Siete días de ruido

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SIETE DÍAS DE RUIDO

Óscar Mora

Mora, Óscar, 1976-

Siete días de ruido / Óscar Mora. — 1a ed. — Bogotá: Himpar Editores, Idartes, 2015.

184 p.; 24 cm. ISBN: 978-958-58740-0-8

1. NOVELA COLOMBIANA. 2. LITERATURA COLOMBIANA. 3. DIARIOS.

CDD C863 ed. 21


Siete días de ruido

© Óscar Mora

© Corporación Himpar Editores

Primera edición, 2015

Primera reimpresión, 2020

Bogotá D.C., Colombia

ISBN (impreso): 978-958-58740-0-8

ISBN (ePub): 978-958-52825-1-3

Edición: Himpar Editores

Diseño gráfico: Sandra Restrepo

Impresión: Panamericana Formas e Impresos S.A.

El epígrafe fue tomado de los manuscritos de Edvard Munch, disponibles en www.emunch.no

Traducción del noruego por Antonio Carlos Mora

Caminaba a lo largo de la vía con dos amigos

— el Sol se ponía — Sentí como un soplo de melancolía

— El cielo se volvió de repente rojo sangre

— Yo me detuve y me recosté

contra la barda muerto de cansancio

— Vi las nubes llameantes que parecían sangre

sobre el fiordo azul-negro y sobre la ciudad

— Mis amigos continuaron caminando

— Yo me quedé allí temblando de ansiedad

— y sentí un grito enorme, infinito,

atravesando la naturaleza.

—EDVARD MUNCH


Lunes

1

Lo primero que hice apenas me levanté de la colchoneta fue asomarme a la ventana para ver a la mujer que pasaba en las mañanas. Ella desfiló por la acera frente a la cafetería, cruzó la calle y se sentó en el paradero de la esquina. La observé un rato y, apenas se subió al bus, cerré la cortina sintiéndome lleno de energía para iniciar la jornada. Me enjuagué la cara y las axilas en el lavamanos. Tras someterla a una rápida inspección de olores, me puse la ropa de siempre. Luego, me senté en la colchoneta a esperar. El radio estaba apagado. Veía moverse las manecillas del despertador pero no alcanzaba a escuchar el tictac. El teléfono desechable, el biombo y la maleta estaban puestos uno junto al otro como un recordatorio de que no poseía nada que valiera la pena poner en venta. Tal vez el biombo, decorado con acuarelas de pájaros al estilo japonés sobre papel de arroz. Si mal no recuerdo, fue el regalo de bodas de mi primo.

Aunque no llevaba más que unos meses en la pensión, había memorizado las dimensiones de la pieza, a fuerza de recorrerla a diario en toda dirección posible. Seis pasos entre la colchoneta y la mesita, al lado de la única ventana cubierta con la cortina azul turquí. Seis pasos desde la ventana a la vieja y pesada puerta de madera que guardaba la entrada. Seis pasos desde la entrada hasta el inodoro, separado del resto de la pieza por el biombo. Media vuelta y estaba frente a la maleta cerrada junto a la colchoneta. Habría podido conseguir una habitación más barata, pero fui incapaz de renunciar a la pequeña satisfacción que me daba no tener que compartir el baño. El lavamanos empotrado en la pared me servía de lavadero e incluso de lavaplatos, si tuviera platos que lavar.

Doña Mayte comenzó a aspirar. Comprobé la hora: ocho de la mañana en punto. Si en algo podía confiar era en la obsesión por la limpieza que tenía la vieja casera. Bajé las escaleras con sigilo, camuflado por el zumbido de la aspiradora. Salí de la pensión y giré a la derecha, lo cual resultó ser un error. De la cafetería de la esquina emanaba una trampa de olor a pan recién horneado que se enganchó a mi estómago como un anzuelo. Me paré en la entrada, justo frente al horno que exhibía unos pandeyucas desinflados. Tenía mil quinientos pesos, pero no me podía dar el lujo de desayunar, porque necesitaba comprar esferos de colores. El paquete de tres —azul, rojo y negro— costaba mil doscientos. Una de las meseras se acercó desde la cocina. En su mano derecha exhibía un tatuaje casero mal logrado con la figura de un corazón, hecho seguramente en sus épocas de colegio. Esa mano, con el grabado fallido en tinta azul que se había ido aclarando con el tiempo, echaba almojábanas calientes, una tras otra, en el mostrador alumbrado por el bombillo. Nada más verlas me dio un calambre en el abdomen y el deber cayó aplastado bajo el peso del hambre. Le señalé uno de los óvalos de queso y almidón, y levanté el dedo índice en un gesto de “uno por favor”. La mesera me alargó una servilleta. Tomé la almojábana y alcancé a darle un maravilloso mordisco antes de quemarme la boca y los dedos con el bocadillo caliente. La solté y rodó en cámara lenta por el barro que las continuas lloviznas formaban en el borde del andén. Todavía no eran las ocho y media y ya prometía ser un día de mierda.

La mesera me miró mal cuando recogí la almojábana, la limpié lo mejor que pude y me la comí a pesar del gusto a barro. Tenía los labios y la lengua escaldados, pero lo que más me dolía era el orgullo. Caminé dos cuadras y llegué hasta la ronda del humedal. El sonido de los pájaros que cantaban desde lo alto se mezclaba con el rumor de la brisa, que traía un leve olor a aguas estancadas desde atrás de los juncos. Las hojas caídas de un eucalipto formaban una alfombra sobre el pasto. Me senté a mirar pájaros y a anotar sus nombres en una libreta. Apenas anotados, los dibujaría usando el revés de anuncios y panfletos publicitarios. Un copetón se posó en una rama: Zonotrichia capensis, escribí. Comencé a pintar. Mi atención oscilaba entre el dibujo y la gente que pasaba. Me iban a echar de la pieza, sabía que era cuestión de tiempo. El dinero que obtenía por el arriendo de mi apartamento se iba en pagar una deuda más grande, y lo que ganaba con los dibujos y las cosas que vendía no alcanzaba ni para comer. Era ridículo haber quedado en la ruina por culpa de un gato, pero uno no mata a la mascota de una fiscal solterona sin pagar el precio. Los gatos siempre me han parecido crueles, y, sin embargo, en el juicio el monstruo terminé siendo yo.

—El asesino de una criatura indefensa —dijo la fiscal.

Su gato era el verdadero asesino y no era para nada indefenso. Volví al pájaro. Con esfero rojo, porque era el único que me quedaba. No fui capaz de hablar ni para defenderme y eso lo interpretaron como una fría indiferencia hacia la vida. La forma de la cabeza y el cuerpo. El show mediático del absurdo: yo demandado por el asesinato de un gato, mientras violadores y asesinos salían libres por vencimiento de términos. Las alas, plumas monocromáticas, y las franjas en la cara y el cuello. Entonces, bajón de estrato y una austeridad que no era molesta con tal de mantener el contacto con la gente al mínimo. Aislado, envuelto en un caparazón. El pico corto y afilado, igual que las uñas del gato. Aún se ven las cicatrices en mis antebrazos. Los últimos detalles, la sombra de las plumas y ya casi. La justicia demuestra constantemente que se puede asesinar a cualquier pobre diablo y salir indemne. Por el contrario, se experimentará todo el peso de la ley si la víctima posee currículo y conexiones, por no mencionar familiares influyentes. Terminé el dibujo con los detalles de la cola, las patas y algunas ramas que se difuminaban en los bordes. No quedó mal para estar en tinta roja desvaída. Me levanté a venderlo y a conseguir más papel, y entonces vi el anuncio pegado de mala manera en un poste de luz. Rezaba “Industrias Abadón y Cía.”. Me llamó la atención que tuviera unas alas pintadas, alas que bien podrían ser de paloma o de ángel. Fácil de arrancar y limpio por detrás. El mejor entre varios para dibujar los pájaros y venderlos a los turistas; la mayoría israelíes y uno que otro europeo con ganas de darse un baño de pueblo, prostitutas y droga barata. Todo barato aquí en la ciudad. ¿El valor de lo que dibujaba? Lo que me quisieran dar, con lo que me quisieran colaborar. Mendicidad disfrazada de lo más barato posible.

Vendí el dibujo a un sesentón extranjero rosado por el sol. El tipo no entendía mucho de la moneda nacional. Me preguntó cuánto. Le mostré la mano abierta y los dedos extendidos pensando en quinientos, pero me dio cinco mil. Yo no lo corregí. Dijo algo en un idioma que no entendí, lleno de vocales e inflexiones que a ratos parecía alemán y a ratos otra cosa.

Yo me encogí de hombros y con la mirada busqué ayuda en su acompañante; una mujer joven que, por los rasgos compartidos, podría ser su hija.

—Dibujo bueno —explicó ella.

Asentí mientras trataba de sonreír con los dientes apretados, pero la sonrisa no logró despegar. El turista, que me recordaba a un Papá Noel en bermudas, me preguntó por el nombre del pájaro. En realidad le preguntó a su hija y ella, en absoluto impresionada por el dibujo, me tradujo en un español enredado. Luego quiso saber si era un ave típica de la región y otros detalles por el estilo. Comencé a explicarle, pero las palabras no me salían en el orden correcto y se me iba el aire. Mientras intentaba hacerme entender, señalaba alternativamente un copetón que descansaba en una cerca de alambre y el dibujo. Papá Noel se dio por vencido y se alejó presumiendo de su adquisición ante el resto de su familia. Se reunieron con un grupo más grande que los esperaba en el borde del humedal y los perdí de vista. Fui hasta la miscelánea del barrio por los esferos que necesitaba. En la cafetería de la esquina compré pan, salchichón y gaseosa, y di por terminada mi jornada laboral. Ya no tenía ganas de almojábanas.



2

 

Al regresar encontré a doña Mayte esperándome en la puerta de mi cuarto. Aparentemente, mi tiempo y su paciencia se habían acabado. A su lado, todas mis cosas en un montón apenas obstaculizaban el paso. Verlas así arrumadas me hizo sentir que mi ancla con el mundo era realmente frágil. Inspirado por la angustia, mentí. Le mostré el aviso que había guardado y le juré que tenía la firme intención de solicitar el trabajo, que había regresado nada más que para eso. Con los ojos aguados prometí, entre tartamudeos que ablandaron su corazón, que con seguridad le pagaría el mes atrasado. Ella miró mis pies embarrados y suspiró su rabia. Me dejó pasar con la condición de llamar inmediatamente, cuadrar una entrevista y esforzarme en conseguir el trabajo. Esperaría un adelanto a más tardar en una semana. Entonces se recostó con cara de tormenta en el quicio de la puerta, mientras miraba al idiota presionar cada botón con su tono ligeramente distinto.

Cuando comenzaron las visiones, ya no pude colgar. Primer timbre, suena a manzanas cayendo sobre la tierra; segundo timbre, imágenes de un horizonte cubierto por agua y un barco que naufraga; tercer timbre, incienso en los oídos, pan y vino sobre una mesa, mirra deshidratada; cuarto timbre, langostas, llagas, ganado muerto, lluvia de sapos y fuego, mares de sangre. Y entonces, todo desaparece ante La Voz.

—Aló.

Era plana, aburrida, monótona, con ese dejo de hastío apenas contenido que caracteriza a los secretarios mal pagados. Y mi propia voz, no muy entusiasmada, comenzó a luchar con las palabras, en una batalla por comunicarse que producía lástima; mi dificultad para expresarme, de súbito agravada por esas alucinaciones inexplicables. Doña Mayte zapateaba impaciente. La Voz al otro lado carraspeó y me sacó de mi miseria.

—Bueno, vamos a suponer que está interesado en el trabajo. Anote.

Dictó una dirección que escribí a las carreras al respaldo del anuncio, y me dijo que debía estar allí a las cinco de la tarde del día siguiente, sin falta. Colgó y escuché claramente la tapa de un sarcófago cerrándose. Ese sonido de las losas de piedra que los actores fingen mover con dificultad en las películas de bajo presupuesto. Un velo de negrura se alzó y escuché mi propia respiración amplificada por el silencio opresivo, que era todo lo demás que había. Ocurrió en un segundo, mientras el eco del clic que anuncia el corte de la comunicación terminó de rebotar en mi cabeza. Cuando regresaron las luces, yo tenía claro que no quería ir a esa entrevista de trabajo. Me volví hacia el ajado policía de rulos que esperaba en la puerta y, cansado de tartamudear, hice la señal internacional de la victoria con los dedos índice y medio.

—¿Y usté es que se volvió jipi después de viejo? —dijo doña Mayte con tono agrio.

Intenté con la señal internacional de “todo bien”. Mano cerrada y pulgar arriba. Esa sí la entendió. En el fondo, la única señal que quería hacerle era la del dedo medio extendido, si bien era un lujo que no me podía dar.

—¿Entonces qué? ¿Consiguió la entrevista o no?

Asentí con la cabeza.

—¿Cuándo?

Le repetí lo que el secretario me había dicho por teléfono.

—Me imagino que se arreglará ¿no?

Sin esperar la respuesta, se dio vuelta, cruzó el corredor hasta su habitación y cerró la puerta.

Cuando terminé de guardar mis cosas, me miré en el espejo. Por mucho que odiara admitirlo, la casera tenía razón, no podía ir vestido con la ropa de dar lástima. La vecina del segundo piso, que a diario me despertaba con su tetera antes que el despertador, pues el tiesto sonaba como si el mundo se fuera a acabar, posiblemente me ayudaría a planchar una camisa. Nada más imaginar el esfuerzo de bajar, tocar su puerta, intentar contestar cuando preguntara que quién era, explicarle la situación y pedirle el favor me hizo quedarme así, sin planchar. Por más agotadora que fuera la comunicación por mímica, era peor tratar de hablar cuando me cogían los nervios. De seguro en la entrevista no se fijarían en esas cosas. Tal vez ni siquiera tendría que hablar mucho y a lo mejor el trabajo me dejaría algo de tiempo para el dibujo. Una labor mecánica y solitaria sería ideal.



Martes

1

Me puse la primera camisa que encontré dentro de la maleta. Estaba arrugada, me quedaba un poco grande y olía a guardado, pero ni siquiera hice el intento de buscar otra. Los pantalones no estaban tan sucios, las botas sí. Me alisé el pelo hacia un lado. Revisé la imagen general en el espejo del lavamanos: un intento fallido de disfrazarme de un “yo mismo” que se había diluido en los últimos seis meses. Y salí a buscar trabajo para pagar lo que debía de arriendo.




2

El secretario había sido enfático en la puntualidad. Tenía que estar en el centro faltando un cuarto para las cinco, lo cual me obligaba a tomar un bus. No podían haber pasado más de tres meses desde que tuve que vender mi carro y, sin embargo, la sensación era la de adentrarse en territorio virgen. En el paradero, saqué la mano y me subí a un dispositivo de tortura traqueteante saturado de olor a gasolina diésel. Por la manera en que el conductor tomaba las curvas, parecía seguir una ruta suicida hacia el borde del mundo. Viajaban tres personas. Una de ellas, la que iba sentada al lado de la ventana de seguridad, con los ojos cerrados, moviendo los labios, era la mujer que pasaba en las mañanas. El corazón se me aceleró y comencé a sudar. Siempre la veía tomar esta misma ruta y ahora regresaba, como si le hubiera dado la vuelta a la ciudad. Era la primera vez que la veía por la tarde, la primera vez que yo salía y ella regresaba.

Me gustaba imaginar su vida. A qué se dedicaba, cómo sería en la cama, qué le gustaría comer, qué tipo de hombres le resultaban atractivos. Una vez tuve un sueño erótico con ella. Fue un sueño de esos que parecen seguir un guion, con movimientos de cámara y todo. Recuerdo que en el sueño ella estaba de pie tras el biombo. No la podía ver, pero sabía que era ella y que estaba desnuda. Me llamó por mi nombre y en ese momento desperté, pues sentí como si me hablaran al oído. Tuve que levantarme y lavar los calzoncillos. La última vez que había tenido una polución fue en la universidad. Me sentí un poco ridículo y, sin embargo, una parte de mí había esperado encontrarla desnuda detrás del biombo.

Esa obsesión con ella se volvió la principal razón para atravesar el fangal en que se convertía el tiempo que faltaba para tenderme sobre la colchoneta a dormir otra vez. Si ella no pasaba, si un día no la veía, me quedaba acostado en la cama sin comer, sumido en una especie de trance de autocompasión. Me dibujaba plumas en las manos; utilizaba cada cicatriz del gato como el eje de la pluma, desde ahí trazaba a lado y lado líneas tan finas como me lo permitía el esfero, y marcaba el contorno.

Los gloriosos días en que ella sí pasaba, la rutina seguía: esquivar a doña Mayte, salir de la pensión, esquivar el desayuno, caminar al parque, vender dibujos a los turistas y regresar en la tarde con lo recogido, que bien podía ser nada.

Por fortuna, desde niño me había gustado dibujar y mis padres me dieron ánimos para hacerlo cuanto quisiera. Mis garabatos tuvieron como cómplices a una caja de madera de ciento veinte colores con permanencia de cincuenta a setenta años que hubiera sido la envidia de un estudiante de dibujo. Conforme crecí, desarrollé una técnica que me permitió alcanzar un talento nada despreciable. La obsesión con los pájaros comenzó después de tomar clases en una academia privada. “Dibujo de la naturaleza” se llamaba el curso y fui de los mejores. De ahí en adelante lo mío fue el realismo, aunque a los dieciocho años tuve un pequeño periodo expresionista. Mis padres se asustaron un poco cuando me vieron tan serio con el dibujo, organizando exposiciones en el colegio y en el salón comunal del conjunto residencial en el que vivíamos. Al final optaría por estudiar diseño y publicidad y, cuando terminé la universidad, ya trabajaba en el departamento de relaciones públicas de una empresa. Todo según el plan, tal y como debía ser. Sin embargo, nunca dejé de dibujar. Incluso después de verme obligado a vender mis muebles, mi colección de arte, mis propias obras y los electrodomésticos —todo ese bulto de posesiones inútiles que uno acumula en la espalda—, lo que echaba de menos era mi caja de ciento veinte lápices. Poco tiempo después de llegar a la pensión, comencé a hacer bocetos en la mesa y en cuanto papel se me atravesara. De alguna manera eso me ayudó a acostumbrarme a la idea de no tener nada. El espacio desierto que sumaban mi cuarto y mi billetera se convirtió en un eco de todo aquello que antes creía necesitar. Encontraba una especie de justicia retorcida en esa ausencia cada vez que me asomaba a la calle para verla a ella o al resto del mundo.

Disfrutaba asomarme a ese cuadro en movimiento, mirar a la gente que lo recorría e imaginar lo que pensaban. Me encontraba haciendo eso cuando la vi pasar por primera vez. Iba llorando y cojeaba; de seguro se habría torcido el tobillo. Enseguida reconocí que vivía en la pensión. Compartía una pieza con la hija de doña Mayte. En mi mente la llamaba, le preguntaba si estaba bien, le ofrecía ayuda y ella decía que sí. La observé en silencio hasta que dobló la esquina. Cerré la ventana, me senté en el piso de espaldas a ella y grité lo más fuerte que pude; un alarido sin forma y sin palabras que me lastimó la garganta. Algún vecino comenzó a golpear la pared. Avergonzado por la cursilería de la situación, quise salir corriendo y alejarme del barrio y de la ciudad y del mundo. Por supuesto, no fui capaz de salir de la pieza. La escuché abrir y cerrar la puerta de la calle, subir las escaleras y eso fue todo. No obstante, al día siguiente, apenas me levanté, logré cruzar el umbral, bajar las escaleras, salir de la pensión y caminar dos cuadras. Ese día descubrí el humedal.

Un bosque de eucaliptos lo rodeaba y se espesaba hacia el norte. A lo largo de la calle, en donde el humedal se encontraba con el barrio, habían plantado saúcos, sietecueros y alisos, intercalados con arbustos de abutilón, campanillas y acantos. Un espacio tan bien cuidado era inusual en un sector como este. Al parecer tenían una muy buena junta de acción comunal, en la que por supuesto doña Mayte estaría involucrada. Habían construido un mirador en el que pusieron placas con dibujos mediocres de las diferentes especies de pájaros que lo visitaban y sus respectivos nombres científicos. Algunas personas del barrio se sentaban en tocones a almorzar o a descansar. Incluso había un parque de juegos que los niños frecuentaban. Llevaba un buen rato sin sentir algo parecido a la tranquilidad, por lo que me quedé parado mucho tiempo, hasta que comencé a llamar la atención de las personas. Comencé a respirar mal. Me senté al pie de un roble y, sobre una libreta de direcciones vacía, que usaba en reemplazo de la Blackberry que tuve que vender, comencé a trazar bocetos de mieleros, copetones, mirlas y colibríes. Desde entonces se me metió en la cabeza que, gracias a esa mujer que había pasado cojeando, yo había construido una rutina que, con el tiempo, lograría lo que no logró el psicoanálisis.

Esa misma mujer que pasaba en las mañanas y que me encontré en el bus de camino a la entrevista se sobresaltó cuando le toqué el hombro. Me miró con el ceño fruncido. No la culpé por asustarse, pues nunca habíamos cruzado palabra. Antes de que pudiera replicar, señalé la ventanilla con la cabeza y los ojos; un gesto calculado para no parecer un idiota. Si intentaba hablarle, de seguro la voz no me saldría. Ella giró la cabeza y miró por la ventana.

—¡Mierda, me pasé! —dijo.

Saltó del asiento y yo le di espacio como todo un caballero de pacotilla. Se lanzó hacia la puerta del fondo y dejó tras de sí el perfume de su cabello. Nunca ese jabón verde de motel había olido mejor. Mientras timbraba, me miró. Yo hice grandes esfuerzos por parecer desinteresado y natural, en vez de ansioso y acosador —que era como me sentía—. Ella lucía un poco intimidada. Cuando pensé que la intimidación naturalmente ocurría al revés, se me escapó una sonrisa que casi dolió. Ella levantó una ceja y sonrió a su vez. La puerta se abrió y ella se giró. Aproveché para admirar la forma de su espalda y sus nalgas en ese nuevo ángulo. Un momento después el bus se detuvo y las puertas se abrieron con un chirrido de metal oxidado y un golpe. Antes de que ella se bajara el conductor aceleró y ambos perdimos el equilibrio. Yo me agarré a la barra, ella trastabilló. La perdí de vista cuando el bus dobló una esquina. La sonrisa, que se había tomado el ochenta por ciento de mi cara, pasó a mejor vida. Me senté en el mismo puesto que ella acababa de desocupar y mi mirada comenzó a vagar por esa ciudad que desfilaba distorsionada tras el vidrio sucio. Los nervios se abrieron paso entre el aroma de su pelo y el olor a moho del asiento.

 

El aviso describía un trabajo para el que no se necesitaba experiencia previa. Algo que en teoría cualquiera sería capaz de hacer. Control de plagas. Por supuesto, necesitarían a alguien que no tuviera miedo de ensuciarse las manos. Mis palmas estaban untadas de tinta. Había olvidado lavármelas con la prisa por salir. Si añadimos la camisa arrugada, los zapatos llenos de barro y la palidez general, estaba hecho un desastre, pese a lo cual intentaba convencerme de que en realidad estaba hecho para ese trabajo, fuera cual fuese. El bus se adentró en un sector desconocido. El borrón de luces y casas se reflejaba en el vidrio y hacía que todas las direcciones parecieran la misma.

En la ciudad, la distancia entre dos calles puede ser tan larga como letras del alfabeto existan. Por la i, las casas comenzaron a ralear. La j era un potrero lleno de escombros y maleza, allí tocaba bajarse. En el papel, las letras seguían siendo las mismas, garrapateadas a prisa en el reverso del aviso “La empresa Abadón y Cía. Necesita…”. La calle estaba llena de charcos que prometían gripa. Al fondo se perfilaba el antiguo matadero municipal. No se me ocurrió en ese momento que, si en efecto era el matadero, llevaría por lo menos diez años clausurado. Era lógico que una empresa de eliminación de plagas tuviera sus oficinas en un matadero y, aunque el sentido común aconsejaba no entrar, la necesidad de callar a la casera terminó siendo más fuerte.

Al atravesar el destartalado portón de madera de cerezo, me vi en una edificación en ruinas. La única iluminación entraba por grandes agujeros en el tejado; claraboyas que derramaban haces de luz desde diez metros de altura. El suelo estaba tan sucio que no podía asegurar si era tierra o cemento. El espacio recordaba un poco a una catedral; en la penumbra de los rincones se perfilaban sombras más oscuras, maquinaria abandonada e hileras de ganchos sucios en los que miles de reses se habrían desangrado y tal vez solo era óxido esa costra café que los cubría.

De repente sentí que no debía estar en ese lugar. De seguro anoté mal la dirección, pues siempre que escribo a las carreras no entiendo los garabatos que quedan. Sin embargo, la sensación iba más allá. Había algo fundamentalmente equivocado en el hecho de estar en esa bodega abandonada. Algo forzado en la raíz misma de las cosas. La culpa era de la casera. Yo nunca habría ido si me hubiera esperado un mes… o dos. Toda la frustración acumulada fluyó por mi garganta y comencé a murmurar insultos que terminaron condensados en un madrazo. Se sintió bien. El silencio que siguió después, no tanto. Los ecos no paraban de rebotar en las esquinas del mataderocatedral, por el contrario, parecían ir creciendo. En el fondo de la enorme bodega, al lado de los ganchos, la oscuridad se condensó y formó la figura de una persona. La figura avanzó unos pasos y, sin salir por completo de la penumbra, comenzó a hablarme. Reconocí La Voz. Me había atendido por teléfono en la mañana.