.

A sus sesenta y tres años esquiaba a la perfección y podía salir bien parado de cualquier pelea.

—¡En cuerpo sano, misma mente! —repetía.

A mí me despreciaba de corazón. Yo no hacía gimnasia por las mañanas. No me bañaba con agua helada. Para ser sincero, siempre he odiado los movimientos bruscos.

Cuando alguien me ofende, intento por todos los medios hacer las paces.

Me han ofendido pocas veces, la verdad. Tres veces en toda mi vida. Y las tres veces fue mi tío.

—¡Intelectual! —me gritaba—. ¡Carroña! Más que un hombre pareces un trapo…

A la pregunta de cuál era su escritor preferido, mi tío respondía a la primera:

—¡Martin Eden1!

Podía pasarse horas contando sus hazañas con los puños. Y era muy fantasioso, además. Sin embargo, cuando le preguntaba acerca de la guerra, mi tío no abría la boca. No le gustaba hablar de eso. Ignoro la razón…

El tío había tenido dos hijos con Anna Grigórievna Sújareva. Un niño y una niña. Mi tío los visitaba con regularidad. Revisaba sus cuadernos y firmaba en el libro de notas. E invariablemente repetía:

—¡En cuerpo sano, misma mente!

Cierto día que Anna Grigórievna estaba en la cocina y los niños jugaban con su padre, mi tío se tiró un pedo. Los chicos estallaron en carcajadas.

Anna Grigórievna se asomó al oír el alboroto. Se paró en el quicio de la puerta y, cruzando los dos brazos sobre pecho, dijo solemnemente:

—Los niños necesitan un padre… Mira cómo juegan, cómo ríen, lo bien que se lo pasan…

Pero el tío Román tenía también una esposa. Galina Pávlovna era «trabajadora sanitaria», como ella misma solía presentarse. Mi tío la quería y la respetaba. Su mujer compartía su credo filosófico: «¡En cuerpo sano, misma mente!».

Un día llamaron al timbre de la puerta. El tío estaba en el trabajo. Y Galina había pasado un momento por casa solo para comer. Así que sonó el timbre.

—¿Quién es? —preguntó Galina.

Una voz de hombre contestó:

—Dele un poco de agua a mi esposa embarazada.

Se abrió la puerta y entró en el recibidor un tipo corpulento. Sacó una lima afilada y, sin mediar palabra, se la clavó a la mujer en el vientre.

La tía corrió hacia el teléfono y antes de perder el conocimiento gritó:

—¡Román! ¡Auxilio! ¡Me matan!

El tío llegó en un camión a los treinta minutos. Entretanto se habían llevado a Galina en una ambulancia. Los vecinos atraparon al bandido. Mientras lo sujetaban de los brazos, el hombre reía. No se logró aclarar cuáles fueron sus motivos. Tal vez se tratara de un maníaco…

Mi tío se pasó toda la tarde llorando. Cuando Galina salió del hospital, se hizo con un perro pastor.

Se llamaba Golda. El nombre mostraba a las claras el carácter ocurrente de mi tío, al tiempo que, de modo casi imperceptible, delataba cierta tendencia antisemita.

A muchos armenios (sobre todo a los armenios georgianos) no les gustan los judíos. Aunque sería mucho más lógico que no apreciaran a los rusos, a los georgianos o a los turcos. Los judíos tampoco sienten un especial afecto por los armenios. Al parecer, los pueblos desterrados no tienden a sentir afecto por otros parias. Les gusta más sentir afecto por sus amos. O, en el peor de los casos, sentirlo por sí mismos…

El ejemplar de pastor se llamaba Golda. Al principio, Golda era un precioso cachorro de peluche. Luego creció. La llevaron a una exposición. Obtuvo incluso una medalla de segundo orden.

Más tarde, sin motivo aparente, atacó a Galina; la cosió a mordiscos.

Mi tío quiso pegarle un tiro al animal, pero su mujer lo calmó. Poco después, entregaron a Golda a la perrera.

Mi tío Román seguía haciendo su gimnasia matutina, se mantenía erguido y esbelto. Podía subir a un tranvía en marcha y bajarle los humos a cualquier gamberro. Sin embargo, no llegó a cruzarse con ningún gamberro. Y en la ciudad había muy pocos tranvías…

Entonces, un día, supe que mi tío estaba en una clínica psiquiátrica. Galina Pávlovna la llamó «clínica nerviosa», pero se trataba de un psiquiátrico.

Me dirigí al parque Udelni. Edificios idénticos de color marrón, rodeados de arbustos ralos y algunos árboles.

Por los caminitos paseaban los enfermos vestidos con batas grises. Las batas eran o demasiado grandes o muy pequeñas. Parecía como si obligaran ex profeso a los pacientes altos a llevar las tallas menudas, y a los más escuálidos y de menor estatura, las enormes.

Por lo general, los enfermos paseaban a solas. Algunos gesticulaban con ademanes rápidos y distraídos. No me infundían miedo, solo lástima.

Finalmente, llamaron a mi tío. Para mi sorpresa, parecía animado. Hasta se le veía algo moreno. Me dijo que le daban bien de comer. Y lo principal, le dejaban pasar mucho tiempo al aire libre.

Después mi tío se aproximó a mí. Miró precavido a su alrededor y susurró:

—Escúchame con atención. Los «cuatro ojos» están tramando una aventura colosal…

—¿Quién? —le pregunté sin entender.

El tío no me contestó. Y prosiguió con alegre entusiasmo:

—¡Una más temible que la noche de San Bartolomé!

Yo no sabía qué decir. No estaba preparado para aquella situación. No sabía cómo comportarme. Si replicarle o mostrarme de acuerdo.

Junto a nosotros pasó un muchacho con un garrafón de agua. Junto al grifo, se leía la inscripción ennegrecida: «agua». Mi tío empezó a silbar, tratando de despistarlo. El muchacho desapareció tras los árboles.

—¡Correrá mucha sangre! —prosiguió, meneando la cabeza.

De puro terror, empecé a desempeñar mi extraño papel en la escena.

—Puede que no sea nada —dije.

—No esperes piedad —me replicó en voz baja—. A unos los exterminarán y a los demás los harán firmar. Pero se me ha ocurrido una idea. Escucha con atención.

El tío se inclinó de nuevo hacia mí y, tras un guiño cómplice, prosiguió:

—Cualquier plan, hasta el más perfecto, puede fallar. Y la cadena se rompe, por regla general, por donde menos te lo esperas. El menor movimiento en falso y estás listo, todas las cartas liadas… O sea que, como suele decirse, se alteran las reglas del juego… El truco radica en que la nuestra ha de ser una maniobra completamente imprevista… Y yo he dado con ella… Escucha con atención.

Mi tío dejó de sonreír y habló como un oficial, en términos lacónicos y duros:

—El primer plan es el bueno. El otro es por si acaso, por si el primero falla… No escribas —me interrumpió.

—De acuerdo —dije.

—Y recuerda bien. Lo primero es fumar cigarrillos sin filtro, solo sin filtro. Y lo segundo es ponerte dos calzoncillos a la vez.

Mi tío soltó una carcajada con expresión triunfante y se frotó las manos.

—¿Lo has comprendido? —me preguntó.

—Sí —dije.

—El plan sigue en secreto. Ni una palabra, ni a los más allegados. Si no, todo estará perdido. Espera mis órdenes. Ahora debo irme. Que te vaya bien. Gracias por la fruta. Aunque la fruta no es más que una pura ficción…

Y se marchó enfundado en su absurda bata, con paso ligero y deportivo.

Pasado un mes, mi tío se curó. Nos veíamos en las fiestas familiares. El tío sonreía con expresión tímida.Me contaba que cada día corría alrededor de la Academia Forestal. Que se encontraba bien de salud y más animado que nunca.

En aquellas ocasiones preparaban hortalizas ralladas especialmente para él. A su lado se sentaba Galina Pávlovna. En los brazos de su esposa asomaban unas cicatrices oscuras: los mordiscos de la perra.

Me imaginé a mi tío corriendo, temprano por la mañana, a lo largo de la verja de la Academia Forestal.

¡Oh, Dios mío! ¡¿Hacia dónde?!…

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