Una Subvención De Armas

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Hubo un grito de sus hombres, uno tan entusiasta, que sorprendió a Godfrey. Todos levantaron sus espadas por lo alto, y eso le dio valor.

También hizo que Godfrey se diera cuenta de la realidad de lo que acababa de decir. Él no había pensado bien sus palabras antes de pronunciarlas; sólo se dejó llevar por el momento. Ahora se daba cuenta de que estaba comprometido con ello, y se sorprendió un poco por sus palabras. Su propia valentía era abrumadora, incluso para él.

Mientras los hombres hacían cabriolas en sus caballos, preparaban sus armas y se alistaban para su ataque final, Akorth y Fulton aparecieron junto a él.

"¿Quieres beber algo?", preguntó Akorth.

Godfrey miró hacia abajo y lo vio llegar con una bota de vino, y él la arrebató de la mano de Akorth; echó la cabeza hacia atrás y bebió y bebió, hasta que casi había bebido todo, apenas parando para recuperar el aliento. Finalmente, Godfrey limpió la parte posterior de su boca y devolvió la bota.

¿Qué he hecho? se preguntó. Se había comprometido él mismo y a los demás, a una batalla que no podría ganar. ¿Había estado pensando claramente?

"No pensé que tenías ese valor", dijo Akorth, dándole palmadas de manera brusca en la espalda, mientras eructaba "Fue un gran discurso. ¡Mejor que el teatro!".

"¡Deberíamos haber vendido las entradas!", intervino Fulton.

"Creo que te no equivocaste en nada", dijo Akorth. "Es mejor morir de pie, que sobre nuestras espaldas".

"Aunque de espaldas no estaría nada mal, si fuera en la cama de un burdel", añadió Fulton.

"¡Eso, eso!", dijo Fulton. "¿O qué tal morir con una jarra de cerveza en nuestros brazos y con la cabeza reclinada?”.

"Eso estaría bien, sin duda alguna", dijo Akorth, bebiendo.

"Pero supongo que después de un rato, sería aburrido", dijo Fulton. "¿Cuántos tarros puede beber un hombre, con cuántas mujeres puede acostarse un hombre en una cama?".

"Pues, muchas, si lo piensas bien", dijo Akorth.

"Aun así, supongo que sería divertido morir de una manera diferente. No tan aburrida”.

Akorth suspiró.

"Bueno, si sobrevivimos a todo esto, por lo menos tendríamos un motivo para tener que beber realmente. Por primera vez en nuestras vidas, ¡nos lo habremos ganado!".

Godfrey se alejó, intentando desconectarse de las conversaciones continuas de Akorth y Fulton. Necesitaba concentrarse. Había llegado el momento de que se convirtiera en hombre, de dejar atrás las ingeniosas bromas y chistes de taberna; de tomar decisiones reales que afectaban a los hombres de verdad del mundo real. Sentía una pesadez sobre él; no podía evitar preguntarse si esto era lo que su padre había sentido. De alguna extraña manera, aunque odiaba al hombre, estaba empezando a simpatizar con su padre. Y tal vez, para su horror, a ser como él.

Olvidando el peligro ante él, Godfrey sintió un aumento repentino de confianza. De pronto, pateó su caballo y con un grito de batalla, cabalgó precipitadamente por el valle.

Detrás de él llegó el grito de batalla inmediato de miles de hombres, y las pisadas de sus caballos llenaron sus oídos mientras salían corriendo detrás de él.

Godfrey ya se sentía mareado, con el viento en su pelo, el vino se le fue a la cabeza, mientras corría hacia una muerte segura y se preguntó en qué se había metido.

CAPÍTULO CINCO

Thor estaba sentado sobre su caballo, su padre estaba a su lado, McCloud por el otro, y Rafi cerca. Detrás de ellos estaban sentados docenas de miles de soldados del Imperio, la principal división del ejército de Andrónico, disciplinados y pacientemente a la espera del comando de Andrónico. Todos estaban sentados en la cima de una colina, mirando la zona montañosa, con sus picos cubiertos de nieve. En la cima de la zona montañosa, estaba la ciudad de McCloud, Highlandia, y Thor se puso tenso al mirar a miles de tropas salir de la ciudad y cabalgar hacia ellos, preparándose para la batalla.

Éstos no eran los hombres de MacGil; tampoco eran los soldados del Imperio. Llevaban una armadura que Thor apenas reconoció; pero mientras apretaba la empuñadura de su nueva espada, no estaba seguro exactamente de quiénes eran ellos, o por qué atacaban.

"Los McCloud. "Mis ex soldados”, explicó McCloud a Andrónico. "Todos los buenos soldados McCloud. Todos los hombres a los que entrené alguna vez y con los que combatí”.

"Pero ahora se han vuelto en tu contra", observó Andrónico. "Vienen a encontrarse contigo en una batalla".

McCloud frunció el ceño, le faltaba un ojo, la mitad de su rostro estaba marcado con el sello del Imperio, tenía un aspecto grotesco.

"Lo siento, mi señor", dijo él. "No es mi culpa. Es el trabajo de mi hijo, Bronson. Volvió a mi propia gente en mi contra. Si no fuera por él, todos ellos se unirían a mí ahora, por tu gran causa”.

"No es culpa de tu hijo", corrigió Andrónico, con la voz de acero, girando hacia él. "Es porque eres un comandante débil y un padre más débil. El fracaso de tu hijo es el fracaso que hay en ti. Debí haber sabido que serías incapaz de controlar a tus propios hombres. Debería haberte matado hace mucho tiempo”.

McCloud tragó saliva, nervioso.

"Mi Señor, tú también podrías considerar que no sólo están luchando contra mí, sino contra ti. Quieren deshacerse del Anillo del Imperio".

Andrónico meneó la cabeza, acariciando su collar de cabezas reducidas.

"Pero ahora estás de mi lado", dijo él. "Así que pelear contra mí es luchar contra ti, también".

McCloud sacó su espada, conmocionado por el ejército que se acercaba.

"Pelearé y mataré a todos y cada uno de mis hombres", declaró.

"Sé que lo harás", dijo Andrónico. "Si no lo haces, te mataré yo mismo. No es que necesite que me ayudes. Mis hombres harán mucho más daño del que podrás imaginar – especialmente si van al mando de mi hijo, Thornicus".

Thor estaba sentado en su caballo, oyendo débilmente sus conversaciones, pero al mismo tiempo, no escuchando nada de ellas. Él estaba aturdido. Su mente se llenó de pensamientos extraños que no reconocía, pensamientos que latían en su cerebro y continuamente le recordaba la lealtad que le debía a su padre, su deber de luchar por el Imperio, su destino como el hijo de Andrónico. Los pensamientos se arremolinaban sin descanso en su mente, y aunque lo intentaba, era incapaz de despejar su mente, de tener pensamientos propios. Era como si hubiera sido tomado como rehén en su propio cuerpo.

Mientras Andrónico hablaba, cada una de sus palabras se convertía en una sugerencia en la mente de Thor, luego en una orden. Entonces, de alguna manera, se convirtieron en sus propios pensamientos. Thor luchaba, una pequeña parte de él trataba de liberar su mente de esos sentimientos invasivos para llegar a un punto de claridad. Pero cuanto más luchaba, era más difícil.

Mientras estaba sentado ahí en su caballo, viendo al ejército entrante galopando a través de las llanuras, sintió fluir la sangre en las venas, y en lo único que podía pensar era en su lealtad a su padre, en su necesidad de aplastar a cualquiera que se interpusiera en el camino de su padre. En su destino para gobernar el Imperio.

"Thornicus, ¿me oíste?", dijo Andrónico. "¿Estás preparado para demostrar lo que vales en combate, por tu padre?".

"Sí, padre mío", respondió Thor, mirando hacia adelante. "Lucharé contra cualquiera que combata contra ti".

Andrónico esbozó una amplia sonrisa. Se dio vuelta y enfrentó a sus hombres.

"¡SEÑORES!", dijo él. "Ha llegado el momento de enfrentar al enemigo, de eliminar del Anillo a sus rebeldes sobrevivientes de una vez por todas. Comenzaremos con estos hombres de McCloud que se atreven a desafiarnos. Thornicus, mi hijo, nos guiará en la batalla. Le seguirán como si me siguieran a mí. Darán su vida por él como lo harían por mí. Si lo traicionan a él, ¡me traicionan a mí!".

"¡THORNICUS!", gritó Andrónico.

"¡THORNICUS!", se escuchó el eco de un coro de diez mil tropas del Imperio detrás de ellos.

Thor, envalentonado, levantó su espada nueva por lo alto, la espada del Imperio, la que le había regalado su amado padre. Sintió un poder manando de él, el poder de su linaje, de su pueblo, de todo lo que él debía ser. Finalmente había vuelto a casa, había vuelto con su padre, una vez más. Por su padre, Thor haría lo que fuera. Incluso lanzarse a la muerte.

Thor soltó un gran grito de guerra, mientras pateaba su caballo y salió apresuradamente hacia el valle, siendo el primero en la batalla. Detrás de él se oyó un gran grito de guerra, mientras decenas de miles de hombres le seguían, todos ellos preparados para seguir a Thornicus hacia sus muertes.

CAPÍTULO SEIS

Mycoples estaba acurrucada, enredada dentro de la inmensa red Akron, incapaz de estirarse, de batir sus alas. Ella estaba sentada en el timón del barco del Imperio y aunque luchaba, no podía levantar la barbilla, mover sus brazos, extender sus garras. Nunca se había sentido peor en su vida, nunca sintió tal falta de libertad, de fuerza. Ella estaba acurrucada en bola, parpadeando lentamente, abatida, más por Thor que por ella misma.

Mycoples podía sentir la energía de Thor, incluso desde esta gran distancia, incluso mientras su barco navegaba por el mar, subiendo y bajando las olas monstruosas, su cuerpo se elevaba y descendía mientras las olas se estrellaban en la cubierta. Mycoples podía sentir a Thor cambiando, convirtiéndose en otra persona, no era el hombre que conoció una vez. Se sintió descorazonada. Ella no pudo evitar sentir que de alguna manera lo había decepcionado. Ella trató de luchar una vez más, tenía muchas ganas de ir con él, de salvarlo. Pero simplemente no podía liberarse.

Una ola gigante se estrelló en la cubierta, y las aguas espumosas del Tartuvio se deslizaban debajo de su red, haciendo que resbalara y se golpeara la cabeza con el casco de madera. Se encogió de miedo y gruñó, no teniendo el espíritu o fuerza que solía tener. Se había resignado a su nuevo destino, sabiendo que se la estaban llevando para ser asesinada, o peor aún, para vivir una vida en cautiverio. No le importaba lo que pasara con ella. Ella sólo quería que Thor estuviera bien. Y quería una oportunidad, una última oportunidad para vengarse de sus atacantes.

 

"¡Ahí está! ¡Se deslizó hasta la mitad de la cubierta!", gritó uno de los soldados del Imperio.

Mycoples sintió el dolor repentino de un pinchazo en las escalas sensibles de su cara, y vio a dos soldados del Imperio con lanzas de nueve metros de largo, picándola, a una distancia segura a través de la red. Ella intentó abalanzarse a hacia ellos, pero sus limitaciones se lo impedían. Ella gruñó mientras la pinchaban una y otra vez, riendo, evidentemente se estaban divirtiendo.

"Ella no es tan aterradora ahora, ¿verdad?", le preguntó uno al otro.

El otro rio, pinchando su lanza cerca de su ojo. Mycoples se alejó en el último segundo, evitando dejarla ciega.

"Es como una mosca, inofensiva", dijo uno.

"Dicen que van a ponerla en exhibición en la nueva capital de Imperio".

"No es lo que supe", dijo el otro. "Me dijeron que van a cortarle las alas y torturarla por todo el daño que le hizo a nuestros hombres”.

"Ojalá pudiera estar allí para ver eso".

"¿Realmente tenemos que llevarla intacta?", preguntó uno.

"Son las órdenes".

"Pero no veo por qué nosotros no podamos al menos mutilarla un poco. Después de todo, realmente no necesita ambos ojos, ¿verdad?".

El otro se rio.

"Pues ahora que lo dices, supongo que no", respondió. "Adelante. Diviértete".

Uno de los hombres se acercó y levantó una lanza por lo alto.

"No te muevas, pequeña”, le dijo el soldado.

Mycoples se encogió, indefenso, mientras el soldado iba hacia adelante, preparándose para sumir su larga lanza en su ojo.

De repente, otra ola se estrelló en la proa; el agua sacó las piernas del soldado y se fue resbalando hacia la cara de ella, con los ojos abiertos de par en par, de terror. Con un enorme esfuerzo, Mycoples logró levantar una garra lo suficientemente alto como para permitir que el soldado se deslizara por debajo de ella; al hacerlo, ella la hizo caer sobre él y la clavó en su garganta.

Él chilló y la sangre se derramó por todas partes, mezclada con agua, mientras moría debajo de ella. Mycoples sintió una pequeña satisfacción.

El soldado del Imperio restante se dio vuelta y corrió, gritando por ayuda. En pocos momentos, una docena de soldados del Imperio se acercaron, todos portando largas lanzas.

"¡Maten a la bestia!", gritó uno de ellos.

Todos se acercaron a matarla, y Mycoples estaba segura de que lo lograrían.

Mycoples sintió una repentina furia ardiendo a través de ella, como nunca había sentido. Ella cerró los ojos y oró a Dios para que le diera una ráfaga final de fuerza.

Lentamente, sintió un gran calor surgir dentro de su vientre y bajar por la garganta. Levantó su boca y soltó un rugido. Para su sorpresa, salió un montón de llamas.

Las llamas viajaron por la red, y aunque no destruyó el Akron, una pared de fuego envolvió a la docena de hombres que se acercaron a ella.

Todos gritaron mientras sus cuerpos ardían en llamas; la mayoría se derrumbó en la cubierta, y aquellos que no murieron al instante, corrieron y saltaron por la borda al mar. Mycoples sonrió.

Docenas más de soldados aparecieron,  esgrimiendo mazas y Mycoples trató de invocar al fuego otra vez.

Pero esta vez no funcionó. Dios había contestado sus oraciones y le había dado la gracia una sola vez. Pero ahora, ya no había nada más que pudiera hacer. Estaba agradecida, al menos, por lo que había tenido.

Decenas de soldados descendieron sobre ella, golpeándola con mazas, y lentamente, Mycoples sintió que se hundía, más y más abajo, con sus ojos cerrándose. Ella se acurrucó, resignada, preguntándose si su tiempo en este mundo había llegado a su fin.

Pronto, su mundo se llenó de oscuridad.

CAPÍTULO SIETE

Rómulo estaba parado en el timón de su enorme barco, con el casco pintado de negro y oro y ondeando la bandera del Imperio, un león con un águila en su boca, batiendo las alas con audacia en el viento. Se quedó allí con las manos en las caderas; con su estructura muscular aún más amplia, como si estuviera enraizado a la cubierta y miró hacia el vaivén de las olas luminiscentes del Ambrek. A lo lejos, apareciendo a la vista, estaba la orilla del Anillo.

Por fin.

El corazón de Rómulo renació con ilusión, al mirar al Anillo por primera vez. En su barco navegaban sus mejores hombres elegidos cuidadosamente, varias docenas de ellos y detrás navegaban miles de los mejores barcos de Imperio. Una gran armada, llenando el mar, todos navegando con la bandera del Imperio. Ellos habían hecho una larga travesía, rodeando el Anillo, decididos a llegar en el lado de McCloud. Rómulo planeaba entrar a hurtadillas de su antiguo jefe, Andrónico, y asesinarlo cuando menos lo esperara.

Sonrió ante ese pensamiento. Andrónico no tenía ninguna idea de la fuerza o la astucia de su hombre número dos al mando, y estaba a punto de aprenderlo de mala manera. Nunca debió haberlo subestimado.

Hubo enormes olas, y Rómulo se deleitaba con el frío rocío que caía en su cara. En su brazo agarró el manto mágico que había obtenido en el bosque, y sintió que iba a funcionar, que iba a llevarlo al otro lado del Cañón. Sabía que cuando se lo pusiera, sería invisible, sería capaz de penetrar el Escudo, de cruzar solo el Anillo. Su misión requeriría sigilo y astucia y sorpresa. Sus hombres no podían seguirlo, por supuesto, pero no necesitaba a ninguno de ellos: una vez que estuviera adentro, encontraría a los hombres de Andrónico – a los hombres del Imperio – y los reuniría para su causa. Él los dividiría y crearía su propio ejército, su propia guerra civil. Después de todo, los soldados del Imperio querían a Rómulo tanto como ellos a Andrónico. Usaría a los hombres de Andrónico contra él.

Rómulo entonces encontraría a un MacGil, lo llevaría al otro lado del Cañón, como exigía el manto, y si era cierta la leyenda, el Escudo sería destruido. Con el Escudo desactivado, convocaría a todos sus hombres y toda su flota entraría y aplastarían al Anillo para siempre. Entonces, finalmente, Rómulo sería el único gobernante del universo.

Respiró profundo. Ya casi podía saborearlo. Él había estado luchando toda su vida por este momento.

Rómulo miró hacia el cielo rojo intenso, el segundo sol se estaba poniendo, era una enorme bola en el horizonte, emitiendo un brillo azul claro, a esta hora del día. Era la hora del día en que Rómulo rogaba a sus dioses, el dios de la Tierra, el dios del Mar, el dios del Cielo, el dios del viento – y sobre todo, el dios de la guerra. Él sabía que necesitaba apaciguarles a todos. Estaba preparado: había traído muchos esclavos para sacrificarlos, sabiendo que su sangre derramada le daría poder.

Las olas chocaban a su alrededor mientras se acercaban a tierra. Rómulo no esperó a que los otros bajaran las cuerdas, sino que prefirió saltar del casco tan pronto como la proa tocó la arena, cayendo unos seis metros y aterrizando sobre sus pies, hasta su cintura, en el agua. Él ni siquiera parpadeó.

Rómulo se acercó a la orilla como si fuera dueño de ella, dejando sus pesadas huellas en la arena. Detrás de él, sus hombres bajaron las cuerdas y todos comenzaron a bajar de la embarcación, mientras llegaba un barco tras otro.

Rómulo observó toda su obra, y sonrió. Estaba oscureciendo y él había llegado a tierra en el momento perfecto para presentar un sacrificio. Él sabía que tenía que agradecer a los dioses por esto.

Se dio vuelta y enfrentó a sus hombres.

"¡FUEGO!", gritó Rómulo.

Sus hombres se apresuraron para construir una enorme fogata, de cuatro metros y medio de altura, había una enorme pila de madera lista, esperando ser encendida, dispersa y en forma de estrella.

Rómulo asintió con la cabeza, y sus hombres arrastraron hacia adelante a una docena esclavos, atados unos a otros. Estaban amarrados a lo largo de la madera de la hoguera, con sus cuerdas aseguradas a ella. Miraban fijamente, con los ojos abiertos de par en par, llenos de pánico. Gritaban aterrorizados, viendo las antorchas listas y dándose cuenta de que estaban a punto de ser quemados vivos.

“¡NO!", gritó uno de ellos. “¡Por favor! ¡Se lo ruego! Esto no. ¡Cualquier cosa menos esto!".

Rómulo los ignoró. En cambio, volvió la espalda a todo el mundo, dio varios pasos adelante, abrió sus brazos ampliamente y estiró el cuello hasta los cielos.

"¡OMARUS!", gritó. "¡Danos la luz para ver! Acepta mi sacrificio esta noche. Acompáñame en mi viaje al Anillo. Dame una señal. ¡Déjame saber si voy a tener éxito!

Rómulo bajó sus manos, y al hacerlo, sus hombres se abalanzaron hacia adelante y lanzaron sus antorchas a la madera.

Se escucharon horribles gritos, mientras todos los esclavos eran quemados vivos. Salieron chispas por todos lados, mientras Rómulo estaba allí parado, con el rostro radiante, observando el espectáculo.

Rómulo asintió con la cabeza, y sus hombres acercaron a una anciana, sin ojos, con su cara arrugada, con su cuerpo jorobado. Varios hombres la llevaban en un carro, y ella se inclinó hacia adelante, hacia las llamas. Rómulo la observó, paciente, esperando su profecía.

"Tendrás éxito", dijo ella. "A menos que veas los soles converger".

Rómulo sonrió ampliamente. ¿Los soles convergen? Eso no ha pasado en mil años.

Estaba eufórico, un sentimiento de calidez inundaba su pecho. Eso era todo lo que necesitaba saber. Los dioses estaban con él.

Rómulo agarró su manto, montó en su caballo, lo pateó con fuerza, empezando a galopar solo, a través de la arena, hacia el camino que lo llevaría a la Travesía del Este, por el Cañón, y pronto, al centro mismo del Anillo.

CAPÍTULO OCHO

Selese caminó a través de los restos de la batalla, con Illepra a su lado, cada una de ellas revisando cuerpo por cuerpo, buscando señales de vida. Había sido un largo y duro viaje desde Silesia, mientras las dos estaban juntas, siguiendo al grupo principal del ejército y atendiendo a los heridos y a los muertos. Se separaron de los otros curanderos y se habían convertido en amigas íntimas, unidas a través de la adversidad. Ellas se sentían atraídas naturalmente una a la otra, eran de la misma edad, se parecían entre ellas, y quizá lo más importante, era que cada una estaba enamorada de un chico MacGil. Selese amaba a Reece; e Illepra, aunque reacia a admitirlo, amaba a Godfrey.

Hicieron su mejor esfuerzo para ir al parejo del grupo principal del ejército, abriéndose paso en zigzag de los campos y bosques y caminos fangosos, buscando constantemente a heridos MacGil. Por desgracia, encontrarlos no fue difícil; llenaban el paisaje en abundancia. En algunos casos, Selese fue capaz de curarlos; pero en muchos casos, lo mejor que Illepra y ella podían hacer era tapar sus heridas, quitarles el dolor con sus elíxires y permitirles una muerte tranquila.

Era desgarrador para Selese. Habiendo sido una curandera en una pequeña ciudad toda su vida, nunca había tratado con algo de esta escala o gravedad. Estaba acostumbrada a manejar raspaduras menores, cortes y heridas o quizá la picadura ocasional de un Forsyth. Pero no estaba acostumbrada a tal derramamiento de sangre y muerte, a tal gravedad de las heridas y heridos. Le entristecía profundamente.

En su profesión, Selese anhelaba curar a la gente y verlos bien; sin embargo, desde que se había embarcado en Silesia, no había visto nada más que un rastro interminable de sangre. ¿Cómo podían los hombres hacerse eso unos a otros? Los heridos eran todos hijos de alguien; padres, maridos. ¿Cómo podía ser tan cruel la humanidad?

Selese estaba más descorazonada aún,  por su falta de capacidad para ayudar a cada persona que encontraba. Sus provisiones estaban limitadas a lo que podía cargar, y dada su larga caminata, no era mucho. Los otros curanderos del reino estaban dispersos por todo el Anillo; eran un ejército en sí mismo, pero abarcaban poco y los suministros eran muy pocos. Sin suficientes carruajes, caballos y un equipo de ayudantes, era poco lo que ella podía transportar.

Selese cerró los ojos y respiró profundamente mientras caminaba, viendo las caras de los heridos destellar ante ella. Ella había atendido demasiadas veces a soldados heridos mortalmente, gritando de dolor, había visto sus ojos vidriosos y les había dado Blatox. Era un analgésico eficaz y un tranquilizante efectivo. Pero éste no podía sanar heridas que supuraban, ni detener la infección. Sin todas sus provisiones, era lo mejor que podía hacer. Le daban ganas de llorar y gritarle al mundo al mismo tiempo.

 

Selese e Illepra se arrodillaron junto a un soldado herido, a pocos metros de distancia una de la otra, cada una ocupada suturando una herida con aguja e hilo. Selese había sido forzada a usar esta aguja demasiadas veces, y deseaba tener alguna limpia. Pero no tenía otra elección. El soldado gritó de dolor cuando ella cosió una herida vertical, larga, en su bíceps, que parecía no querer permanecer cerrada, supurando continuamente. Selese presionó una mano hacia abajo, tratando de contener el flujo sanguíneo.

Pero era una batalla perdida. Si tan sólo hubiese llegado a este soldado un día antes, todo hubiese estado bien. Pero ahora su brazo estaba verde. Ella trataba de prevenir lo inevitable.

"Va a estar bien", le dijo Selese.

"No, no es así", dijo él, con una mirada de la muerte hacia ella. Selese había visto esa mirada demasiadas veces. "Dígame”. ¿Voy a morir?".

Selese respiró hondo y contuvo la respiración. No sabía qué responder. Odiaba ser deshonesta. Pero no podía soportar decírselo.

"Nuestros destinos están en manos de nuestros creadores", dijo. "Nunca es demasiado tarde para cualquiera de nosotros. Beba", dijo ella, tomando un pequeño frasco de Blatox de la cartera de pociones que llevaba en su cintura, poniéndolo en sus labios y acariciando su frente.

Él puso sus ojos en blanco, y suspiró, tranquilo por primera vez.

"Me siento bien", dijo.

Momentos más tarde, sus ojos se cerraron.

Selese sintió rodar una lágrima por su mejilla y rápidamente la limpió.

Illepra terminó con sus heridos y cada una de ellas se levantó, agotada, y continuaron caminando juntas hacia el interminable sendero, pasando cadáver tras cadáver. Se dirigieron, inevitablemente, hacia el Este, siguiendo al grupo principal del ejército.

"¿Acaso estamos haciendo algo aquí?", preguntó finalmente Selese, tras un largo silencio.

"Por supuesto", respondió Illepra.

"No parece ser así", dijo Selese. "Hemos salvado a tan pocos y perdido a tantos otros".

"¿Y qué hay de esos pocos?", preguntó Illepra. "¿No valen nada?".

Selese pensó.

"Por supuesto que sí", dijo ella. "¿Y qué hay de los otros?".

Selese cerró los ojos e intentó pensar en ellos; pero ahora solamente eran caras borrosas.

Indra meneó la cabeza.

"Estás pensando de manera equivocada. Eres una soñadora. Muy ingenua. No puedes salvar a todo el mundo. Nosotros no empezamos esta guerra. Sólo la seguimos”.

Siguieron caminando en silencio, yendo cada vez más al Este, pasando campos de cadáveres. Selese estaba feliz, al menos, por la compañía de Illepra. Se hacían compañía mutuamente y se daban consuelo y habían compartido conocimientos y remedios en el camino. Selese estaba asombrada por la amplia gama de hierbas de Illepra, que ella no había conocido; Illepra, a su vez, se sorprendía continuamente por las extraordinarias pomadas que Selese había descubierto en su pequeño pueblo. Se complementan bien una a la otra.

Mientras caminaban, examinando una vez más a los muertos, Selese dirigió sus pensamientos hacia Reece. A pesar de todo lo que había a su alrededor, no podía sacarlo de su mente. Ella había viajado todo el camino a Silesia para encontrarlo, para estar con él. Pero el destino los había separado demasiado pronto, esta estúpida guerra los mandaba en diferentes direcciones. Se preguntaba a cada momento si Reece estaba a salvo. Se preguntaba exactamente en qué campo de batalla estaba. Y a cada cadáver que veía, rápidamente le miraba la cara con un sentimiento de temor, esperando y rezando para que no fuera Reece. Sentía un nudo en el estómago con cada cuerpo al que se acercaba, hasta que lo volteaba y le veía la cara y notaba que no era él. Con cada uno, suspiraba de alivio.

Sin embargo, cada paso que daba la hacía sentir al borde, siempre temiendo encontrarlo con los heridos – o peor aún, con los muertos. No sabía si podría seguir adelante, si así fuera.

Estaba decidida a encontrarlo, vivo o muerto. Ella había viajado hasta aquí, y no volvería hasta saber el destino de él.

"No he visto ninguna señal de Godfrey", dijo Illepra, pateando piedras conforme caminaban.

Illepra había hablado de Godfrey intermitentemente desde que se habían ido, y era obvio que también estaba enamorada de él.

"Ni yo", dijo Selese.

Era un diálogo constante entre las dos, cada uno embelesada por los dos hermanos, Reece y Godfrey, dos hermanos que no podían ser más diferentes uno del otro. Selese no podía entender lo que Illepra veía en Godfrey, personalmente. Para ella era sólo un borracho, un hombre tonto, que no debía ser tomado en serio. Era divertido y gracioso y sin duda, ingenioso. Pero no era el tipo de hombre que quería Selese. Selese quería a un hombre sincero, serio, pasional. Anhelaba tener a un hombre que tuviera caballerosidad, honor. Reece era el indicado para ella.

"No sé cómo pudo él haber sobrevivido a todo esto", dijo Illepra tristemente.

"Lo amas, ¿verdad?", preguntó Selese.

Illepra enrojeció y se dio vuelta.

"Nunca dije nada acerca del amor", dijo ella, defensivamente. "Solamente estoy preocupada por él. Es sólo un amigo".

Selese sonrió.

"¿En serio? Entonces, ¿por qué no paras de hablar de él?".

"¿Eso hago?", preguntó Illepra, sorprendida. "No me había dado cuenta".

"Sí, constantemente".

Illepra se encogió de hombros y guardó silencio.

"Supongo que me saca de quicio, de alguna manera. A veces me pone furiosa. Constantemente estoy sacándolo a rastras de las tabernas. Me promete todo el tiempo, que nunca volverá. Pero siempre lo hace”. Es exasperante, realmente. Lo destruiría, si pudiera”.

"¿Es por eso que estás tan ansiosa por encontrarlo?", preguntó Selese. "¿Para destruirlo?".

Ahora fue turno de Illepra sonreír.

"Tal vez no", dijo ella. "Tal vez también quiero darle un abrazo".

Ellas rodearon una colina y se encontraron con un soldado, de Silesia. Estaba debajo de un árbol, gimiendo, con su pierna evidentemente rota. Selese podía verlo desde aquí, con su ojo de experta. Cerca de allí, atado al árbol, estaban dos caballos.

Fueron corriendo a su lado.

Mientras Selese atendía sus heridas, una profunda cuchillada en el muslo, no pudo evitar preguntarle lo mismo que a todos los soldados que encontraba.

"¿Han visto a alguien de la familia real?", preguntó ella. ¿Han visto a Reece?".

Todos los otros soldados se habían dado vuelta y negaron con la cabeza y apartaron la mirada, y Selese estaba tan acostumbrada a la decepción, que  ya esperaba una respuesta negativa.

Pero, para su sorpresa, este soldado asintió con la cabeza.

"No he cabalgado con él, pero sí lo he visto, sí, señora".

Los ojos de Selese se abrieron de par en par de emoción y esperanza.

“¿Está vivo? ¿Está herido? ¿Sabe dónde está?", preguntó ella, con el corazón acelerado, agarrando la muñeca del hombre.

Él asintió.

“Sí. Está en una misión especial. Recuperar la Espada".

"¿Qué espada?".

Pues la Espada del Destino.

Ella lo miró con asombro. La Espada del Destino. La espada de la leyenda.

"¿Dónde?", preguntó ella, desesperada. "¿Dónde está él?"

"Se fue a la Travesía del Este".

La Travesía del Este, pensó Selese. Eso estaba lejos, muy lejos. No había manera de llegar a pie. No a este ritmo. Y si Reece estaba ahí, seguramente estaba en peligro. Seguramente, necesitaba de ella.

Cuando terminó de atender al soldado, notó los dos caballos atados al árbol. Dada la pierna rota de este hombre, no había forma de que él pudiera montarlos. Esos dos caballos no le servirían a él. Y pronto morirían, si no se les atendía.

El soldado se dio cuenta de que ella los miraba.

"Tómelos, señora", le dijo. "No los necesito”.

"Pero son suyos", dijo ella.

"No puedo montarlos. No estando así. Usted les dará buen uso. Tómelos y encuentre a Reece. Es un largo camino desde aquí y no podrá llegar a pie. Me ha ayudado enormemente. No moriré aquí. Tengo comida y agua para tres días. Los hombres vendrán por mí. Todo el tiempo hay patrullas aquí. Tómelos y vaya”.

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?