Triannual II

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Cuarto comentario:

Rutinariamente disconformes

Hace tiempo que me vengo preguntando sobre la disconformidad como sentimiento frente a muchas circunstancias, pero que en este caso es aplicable a una determinada «parcelita» (esto es, a un país del ancho mundo) donde sus ciudadanos la manifiestan con frecuencia en múltiples sectores de su vida social. Tal vez así expresan simple descontento porque una hosca cadena montañosa interrumpa el paso hacia su continente natural, que sería su acceso hacia un territorio con mayores oportunidades y más ordenado y evolucionado. O, posiblemente, por estar lejos del próspero (al menos en parte) gran continente paralelo, con sus consiguientes oportunidades, pero separado por un extenso y profundo océano donde la distancia ya implica un difícil y extenso salto a las imponentes aguas colombinas.

Tales razones, a falta de otras o además de otras, pueden haber contribuido a la disconformidad generalizada frente a casi todo, en el territorio referido, de modo que propongo al lector que proceda a adivinar cuál es la situación geográfica concreta de la parcelita citada.

Pero sean cuales sean las razones de otros para estar disconformes, la mía, con categoría global y en un aspecto dado, además ha ido coyunturalmente en aumento: porque, como una secuela del año anterior, el 2017, compruebo la posibilidad tangible —fundamentada en el agobiante verano de entonces, la inexistencia del otoño, y la casi constante omnipresencia del sol en los meses del invierno—, de los efectos de la sequía a caballo entre dos años, además de las esporádicas pero brutales alteraciones nevadas o heladas durante días aislados. Así que me enfrento a la agobiante situación climática que, primero, me ha hecho sudar en el curso del citado año pasado (como posiblemente ocurra también en el actual) durante interminables meses y mantenerme bajo la sombra de techados varios; y segundo, vuelvo a señalarlo, que ha complicado mi cotidiana preocupación de entonces y ahora por mis plantas y arbolillos, casi hasta el agotamiento. Mío pero también de ellos, que ni prosperan ni se lucen con los chorros del agua doméstica reutilizada y siempre escasa, que apenas les permite superar la sequía, además de que ni «reconocen» la estación que debería corresponderles, por causa del lío climático.

Y sí, sabían mirarme con enfado —no a la cara sino a los pies— con sus hojas mortecinas y decaídas, creo que acusándome más por intentar mantenerlos en esas condiciones que si les hubiera dejado a la ventura de su seca continuidad. De modo que mi vegetación ha estado también doblemente disconforme, por un lado con el clima trastornado y, por el otro, conmigo por incapaz de resolverlo. Y eso me ha llevado, entonces y ahora, a estar también absolutamente disconforme con un clima regional que amenaza de esta manera a criaturas tradicionalmente adaptadas a su terreno, camino ya de no estarlo nunca más, salvo artificialmente y solo en algunos casos.

Pero el clima no entiende de protestas ni de reclamos, se limita a ser una justiciera causa-efecto ya que al tiempo atmosférico el ser gélido o tórrido, o cualquiera de sus variantes, le da igual. Ajustado a las leyes naturales, que tal vez nunca fueron las nuestras, responde de un modo coyuntural a situaciones provocadas por nuestros malos modos de gestión habituales y tiene en cuenta los privilegios, emociones y turbaciones de los humanos tanto como le importan las pretensiones imperiales de las hormigas o la agostada situación de mis sedientos árboles.

Así que, dándole muchas vueltas a un asunto tal que escapa a mi capacidad para resolverlo, ¿qué quedaba? Pues tener que contradecirme y forzarme a la conformidad estratégica para vigilar, día tras día, el estado del tiempo climático, teniendo en cuenta que no apareció el que pudo haber sido un otoño compasivo y húmedo, sino que desapareció en el año 2017 sin haber llegado a serlo.

También contemplaba a diario a los que sí que son enormes árboles situados en la acera de la calle urbanita, por fuera de las casas. Situados en un municipio que los plantó años atrás, resultaron ser de los que crecen constantemente pero a los que nunca se atiende. Así que desarrollan un follaje anárquico, desatado en su crecimiento e invasivo de propiedades vecinas con sus ramas acumuladas y enredadas entre sí, antes de que sus hojas caducas caigan cuando ya perciben el invierno. Pero como aparecía tardíamente, entretanto resonaba la caída de alguna rama camino del suelo, tronchada por el viento y dejando al azar de la estadística su posible alcance de alguna cabeza, cosa que no ha ocurrido por el momento, por casualidad.

El caso era que ni esas hojas de plantíos ajenos caían, resistentes a su cronología, ni habían revoloteado por mi jardín para arremolinarse en grandes montones que exigían llenar personalmente una gran cantidad de bolsas para luego retirarlas hasta los contenedores, como siempre había sucedido en los años anteriores. Ni lluvia alguna advenía, ni el sol amainaba su potencia, ni las aves migraban. Con frecuencia miraba al cielo intentando verlas, hasta que me cansé y volví a mirar al suelo, otra vez conforme por fuerza: tal vez un otoño barnizado de extemporáneo verano cambiaría en algún momento a un invierno crudo y natural.

Pero el tiempo se mantenía estable y, por lo tanto, hube de apreciar la bondad de un sol permanente, sin mantas, ni calefacciones, ni calditos reparadores, sino alegría de camiseta y pantalón corto en el soleado ambiente mesetario, mal imitador de islas tropicales de ocio y descanso, olvidada la obligación rutinaria de la cansina recogida diaria de las hojas otoñales que no habían caído.

Claro que, al mirar hacia abajo, veía la tierra polvorienta, cuarteada y blanca, moteada por algunos restos vegetales quemados por la insolación incesante. Así que, contra costumbre, hube de aceptar finalmente la situación de solanas y sudores, compensando lo que la lógica predice del futuro climático global con lo que la comodidad conforta en el presente personal: esto es, apartando la disconformidad respecto de la situación general del planeta, para vivir la vida como viene en lo que tiene de adaptación egoísta a lo que un humano entiende por buena vida natural, confortable sol y seco aire, para descansar largamente a la sombrita, cuando se puede… Y, tras algún par de días esporádicos y pasajeros de temperatura heladora, procedente de algún sector nórdico ignorado, seguimos por días y días con un sol que brilla sin nubes y se filtra por cada resquicio.

Pero, al acomodarme así, voy a resultar, en este caso, culpable con culpa (cambiando un poco el que fue título del segundo comentario en el primer Triannual), porque no me libero de la disconformidad cuando recuerdo la agenda que estableció la Conferencia de París sobre el Clima, en 2015. Ya han transcurrido sus dos primeros años, sin verse claras las previsiones futuras sobre la eficacia de los acuerdos pactados, porque la situación es la misma o aun peor.

Así que, en un tercer o cuarto plano de conciencia, algo me amarga el brillante sol, el cálido aire, la falsa identificación con un paraíso tropical, la circulación sin atascos en ausencia de lluvia, la ropa que no pesa, el paraguas olvidado, los desplazamientos sin mojaduras, la ausencia de aire helador cortando las mejillas, el no tener que atender a resbalones matinales por las heladas que no han caído…

Y sigo recordando cómo, poco antes de entrar en el nuevo año 2018 de este siglo xxi, estando ya en el invierno cronológico, que no real… un buen día pude percibir un ruido conocido en las alturas del cielo y lo rememoro ahora, solo un par de meses después, y lo recreo: buscando la procedencia, mirando hacia arriba por todas partes, en cierto momento alcanzo a distinguir su causa: sí, por el cielo se aproxima una bandada de grullas huyendo del frío norteuropeo y chillando sin parar en su migración tardía al sur, como para no perderse unas de otras mientras mantienen sus dos filas unidas por el frente. Van muy altas, mucho, hasta parecer, en contra de su considerable tamaño real, pequeños puntos móviles lanzando su agudo pregón en la atmósfera sin nubes.

Y me llama la atención que se detienen casi sobre mí, seguramente a cientos de metros por arriba, deshacen la formación y empiezan a dar vueltas en círculo sobre sí mismas, como un carrusel de feria y sin amainar sus gritos. Nunca lo había visto antes, giran y giran, tanto que estoy a punto de abandonar la forzada postura de atención pero aguanto. Creo que el descontrol climático podría ser la causa del despiste avícola, pero no lo sé, a lo mejor es que algunas veces necesitan reordenar su camino para no perderse, para descansar un poco o para cambiar el turno de la que ejerce de guía, y retomar la corriente de aire en la que navegan. Hasta que, después de un tiempo que se me antoja infinito, una estira el pelotón y las demás la siguen: un poco más adelante ya se ha recompuesto la punta de flecha alada que forman al migrar y, en efecto, van hacia el sur tras modificar la primera dirección en que parecían apuntar hacia el oeste, antes de detenerse. Y ellas, por fin, advierten de la llegada real del tardío invierno con su presencia y sus agudos trompeteos de tropa interconectada, hasta perderse en la distancia.

No fue la única vez que pude verlas, pues en días sucesivos hubo (los chillidos siempre preceden a su paso, desde antes de ponerse a la vista) dos migraciones más, una de ellas pasó sobre mi cabeza sin alteración alguna en su camino con la formación de punta de flecha y el otro grupo volvió a pararse, girando igualmente unas aves en torno a otras para recuperar su ruta, corregida poco después como si la localización de mi modesto jardín fuera un semáforo. Tomada nota para comparar, si todo sigue así, el próximo invierno, si es que lo hay. O habrán aprendido ya, a su costa, el camino correcto… Y, terminado el año 2017, no me he olvidado de que hace tiempo que no he visto migrar a los patos, ¿dónde estarán?

 

Así que, volviendo al presente e imitando el despiste aviar en tales condiciones, también yo decido hacer un círculo de reordenación, girar unos cuantos segundos absurdos en torno a mis árboles, que ahora ya pierden sus hojas, para su descanso y el mío, mientras pienso en el lío climático del año agotado, y doy unas cuantas vueltas más meditando en qué cambiará las cosas —en uno u otro sentido— el año comenzado. Y, aún más, para decidir si retomo o no mi abandonada disconformidad al pasar al olvido el año 2017 y seguir avanzando por el 2018…

(Nota posterior añadida en 2020: No tuve ocasión de ver la migración hacia el sur en 2018 —en el que tampoco ha habido invierno real— ni la del 2019, aunque tuvieron que viajar previamente al sur ya que pude oír y ver a las grullas, pero ya de regreso hacia el norte español y europeo. Me pareció un retorno muy temprano porque ocurría a mediados de febrero, ya en 2020, formando un pelotón de varios cientos, totalmente desordenado en lentos giros, mezclándose entre ellas mismas. Pasaron tanto tiempo en el aire sin avanzar que no parecían saber qué hacer. La posterior llegada de un pequeño grupo, en correcta punta de flecha, les indicó la dirección cuando pasó por su revuelto lado hacia adelante, y entonces reiniciaron el avance al norte pero no se ordenaron, seguían revoloteando como una deslavazada peonza, en lento desplazamiento giratorio. Puedo suponer que son signos de un clima alterado, aunque no me conste por falta de prueba suficiente, pero —una vez más— tengo que atenerme a lo que veo.)

… Y resulta que sí que reasumo una profunda disconformidad aunque hacerlo signifique que no, no voy a conformarme más con el cambio climático.

Así que decidme, decidme bien alto qué hacer… No me basta con leer sobre la Conferencia de París, ni con contemplar el secarral de mi entorno, ni con prever la desertificación del territorio, o que el agua anegue regiones de contrario, ni con esperar que el mar colonice la tierra, ni con obviar un dudoso futuro, tenéis que gritarme qué hacer, informarme minuciosamente de qué hacéis, alentarme la esperanza en el futuro o, en otro caso, minorarla. Pero no acallarla.

No importa cómo sea porque el caso es conseguir saber lo que no sé: la verdad…

Quinto comentario: Incongruencia

Empiezo aquí meditando sobre esa palabra porque, en un primer momento, he creído encontrar un tema que parecería bien definido con ella. Pero, enseguida, me he preguntado —antes de entrar al desarrollo— si el significado de la palabra se ajusta o no adecuadamente a lo que quiero calificar. Como para estos casos inconcretos o inseguros están los diccionarios, tratados enciclopédicos que aprecio en lo más alto de mi estima, en formato libro, he buscado la confirmación: no para buscar la palabra incongruencia porque, al ser la simple negación de la palabra afirmativa (la cual es congruencia), el diccionario, ahorrador de explicaciones redundantes cuando son palabras derivadas de otras, simplemente remite al lector a la palabra positiva que, como dije, es congruencia. Claro, eso implica que quien consulta tenga que movilizar páginas atrás o adelante, entre la negativa y la afirmativa, hasta dar con la congruente, esto es, la que presenta «conexión» o «relación» con el asunto a tratar que permanece a la espera del resultado, hasta que se aclara.

Por lo que, volviendo al principio, congruencia = conveniencia, oportunidad, conexión, coherencia… Luego, su negativa, incongruencia = inconveniencia, inoportunidad, desconexión, incoherencia… lo que desemboca, pura y simplemente en el título de esta entrada, Incongruencia, que luego se verá si realmente es adecuado para el tema a comentar.

Es cierto que lo he presentado como si fuera un puzle (o su versión como rompecabezas) aunque, si se siguen los pasos, el final de toda la operación resulta ser de nuevo el principio, después de seguir las pistas que llevan al resultado y haciendo trabajar a la vez cuerpo y mente, que es para lo que estamos genéticamente dotados.

Otra cosa es que se pueda considerar una pérdida de tiempo —ya sea el mismo de trabajo o de ocio—, especialmente cuando la tecnología actual permite hacer la consulta en la pantalla electrónica. Así se encuentra un resultado similar pero más rápido, y tan recortado o extenso como se pretenda, sin necesidad de incorporarse del asiento, desplazarse a una estantería, extraer volúmenes, evitar que se escapen de las manos por su peso, trasladarlos por la habitación, situarlos sobre la mesa debido a su tamaño, pasar y repasar páginas y tener que forzar la visión porque, también por ahorro en su paginación, la letra en los diccionarios suele ser pequeña y apretada. Aunque, haciendo comparación de «daños» físicos entre la letra pequeña impresa y el brillo constante de las pantallas, no sé yo con cuál quedarme. O sí que lo sé.

Porque algo hay en los libros que a mí me parece como si formaran parte de mi esencia, como si la larga historia evolutiva hubiera marcado sucesivamente en tantos de nosotros el conseguirlos y apreciarlos como maestros y amigos, fundamentos de la cultura y del progreso, siendo a la vez sumamente fieles y fiables en las diversas áreas del lenguaje, el pensamiento y la información. Ofreciendo incluso una mayor intensidad que otros instrumentos porque los hemos elegido personalmente, valorado, utilizado, evaluado y, los retomemos o no, seguirán ahí puntualmente a la espera, sin perjudicarnos ni dañarnos ni escapar de nuestra compañía nunca y sin aspirar más que a un sitio en nuestra proximidad, sin exigencias, en disponibilidad permanente y perviviendo por generaciones. Y además, cumplen su cometido sin energía eléctrica. Pero, como cada uno es cada uno y su patrimonio personal —excepto las mascotas, que ya no son «cosas» patrimoniales, como puede verse más abajo— es privado y privativo, cada persona resolverá sus requerimientos respecto de ellos. Y ahora sí me dispongo a pasar al propio asunto.

Incongruencia. Repito, inconveniencia, inoportunidad, desconexión, incoherencia, con pequeños matices interpretativos en cada caso, son todos conceptos aplicables al tema del asunto a tratar, ahora sí.

1. Unión y senderos legales

El 11-10-2017, y me disculpo por haber tardado unos cinco meses en tratarlo, se procedió a recepcionar legalmente en España, con su publicación en el BOE, el Convenio Europeo de 1987 sobre protección de animales de compañía. Les ofrezco algunas lindezas del texto publicado: «El día 9 de octubre de 2015 el Plenipotenciario de España firmó en Estrasburgo el Convenio sobre protección de animales de compañía, hecho en Estrasburgo el 13 de noviembre de 1987» (texto original de la página). Lo primero que me sugiere la redacción, es ¿«hecho en Estrasburgo»…? ¿Tenían prisa en publicarlo y no se pararon a buscar una palabra más acorde con una tipología legal, como «redactado, o acordado, o convenido en…» por ejemplo? Porque tal parece que el citado convenio lo sacaran de una plantilla informática básica sin revisar, donde se cambian los nombres y las fechas y ya está.

Continúo con el texto del BOE, que se publica con el marchamo de la autoridad del rey, y que dice: «Manifiesto el consentimiento de España en obligarse por este Convenio y expido el presente instrumento de ratificación firmado…» A lo que añado: pues ya era sobradamente la hora de ratificarlo y firmarlo, después de pasar treinta años desde que el convenio fue «hecho».

Luego me voy al cuadro de firmas, consentimientos y entradas en vigor: España firma el 9-10-2015, que es cuando «consiente» (esto es, expresa la simple conformidad con el contenido de la norma, pero aún sin incorporarla a la legislación nacional, después de transcurridos 28 años en ese momento). Y tras de «consentir» (sin efectos legales), todavía pasan dos años hasta su publicación, ocurrida el 19-7-2017. Y, por si había pasado poco tiempo, esperarían a dotarla de efectos legales hasta que entrara en vigor, lo que llevaría aún seis meses más, hasta llegar el 1-2-2018.

De este modo puede verse cómo España ha dilatado sucesivamente una norma acordada por la común Unión Europea, desde 1987 hasta el año 2018, en que se procede a su incorporación legal como norma interna. Si tenemos en cuenta que algunos estados ya firmaron de inmediato al acuerdo en 1987 y que el citado acuerdo europeo se perfeccionó «de forma general» en 1992, al haber ya entonces suficiente porcentaje de países conformes, la irresoluta España esperaría a firmarlo en 2015 y a ratificarlo en 2017… teniendo el más que dudoso «honor» de ser además el último de todos los países del convenio en hacerlo, curiosamente. Y aun así, su validez real, que es la entrada en vigor en el país, todavía quedaba pendiente para seis meses después, por si la tardanza previa había sido pequeña. Así que ¡el último! Vamos como un reflejo de la vida sociopolítica interna y externa, como país.

A mí todo este asunto me ha parecido que semejante dilación puede entenderse de dos formas: o a la UE no se la toma en serio realmente en nuestro país, salvo en materia económica, o lo que no se toma en serio es la norma jurídica, dándole infinitas largas antes de recepcionarla. No sé cuál de las dos posibilidades es la más lamentable ante los socios europeos y también ante nosotros, como nacionales.

Retomando lo referido más arriba, así finaliza el documento publicado en el mencionado Boletín Oficial del Estado: «El presente Convenio entró en vigor de forma general el 1 de mayo de 1992 y entrará en vigor en España el 1 de febrero de 2018…». Cuidado, no se dejen llevar: que «de forma general» entró en vigor para los que para entonces habían ratificado, no para los que se mantenían en el limbo del consentimiento, como España que, por su lado, después de dejar pasar cinco años desde 1987 hasta esa «forma general» de 1992, que además no le obligaba, a continuación dejó pasar otros veintiséis años más, hasta «adornarse» con el poco presentable título de ser el último de la lista.

El total de estados que habían concurrido a este convenio (no todos miembros de pleno derecho de la UE, porque participaron otros estados exteriores, que fueron invitados a la adhesión) fue de veinticuatro (24). De ellos, ratificaron hasta 1992, siete. Antes del año 2000 habían ratificado otros diez. Todas las firmas restantes del convenio también fueron anteriores a la de España, cuando «consintió» en 2015, lo que es como indicar «bueno, vale»… Igualmente, todas las ratificaciones fueron anteriores a la de España en 2017. Si lo desean, pueden buscar la lista en internet y comprobar el listado en persona.

Qué decir: pues diré incongruencia por no expresar lo que verdaderamente estoy pensando, pero sí diré parte de lo que estoy sintiendo: vergüenza. Y esto, y lo que siento pero no digo, respecto a semejante incongruencia… que no está en ustedes ni en mí, al menos de forma directa. Diré simplemente que la culpa está en las urnas.

Dejo aquí lo lamentable del asunto y paso al convenio: en el volumen anterior, Triannual (comentario 28, pág. 293), dediqué un comentario específico al hecho de que el Congreso hubiera votado en 2017 (se ve que abriendo camino ya a la elástica recepción del convenio europeo sobre las mascotas) un proyecto legislativo por el cual los animales domésticos dejarían de ser considerados como «cosas» del patrimonio personal individual, tal como se les había venido considerando a nivel legal hasta ese momento. Pues antes de la sesión del Congreso, en la normativa española no eran distintos de un sillón, una aspiradora, una mesa, una sartén, un lavabo o una papelera, objetos todos que forman parte del citado patrimonio como una posesión particular de un titular humano y a los que su propietario podía «administrar» libremente y otorgarles, a su voluntad, el cuidado y atención —o descuido y desatención— con que tratara a sus «cosas» privativas.

Es verdad que, diría que por disimular ante Europa o simplemente por «parchear» situaciones de especial crueldad, antes de esa sesión del Congreso, donde se dejó de considerarles «cosas» —norma irrelevante en cuanto a otros resultados— se habían ido dictando paquetes legislativos, variados y desiguales según la zona, para —al menos— tratar de contrarrestar situaciones extremas de abuso, tortura y maltrato en animales, principalmente de tenencia doméstica, dado que cuando sucedían estas crueldades ya no pasaban desapercibidas para el gran público. Y, gracias al alcance y rapidez de la información, impactaban crudamente en la ética de la generalidad de los ciudadanos. Sin olvidar la posible repercusión a nivel europeo de tales sucesos espantosos y cruentos contra animales, ocurridos en distintos lugares de España y repetidos múltiples veces, debido a las carencias o insuficiencias legales existentes.

 

Así que, finalmente, antes de la tan mencionada sesión del Congreso de 2017, hasta se había llegado a delimitar el «maltrato» de animales, primero como una falta penal y después como un delito. No obstante, y todo hay que decirlo, con penas tan ridículas e ineficaces que ni valen como escarmiento ni previenen la repetición de los hechos, cuando ocurren. Pero la votación (¡unánime!) del Congreso de descosificar a los animales lo único que logró es una unanimidad que no repercutió en nada práctico a nivel social ni a nivel penal.

Ahora, al incorporarse la nueva norma europea al sistema legal español con el Convenio europeo sobre protección de animales de compañía con el que he iniciado el comentario, es cuando me he dado de frente con la evidente incongruencia del país europeo que es España en relación con su sistema de recepción de medidas legales: formamos parte de la Unión Europea desde 1986, de modo que cuando se acordó el citado convenio ya éramos miembros de pleno derecho, aunque de pleno parece tener bien poco.

(Nota posterior añadida, referida concretamente al área de las relaciones con la UE, durante el último año de estos comentarios, el 2020, como reflejo de la casi absoluta falta de «unidad» europea: anticipo aquí un episodio trascendental para la población española, cual es la pandemia sanitaria: véase la indiferencia y el despego que, dentro de los organismos de la UE, determinados países del norte del continente han manifestado sobre la epidemia de 2020, respecto de sus enormes consecuencias en España e Italia. Incluso el menosprecio manifestado por mandatarios holandeses respecto a los ancianos españoles —ver comentarios finales— y daneses negando una eventual ayuda sanitaria a nuestro país en los peores momentos de la plaga. Me gustaría saber qué pensarían esos ciudadanos norteuropeos si miles de inmigrantes ilegales desembarcaran masivamente en su país, como hacen en el nuestro, que no tiene —y aún menos tendrá— posibilidad de atenderlos económica ni sanitariamente, y mantener el nivel de atención, con falta de medios, de personal y según resulte de la pandemia. Pero claro, también los «colegas» europeos nos usan gratis de frontera de freno para sus propios países, pues la presión de esta masiva inmigración la ven muy de lejos desde sus feudos norteños… y seguro que también consideran que es culpa nuestra, nunca de esa Unión tambaleante. Así que…)

2. Efemérides variadas

Volviendo, como muestra de indiferencia e irresponsabilidad de sucesivos gobiernos españoles, al tema del convenio de protección a los animales, me permito incidir otra vez en el desfase de la norma: el convenio ha sido recepcionado en España en 2017. El convenio se dictó en la Unión Europea… ¡En 1987! Nada menos que treinta años separan ambos cuerpos legales, entre el acuerdo europeo y la recepción española. Al retrasar la incorporación de la norma durante tanto tiempo, hasta ser llamativamente los últimos en hacerlo, han dejado treinta años de vacío legal comunitario y de alejamiento de la conexión jurídica con la UE. ¿Habrá sido por algo? Avancen su propia opinión al respecto. Treinta años que han transcurrido con los avatares, positivos o negativos, supuestamente propios de una evolución civilizada. Señalo ahora algunos de ellos.

En esos treinta años han campado, tan ricamente, por el territorio español unos cuantos gobiernos de «pito pito colorito» variado, bien pagado, poco trabajado y nada exigido, todos jaleando la política e ignorando otras cosas importantes, mientras dormía para ellos el convenio emanado de nuestra ¿Unión? Europea. Que han sido, salvo error involuntario:

Desde 1982 el PSOE por cuatro legislaturas sucesivas; desde 1996, el PP, por dos legislaturas; en 2004 el PSOE por dos legislaturas; en 2011 el PP por una y en 2016 el PP por otra, y arrastrando un gobierno en funciones durante diez meses. Por tanto, aquí se ha mantenido el convenio en un «limbo» legal, desde que se activó en la UE en 1987, dejando transcurrir cómoda y sucesivamente esos treinta añitos de sustancioso bipartidismo alterno y de indiferencia social compartida con carácter continuado.

En esos treinta años también hemos pasado del siglo xx al siglo xxi. Con todo lo que eso comporta, (Nota posterior añadida: o hubiera debido comportar), de evolución social, conocimientos actualizados, ética personal y nacional, sistemática legislativa común y fortalecimiento de la unidad europea. Y también, a la vista está, que lo que ha producido son enormes ejemplos de pasotismo oficial claro y contundente.

En esos treinta años hemos sido miembros de pleno derecho (y de cada vez menor «lucimiento», perdiendo categoría y participación por la incompetencia e indiferencia de los partidos de gobierno en España) de la Unión Europea. Estrenados en 1986, en treinta años no hemos tenido ningún interés real en sus normas y contenido, salvo el económico, ni cuando éramos «nuevos» ni en los años siguientes, con insensata indiferencia ni siquiera «por cumplir» con las apariencias de ciudadanos europeos. Y que, como puede comprobarse por el «olvido» de la norma de la UE, ha demostrado la indiferencia y dejadez a las que se han acostumbrado nuestras instituciones políticas, tanto por unos como por otros detentadores del poder. ¿O por la presión de intereses partidarios o parciales?

En esos treinta años se ha cuarteado el cemento en Chernobil, con lo que esa situación ha debido exigir sobre conocimiento del medio en el que estamos afincados y la existencia de situaciones potencialmente peligrosas para la supervivencia, tanto fuera como dentro del país. Razones sobradas que nos tendrían que impulsar a apreciar, tanto más, las condiciones éticas medioambientales de todo lo viviente, en sentido amplio y también nacional, apreciando la validez de las normas legales que se refieren a la vida global y al entorno, como el convenio de referencia.

En esos treinta años el «salto» tecnológico ha sido imponente, en razón de la evolución y empuje de la ciencia, y esas ventajas y su influencia sí que han sido oficialmente recepcionadas en el país. Pero una norma de sentido común, como la citada, se ha ignorado durante largos años, con una inaplicación voluntaria o por una dejación que raya en el desprecio.

En esos treinta años también hemos pasado de un alegre boom social a una crisis económica y vuelta a empezar. Pero, respecto de la incalificable demora en la recepción legislativa de una norma europea de carácter marcadamente ético, sin más razón aparente que el desinterés político generalizado en los sectores que se reparten el gobierno del país, tengo que expresar, con vergüenza propia por las incompetencias ajenas (oficiales, claro), que ni siquiera me basta con definir esa omisión como indiferencia, dejadez, ineficacia, incapacidad de los bipartidistas políticos que se han alternado en el mando durante treinta años… Y sin que ni siquiera me baste definirla rotundamente como una impresentable: inconveniencia. Inoportunidad. Desconexión. Incoherencia…

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