Desplazados

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III. Espíritu errante

El cronista de lo pasajero, respecto de su obra, puede entenderse como un alien que se filtra desde y hacia otra dimensión, incorpóreo y deslizante aunque tenga cuerpo y movilidad propia. De ser el caso, y de algún modo, representa a la historia —ambas, la oficial de su época y la personal de su momento—, al difundir su obra en grande, pequeña o incluso ínfima medida. Entonces pasa a formar parte, a su nivel, del registro histórico, aunque sea de forma marginal o parcial. Todo autor recrea las cosas de la vida, ya sea desde su propia actualidad o sobre próximos o lejanos mundos paralelos que se hacen posibles a través de su interpretación, al conciliar la realidad con la irrealidad en todo o en parte, traspasando a los hechos su convicción, dudas, vacilaciones, o sus contradicciones que, en conjunto, seguramente han de influir en su narración hasta donde sea factible conforme a las limitaciones físicas.

El ocasional autor también se identifica, participa y se incorpora a la obra hasta diluirse en las propias vivencias de ese mundo nuevo, que a veces puede ajustarse a la realidad común o lanzarse a la libertad casi absoluta de lo imaginario o virtual. Dejando al margen la formación, la inclinación, el encuadramiento del cronista respectivo, cuestiones todas que delimitan y, en ocasiones, cercan y acosan a la propia obra que elabora, el autor ha de bucear en su mundo como sepa o como pueda, con estilo o chapoteando, intentando o encontrando, para comparar o rechazar, y para transmitir el entorno de lo vivido o por vivir y darle virtualidad, la que le corresponda, finalmente, dentro de las dos historias.

Como en todas las tareas de esta existencia habitualmente involuntaria, forzada y dirigida, algunas de las circunstancias resultarán suaves, amables y comprensibles; otras, amargas, concentradas y exigentes. Como ocurre también en las cosas de la vida, es cierto, pues la eficacia de la obra solo en parte depende de la técnica o el esfuerzo del cronista —aunque el escritor permanece siempre en ella, «incorpóreo y deslizante»—, porque lo trascendente es lo que el lector percibe e interpreta y, a continuación, incorpora y aporta de sí mismo, de su visión y de su entorno, a la historia estructurada y lo que tú, desde el otro lado de la pantalla o de la página percibas o te sugiera el desarrollo de los sucesos contemplados, admitas o rechaces los hechos, los modifiques o los reactives en tu propio mundo ideal, pues tu participación voluntaria aporta el efectivo valor añadido a las historias… la grande y la pequeña, cada una en su ámbito. Y, de algún modo, que provoque finalmente la adivinación o la suposición de qué hacemos aquí y si lo hacemos bien…

Hay otros modos, otros mundos, otros futuros. Tal vez solo en la imaginación, propia o ajena, pero tal vez están ahí, latentes, agazapados esperando capturar la existencia, real o virtual, en una dimensión pasajera y en ella reescribir la propia historia.

Puede ser aquí…

Niebla densa, niebla gris, luz cenicienta dejando un rastro de heladas salpicaduras, como cola de cometa indiferente, inobjetiva, indefinida, indefinible, inalcanzable, incontestable e incontenible al fin. Durante el paso de los días mortecinos va impregnando a una multitud de pequeñas vidas opacas, demasiado centradas en sus límites existenciales y en su entorno perimetral como para abordar un horizonte que, si existiera, si existe o existió, se habrá multiplicado por el transcurso cronológico y fuera de la percepción, tras originar una compresión sobre la aprehensión. Para desembocar después en una indefinición insondable cuando se percibe el fugitivo instante del hoy, aquí y ahora obligatorio, que se convierte en un desfase del ajuste temporal, desembocando en un caos, cuando esto y aquello tan solo son aspectos de un aquí y ahora en el que no importa el ayer y no se prevé el mañana. El hoy es una simple convención, fuertemente comprimido en la burbuja del presente, ya extinguido el filtro del pasado e ignorado el invisible futuro, que no existe hasta que se disuelve en el mismo instante en el que aparece, para pasar al archivo de lo que ya no es, en ese pasaje híbrido en el que el tiempo se confunde y desarraiga, formando un torbellino existencial donde las frágiles y empecinadas cuerdas de lo colectivo y lo individual, lo sugerido y lo pretendido, lo anhelado y lo fracasado oscilan, se enredan, se tensan y se rompen, sin más opción que el azar.

Y por debajo de las líneas entrecruzadas del tiempo y del espacio, sobre algún elemento de una física rampante, miles de millones de gérmenes pululan, simplemente al uso de lo que su programación haya establecido en su conjunto.

Y UN MUNDO DE DESPLAZADOS

«La tecnología representa el nivel más alto de actividad organizada que se conoce y, al margen de cualquier otra cosa, será lo que determine el destino final de las estructuras inteligentes en general y de los seres humanos en particular».

Paul Davies, Op. cit.

La filiación Transporte y producción

Toda historia es producto de la vida, como un resultado aleatorio dentro de un mundo que ha podido ser previsible, improbable, imposible, diseñado o programado. Y entonces se origina lo perceptible. También en la crónica histórica del mundo desplazado —donde apariencia y realidad se fusionan—, la existencia toma la iniciativa de su desarrollo natural, en parte estable y en parte sometido a la incógnita del azar.

Un mundo organizado depende, básicamente, de la instauración de estructuras complejas que, a pesar de ser artificiales, se imponen y funcionan beneficiándose del recurso natural que es la filiación. La descendencia es una característica que permanece activa, desde el remoto pasado, y permite la vida en un rincón del espacio infinito en el que encontró suelo y cielo, ambiente y complejidad, orden y desorden, girando en círculo o en elipse cerca de su estrella o de camino hacia lo desconocido. La filiación es el recurso natural básico que mantiene estable la pirámide institucional que, por sí misma, es todo menos natural.

De entre la densa red de estructuras que se posicionan sobre el entorno, destacan dos de ellas, referentes a ese eventual mundo de desplazados: el transporte y la empresa, inextricablemente unidos para promover la funcionalidad dentro de un orden institucional general. El transporte actúa como el medio de conexión imprescindible para que la empresa aplique una planificación prevista por instancias superiores.

Por tanto, es la interrelación entre ambos sectores lo que fundamenta una estructura de producción intensiva, con unas redes tan complejas que solo los magos electrónicos podrían conocer, o al menos intuir, la repercusión final del enjambre de los medios disponibles y controlar su aplicación para, finalmente, optimizar la conjunción individuo-máquina (filiación+organización), intensamente solapados, dentro de unas circunstancias estables y controladas que pretenden dominar todo. Que es finalmente lo que se pretende.

Y en esa clase de orden estable es donde la filiación mantiene el sistema productivo sin interrupción a lo largo de la historia respectiva, como ha venido ocurriendo, de hecho, desde el principio del tiempo, ya sea supuesto, virtual o real. A eso se le puede llamar pervivencia, aunque a veces resulte ser mera supervivencia.

El producto final resultante de la interacción entre estructura y población, desplazamiento y esfuerzo, encuadra múltiples sectores interactivos con exigencias funcionales. Pero siempre el sector más básico es la filiación, porque cada ente singular debe a la vida el esfuerzo por mantenerla. Pero, al final, concentrar ese esfuerzo desemboca en un único objetivo, que es el orden artificial. Y, finalmente, ese orden se convierte en el único mandato y desemboca en la obtención de bienes, mediante la producción. El esfuerzo natural por mantener la vida se transforma en una actividad artificial ordenada, como única finalidad, durante su estancia pasajera sobre la superficie del mundo. Pero toda actividad sigue dependiendo de la vida, cuya base es la filiación.

En el mundo desplazado pueden caber variaciones casuales del diseño inicial de la filiación, como sucedió en el que habría de ser el caso de Danyo-Kao, quedando la duda de si él fue una casualidad o más bien un objetivo, tal vez similar a otros que pasarían desapercibidos, o no, para la intervención directa de un controlador superior de la interacción sectorial.

Como la exigencia de las cargas colectivas tiene normas poco elásticas que suelen desembocar en abuso, al menos en la mayoría de las ocasiones, entonces Danyo acabaría siendo un sujeto récord, de interés por las conclusiones que el sistema obtuvo sobre la evolución individual de alguien que hubiera debido de ser prácticamente impersonal; de cómo la filiación tuvo algo que ver en eso, pero también una organización basada en la electrónica de las redes, seguramente en gran medida.

En ese mundo de desplazados, las estancias proveían la filiación: eran los lugares de asentamiento nocturno de los estancieros, estrechamente relacionados con las empresas a través del imprescindible transporte, que conectaba a los operarios que se desplazaban cada jornada a los enclaves de producción.

En el plano del mero pronóstico, la organización podía presentar una estructura piramidal, tan extendida y tan vulgar: la población como su base; el transporte, el medio de conexión; y las empresas, la finalidad del conjunto. En cuanto a lo que hubiera arriba, concentrado en el pico cenital como manifestación del poder efectivo —ya fuera este biológico, electrónico, virtual o real—, pues algo poderoso habría, por desconocido que fuera, dirigiendo el funcionamiento del conjunto, preservando la estructura y conteniendo el natural desorden.

 

Pues bien, en una jornada concreta de ese mundo desplazado se produjo un suceso singular: en uno de los cobijos de la Estancia de Marthil-a se había incorporado un nuevo estanciero cuando se insinuaban ya las sombras, después de volver su madre en el transporte que trasladaba a los desplazados hacia sus lugares de reposo, durante la improductiva oscuridad.

El pequeño había tenido suerte, porque advino al mundo antes de desaparecer la luz, pero también porque el cuarto de ella no estaba demasiado lejos de la caseta asistencial de la zona. Así que pudo acudir allí con el crío enfardado con alguna tela vieja que ella misma había apañado y, de nuevo con suerte, porque los asistentes les aceptaron al momento al no haber otra atención en curso, y terminaron su intervención poco antes de la oscuridad total. Y era en la caseta donde se podía obtener la primera atención inaplazable para el pequeño, porque le aportaba suficientes mecanismos químicos para empezar su existencia con una ventaja que no habría obtenido si el suceso hubiera ocurrido en el período de sombra completa, cuando era imposible permanecer en el exterior y la caseta de atención dejaba de estar habilitada.

Así pues, una vez terminada la asistencia, la madre consiguió regresar al cobijo teniendo todavía a su favor la levísima luz que anunciaba el fin de la jornada útil, llevando al pequeño bien cubierto con una poca ropa de ella misma que luego había sido completada con un tejido adicional, donado por la propia caseta de atención. De modo que entró en su cuarto poco antes de que el pequeño farol que lucía en las estancias, durante los momentos previos a la completa oscuridad, quedase desconectado automáticamente para dar paso a un breve período de actividad en los cobijos, hasta la total interrupción de la iluminación interior, algunos momentos después.

Según su madre, Harya, ese inicio tan favorable tendría que marcar positivamente el desarrollo y la existencia del pequeño, de mantenerse la misma suerte a su favor. Tener a la criatura antes del total desplome de la negrura sobre la estancia le había permitido recorrer la ruta que les separaba de la caseta asistencial y desandar luego los quinientos pasos de vuelta a través de una senda apenas distinguible, pero sin arriesgarse a caer en el reino oscuro de bandas o licaones. De haberle faltado totalmente la luz, no habría podido acudir allí buscando atención, y entonces el pequeño no habría recibido las dosis sanitarias irreemplazables para no ser atacado por las plagas en los primeros momentos. Sin esa asistencia, al iniciarse la siguiente jornada, el niño ya se habría extinguido o desfallecería en algún momento posterior.

Harya ignoraba qué les sucedía a otras gentes en esas situaciones que se producían al azar, sin ajustarse a previsiones individuales, en cualquier circunstancia, en un momento favorable o no. A ella misma ya le había faltado la suerte en un acontecimiento desafortunado, durante su pasado, aunque no se había repetido en su presente. Por el contrario, todo había ido bien y las sustancias obtenidas para el niño garantizaban su sobrevivencia inmediata y permitían que el pequeño estanciero pasara la adaptación que se permitía a madre e hijo durante toda la jornada posterior, antes de que, una vez transcurrida, ella reemprendiera su obligación ordinaria.

Harya disponía, pues, del siguiente período de luz completo para pasarlo en su cuarto, sin más obligación que atender al pequeño nuevo residente antes de reincorporarse a la empresa, cuando el niño, situado en la cuna de desplazamiento que había apañado su madre con la tela más fuerte de que disponía, se desplazaría por primera vez a través del mundo ordinario, donde se iría abriendo poco a poco el catálogo de sus opciones, simplemente al compás del movimiento de Harya durante su obligado camino habitual.

Estamos allí o estamos aquí. ¿Y qué implicaciones tiene esa diferenciación para importar tanto? Pues tal vez porque define cómo discurre un tiempo contraído y relativo respecto de uno mismo y de los demás, en cuanto que forma parte del universo del ahora. No del mañana, porque el mañana sobrevenido es hoy en un único momento, ya que el instante siguiente al actual es un ignoto futuro hasta que se vive y entonces se traslada de forma automática al ayer, dejando un presente tan comprimido que, prácticamente, es un levísimo cambio de frontera entre los dos períodos temporales extremos. Claro que se tiene un concepto, una previsión, del momento que vendrá después de hoy y de cada una de las próximas jornadas, incluso de muchas sucesivas, pero que serán virtuales hasta que se hagan presentes y por tanto supuestamente reales. Pero ese por venir —pretendido, calculado, previsto o no— ahora no es tangible y puede no aparecer tal como se ha anticipado, o deseado, o incluso pretendido que resultara, porque solo es una adivinación hasta que se convierte en el mínimo instante pasajero que, de inmediato, ya no es el futuro, sino un pulso que se transforma en pasado según llega, arrollando al presente. Total, tan poco o tanto esfuerzo y tanto precio para conseguir ese trasvase vertiginoso, cuando se entiende que, aunque sucesivos nuevos instantes alcancen a convertirse en un presente repetitivo, se interrumpirán en algún momento, más pronto o más tarde, así que para qué tanta fijación… Pues para ir tirando, porque finalmente somos reflejos de la luz espacial: amanecemos cada mañana, en un suspiro más o menos consciente de existir, creyendo en la infinitud de un período tras otro, haciendo por ignorar el inesperado final que el azar marque y que, si aceptáramos analizarlo, más bien quedaríamos estáticos, sin ánimo para dinamizar el tiempo. Y eso aunque se nos ha permitido la idea —que, en el fondo, casi no nos creemos— de que, sí o sí, acabamos.

La jornada Movimiento y seguridad

Al llegar a su cobijo, Harya no removió las telas del fardo en el que iba envuelta la criatura, porque cualquier actividad suya no podía mejorar el trabajo profesional realizado por los asistentes. Además, las ropas que le habían donado como envoltura básica, aparte de las suyas, podían incluir alguna impregnación benéfica. Nadie le había dicho nada distinto de «ya está finalizado» y «puede irse», sin más. Tampoco ella esperaba obtener muchas indicaciones porque todo estaba tasado, considerado, previsto, y solo tenía que incorporar la situación a su rutina, alterada por el reciente acontecimiento y las nuevas perspectivas.

No tuvo tiempo de hacer demasiadas previsiones ya que, poco después de llegar a su cuarto, la oscuridad, estabilizadora de las alteraciones personales acumuladas, cubrió la estancia con la ausencia total de luz, y ella y todos los demás, donde quiera que estuvieran, se retiraron hacia sus vacíos respectivos.

La siguiente jornada, que era de recuperación para ellos dos, transcurrió en el interior del cuarto atendiendo al niño con el material recibido en la caseta, sin necesitar de mucha intervención durante un período que ordinariamente le exigía mayor agilidad, porque se repartía entre los desplazamientos en el transporte y su ocupación en la empresa.

Dentro del cobijo, en cambio, el tiempo parecía ralentizarse y dilatarse, dado que el pequeño no precisaba una constante atención y a ella se le hacía extraño no estar absorta en su tarea ordinaria ante una pantalla. Pero, finalmente, el tiempo transcurrió, todo se disolvió de nuevo en las sombras y ella volvió a retirarse durante otro período de oscuridad, que también formaba parte de la rutina, pero como una pausa imperceptible, hasta que la reaparición de la luz iniciaba otra vez la movilidad para reasumir las actividades programadas.

Al iniciarse la jornada posterior, ya debía reincorporarse a su puesto en la empresa. La oscuridad empezaba a diluirse ante la luz y Harya se encontró desorientada por unos momentos por el rápido contraste entre la excepcional y pausada jornada de adaptación, y la siguiente de rápida actividad. Pero, como las cosas eran como eran y no cabía su análisis, se recuperó con extrema rapidez y cierta preocupación por el tiempo disponible.

Su licencia temporal había sido estable y prevista y no había que poner mucha atención en lo habitual, por más inhabitual que fuera en alguna ocasión. Todo estaba programado, planificado, sin lugar para las dudas individuales. Aunque a ella le hubiera sobrevenido una circunstancia excepcional, tenía que encaminarse otra vez hacia su ocupación ordinaria, su tarea y su pantalla, lejos de la estancia.

Se movilizó a toda prisa, pues ignoraba si se había retrasado a pesar de su reiterada costumbre de iniciar con puntualidad un desplazamiento sistemático. Corría cierto riesgo si no había percibido los avisos sonoros que se daban en la estancia, anunciando el inicio de la nueva jornada. Si la campana de atención había resonado tres veces, su recuperación del período de oscuridad se habría dilatado y el retraso afectaría a su llegada al transporte, dando lugar a la impensable situación de perderlo y caer en una falta por la que se le impondría una penalidad ignorada. Mas el azar quiso tranquilizarla cuando repicó la campana una vez, como un primer aviso, gracias al destino. Así que se había recobrado de forma adecuada y puntual, quizá porque pudo prever y anticipar involuntariamente el momento oportuno por un simple reflejo profundo originado por una larga costumbre.

Terminó los preparativos con rapidez, acomodó un poco al niño, que no protestaba, y en ese momento asumió que él significaba importantes mejoras para ella. Comprobó su propio estado físico, a fin de enfrentarse al camino a emprender y se aceptó. Ya tenía preparado un bulto con una poca ropa, por si necesitaba algún repuesto, cuando sonó la campana de la segunda vez. Entonces situó al pequeño en la bolsa que colocó colgando por delante de ella, preparada como una cuna de movilidad, calculó el tiempo y la distancia, asió el fardo de viaje y se deslizó al exterior, oyendo sisear la puerta al cerrarse automáticamente a sus espaldas.

Aunque estaba acostumbrada a sus movimientos cotidianos, no había tenido mucha suerte con la parada del transporte, alejada de su cuarto más de dos mil pasos, pero podía llegar allí en buenas condiciones si empezaba a caminar enseguida, evitando las prisas para no forzar su cuerpo en sobrecarga y eludir la fatiga.

Al iniciar el camino, intentó acompasar un ritmo adecuado bajo una oscuridad aún densa, donde retazos de niebla agrisaban el entorno según se iba insinuando la proximidad de la luz, todavía insuficiente. Pero conocía bien su ruta habitual y, además, en esos momentos de movilidad de todos los estancieros, estaba conectada la débil luminaria de una farola situada arriba y de otra que se podía entrever abajo, al final de la ruta, ambas automáticamente encendidas cuando sonaba el primer toque de aviso en la estancia y desconectadas cuando el transporte iniciara el viaje con su carga.

Era un desplazamiento seguro porque muchos otros estancieros seguían la misma vía, algunos bajando juntos como un clan familiar, pero la gran mayoría eran singulares, como ella lo había sido antes. Bueno, ella seguía siendo una singular, solo que acompañada por una criatura, pues no existía aún comunicación entre ellos y no formaban realmente un clan, o tal vez sí, era difícil conocer las normas vigentes después de las últimas reformas establecidas tiempo atrás, que habían modificado casi todas las anteriores.

La costumbre era el silencio durante el recorrido, porque no había relaciones personales entre la gente de la estancia. Aunque coincidieran habitualmente en el transporte, el sigilo también era la norma durante el desplazamiento. Después de llegar a su destino, nunca se veían, no se recordaban o se ignoraban durante la jornada, repartida la multitud en sus distintos sectores, puestos y tareas. Y se interesaban aún menos al viajar de regreso hacia el período de oscuridad, todos concentrados de antemano en la llegada a sus cuartos de reposo. Por coincidentes que fueran los trayectos, uno se desplazaba centrado solo en sí mismo, como un sistema adecuado para un tipo de estructura organizativa basada en la singularidad, preventivo de conflictos o disidencias.

A estas alturas de la evolución, pocas preguntas fundamentales en nuestras pequeñas vidas quedan por contestar. Quién soy: soy quien está aquí ahora. De dónde vengo: de donde me hayan traído. Adónde voy: adonde deban dirigirme. Qué había antes: los que estuvieron primero. Qué habrá después: quienes estarán luego. Qué será de mí: lo que era antes de mí. Qué tengo: lo que me encontré. Qué dejo: lo que tenía. Consecuencia resumida: toda contestación a toda pregunta está establecida, así que no hace falta recurrir a nada trascendente. El Todo está fundamentado en sus propios cimientos y respecto del mismo uno es un extraño mal tolerado, solo admitido a prueba y aceptado en tanto en cuanto se cumpla una actividad funcional de su interés, que no del tuyo. El tuyo es pasar. Pasar es una obligación con la que todos cumplimos, sin siquiera plantearnos la menor duda, como bien le conviene al responsable de toda esta movida, ya sea si se trata del ignorado dueño de la «pequeña mota azul, en la distancia», como cierto mundo ha sido definido por un científico, o sean otras minucias espaciales similares o paralelas, si las hay. Siendo además tan pequeña la motita que es como una piedra mojada girando, como una peonza, en una esquina de su galaxia, que brilla igual que otros cuantos miles de millones de otras similares, y es ahí donde se aloja la roca azul, en la apartada y desordenada curva iluminada por los últimos astros del sistema. Así que tal parece que siempre estuviera a punto de ser expulsada fuera del sistemita solar, que es también uno entre otros cuantos miles de millones parecidos o no, más grandes y más pequeños, esto es, de lo más vulgar que hay en el espacio infinito, donde cualquier medida es gigantesca. Y ahí la motita azulada, situada en un punto de equilibrio geofísico inestable, se mantiene a medio camino entre la barbacoa solar y el congelador espacial, dependiendo de los trastornos explosivos de su propia combustión interna y a la espera de que aparezca un meteoro migrante que se le encare. Así que lo que buenamente se desarrolla en tales condiciones —que puede ser el mundo conocido— o es un experimento, o es un instante inaprensible, o una simple pelotita musgosa casual, sin poder aclarar o cambiar la incertidumbre sobre su razón o su esencia.

 

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