Triannual II

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Séptimo comentario: La llegada

He visionado, ya entrando en la primavera de este 2018, la difícil y densa película titulada La llegada (Arrival, dirigida en 2016 por el canadiense Denis Villeneuve, quien por este film fue nominado a mejor director y que dirigió en 2017 Blade Runner 2049). El film me ha resultado de gran interés por varias razones aunque creo que, sin desdeñar en absoluto cuestiones como la realización o la interpretación, lo que me atrae es la idea anticipadora, el contenido creativo, el desarrollo de sus efectos y las sugerencias que aporta la historia, positivas y negativas, en la misma línea imaginativa y de anticipación que apunté en Triannual I (comentarios: 3, págs. 34 y 35; 18, págs. 183 y ss. y 32, págs. 335 y ss.).

En distintas ocasiones, me he planteado en profundidad la situación y consecuencias derivadas de un eventual y sorpresivo primer contacto real con entes espaciales, por improbable que el mismo pueda parecer a unos o amenazador a otros. Sobre todo, teniendo en cuenta que las opiniones civilizadas —en uno u otro sentido— son libres y respetables, especialmente en un caso como este, que es una anticipación con los fundamentos de probabilidad —o no— que cada uno prefiera según su criterio, pero sin pretensiones de veracidad absoluta, en cualquier caso.

Además considero difícil este film por el entrecruzamiento, con la narración principal, de episodios que parecerían ser flashbacks (y no digo que lo sean exactamente). También porque presenta el desarrollo minucioso de una larga y compleja sugerencia sobre cómo podría transcurrir y desembocar un primer contacto, plagado de dudas e indecisiones, frente a una contingencia inesperada y repentina en la que el problema —incluso cuando el encuentro parece pacífico— reside en que el entendimiento mutuo es algo casi imposible de conseguir entre dos grupos de entes (los recién llegados y los humanos) que no tienen en común el planeta, la fisiología, el tamaño, la cultura, el desarrollo científico ni, especialmente, el lenguaje o el sistema de comunicación. Por lo tanto, no comparten líneas de razonamiento y aún menos de entendimiento, con la incógnita añadida de tener lugar tal encuentro precisamente en la Tierra, por su aparición simultánea en varios territorios del planeta.

Desarrolla el film una narración densa que presenta las dos exigentes razones de la acción indisolublemente unidas: el hecho trascendental y repentino de un primer contacto en suelo propio (por tanto, sugerente de una invasión) y la aplastante dificultad de encontrar la forma de entenderse. Aunque los recién llegados no parecen hostiles, siempre planea la amenaza de que pudieran acabar siéndolo, por causa de los equívocos y las diferencias entre unos y otros, con la probable influencia de la impaciencia humana. Y también tiene en cuenta el constante entremetimiento de la política en la espera, pues los oficialismos militares no aceptarán mantenerse por mucho tiempo inactivos, dado que los extraterrestres «han llegado» sorpresivamente y su disponibilidad tecnológica y su reacción serían inmensas en caso de un eventual conflicto, al menos si se tiene en cuenta el enorme tamaño de sus naves, situadas sobre lugares estratégicos de la Tierra.

La película desarrolla un guion complejo, que puede parecer incluso enmarañado pero sin llegar a serlo, porque las derivas en el continuo de la acción (supuestos flashbacks) ofrecen datos comprensibles de inmediato por el espectador, total o parcialmente. Se trata de referencias y sentimientos propios de la vida ordinaria y que no dificultan el desarrollo de la premisa principal, que es la dificultad o imposibilidad de comunicación entre dos especies ajenas entre sí. Y esas introspecciones, en el transcurso de la acción, aclaran los sucesos posteriores e influyen de forma determinante en la comprensión de la historia filmada, en los momentos finales.

Añado que con una maravillosa y exigente interpretación de la protagonista principal, la versátil Amy Adams (vista en Noche en el Museo 2, en La historia de Giselle o en El hombre de acero, entre muchas otras), que tiene en su historial bastantes premios como nominada o ganadora, en el epígrafe de «mejor actriz de reparto». Aquí, y en otros casos, es la protagonista absoluta y también fue candidata para distintos premios cinematográficos por este film. Es el coprotagonista Jeremy Renner, en un personaje a la vez principal y secundario, como «arropando» a Adams y cumpliendo con su papel con la eficacia y credibilidad que suele ser su tónica de actuación, salvo algunas excepciones.

Por cierto, precisamente Amy Adams, Jeremy Renner y la protagonista de Passengers (film del que trataré en otro comentario, más adelante), Jennifer Lawrence, habían coincidido los tres como actores, entre otros, en una película anterior titulada American Hustle (La gran estafa americana, dirigida por David O. Russell en 2013), film que solo he visto de pasada, y que refleja el mundillo de fraude, engaño, corrupción y montaje económico que desemboca, de diversos modos, en el poder del dinero, la mentira y la ambición.

1. Incógnitas espaciales

Volviendo a La llegada, parece que el guion procede de alguien que se plantea, al elaborarlo y darle virtualidad, la importancia e incluso la trascendencia de lo que en la acción irá sucediendo, que es la repercusión de una aparición alienígena repentina y masiva en el planeta humano —aunque en este caso sea una anticipación creativa, situada en el plano de las adivinaciones— y cómo hacer para entenderse con ellos, como fórmula conciliadora.

Cierto que esta posibilidad de contacto se ha tratado muchas veces: unas, la mayoría, centrándola en el peligro, la invasión, la dominación, la destrucción desatada por extraterrestres de distintos pelajes, formas y actitudes. Otras anhelando, si no defendiendo, el que su aparición sea lúcidamente respetuosa o salvadora del posible o probable resultado autodestructivo derivado de las incongruencias propias de la humanidad frente a sí misma y frente al planeta en el que vivimos. Incluso en ocasiones anticipando que «mejor que nos ayuden a evolucionar o sin comprender el universo y sus leyes, nos reventaremos a nosotros mismos o trataremos de reventar a otros», frase que es una simple cita propia.

Cierto que, en este caso, estamos sumergidos en el área de la adivinación posibilista porque ninguno de los eventuales extraterrestres, ya sean invasores, amigos o salvadores, tiene eficacia real aquí y ahora. Porque no existen o porque no sabemos que existen, si fuera el caso. Quizá por eso, apostando en el vacío, se ha mantenido en áreas científicas el empecinamiento en despachar y repetir el envío de mensajes de efecto llamada por el espacio profundo, invitando a posibles «otros» a visitarnos, como si fuéramos huerfanitos buscando a una dulce y amorosa madre extraterrestre o a un complaciente y resolutivo padre alienígena. Aunque la posible y dudosa consecuencia de una visita así inducida no se verá hasta que se vea, si es que ocurre.

Ya he dicho antes (en el primer Triannual, de 2018, comentario seis, págs. 53 y ss.) que no entiendo el que mentes poderosas, siguiendo la tendencia que inició Carl Sagan en el siglo pasado, hayan apostado por abrir voluntariamente el camino extraterrestre para la llegada de otros a nuestro mundo, solo por suponer que el resultado en un primer contacto será necesariamente favorable y amistoso porque nosotros nos mostremos encantadores en las misivas lanzadas al espacio profundo «en abierto», con todo tipo de información no clasificada y buscándolos empecinadamente. Aunque se diera el caso de que algún grupo de entes encontrara los mensajes y lograsen adivinar lo que difunden, si existen otros sistemas de vida en el universo podrían ser tan, tan distintos que no conseguirían aclarar nunca el contenido de los envíos por la disparidad de comprensión, muy en la línea de la película a la que me refiero.

Pero, como los discos informativos enviados al espacio parten de la base de que habría lenguajes universales, como el matemático, los científicos confían en que los extraños los acaben entendiendo para situarnos en el universo y viajar al planeta que les llama, inocentemente. Y que está muy bien definido en la información que ofrecen los discos, con nuestras figuras en sus dos géneros respectivos, para quedar completamente identificados. Siempre me pregunto, a este respecto, cuál sería la consecuencia final de esta llamada pues la ignoraríamos totalmente hasta que se manifestara a un palmo de nuestra indefensa nariz, de ocurrir.

De cualquier modo los mensajes ya son irrecuperables, lanzados en distintos momentos temporales del siglo xx y en diferentes direcciones espaciales, sin posible vuelta atrás. La causa probable de las sucesivas mensajerías hacia el universo será la duda en su recepción: el espacio es tan profundo que le cabe el calificativo de «infinito», lo sea finalmente o poco menos, y los científicos habrán jugado con que los «contactos nómadas» tienen poquísimas, ínfimas posibilidades de llegar a algún destino: bien porque los receptores (los extraterrestres, cualquiera que fuera su número y medida) no existan. O porque, de existir, el mensaje tendría que toparse con alguno en algún punto… de un espacio inabarcable. O que, dadas las inmensas distancias en años luz, después de transcurridos tantísimos años desde el envío hasta la eventual recepción, es posible que ni existamos por entonces, aunque nos busquen.

Por ello, teniendo en cuenta que los correos enviados (digamos que son como una variante espacial de mensajería móvil, aun cuando vuelen tan alto) proceden de este ínfimo rincón de la última esquinita de una galaxia periférica entre cien o incluso doscientos mil millones de galaxias en movimiento, formada cada una por otros tantos miles de millones de estrellas, orbitadas por una incalculable cantidad de planetas de distintos tipos, su recepción y entendimiento sería una increíble casualidad. Pero me inquieta esa posible casualidad y que exista tal contingencia en esos insondables espacios exteriores, porque, en este lugar terrestre, el azar adopta múltiples formas que se manifiestan e influyen en los destinos particulares y colectivos. Igual que la casualidad que trajo al meteoro que acabó con los dinosaurios y con casi toda vida en la tierra. O la que en algún momento cronológico hace nacer a alguien que después se convierte en un tirano desolador.

 

2. A enormes velocidades

Como prueba efectiva de movimiento espacial, simplemente en el área de los asteroides, el 9 de febrero a las 23:30 pasó uno de ellos, el 2018 CB, tan, tan cerca como a una quinta parte de la distancia que separa a la Tierra de la Luna. Primero leí la noticia de su aparición prevista en esa fecha y luego he buscado alguna mención posterior sobre el mismo, sin encontrar más datos porque ha pasado sin molestar. Fue descubierto el día 4 anterior y se nos ha acercado a 64.000 kilómetros, lo que parece mucha distancia vista desde nuestra rutina habitual, pero que es muy, muy poca en un espacio en el que todo se mide en miles de millones de kilómetros o, dicho de otro modo, en años luz.

Es verdad que, del tenor de la noticia, se sabe que rocas de parecida envergadura pueden pasar en nuestras cercanías una o dos veces al año. Por su menor tamaño (entre quince y cuarenta metros) no se pueden descubrir con antelación, pero comportan el gran peligro de sus inmensas velocidades al impactar, si tal cosa ocurriera. Igualmente según la noticia, este pedrusco CB parecería ser más grande que el que reventó en Rusia en 2013, en la atmósfera de Chelyabinsk (Siberia) donde originó importantes daños personales y materiales. Así que hay que alegrarse del paso del CB sin consecuencias pero, también, habrá que pensar sobre lo que pueda suceder si algún «colega» suyo, viajero inesperado, decide aterrizar en algún sitio terrestre con una velocidad de inconcebibles miles de kilómetros, tan solo unos pocos días después de ser descubierto y sin ningún medio de contención.

Tuviera relación, o no, con ese roquedal viajero, al CB le había precedido unos días antes el paso de algunas bolas de fuego, cruzando por la mitad sur de España, detectadas por el complejo astronómico de La Hita (Toledo) y por distintos observatorios y espectadores de Andalucía y algunos otros lugares, que las vieron mientras se consumían en su violento paso por la atmósfera, que actúa a menudo como eficaz salvadora.

También, en fechas próximas al paso del 2018 CB, citado arriba, hubo otro acercamiento, relativamente próximo, del asteroide rotulado como 2018 CC, que no tuvo repercusión porque pasó a unos 180.000 kilómetros de la Tierra, lo que ya es una proximidad algo apartada. Pero que pasar por el vecindario, pasan y a velocidades increíbles. Y si, como una noticia añadía, los de este tamaño suelen acercarse por aquí «una o dos veces al año» pues resulta que ya habrían agotado la previsión anual… a principios del año.

Así que, volviendo a la eventualidad de posibles viajeros espaciales desconocidos que, como en el film, pudieran aparecer por los abismos celestiales y recoger por casualidad la invitación humana para visitarnos, francamente confío en que: o bien el oro o los otros metales «nobles», en los que se han impreso los mensajes, se encuentren en su viaje con algún material mucho más potente y denso que los destruya en la colisión, o que su viaje termine en una piscina sideral, esto es, que un sol los acoja cálidamente y para siempre entre el nunca más de sus fauces inflamadas.

No me olvido de algún reciente documental en la TV, de los que tratan y dan supuestas pruebas de la existencia de ovnis y las idas y vueltas de los mismos en torno a las construcciones que hemos puesto en órbita pues, según dicen, incluso han sido vistos artefactos móviles desde la Estación Espacial Internacional (de la que de nuevo mi querido Howard Wolowitz, insigne ingeniero interpretado en The Big Bang Theory, nos recordaría en la serie, con presunción, que él estuvo allí…), vaya, al menos a nivel cinematográfico lo ponen todo tan vívido y fundamentado que tengo que referirme a lo que muchos sugieren, si es que no me lo he planteado previamente: que ya estén aquí, de acá para allá, por ejemplo en la cara oculta de la Luna o al fondo de los océanos y… que no solo estén en misión secreta sino que en nuestro planeta ya lo sepan algunos a nivel gubernamental o que, de ser así, incluso existan contactos confidenciales desde hace tiempo, cosa aparentemente indemostrable.

Pues si eso fuera así, más de lo mismo y sigo especulando simplemente en base a creaciones fílmicas: o los políticos «enterados» no informan (o no informarían si se diera el caso) a la población civil, sin duda para guardar para grupos o camarillas las ventajas elitistas que puedan obtener (y si el engaño se descubriera, alegar que era una forma de introducir, prudente y paulatinamente, la situación), o es que tratan de manejar en su provecho a verdes hombrecitos o a pulpoides renegridos, sin informar a la gente común. O lo mantienen clasificado para que, desesperados por el pasmo o por el miedo, no entremos al saqueo y la algarada (que parece desembocar absurdamente en vaciar tiendas de electrodomésticos y cajeros, cuando lo probable en una situación extrema es que no haya electricidad o tiempo para disponer de tanto desparrame) porque seamos —o es que en buena parte lo somos, cediendo al pánico— una panda de salvajes.

De darse un caso como el comentado, cabrían dos situaciones: que hubiera un protocolo rígido de reacción rápida, normalmente defensivo, cuyos resultados sin duda habrían sido estudiados en simulaciones de ordenador previas, pero más bien inútiles por ignorancia absoluta sobre los eventuales visitantes. Serían desconocidas sus intenciones y también su potencial agresivo, sin hablar de una ineficaz reacción ante ellos debida a la multiplicidad de países en la Tierra, cada uno de ellos a su bola cuando no enemistado con los demás que comparten el planeta.

O bien podía ser una llegada pacífica, igualmente probada en simulaciones pero que implicaría tantas incógnitas, tantas variables, que no podría concretarse si los eventuales extraterrestres involucrados en la supuesta «visita» estarían interesados en civilizar y alentar al conjunto de la población. O si, más bien, carecerían de interés en comprender o conocer el mundo humano global, sin relacionarse abiertamente. Con el evidente peligro de reacciones adversas, por ambos lados, o porque tan solo vengan a surtirse en el planeta de materiales o materias primas, lo cual ni siquiera suena nada bien. No digo que tales contingencias sucedan, claro está, pero el aura de posibilidad anticipatoria siempre apunta. Así que, de aparecer en condiciones reales esta circunstancia sobrevenida, ¿pues en qué producto o mercancía de esta Tierra estarían interesados los aliens involucrados? Apuesten por alguna, por si el caso se da y a ver qué concluyen.

Pero, volviendo a lo probado respecto de las convocatorias espaciales, plasmadas en discos voladores que viajan por el espacio con su efecto llamada desde la Tierra, mientras no me cuenten una razón fundamentada para defender su utilidad, sigo esperando que se volatilicen aunque ni eso, ni lo contrario, está en mis manos. Además de que, si una eventual colisión sucediera, son varios los mensajes viajeros que van en distintas direcciones, y seguramente también se emiten otras llamadas por radiofrecuencias, de las que no sabemos nada.

Así que confío en que no existan ovnis zumbadores en la cercanía, ni entidades vitales viviendo en exoplanetas expansivos con capacidad para viajar por el espacio profundo y espero que no encuentren los mensajes, al menos mientras exista vida propia en el planeta Tierra.

Y, claro, deseando que algún meteoro indiferente y macizo no aparezca para estamparse por aquí, en algún momento imprevisto. ¿O alguien tiene otra cosa que contarnos?

Octavo comentario:

¿Todos contentos con la energía?

Varios meses después de haber tratado sobre Chernobil en el comentario segundo de este libro, me he enfrentado de nuevo al suceso catastrófico que visioné cierta noche de finales de enero, ahora en una posterior reposición. En los documentales de entonces ya percibí las consecuencias —a través del área audiovisual— del mayor cataclismo nuclear habido en el mundo, superior en varias veces al mucho más reciente de Fukushima. A diferencia de otras catástrofes naturales de gravísima magnitud inmediata, pero que admiten recuperación a cierto plazo, la del reactor no solo ha producido secuelas de gran alcance en el entorno, la población y la sociedad, en este caso europea, sino que —específicamente— se ha convertido en una amenaza potente, latente, imborrable, presente y futura, posiblemente a nivel mundial. Esto es, Chernobil.

De nuevo ha sido tratado en la televisión el accidente nuclear, con los documentales informativos a los que me referí en el pasado enero del año actual (comentario segundo de este texto), pero ahora coincidiendo con la conmemoración —mejor diría yo, recordatorio— de los treinta y dos años transcurridos desde la explosión, sucedida el 26 de abril de 1986. Los documentos audiovisuales citados se han ofrecido en la programación presentada entre la noche del día 25 y la madrugada del día 26 de abril, de forma aproximada con el mismo horario en el que se produjo el suceso nefasto en su momento, de madrugada.

Sin embargo, esta vez han dado cuatro documentales, aunque quizá la vez anterior también eran cuatro, pero entonces solo vi tres. Así, en esta nueva ocasión me despistó encontrarme, de entrada, con una filmación que no coincidía con las que yo había visto antes. Fue solo después de terminar la emisión, ya entrada la madrugada y bajo el impacto de lo visionado, cuando puse un orden teórico por el que realmente, para mí, el que dieron en primer lugar en esta programación actualizada debió de ser realizado en algún momento posterior a los otros, según su contenido.

La diferencia, según deduje, provenía de que la enorme cubierta moderna, en acero y cemento, a la que me referí en el comentario segundo, en aquellas filmaciones de enero pasado aparecía en construcción (con una valoración económica, ahora confirmada, de nada menos que de dos mil millones de euros), mientras que en el documental ofrecido ahora en primer lugar aparecía, al fondo de algunos fotogramas, perfectamente encajada ya sobre el monolito agrietado que fue el primitivo sistema de contención, indistinguible ahora bajo la cubierta nueva e imponente. La cual, según información actualizada, fue situada en su lugar definitivo a finales del año 2016, cosa que no había aclarado previamente.

Como cada documental era autónomo, no importaba el orden en sí mismo, así que paso a comentar ahora este documento filmado que no conocía de antes: se trata de un ingeniero americano, no sé si científico, documentalista, divulgador o aventurero o mezcla de todo ello, que acude —y al parecer ha ido allí en otras ocasiones— a visitar los restos y el contaminado entorno. El acceso solo se autoriza al personal técnico y científico, y se refiere a la zona de exclusión, esto es, la arrasada y permanentemente radiactiva región prohibida, vigilada y aislada, que abarca una distancia de treinta kilómetros de terreno en todas direcciones en torno al reactor reventado y que incluye distintos depósitos de vehículos y material radioactivo, además de restos de todas clases.

1. Tierra devastada

El ingeniero deambula por el territorio del suceso de un modo muy independiente, aunque es de suponer que no le habrán dejado moverse a su aire sin vigilancia, sin asistencia o, pura y simplemente, sin control. Sin embargo, la presentación de sus andanzas sigue pareciendo personal, voluntaria e intensa. Al principio recorre las oficinas técnicas actualmente en funcionamiento, que controlan y administran la zona del suceso (donde había además otros tres reactores nucleares funcionando, aunque creo haber leído en alguna información que ya no están en uso) y se entrevista con el personal científico que controla la zona.

Además se somete a controles físicos para tenerlos de referencia para los posteriores a los que se someterá cuando ya habrá acumulado radiación en el cuerpo, y recibe la información protocolizada sobre uso de trajes, máscaras, límites máximos de exposición personal, el manejo constante del contador de emisiones, que no es ya el famoso Geiger, aparatoso y chillón, sino que se trata de aparatos manuales digitalizados parecidos a un teléfono móvil de tamaño pequeño.

 

Luego visita la sala de mando antigua, abandonada, oxidada, despintada y desordenada, donde se produjo el desfase técnico que reventó el reactor número cuatro de la central y que no es más que una lamentable ruina de lo que fue cuando estaba en uso, como se comprueba en referencias retrospectivas también ofrecidas por los documentales. En ellas se nos presenta en momentos anteriores al desastre y todavía funcional, aunque con un aspecto estético a la soviética, esto es, sin ninguna estética. Ya sé que son años de por medio pero todo ello contrasta con la limpieza, el brillo, la pulcritud y el orden que se puede ver en otras filmaciones sobre el episodio destructivo sucedido en Fukushima en tiempos más recientes, y sobre la contención de los efectos del reactor afectado, las reordenaciones y previsiones de la manipulación, y eso sin detallar la retirada de restos, reposición de entornos, recuperación de ciudades y población, bien definida y estructurada en la ciudad japonesa que fue la más afectada por el accidente nuclear ocurrido en Japón, en su día.

Volviendo a Chernobil, en las referencias retrospectivas de la época me he fijado, por ejemplo, en la ropa oficial de los técnicos de la central, con el diseño soviético —igualitario a la baja— de las batas blancas de los empleados en activo en los años ochenta, que parecen prendas demasiado básicas para actuar en el corazón de un establecimiento nuclear. No es, por mi parte, una falta de respeto a una época pasada y mucho menos hacia las personas que los vestían y que se enfrentaron en primera línea a los acontecimientos, dado que su ropa de trabajo, sin duda, no la eligieron ellos ni en principio afectaría a la calidad de su labor. Además de ser un simple comentario superficial, de lo visto en esa filmación no se distinguía ningún elemento de seguridad individual visible, tal vez porque no se habrían planteado que ocurriera un suceso tan destructivo. Por supuesto, me estoy refiriendo a imágenes de un suceso muy anterior en el tiempo y una situación social geográfica y también territorialmente lejana.

Pero volviendo al periplo del ingeniero visitante, el mismo nos plantea durante su «paseo» determinadas dudas (antes no precisadas) sobre la causa del suceso: no nos explica cuáles sean sobre cómo pudo ocurrir un fallo de tal categoría destructiva consiguiente, si fue un eventual fallo de manipulación, o incluso el resultado de eventuales defectos funcionales en el protocolo técnico de construcción de la central, ya fueran referidos al diseño del tablero de comando o bien por la propia formulación del horno nuclear.

2. Víctimas

Mientras especula acerca de la causa del suceso, alcanza los sótanos inundados en las cercanías del reactor, siempre midiendo la radiactividad que constantemente produce avisos y, al aumentar, se enfunda un traje de faena liviano. Explica que el nivel de radiactividad puede transmitirse directamente a los pulmones y llegar a causar la muerte, en ocasiones incluso con poca exposición. Ahí se requiere el elemento protector que es la máscara y que, en estos momentos más actuales, presenta un aspecto profesional muy diferente de las rígidas de faena que ni siquiera se ajustan bien al rostro. Que eran las que llevaban, según las antiguas filmaciones, los trabajadores, técnicos y auxiliares en los momentos inmediatos a la explosión.

Evaluando este riesgo que corrieron, y sufrieron, cientos y luego miles de personas, el ingeniero visita el interior del abandonado hospital de la ciudad inmediata, Pripyat, en Ucrania, abandonada y solitaria. El hospital sin servicio es una pura ruina por fuera y un caos asqueroso por dentro. Deambula por salas, eludiendo restos, escombros y enseres destrozados, midiendo siempre las emisiones y, a veces, actuando con prudencia ante determinadas subidas en las mismas.

Mirando a los sótanos desde un piso superior, distingue algo que le impulsa a descender para revisarlo y consigue penetrar al interior a través de un agujero en el muro, con las dificultades consiguientes. En esa zona había percibido desde arriba un extraño vertido de arena que parecía ocultar algo y, como las alarmas del contador arreciaban, decidió comprobarlo en el propio subsuelo. Una vez abajo, tiene minutos contados para salir del lugar después de descubrir que hay restos de viejas ropas amontonadas y, sobre todo, botas por allí tiradas y semiocultas en fango y agua y que son las que producen un nivel desaforado de radiación.

Se da cuenta de que son los desechados ropajes de los bomberos que acudieron a sofocar el fuego de modo inmediato después de la explosión, y cuyas ropas fueron retiradas a toda prisa tras su ingreso en el hospital, y desechadas hacia los sótanos para minimizar la radiación que tuvieran acumulada y que allí continuaban, después de tantos años. Los bomberos fueron de las primeras víctimas por causa de la exposición radiactiva que sufrieron durante su intervención inmediata.

Y después de ellos, también recibirían radiactividad una parte de las brigadas de limpieza (a los que se les llamó «liquidadores») que trabajaron en la estructura entre escombros con ropa ordinaria, sin más precaución que las mascarillas blancas y durante los minutos máximos que les indicaban para retirar restos. Esta acción de las brigadas era especialmente importante para despejar de escombros la cubierta superior del reactor tres, anexo al cuatro (que es el que estalló) por los restos que volaron de una a otra cúpula con la explosión y que eran recogidos con palas y retirados de la zona con medios básicos.

También afectó la radiactividad de forma directa a los pilotos y tripulación de los helicópteros que, para intentar sofocar la columna de emisiones que se distribuía por la atmósfera, fueron enviados con cargas de arena hasta soltarlas situándose encima del agujero nuclear, tratando de colmatar el hoyo que dejó el reactor, y que recibieron la radiación directa en sus personas y aparatos. He leído algunas estimaciones del número de personas que resultaron radiadas, considerado entre quinientas y seiscientas mil víctimas, pero no he aclarado si también se incluyen, o no, a los afectados por las secuelas y enfermedades de desarrollo posterior que habrán aumentado el número de afectados.

Debido a una apresurada solución inmediata, sepultaron también, al cubrirlo con arena y luego con la primitiva cubierta cementada, el combustible nuclear que, por lo tanto, no fue retirado sino que sigue allí, cociéndose en su macabro «caldero». He leído en una publicación que ese reactor cuatro almacenaba 189 toneladas de combustible nuclear, de ellas representando algo más de 3.500 kilos el uranio en estado puro. Y en otra lectura, que el combustible dejado allí representa el 90 % del que había en los momentos anteriores a la explosión.

Incluso días después de la catástrofe, se llegó a considerar que la potencia de esa combustión permanente acabaría horadando el basamento inferior aislante del propio horno, y entonces el magma nuclear podía acabar filtrándose hasta la capa freática y por mayores extensiones de terreno, trasladando la contaminación a sectores aún más lejanos. Por eso, a continuación del suceso, se procedió a realizar una excavación subterránea, que intentaba reforzar la zona inferior del horno nuclear, acercándose al mismo abriendo un túnel bajo tierra. Supongo que entonces no existían las tuneladoras, o no se recurrió a ellas, o no era factible técnicamente, porque se ven filmaciones de los operarios en su actividad subterránea, dudosamente ventilada, semidesnudos por el calor, trabajando con palas a enormes velocidades para sacar la arena y construir el túnel, relevándose unos a otros constantemente durante veces sucesivas.

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