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5

La sala de control del CENT se encontraba en el ala sur de la misma planta. Liberados ya de sus trajes, se dirigieron hacia allí. Jacob se preguntó cuál sería el motivo de que hubieran construido un complejo subterráneo con pasillos tan largos y con tantos cruces. A ambos lados de las paredes había varios laboratorios a oscuras con interiores de siluetas extrañas; a saber qué clase de experimentos se llevaban a cabo en ellos. Cuando entraron en la sala de control encontraron a otro vigilante armado haciendo la guardia. Permanecía sentado frente a un panel de mandos central con múltiples monitores, terminando de comerse un muslo de carne de apariencia inclasificable que rezumaba grasa por todas partes. Al verles alzó la vista, se chupó los dedos índice y pulgar y eructó.

—Rob, necesito que nos dejes la sala y hagas ruta en los pasillos —le pidió Orlando.

—¿Por qué? —lo desafió este, que dio otro mordisco a su desayuno, sin prisa alguna—. ¿Y quién es el tipo duro?

Orlando miró al mercenario, que reflejaba la viva imagen de la calma antes de la tormenta.

—No puedo decírtelo. Es confidencial.

—Pues a mí nadie me ha informado de nada —al hablar expulsó pedacitos minúsculos de comida—. Así que me quedo aquí.

Jacob acostumbraba a perder la paciencia muy rápido en ese tipo de situaciones. Taladró con la mirada a Rob.

—Ahora lo entiendo… —comentó.

—¿Entiendes el qué? —soltó Rob con una mueca apática, sin dejar de masticar.

—Con holgazanes como tú vigilando no me extraña que os hayan robado… —dijo.

Rob, ofendido, dejó con un movimiento pausado el muslo de pollo sobre la mesa y se levantó sacando pecho.

—¿Cómo has dicho? —pronunció con chulería.

Jacob no permitió que la cosa fuera a más y le mostró su pase de máximo nivel.

—¿Ves esto? —masculló serio—. Pone: Largo.

Rob lo leyó, tragó saliva y apretó la mandíbula. Miró a Orlando, tal vez en busca de ayuda o de un simple gesto cómplice, pero su compañero permaneció impasible, aprobando por completo la actitud del mercenario.

Jacob se reafirmó con un breve gesto de cabeza señalando la puerta.

—De acuerdo… —terminó aceptando Rob con un ademán de calma con las manos—. De acuerdo. Ya me voy.

Recogió sus cosas en silencio y los dejó a solas en la estancia.

—Pensé que iba a dispararle si seguía negándose —bromeó Orlando cuando su compañero se hubo marchado.

Jacob se colocó frente al cuadro de monitores y estudió las quince pantallas enumeradas que emitían imágenes oscilantes de distintas partes del CENT.

—Probablemente lo habría hecho —musitó indiferente, y luego dijo—. ¿Cómo accedo a las grabaciones de ayer durante los minutos en los que se produjo el robo?

Orlando respiró hondo. Parecía deseoso de terminar con todo eso.

—Las tengo aquí —sacó del bolsillo de su pecho un holodisco que introdujo en una rendija superior del panel de control—. Solo recopilé las grabaciones. No las he visto. Me ordenaron que fuera usted el primero en echarles un vistazo. Si lo prefiere puedo marcharme y dejarlo a solas.

—No… —desestimó— No, quédate. Soy un verdadero desastre con este tipo de aparatos.

—Como quiera —aceptó mientras se cargaban los datos—. En este holodisco se encuentran las grabaciones de todos los lugares vigilados del complejo durante los diez minutos anteriores y posteriores a que la cámara móvil de la sala donde se ubicaba la antimateria enfocara su módulo vacío.

Jacob no dijo nada. Tan solo esperó concentrado, con una mano tocándose el mentón, a que las reproducciones empezaran.

Las imágenes en alta definición fueron apareciendo una a una; de la entrada exterior del complejo, del elevador con el dron vigilando, de los pasillos, de algunos laboratorios, de la zona del reactor con los operarios trabajando, y también de la habitación aislada donde se guardaba la antimateria. En un principio no se apreciaba nada anormal. Todo seguía su curso, salvo una cosa.

—No veo imágenes de la sala de ventilación térmica.

—No tenemos cámaras allí, se chamuscarían en cuestión de minutos.

El mercenario le dedicó una mirada de incredulidad. No podía creer lo que acababa de oír.

—¿Fuisteis capaces de construir un conducto que comunicara con el centro de la Tierra y no pudisteis diseñar un sistema de vigilancia resistente al calor? ¿Me tomas el pelo?

Orlando se encogió de hombros.

—Esa sala está llena de sensores de tungsteno que nos indican todo lo que necesitamos saber. Nunca consideramos necesario instalar una cámara tan especial allí.

Jacob negó con la cabeza.

—Sin duda, un craso error —dictaminó. Luego se fijó en la imagen móvil de la sala del artefacto, tenía el número nueve en una esquina. Su recorrido iba desde la puerta del habitáculo hasta el módulo con el brillante artefacto de antimateria dentro, en la otra punta. Se detenía un tiempo en cada lado—. ¿Cuánto tarda en hacer el circuito entero la cámara nueve? —señaló.

—Unos cincuenta segundos.

Únicamente cincuenta segundos… Jacob frunció el ceño. ¿Quién sería capaz de entrar en esa sala, sortear con precisión el ángulo de la filmación, extraer de forma segura el artefacto de su módulo y volver a las sombras en tan solo cincuenta segundos? Como mínimo, daba respeto pensar en alguien con ese grado de habilidad.

Los minutos pasaron sin cambios, pero la expectación de ambos incrementó. Hasta que, de pronto, y como por arte de magia, la cámara nueve regresó de su recorrido y enfocó el módulo del artefacto vacío.

—¡Ahí! —señaló Jacob.

Orlando también acercó el rostro a la pantalla. La antimateria había desaparecido sin más.

—Sí… —se asombró el joven—. ¿Cómo lo hizo?

—Se lo preguntaré al responsable cuando lo coja... Las doce y seis minutos —mencionó a continuación—: media hora más tarde de la explosión en el Capitolio. El momento exacto del robo. Es necesario saber cuál fue el primer subconducto en detenerse después de ese intervalo de tiempo.

—Sí, Señor.

A Jacob le pareció entonces apreciar una sombra que se movía en una de las cámaras de los pasillos, al otro lado del panel. Puso en seguida su atención en ella, pero ya se había esfumado.

—¡Espera! —saltó— La cámara catorce. Retrocédela.

—¿Cuánto tiempo?

—Diez segundos.

El soldado hizo lo que le pedía a través de los comandos. Por fin se le veía ansioso por ayudar.

—¡Congela la imagen! —Jacob le dio la instrucción en el instante preciso en que se vio brevemente a una persona correr delante de la cámara. El mercenario ladeó la cabeza para tratar de reconocerle, pero el ladrón, de complexión fuerte, llevaba puesta una capucha oscura y no se le veía bien el rostro—. ¿Puedes aumentar el plano de su cara y añadirle definición? Sube también el brillo y ajusta el contraste.

Orlando asintió y maniobró los controles a toda velocidad. A medida que la imagen se agrandaba y se hacía más nítida, el fulgor en los ojos de Jacob fue en aumento.

Pronto serás mío… pensó, mordiéndose el labio hasta el punto de notar un ligero dolor. Siempre experimentaba esa clase de excitación en el verdadero momento en que daba inicio la caza, cuando estaba a punto de conocer la identidad de su futura presa.

La cara del ladrón terminó de cobrar nitidez. Lo que sucedió a continuación fue algo tan extraño que durante unos segundos, ninguno de los dos supo cómo reaccionar.

El soldado giró la cabeza, pálido, y lo miró como si no entendiera nada.

—¿Señor? —pronunció casi con miedo. Necesitaba una respuesta.

—Pero qué cojones… —Jacob contrajo la expresión, enfatizando su sensación de absoluto desconcierto. El rostro del hombre que corría por ese pasillo con el artefacto en las manos era, sin lugar a dudas, el suyo.

6

Orlando retrocedió un paso de manera instintiva al tiempo que desenfundaba su pistola y apuntaba a Jacob.

—¡Deja tu arma en el suelo y pon las manos sobre la cabeza, mercenario! —masticó esa última palabra. El respeto ya no era necesario.

—Oye… —Jacob solicitó calma con una mano—. No sé qué ha pasado aquí, pero está claro que tiene que haber una explicación. Ese de la imagen no soy yo.

—¡Y una mierda! —gritó. El pulso le temblaba—. ¡Yo lo he visto bastante claro! Haz lo que te digo o tendré que disparar. Que-quedas arrestado por un delito de alta traición… —tartamudeó.

Jacob apretó la mandíbula, dio un paso al frente, lo que provocó que el soldado retrocediera otro.

—Te sugiero que no hagas nada de lo que te vayas a arrepentir. Dime, ¿quién más ha tenido acceso a esas grabaciones…? —pronunció serio. No sabía qué clase de farsa era esa, ni quién andaba detrás, pero pensaba averiguarlo.

—¡Cállate! —Orlando sudaba, hecho un amasijo de nervios—. ¡Pon las manos por encima de la cabeza! ¡No lo repetiré!

—Deja de apuntarme, muchacho…

—¡He dicho que te calles, traidor! —quitó el seguro del arma, pero no le dio tiempo a hacer nada más.

Con un movimiento estudiado, Jacob apartó la pistola de un manotazo, que se disparó sin querer y la bala se incrustó en una pared. Empezó un severo forcejeó de agarres en el que el soldado intentó propinar varios puñetazos al estómago de Jacob, pero este los encajó bien y en cuanto tuvo oportunidad lo separó un poco y le dio un cabezazo en plena frente. Orlando sangró y se tambaleó, se palpó la herida y quiso arremeter de nuevo contra él.

—Valiente necio… —masculló Jacob, que no tuvo más remedio que usar su destreza para bloquearlo, agarrarle por el brazo y torcérselo con brusquedad. El joven soldado lanzó un alarido de dolor cuando un fuerte crujido indicó rotura, y acto seguido fue reducido al suelo. Jacob le extrajo una bota y un calcetín y le taponó la boca con él. Sacó una brida para esposar que siempre llevaba en su cinturón y le ató la otra mano al tobillo. Gruñó y maldijo por dentro cuando se apartó y lo dejó retorciéndose en el suelo, más por lo que soldado le había obligado a hacer que por haber visto de forma inexplicable su propio rostro en la pantalla.

 

Se quitó un segundo el sombrero y se pasó una mano nerviosa por el pelo. Necesitaba pensar. Apoyó ambos puños sobre el panel de control y observó de nuevo la imagen de aquel farsante, tratando de encontrar una explicación. Pero no la había. Y él debía moverse. Extrajo de la ranura del cuadro de mandos el holodisco que contenía las grabaciones. Se lo guardó en el bolsillo y acercó la boca a la oreja del dolorido Orlando, que tenía los ojos inyectados en sangre—. Sé que piensas que te van a llevar en la última Arca si haces bien tu trabajo, pero créeme, no lo harán. No les debes nada… —se calló un instante y dijo—. Soy inocente…

Se alejó de él y salió por la puerta.

De vuelta a los pasillos trató de hacer memoria del recorrido. Le iba a resultar difícil porque en esos momentos no era capaz de razonar con claridad. Todo él se encontraba en un estado cercano al shock. No terminaba de creerse lo que había visto allí adentro. Mientras nadie descubriera al joven soldado contrayéndose sobre el suelo de la sala de control tendría una oportunidad de salir de una pieza del complejo. Torció por varias esquinas al azar hasta que reconoció un laboratorio oscuro por el que habían pasado antes. Iba por buen camino. Siguió recto, a paso rápido, pero tuvo que aminorar cuando vio una linterna y escuchó unas pisadas acercándose en la oscuridad. Era Rob, que hacía su ruta a desgana por los pasillos. Al verle solo, el vigilante se extrañó.

—¿Y Orlando? —le preguntó.

Jacob intentó aparentar que todo iba bien.

—Se ha ofrecido a acompañarme hasta la salida, pero le ha entrado una llamada urgente a su busca y le han ordenado que mirara unos informes. Le he dicho que no hacía falta que viniera conmigo —chasqueó los dedos, como si de pronto se acordara de algo—. Y otra cosa… Me ha comentado que si te veía te pidiera que fueras a echar un vistazo a la zona del reactor. Hemos estado repasando las imágenes de las cámaras y parece ser que un operario no está en su puesto de trabajo.

A Rob no acabó de cuadrarle todo aquello.

—Vengo de allí. Todo está orden —dudó.

Jacob hizo una mueca de circunstancias y se le acercó para hablarle más flojo.

—Eh… —le susurró—. Yo te cuento lo que hemos visto, tú haz lo que quieras. Lo mío tan solo fue un papel, pero Orlando se molestó mucho contigo antes. Dice que va a dar parte de tu comportamiento a vuestros supervisores.

—¿Eso ha dicho? —aquello pareció preocuparle.

—Me temo que sí —asintió, fingiendo empatía—.Yo de ti no le provocaría más. Es mejor que vuelvas ahí abajo, eches un vistazo para asegurarte de que todo está bien y luego regreses y le informes.

Rob achinó los ojos. No terminaba de fiarse.

—¿Cómo sé que no me mientes? Orlando y yo no nos llevamos mal. Dudo que hiciera nada que pudiera perjudicarme. Tampoco es lógico que no te haya acompañado hasta la salida.

Jacob respiró hondo, paciente.

—Mira, allá tú si prefieres jugártela. Has visto mi pase. Ahora mismo represento la ley, ¿por qué te iba a mentir? Ni que le hubiera dado una paliza y lo hubiera amordazado en el suelo, hombre.

Rob lanzó una sonrisilla nerviosa solo de imaginarse lo absurdo de la escena, que terminó en una pequeña carcajada de ambos. Una más fingida que otra.

—Está bien —aceptó—. Volveré al reactor y echaré otro vistazo.

—Eso es —le guiñó un ojo, le dio una palmada en el hombro y se alejó de él—. Que tengas un gran día.

—Eh, lo mismo le digo —respondió agradecido mientras el mercenario se iba.

En la siguiente esquina, la falsa sonrisa se le esfumó de la cara y Jacob volvió a acelerar el paso. Como no encontrara ese ascensor rápido iba a tener que utilizar algo más afilado que su ingenio para salir de allí. Le resultó difícil quitarse de la cabeza la imagen de su rostro en la pantalla número catorce, aunque se obligó a hacerlo. Pensó que ya tendría tiempo para sacar conclusiones una vez escapara del CENT, llamara a Fergus y le contara lo ocurrido. El profeta le creería y le ayudaría a demostrar que todo aquello solo se trataba de una farsa muy bien elaborada. Jacob se encontraba en su apartamento cuando tuvo lugar el robo. Fergus podría dar fe de ello. A partir de ahí, daría con el impostor, o con los verdaderos responsables, y todo se solucionaría.

El tiempo que tardó en encontrar el elevador se le hizo eterno. Y como no podía ser de otra manera, sobre la espaciosa plataforma de ascenso aguardaba el dron, eterno vigilante del acceso al complejo.

—Iniciando protocolo de análisis. Deténgase, por favor —el robot se despertó de golpe a su llegada.

Jacob soltó un exabrupto en voz baja, pero no tuvo más remedio que acceder y colocarse en posición.

Todo pareció suceder con una terrible lentitud a su alrededor. Aquel condenado escáner que brillaba de lado a lado estaba tardando demasiado en finalizar. ¿Cuánto tiempo faltaría para que Rob se diera cuenta del engaño, volviera corriendo a la sala de control, encontrara al desquiciado Orlando en el suelo y pulsara el botón de alarma? No mucho más.

El ojo artificial del dron parpadeó de color verde.

—Varón de clase mercenario, pase de seguridad de nivel alfa: acceso temporal autorizado —el chequeo terminó. Sin embargo, el TK-IV se quedó quieto y nada significativo ocurrió después. ¿Algún problema? Cuando Jacob ya empezaba a prepararse para lo peor la voz electrónica volvió a activarse—. Su respiración y ritmo cardíaco denotan un estado de desasosiego. Le sugiero que trate de bajar sus pulsaciones y se tranquilice. Que tenga un gran día.

El dron rotó la esfera de su cabeza hacia arriba ciento ochenta grados y el elevador empezó a ascender con lentitud; hombre y máquina separados por un metro. Jacob expulsó el aire por la nariz. Lo había estado conteniendo en sus pulmones; notaba las palpitaciones de sus sienes… Echó la vista arriba. Ese ruidoso chisme tardaría en llegar a la superficie, se dijo. Volvió a mirar al dron. Cualquier enfrentamiento fortuito que tuviera de ahora en adelante no haría más que complicarle las cosas de cara a su futura defensa. Y eso en el mejor de los casos…

El elevador acabó su recorrido sin complicaciones y se transformó de nuevo en el suelo del búnker, una grata sorpresa que no duró demasiado. Fue al dar un paso en dirección a la salida cuando ocurrió lo que más temía: una potente sirena de alarma retumbó por las paredes y ya no dejó de hacerlo.

—Joder… —se desesperó. Rob era rápido.

Como toda acción que conlleva una reacción, el dron, todavía de espaldas a él, activó sus fusiles. Jacob decidió anticiparse y jugársela al todo o nada: dio una voltereta al tiempo que la mortífera máquina en modo de ataque rotaba para encarársele. Pudo esquivar por los pelos la ráfaga letal de disparos que agujerearon la pared, no sin que uno le rasgara el muslo derecho y le hiciera sangrar. No obstante, al rodar por el suelo se quedó en una posición ventajosa, detrás de la esfera del robot. No tendría otra oportunidad como aquella. Desenfundó veloz su revólver, que ya estaba ajustado al máximo de su potencia, y apuntó con certeza a la placa cuadrada que se disimulaba en el extremo inferior de la cabeza. El tremendo cañonazo hizo saltar algunas piezas y crujir los circuitos del TK-IV, que pareció enojarse y comenzó a disparar sin control y a emitir sonidos ininteligibles. Jacob, sin saber bien qué demonios se hacía, se abalanzó sobre el dron y metió el brazo en la cavidad resultante, entre sacudidas y disparos aleatorios; agarró tantos cables, hierros y chips cibernéticos como le cupieron en la mano y tiró hacia afuera con todas sus fuerzas, acompañándose de un grito desgarrador. Un chorro aceitoso de color negro le salpicó en todo el rostro.

Algo crucial debió de estropearse en el interior de la máquina. Su ojo rojo empezó a parpadear y sus piernas robóticas flaquearon. Jacob se apartó de él como un cangrejo y se frotó la sustancia viscosa de los ojos para poder ver.

—Que tenga… —balbuceó el dron—. Que tenga… un gran... un gran… día —su voz electrónica se apagó al tiempo que su alma artificial moría entre chispazos y espasmos. Se desplomó sobre el suelo con un gran impacto sonoro y ya no se movió. Un objeto inútil, chatarra de desguace.

La alarma siguió sonando, pero Jacob se tomó un breve instante para recuperar el aliento. Aquello le había cabreado de verdad. Exhausto, se puso en pie, introdujo la combinación que había memorizado a su llegada y abrió la puerta que daba al exterior de un empujón. El sol le dio en la cara manchada por el líquido negro. Caminó cojeando hacia el quad.

—¿Que tenga un gran día …? —escupió al suelo los restos del aceite que aún le quedaba en la boca. La pierna le estaba empezando a doler bastante—. Será cabrón.

Se puso el casco, se montó en el vehículo y tomó rumbo a Paradise Route.

Menudo primer encargo después de un tiempo retirado. Desde ese preciso instante, se dijo, el tiempo de las formalidades y de los buenos modales acababa de irse al maldito infierno.

7

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Detuvo el vehículo antes de llegar a la barricada de la frontera, a la sombra de una pequeña colina de arena y escombros. La pierna ya le sangraba de forma escandalosa, así que se bajó del quad y se la examinó con cuidado. A su juicio, la herida no resultó ser demasiado severa. El tajo en el muslo era poco más que superficial, de unos diez centímetros de largo. Nada que no pudiera solucionar con unos cuantos puntos y desinfectante… siempre que no tardara demasiado. Por el momento, y aunque le fastidió tener que estropear su ropa, se rasgó con el cuchillo una tira de tela de su chaleco y se aplicó un torniquete por encima de la rodilla. El verdadero problema era que tenía gran parte del pantalón manchado de rojo y eso llamaría la atención a los guardias de la frontera. Pensó que ya se le ocurriría algo. Lo primero que debía hacer a continuación era llamar a Fergus. Cogió un discreto transmisor de su cinturón, cuya onda de alcance solo cubría el perímetro de Paradise Route, y marcó el botón de comunicación directa con el profeta.

Tan solo hizo falta un tono.

—¿Jacob? —Este se apresuró a contestar—. Jacob, ¿dónde estás?

—Fergus, ha surgido un problema —fue lo primero que se le ocurrió decir.

—¡¿Un problema?! —se exaltó—. Me acaban de informar de que has agredido a un vigilante de seguridad y de que te has cargado al maldito dron que custodia el acceso al complejo. ¡¿A eso lo llamas un problema?! ¡Yo diría que más bien es una jodida declaración de guerra! He escuchado cosas que, por mi madre, prefiero no creer; prefiero… —buscó la palabra adecuada— prefiero pensar que dentro de poco despertaré de una de esas pesadillas surrealistas que me atormentan cuando tomo demasiados somníferos. Así que dime que no es cierto, Jacob. Dime que lo que nos están contando desde el CENT es una especie de broma de mal gusto o algo así, porque si no estamos acabados, ¿vale? Tú y yo.

—Tienes que creerme, yo no fui —aseguró, más sereno de lo que esperaba—. No pude convencer al vigilante, como tampoco puedo demostrártelo ahora mismo, pero consígueme tiempo… —se calló un instante—. Necesito desaparecer unos días. Encontraré al verdadero responsable.

—Que me partan los nervios de un porrazo, Jacob. ¡Todo el mundo va a creer que has sido tú!

—¿Y tú qué crees? —dijo serio.

—¿Qué más da lo que yo crea? ¿Piensas que tengo la suficiente influencia como para frenar y encubrir todo esto? —habló más flojito, como si temiera que alguien de su alrededor lo oyera—. ¿Pero acaso eres consciente de hasta qué punto la has cagado? En una hora saldrás en la puñetera Nube como el hombre más buscado de Paradise Route. Van a mostrar la imagen de tu cara en todos los holopaneles de la ciudad. ¡El resto de cazadores de recompensas se van a frotar las manos en cuanto pongan precio a tu cabeza!

 

—Me conoces desde hace años. Sabes que soy de fiar. Nunca te he dado motivos para que sospeches nada. Me han tendido una trampa: alguien se ha hecho pasar por mí para cometer este robo y pienso encontrarle.

—Mira, te aprecio, Jacob, de verdad. Pero está claro que no podré ayudarte si no me dices dónde demonios estás. Necesito que me expliques con todo detalle lo que ha ocurrido allí adentro y después, ya veremos. Te prometo que haré todo lo que esté en mi mano… —se le escuchó suspirar—, aunque no sé si eso será suficiente.

Ambos enmudecieron unos segundos.

—Podemos vernos frente a la fuente del Goliat, cerca de la estación este —sugirió el mercenario.

—Sé dónde está. ¿Cuándo?

—En una hora, quizá un poco más. Consígueme al menos ese tiempo antes de que se haga público. Es lo único que te pido.

—Veré qué puedo hacer. ¿Dónde estás ahora? —insistió.

—¿Acaso eso importa?

—Jacob, no puedo fiarme de ti si tú no confías en mí. ¿Pero qué te pasa, eh?

—Me encuentro cerca de la frontera —dijo tras pensarlo—. Cogeré el monorraíl de la estación oeste.

—Está bien. ¿Prefieres que mande a alguien de confianza a buscarte?

—No —repuso rotundo—. Nos vemos en la fuente del Goliat en una hora. Ven solo. Hasta entonces, Fergus —colgó el transmisor y se lo guardó en el cinturón.

Volvió a palparse la herida. Mierda, cómo escocía; imaginó que tenía una venda impregnada de alcohol y ardiendo en llamas de un rojo intenso alrededor de ella.

Tendría que ser muy cauto en cada uno de sus próximos movimientos. En Paradise Route, la clave del éxito no residía en rodearte de la gente poderosa, si no en confiar en la gente adecuada. Con los años, afinar la intuición para ese tipo de cosas resultaba cada vez más complicado. Dio una vuelta alrededor del quad para estudiarlo, taciturno. Si estropear su chaleco le supo mal, lo que pensaba hacer a continuación lo encontró de mal gusto. Extrajo la llave del vehículo y agarró el manillar con ambas manos. Pesaba una barbaridad, pero tiró de él con todas sus fuerzas hasta lograr que se inclinara y cayera de lado. El chasis lateral se abolló bajo su propio peso y el salpicadero y guardabarros delantero se quebraron con un fuerte chasquido y quedaron gravemente aplastados.

Jacob se quedó de pie, observando el vehículo volcado, y chasqueó el paladar.

—Una lástima… —dijo para sí mismo.

Echó a andar en dirección a la frontera. Tras rodear la pequeña colina de escombros llegó cojeando a la barricada, donde los guardias observaron desconcertados cómo se acercaba.

Si supieran algo ya le estarían apuntando, se dijo. Le lanzó al vuelo la llave del quad a uno de los vigilantes cuando pasó por su lado.

—Ese condenado vehículo casi me cuesta la vida; el manillar no estaba bien calibrado —dijo, sin dejar de andar—. He volcado a doscientos metros carretera abajo.

—¿Necesita que le llevemos hasta algún médico, Señor? —el vigilante tragó saliva al ver cómo le sangraba la pierna. Le caería una buena bronca por haberle ofrecido un quad estropeado a alguien con ese nivel de autorización.

—No os molestéis —rechazó Jacob con un movimiento de mano, mientras se alejaba en dirección a la estación oeste—. Sobreviviré.

Cuando llegó al apeadero el vagón ya estaba activo, a punto de partir; como en la anterior ocasión vacío de pasajeros. Entró y escogió un asiento cualquiera. Tras un par de minutos, una anciana con un bastón de madera y la cabeza cubierta por un fular negro también entró; con pasitos lentos lo pasó de largo y se sentó unas filas más atrás, donde se dispuso a mirar por la ventanilla, y así se quedó. Luego, el transporte arrancó con un chirrido pesado. Fue curioso, pero aquella vez ningún vigilante se subió en él. Jacob se extrañó y echó la vista atrás. Observó un instante a la mujer, que parecía no haberse percatado de ese hecho, absorta en lo suyo, y volvió a respaldarse en su asiento. El personal cada vez escaseaba más. Sería algo normal, supuso.

Ya debía de ser mediodía cuando el monorraíl pasó de vuelta por los Barrios Altos. El sol brillaba inclemente en el cielo y dentro del vagón empezó a hacer mucho calor. Jacob sudaba bajo la ropa, aunque no hizo nada para remediarlo; estaba acostumbrado a las altas temperaturas. Era extraño ver a alguien por la ciudad vistiendo con ropa ligera. Solo los enfermos lo hacían. Por culpa de la fiebre roja, la gente prefería pasar calor en virtud de tener la piel bien cubierta y protegida. Al mínimo contacto de una persona sana con el virus, tal como la salpicadura de una gota de sangre o el simple estornudo de un enfermo, resultaba mortal de necesidad.

Se encontraba sumido en sus pensamientos cuando una voz senil le sacó de ellos:

—Disculpa —giró la cabeza y vio a la anciana de pie, junto a él. Con una mano sostenía una mascarilla con filtro de aire que de vez en cuando se acercaba a la boca para respirar mejor. Sus ojos llenos de cataratas le imploraron—. ¿Tendrías un crédito o dos? Me muero de hambre. Llevo días queriendo ir al este. Me he subido al monorraíl porque he visto que no había ningún vigilante… —quebró la voz por la desesperación hasta casi perder el habla—. Ni siquiera puedo costearme el trayecto.

Jacob se la quedó mirando, parecía muy desesperada, y asintió. Sacó de un bolsillo una ficha de cinco créditos y se la dio. No iba a volverse pobre por eso, y dada su situación actual era lo que menos le preocupaba. La anciana, agradecida, la tomó y se la guardó entre sus prendas de ropa. El mercenario volvió su atención a la ventanilla, sin decir nada; no quería compañía durante el viaje, aunque para su sorpresa, la mujer sí.

—Eres un buen hombre. Un caballero como quedan pocos. ¿Te importa si me siento a tu lado? —dijo al tiempo que lo hacía.

Jacob puso cara de circunstancias.

—Oiga, anciana, no pretendo ofenderla, pero no es un buen momento para mantener una conversación —trató de ser educado.

La mujer no le dio la suficiente importancia a su negativa.

—Sí que lo es, ¿acaso tienes algo mejor que hacer durante el resto del trayecto?

—Tengo demasiadas cosas en las que pensar…

—Por la forma en la que mirabas más allá de esa ventana juraría que pensabas en tus problemas —sugirió—. Y que no son pocos.

Jacob apretó los labios en una sonrisa desganada.

—¿Y quién no los tiene?

—El que no los busca —afirmó.

No le faltaba razón. Pero su oficio era el que era. No podía cambiar eso. Al igual que tampoco podía cambiar el hecho de que aquella pobre vagabunda quisiera hablar un rato. Podría hacer el esfuerzo. Después de todo, no había motivo para ser descortés.

—¿Por qué quiere ir al este? —preguntó, tras pensarlo un instante—. Es donde están los peores distritos. Su fortuna allí no va a mejorar.

A la mujer pareció iluminársele el semblante, encantada por el rumbo que estaba tomando la conversación. Se removió sobre su asiento y apoyó ambas manos en el cabezal de su bastón. Carraspeó.

—Bueno, verás… tengo una sobrina que podría acogerme en su apartamento. No es muy grande, pero cabemos las dos y eso es mucho mejor que dormir entre varios contenedores. Es la única familia que me queda en la Tierra.

—Usted no huele como si durmiera entre la basura.

—Joven… —lo miró levantando una ceja—. Que sea pobre y vieja no significa que no disponga de unos recursos mínimos. Sé dónde puedo ir a lavarme.

—Entiendo… —volvió la vista a la ventana—. No quería ser grosero. Siento si le ha molestado mi observación.

—Oh, en absoluto —rio de forma apagada, como un pajarito débil. A continuación se fijó en su herida de la pierna y, preocupada, exclamó—. Pero hombre, estás sangrando. Deberías ir a un médico en seguida para que te echara un vistazo.