Za darmo

Obras Completas de Platón

Tekst
Autor:
0
Recenzje
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

»Habiendo oído leer en un libro, que según se decía, era de Anaxágoras, que la inteligencia es la norma y la causa de todos los seres, me vi arrastrado por esta idea; y me pareció una cosa admirable que la inteligencia fuese la causa de todo; porque creía que, habiendo dispuesto la inteligencia todas las cosas, precisamente estarían arregladas lo mejor posible. Si alguno, pues, quiere saber la causa de cada cosa, el por qué nace y por qué perece, no tiene más que indagar la mejor manera en que puede ella existir; y me pareció que era una consecuencia de este principio que lo único que el hombre debe averiguar es cuál es lo mejor y lo más perfecto; porque desde el momento en que lo haya averiguado, conocerá necesariamente cuál es lo más malo, puesto que no hay más que una ciencia para lo uno y para lo otro.

»Pensando de esta suerte tenía el gran placer de encontrarme con un maestro como Anaxágoras, que me explicaría, según mis deseos, la causa de todas las cosas; y que, después de haberme dicho, por ejemplo, si la tierra es plana o redonda, me explicaría la causa y la necesidad de lo que ella es; y me diría cuál es lo mejor en el caso, y por qué esto es lo mejor. Asimismo si creía que la tierra está en el centro del mundo, esperaba que me enseñaría por qué es lo mejor que la tierra ocupe el centro: y después de haber oído de él todas estas explicaciones, estaba resuelto por mi parte a no ir nunca en busca de ninguna otra clase de causas. También me proponía interrogarle en igual forma acerca del sol, de la luna y de los demás astros, para conocer la razón de sus revoluciones, de sus movimientos y de todo lo que les sucede; y para saber cómo es lo mejor posible lo que cada uno de ellos hace, porque no podía imaginarme que, después de haber dicho que la inteligencia los había ordenado y arreglado, pudiese decirme que fuera otra la causa de su orden y disposición que la de no ser posible cosa mejor; y me lisonjeaba de que, después de designarme esta causa en general y en particular, me haría conocer en qué consiste el bien de cada cosa en particular y el bien de todas en general. Por nada hubiera cambiado en aquel momento mis esperanzas.

»Tomé, pues, con el más vivo interés estos libros, y me puse a leerlos lo más pronto posible, para saber luego lo bueno y lo malo de todas las cosas; pero muy luego perdí toda esperanza, porque tan pronto como hube adelantado un poco en mi lectura, me encontré con que mi hombre no hacia intervenir para nada la inteligencia, que no daba ninguna razón del orden de las cosas, y que en lugar de la inteligencia podía el aire, el éter, el agua y otras cosas igualmente absurdas. Me pareció como si dijera: Sócrates hace mediante la inteligencia todo lo que hace; y que en seguida, queriendo dar razón de cada cosa que yo hago, dijera que hoy, por ejemplo, estoy sentado en mi cama, porque mi cuerpo se compone de huesos y de nervios; que siendo los huesos duros y sólidos, están separados por junturas, y que los nervios, pudiendo retirarse o encogerse, unen los huesos con la carne y con la piel, que encierra y abraza a los unos y a los otros; que estando los huesos libres en sus articulaciones, los nervios, que pueden extenderse y encogerse, hacen que me sea posible recoger las piernas como veis, y que esta es la causa de estar yo sentado aquí y de esta manera. O también es lo mismo que sí, para explicar la causa de la conversación que tengo con vosotros, os dijese que lo era la voz, el aire, el oído y otras cosas semejantes; y no os dijese ni una sola palabra de la verdadera causa, que es la de haber creído los atenienses que lo mejor para ellos era condenarme a muerte, y que, por la misma razón, he creído yo que era igualmente lo mejor para mí estar sentado en esta cama y esperar tranquilamente la pena que me han impuesto. Porque os juro por el cielo, que estos nervios y estos huesos míos ha largo tiempo que estarían en Megara o en Beocia, si hubiera creído que era lo mejor para ellos, y no hubiera estado persuadido de que era mucho mejor y más justo permanecer aquí para sufrir el suplicio a que mi patria me ha condenado, que no escapar y huir. Dar, por lo tanto, razones semejantes me parecía muy ridículo.

»Dígase en buen hora que si yo no tuviera huesos ni nervios, ni otras cosas semejantes, no podría hacer lo que juzgase conveniente; pero decir que estos huesos y estos nervios son la causa de lo que yo hago, y no la elección de lo que es mejor, para la que me sirvo de la inteligencia, es el mayor absurdo, porque equivale a no conocer esta diferencia: que una es la causa y otra la cosa, sin la que la causa no sería nunca causa; y por lo tanto la cosa y no la causa es la que el pueblo, que camina siempre a tientas y como en tinieblas, toma por verdadera causa, y a la que sin razón da este nombre. He aquí por qué unos[25] consideran rodeada la tierra por un torbellino, y la suponen fija en el centro del mundo; otros[26] la conciben como una ancha artesa, que tiene por base el aire; pero no se cuidan de investigar el poder que la ha colocado del modo necesario para que fuera lo mejor posible; no creen en la existencia de ningún poder divino, sino que se imaginan haber encontrado un Atlas más fuerte, más inmortal y más capaz de sostener todas las cosas; y a este bien, que es el único capaz de ligar y abrazarlo todo, lo tienen por una vana idea.

»Yo con el mayor gusto me habría hecho discípulo de cualquiera que me hubiera enseñado esta causa; pero al ver que no podía alcanzar a conocerla, ni por mí mismo, ni por medio de los demás, ¿quieres, Cebes, que te diga la segunda tentativa que hice para encontrarla?

—Lo quiero con todo mi corazón —dijo Cebes.

—Cansado de examinar todas los cosas, creí que debía estar prevenido para que no me sucediese lo que a los que miran un eclipse de sol; que pierden la vista si no toman la precaución de observar en el agua o en cualquiera otro medio la imagen de este astro. Algo de esto pasó en mi espíritu; y temí perder los ojos de la altura, si miraba los objetos con los ojos del cuerpo, y si me servía de mis sentidos para tocarlos y conocerlos. Me convencí de que debía recurrir a la razón, y buscar en ella la verdad de todas las cosas. Quizá la imagen de que me sirvo para explicarme, no es enteramente exacta; porque yo mismo no estoy conforme en que el que mira las cosas en la razón, las mire más aún por medio de otra cosa, que el que las ve en sus fenómenos; pero sea de esto lo que quiera, este es el camino que adopté; y desde entonces, tomando por fundamento lo que me parece lo mejor, tengo por verdadero todo lo que está en este caso, trátese de las cosas o de las causas: y lo que no está conforme con esto, lo desecho como falso. Pero voy a explicarme con más claridad, porque me parece que no me entiendes aún.

—No, ¡por Júpiter!, Sócrates —dijo Cebes—; no te comprendo lo bastante.

—Sin embargo —replicó Sócrates—, nada digo de nuevo; digo lo que he manifestado en mil ocasiones, y lo que acabo de repetir en la discusión precedente. Para explicarte el método de que me he servido en la indagación de las causas, vuelvo desde luego a lo que tantas veces he expuesto; por ello voy a comenzar tomándolo por fundamento. Digo, pues, que hay algo que es bueno, que es bello, que es grande por sí mismo. Si me concedes este principio, espero demostrarte por este medio que el alma es inmortal.

—Te lo concedo —dijo Cebes—, y trabajo te costará llevar a cabo tan pronto tu demostración.

—Ten en cuenta lo que voy a decirte, y mira si estás de acuerdo conmigo. Me parece que si hay alguna cosa bella, además de lo bello en sí, no puede ser bella sino porque participa de lo que es bello en sí; y lo mismo digo de todas las demás cosas. ¿Concedes esta causa?

—Sí, la concedo.

—Entonces ya no entiendo ni puedo comprender esas otras causas tan pomposas de que se nos habla. Y así, si alguno llega a decirme que lo que constituye la belleza de una cosa es la vivacidad de los colores, o la proporción de sus partes u otras cosas semejantes, abandono todas estas razones que sólo sirven para turbarme, y respondo, como por instinto y sin artificio, y quizá con demasiada sencillez, que nada hace bella a la cosa más que la presencia o la comunicación con la belleza primitiva, cualquiera que sea la manera como esta comunicación se verifique; porque no pasan de aquí mis convicciones. Yo sólo aseguro que todas las cosas bellas lo son a causa de la presencia en ellas de lo bello en sí. Mientras me atenga a este principio no creo engañarme; y estoy persuadido de que puedo responder con toda seguridad que las cosas bellas son bellas a causa de la presencia de lo bello. ¿No te parece a ti lo mismo?

—Perfectamente.

—En la misma forma, las cosas grandes, ¿no son grandes a causa de la magnitud, y las pequeñas a causa de la pequeñez?

—Sí.

—Si uno pretendiese que un hombre es más grande que otro, llevándole la cabeza, y que este es pequeño en la misma proporción, ¿no serías de su opinión? Pero sostendrías que lo que quieres decir es que todas las cosas que son más grandes que otras, no lo son sino causa de la magnitud; que es la magnitud misma la que las hace grandes; y en la misma forma, que las cosas pequeñas no son más pequeñas sino a causa de la pequeñez, siendo la pequeñez la que hace que sean pequeñas. Y me imagino que, al sostener esta opinión, temerías una objeción embarazosa que te podían hacer. Porque si dijeses que un hombre es más grande o más pequeño que otro con exceso de la cabeza, te podrían responder, por lo pronto, que el mismo objeto constituía la magnitud del más grande, y la pequeñez del más pequeño; y que a la altura de la cabeza, que es pequeña en sí misma, es a lo que el más grande debería su magnitud; y sería en verdad maravilloso que un hombre fuese grande a causa de una cosa pequeña. ¿No tendrías este temor?

 

—Sin duda —replicó Cebes sonriéndose.

—¿No temerías por la misma razón decir que diez son más que ocho porque exceden en dos? ¿No dirías más bien que esto es a causa de la cantidad? Y lo mismo tratándose de dos codos, ¿no dirías que son más grandes que uno a causa de la magnitud, más bien que a causa del codo más? Porque aquí hay el mismo motivo para temer la objeción.

—Tienes razón.

—Pero ¿no tendrías dificultad en decir que si se añade uno a uno, la adición es la causa del múltiple dos, o que si se divide uno en dos, la causa es la división? ¿No afirmarías más bien que no conoces otra causa de cada fenómeno que su participación en la esencia propia de la clase a que cada uno pertenezca; y que, por consiguiente, tú no ves que sea otra la causa del múltiple dos que su participación en la dualidad, de que participa necesariamente todo lo que se hace dos, como todo lo que se hace uno participa de la unidad? ¿No abandonarías las adiciones, las divisiones y todas las sutilezas de este género, dejando a los más sabios sentar sobre semejantes bases sus razonamientos, mientras que tú, retenido, como suele decirse, por miedo a tu sombra o más bien a tu ignorancia, te atendrías al sólido principio que nosotros hemos establecido? Y si se impugnara este principio, ¿le dejarías sin defensa antes de haber examinado todas las consecuencias que de él se derivan para ver si entre ellas hay o no acuerdo? Y si te vieses obligado a dar razón de esto, ¿no lo harías suponiendo otro principio más elevado hasta que hubieses encontrado algo seguro que te dejara satisfecho? ¿Y no evitarías embrollarlo todo como ciertos disputadores, y confundir el primer principio con los que de él se derivan, para llegar a la verdad de las cosas? Es cierto que quizá a estos disputadores les importa poco la verdad, y que al mezclar de esta suerte todas las cosas mediante su profundo saber, se contentan con darse gusto a sí mismos; pero tú, si eres verdadero filósofo, harás lo que yo te he dicho.

—Tienes razón —dijeron al mismo tiempo Simmias y Cebes.

EQUÉCRATES. —¡Por Júpiter! Hicieron bien en decir esto, Fedón; porque me ha parecido que Sócrates se explicaba con una claridad admirable, aun para los menos entendidos.

FEDÓN. —Así pareció a todos los que se hallaban allí presentes.

EQUÉCRATES. —Y a nosotros, que no estábamos allí, nos parece lo mismo, vista la relación que nos haces. Pero ¿qué sucedió después?

FEDÓN. —Me parece, si mal no recuerdo, que después de haberle concedido que toda idea existe en sí, y que las cosas que participan de esta idea toman de ella su denominación, continuó de esta manera:

—Si este principio es verdadero, cuando dices que Simmias es más grande que Sócrates y más pequeño que Fedón, ¿no dices que en Simmias se encuentran al mismo tiempo la magnitud y la pequeñez?

—Sí —dijo Cebes.

—Habrás de convenir en que si tú dices: Simmias es más grande que Sócrates; esta proposición no es verdadera en sí misma, porque no es cierto que Simmias sea más grande porque es Simmias, sino que es más grande porque accidentalmente tiene la magnitud. Tampoco es cierto que sea más grande que Sócrates, porque Sócrates es Sócrates, sino porque Sócrates participa de la pequeñez en comparación con la magnitud de Simmias.

—Así es la verdad.

—Simmias, en igual forma, no es más pequeño que Fedón, porque Fedón es Fedón, sino porque Fedón es grande cuando se le compara con Simmias, que es pequeño.

—Así es.

—Simmias es llamado a la vez grande y pequeño, porque está entre los dos; es más grande que el uno a causa de la superioridad de su magnitud, y es inferior, a causa de su pequeñez, a la magnitud del otro. Y echándose a reír al mismo tiempo, dijo:

—Me parece que me he detenido demasiado en estas explicaciones; pero al fin, lo que he dicho es exacto.

Cebes convino en ello.

—He insistido en esta doctrina, porque deseo atraeros a mi opinión. Y me parece que no sólo la magnitud no puede nunca ser al mismo tiempo grande y pequeña, sino también que la magnitud, que está en nosotros, no admite la pequeñez, ni puede ser sobrepujada; porque una de dos cosas: o la magnitud huye y se retira al aproximarse su contraria, que es la pequeñez; o cesa de existir y perece; pero si alguna vez ella subsiste y recibe en sí la pequeñez, no podrá por esto ser otra cosa que lo que ella era. Así, por ejemplo, después de haber recibido en mí la pequeñez, yo quedo el mismo que era antes, con la sola diferencia de ser además pequeño. La magnitud no puede ser pequeña al mismo tiempo que es grande; y de igual modo la pequeñez, que está en nosotros, no toma nunca el puesto de la magnitud; en una palabra, ninguna cosa contraria, en tanto que lo es, puede hacerse o ser su contraria, sino que cuando la otra llega, o se retira, o perece.

Cebes convino en ello; pero uno de los que estaban presentes, (no recuerdo quién era), dirigiéndose a Sócrates, le dijo:

—¡Ah, por los dioses!, ¿no has admitido ya lo contrario de lo que dices? Porque, ¿no hemos convenido en que lo más grande nace de lo más pequeño y lo más pequeño de lo más grande; en una palabra, que las contrarias nacen siempre de sus contrarias? Y ahora me parece haberte oído que nunca puede suceder esto.

Sócrates, inclinando un tanto su cabeza hacia adelante, como para oír mejor, le dijo:

—Muy bien; tienes razón al recordarnos los principios que hemos establecido; pero no ves la diferencia que hay entre lo que hemos sentado antes y lo que decimos ahora. Dijimos que una cosa nace siempre de su contraria, y ahora decimos que lo contrario no se convierte nunca en lo contrario a sí mismo, ni en nosotros, ni en la naturaleza. Entonces hablábamos de las cosas que tienen sus contrarias, cada una de las cuales podíamos designar con su nombre; y aquí hablamos de las esencias mismas, cuya presencia en las cosas da a estas sus nombres, y de estas últimas es de las que decimos que no pueden nunca nacer la una de la otra. Y al mismo tiempo, mirando a Cebes, le dijo: la objeción que se acaba de proponer, ¿ha causado en ti alguna turbación?

—No, Sócrates; no soy tan débil, aunque hay cosas capaces de turbarme.

—Estamos, pues, unánime y absolutamente conformes —replicó Sócrates— en que nunca un contrario puede convertirse en lo contrario a sí mismo.

—Es cierto —dijo Cebes.

—Vamos a ver si convienes en esto: ¿hay algo que se llama frío y algo que se llama caliente?

—Seguramente.

—¿Como la nieve y el fuego?

—No, ¡por Júpiter!

—¿Lo caliente es entonces diferente del fuego, y lo frío diferente de la nieve?

—Sin dificultad.

—Convendrás, yo creo, en que cuando la nieve ha recibido calor, como decíamos antes, ya no será lo que era, sino que desde el momento que se la aplique el calor, le cederá el puesto o desaparecerá enteramente.

—Sin duda.

—Lo mismo sucede con el fuego, tan pronto como le supere el frío; y así se retirará o perecerá, porque apenas se le haya aplicado el frío, no podrá ser ya lo que era, y no será fuego y frío a la vez.

—Muy bien —dijo Cebes.

—Es, pues, tal la naturaleza de algunas de estas cosas, que no sólo la misma idea conserva siempre el mismo nombre, sino que este nombre sirve igualmente para otras cosas que no son lo que ella es en sí misma, pero que tienen su misma forma mientras existen. Algunos ejemplos aclararán lo que quiero decir. Lo impar debe tener siempre el mismo nombre. ¿No es así?

—Sí, sin duda.

—Ahora bien, dime: ¿es esta la única cosa que tiene este nombre, o hay alguna otra cosa que no sea lo impar y que, sin embargo, sea preciso designar con este nombre, por ser de tal naturaleza, que no puede existir sin lo impar? Como, por ejemplo, el número tres y muchos otros; pero fijémonos en el tres. ¿No te parece que el número tres debe ser llamado siempre con su nombre, y al mismo tiempo con el nombre de impar, aunque lo impar no es lo mismo que el número tres? Sin embargo, tal es la naturaleza del tres, del cinco y de la mitad de los números, que aunque cada uno de ellos no sea lo que es lo impar, es, no obstante, siempre impar. Lo mismo sucede con la otra mitad de los números, como dos, cuatro; aunque no son lo que es lo par, es cada uno de ellos, sin embargo, siempre par. ¿No estás conforme?

—¿Y cómo no?

—Fíjate en lo que voy a decir. Me parece que no sólo estas contrarias que se excluyen, sino también todas las demás cosas, que sin ser contrarias entre sí, tienen, sin embargo, siempre sus contrarias, no pueden dejarse penetrar por la esencia, que es contraria a la que ellas tienen, sino que tan pronto como esta esencia aparece, ellas se retiran o perecen. El tres, por ejemplo, ¿no perecerá antes que hacerse en ningún caso número par, permaneciendo tres?

—Seguramente —dijo Cebes.

—Sin embargo —dijo Sócrates—, el dos no es contrario al tres.

—No, sin duda.

—Luego las contrarias no son las únicas cosas que no consienten sus contrarias, sino que hay todavía otras cosas también incompatibles.

—Es cierto.

—¿Quieres que las determinemos en cuanto nos sea posible?

—Sí.

—¿No serán aquellas, ¡oh Cebes!, que obligan a la cosa en que se encuentran, cualquiera que sea, no sólo a retener la idea que es en ellas esencial, sino también a rechazar toda otra idea contraria a ésta?

—¿Qué dices?

—Lo que decíamos antes. Todo aquello en que se encuentra la idea de tres, debe necesariamente, no sólo permanecer tres, sino permanecer también impar.

—¿Quién lo duda?

—Por consiguiente, es imposible que en una cosa tal como ésta penetre la idea contraria a la que constituye su esencia.

—Es imposible.

—Ahora bien, lo que constituye su esencia, ¿no es el impar?

—Sí.

—Y la idea contraria a lo impar, ¿no es la idea de lo par?

—Sí.

—Luego la idea de lo par no se encuentra nunca en el tres.

—No, sin duda.

—El tres, por lo tanto, no consiente lo par.

—No lo consiente.

—Porque el tres es impar.

—Seguramente.

—He aquí lo que queríamos sentar como base; que hay ciertas cosas, que, no siendo contrarias a otras, las excluyen, lo mismo que si fuesen contrarias, como el tres que aunque no es contrario al número par, no lo consiente, lo desecha; como el dos, que lleva siempre consigo algo contrario al número impar; como el fuego, el frío y muchas otras. Mira ahora, si admitirías tú la siguiente definición: no sólo lo contrario no consiente su contrario, sino que todo lo que lleva consigo un contrario, al comunicarse con otra cosa, no consiente nada que sea contrario al contrario que lleva en sí.

»Piénsalo bien, porque no se pierde el tiempo en repetirlo muchas veces. El cinco no será nunca compatible con la idea de par; como el diez, que es dos veces aquel, no lo será nunca con la idea de impar; y este dos, aunque su contraria no sea la idea de lo impar, no admitirá, sin embargo, la idea de lo impar, como no consentirán nunca idea de lo entero las tres cuartas partes, la tercera parte, ni las demás fracciones; si es cosa que me has entendido y estás de acuerdo conmigo en este punto.

»Ahora bien; voy a reasumir mis primeras preguntas: y tú, al responderme, me contestarás, no en forma idéntica a ellas, sino en forma diferente, según el ejemplo que voy a ponerte; porque además de la manera de responder que hemos usado, que es segura, hay otra que no lo es menos; puesto que si me preguntases qué es lo que produce el calor en los cuerpos, yo no te daría la respuesta, segura sí, pero necia, de que es el calor; sino que, de lo que acabamos de decir, deduciría una respuesta más acertada, y te diría: es el fuego; y si me preguntas qué es lo que hace que el cuerpo esté enfermo, te respondería que no es la enfermedad, sino la fiebre. Si me preguntas qué es lo que constituye lo impar, no te responderé la imparidad, sino la unidad; y así de las demás cosas. Mira si entiendes suficientemente lo que quiero decirte.

—Te entiendo perfectamente.

—Respóndeme, pues —continuó Sócrates—. ¿Qué es lo que hace que el cuerpo esté vivo?

—Es el alma.

—¿Sucede así constantemente?

—¿Cómo no ha de suceder? —dijo Cebes.

—¿El alma lleva, por consiguiente, consigo la vida a donde quiera que ella va?

—Es cierto.

—¿Hay algo contrario a la vida, o no hay nada?

 

—Sí, hay alguna cosa.

—¿Qué cosa?

—La muerte.

—El alma, por consiguiente, no consentirá nunca lo que es contrario a lo que lleva siempre consigo. Esto se deduce rigurosamente de nuestros principios.

—La consecuencia es indeclinable —dijo Cebes.

—Pero ¿cómo llamamos a lo que no consiente nunca la idea de lo par?

—Lo impar.

—¿Cómo llamamos a lo que no consiente nunca la justicia, y a lo que no consiente nunca el orden?

—La injusticia y el desorden.

—Sea así: y a lo que no consiente nunca la muerte, ¿cómo lo llamamos?

—Lo inmortal.

—El alma, ¿no consiente la muerte?

—No.

—El alma es, por consiguiente, inmortal.

—Inmortal.

—¿Diremos que esto está demostrado, o falta algo a la demostración?

—Está suficientemente demostrado, Sócrates.

—Pero, Cebes, si fuese una necesidad que lo impar fuese imperecible, ¿el tres no lo sería igualmente?

—¿Quién lo duda?

—Si lo que no tiene calor fuese necesariamente imperecible, siempre que alguno aproximase el fuego a la nieve, ¿la nieve no subsistiría sana y salva? Porque ella no perecería; y por mucho que se la expusiese al fuego, no recibiría nunca el calor.

—Muy cierto.

—En la misma forma, si lo que no es susceptible de frío fuese necesariamente imperecible, por mucho que se echara sobre el fuego algo frío, nunca el fuego se extinguiría, nunca perecería; por el contrario, quedaría con toda su fuerza.

—Es de necesidad absoluta.

—Precisamente tiene que decirse lo mismo de lo que es inmortal. Si lo que es inmortal no puede perecer jamás, por mucho que la muerte se aproxime al alma, es absolutamente imposible que el alma muera; porque, según acabamos de ver, el alma no recibirá nunca en sí la muerte, jamás morirá; así como el tres, y lo mismo cualquiera otro número impar, no puede nunca ser par; como el fuego no puede ser nunca frío, ni el calor del fuego convertirse en frío. Alguno me dirá quizá: en que lo impar no puede convertirse en par por el advenimiento de lo par, estamos conformes; ¿pero qué obsta para que, si lo impar llega a perecer, lo par ocupe su lugar? A esta objeción yo no podría responder que lo impar no perece, si lo impar no es imperecible. Pero si le hubiéramos declarado imperecible, sostendríamos con razón que siempre que se presentase lo par, el tres y lo impar se retirarían, pero de ninguna manera perecerían; y lo mismo diríamos del fuego, de lo caliente y de otras cosas semejantes. ¿No es así?

—Seguramente —dijo Cebes.

—Por consiguiente, viniendo a la inmortalidad, que es de lo que tratamos al presente, si convenimos en que todo lo que es inmortal es imperecible, el alma necesariamente es, no sólo inmortal, sino absolutamente imperecible. Si no convenimos en esto, es preciso buscar otras pruebas.

—No es necesario —dijo Cebes—; porque, ¿a qué podríamos llamar imperecible, si lo que es inmortal y eterno estuviese sujeto a perecer?

—No hay nadie —replicó Sócrates— que no convenga en que ni Dios, ni la esencia y la idea de la vida, ni cosa alguna inmortal pueden perecer.

—¡Por Júpiter! Todos los hombres reconocerán esta verdad —dijo Cebes—; y pienso que mejor aún convendrán en ello los dioses.

—Si es cierto que todo lo que es inmortal es imperecible, el alma que es inmortal, ¿no está eximida de perecer?

—Es necesario.

—Así, pues, cuando la muerte sorprende al hombre, lo que hay en él de mortal muere, y lo que hay de inmortal se retira, sano e incorruptible, cediendo su puesto a la muerte.

—Es evidente.

—Por consiguiente, si hay algo inmortal e imperecible, mi querido Cebes, el alma debe serlo; y por lo tanto, nuestras almas existirán en otro mundo.

—Nada tengo que oponer a eso, Sócrates —dijo Cebes—; y no puedo menos de rendirme a tus razones; pero si Simmias o algún otro tienen alguna cosa que objetar, harán muy bien en no callar; porque ¿qué momento ni qué ocasión mejores pueden encontrar para conversar y para ilustrarse sobre estas materias?

—Yo —dijo Simmias— nada tengo que oponer a lo que ha manifestado Sócrates, si bien confieso que la magnitud del objeto y la debilidad natural al hombre me inclinan, a pesar mío, a una especie de desconfianza.

—No sólo lo que manifiestas, Simmias —dijo Sócrates—, está muy bien dicho, sino que por seguros que nos parezcan nuestros primeros principios, es preciso volver de nuevo a ellos para examinarlos con más cuidado. Cuando los hayas comprendido suficientemente, conocerás sin dificultad la fuerza de mis razones, en cuanto es posible a hombre; y cuando te convenzas, no buscarás otras pruebas.

—Muy bien —dijo Cebes.

—Amigos míos, una cosa digna de tenerse en cuenta es que si el alma es inmortal, hay necesidad de cuidarla, no sólo durante la vida, sino también para el tiempo que viene después de la muerte; porque si bien lo reflexionáis, es muy grave el abandonarla. Si la muerte fuese la disolución de toda existencia, sería una gran cosa para los malos verse después de su muerte, libres de su cuerpo, de su alma, y de sus vicios; pero, supuesta la inmortalidad del alma, ella no tiene otro medio de librarse de sus males, ni puede procurarse la salud de otro modo, que haciéndose muy buena y muy sabia. Porque al salir de este mundo sólo lleva consigo sus costumbres y sus hábitos, que son, según se dice, la causa de su felicidad o de su desgracia desde el primer momento de su llegada. Dícese, que después de la muerte de alguno, el genio, que le ha conducido durante la vida, lleva el alma a cierto lugar, donde se reúnen todos los muertos para ser juzgados, a fin de que vayan desde allí a los infiernos con el guía, que es el encargado de conducirles de un punto a otro; y después que han recibido allí los bienes o los males, a que se han hecho acreedores, y han permanecido en aquella estancia todo el tiempo que les fue designado, otro conductor los vuelve a la vida presente después de muchas revoluciones de siglos. Este camino no es lo que Telefo dice en Esquiles: «un camino sencillo conduce a los infiernos». No es ni único ni sencillo; si lo fuese, no habría necesidad de guía, porque nadie puede extraviarse cuando el camino es único; tiene, por el contrario, muchas revueltas y muchas travesías, como lo infiero de lo que se practica en nuestros sacrificios y en nuestras ceremonias religiosas. El alma, dotada de templanza y sabiduría, sigue a su guía voluntariamente, porque sabe la suerte que le espera; pero la que está clavada a su cuerpo por sus pasiones, como dije antes, y permanece largo tiempo ligada a este mundo visible, sólo después de haber resistido y sufrido mucho, es cuando el genio que la ha sido destinado consigue arrancarla como por fuerza y a pesar suyo. Cuando llega de esta manera al punto donde se reúnen todas las almas, si es impura, si se ha manchado en algún asesinato o cualquiera otro crimen atroz, acciones muy propias de su índole, todas las demás almas huyen de ella, y la tienen horror; no encuentra ni quien la acompañe, ni quien la guíe; y anda errante y completamente abandonada, hasta que la necesidad la arrastra a la mansión que merece. Pero la que ha pasado su vida en la templanza y en la pureza, tiene los dioses mismos por compañeros y por guías, y va a habitar el lugar que le está preparado, porque hay lugares diversos y maravillosos en la tierra, la cual, según he aprendido de alguien, no es como se figuran los que acostumbran a describirla.

Entonces Simmias dijo:

—¿Qué dices, Sócrates? He oído contar muchas cosas de esa tierra, pero no las que te han enseñado a ti. Te escucharé gustoso en adelante.

—Para referirte la historia de esto, mi querido Simmias, no creo haya necesidad del arte de Glauco.[27] Mas probarte su verdad es más difícil, y no sé si todo el arte de Glauco bastaría al efecto. Semejante empresa no sólo está quizá por encima de mis fuerzas, sino que aun cuando no lo estuviese, el poco tiempo, que me queda de vida, no permite que entablemos tan larga discusión. Todo lo que yo puedo hacer es darte una idea general de esta tierra y de los lugares diferentes que encierra, tales como yo me los figuro.