Una Subvención De Armas

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CAPÍTULO DOS

Reece estaba parado en La Travesía del Este del Cañón, agarrándose a la barandilla del puente de piedra y mirando hacia el precipicio, horrorizado. Apenas podía respirar. Todavía no podía creer lo que había presenciado: la Espada del Destino, alojada en una roca, caía al precipicio en picado, dando volteretas y siendo tragada por la niebla.

Había esperado y esperado, tratando de escuchar que se estrellara, sentir el tremor bajo sus pies. Pero para su sorpresa, el ruido nunca llegó. ¿Era un cañón sin fondo? ¿Los rumores eran ciertos?

Finalmente, Reece soltó la barandilla, tenía sus nudillos blancos, soltó la respiración y se volvió y miró a sus compañeros de La Legión. Todos estaban allí parados – O'Connor, Elden, Conven, Indra, Serna y Krog – también mirando, horrorizados. Los siete estaban paralizados en su lugar, ninguno era capaz de comprender lo que había pasado. La Espada del Destino; la leyenda con la que habían crecido todos; el arma más importante en el mundo; propiedad de los reyes. Y era lo único que quedaba que mantenía activado el Escudo.

Se había resbalado de sus manos, estrellándose hacia la nada.

Reece sintió que había fracasado. Sintió que había defraudado no sólo a Thor, sino a todo el Anillo. ¿Por qué no pudieron haber llegado allí unos minutos antes? Tan solo unos pocos metros más, y él la habría salvado.

Reece se volvió y miró al otro lado del Cañón, al lado del Imperio y se preparó. Ya sin la Espada, él esperaba que el Escudo se desactivara, esperaba que todos los soldados del Imperio estuvieran alineados al otro lado, para que de repente corrieran en estampida y cruzaran el Anillo. Pero sucedió algo curioso: mientras él observaba, ninguno de ellos entró al puente. Uno de ellos lo intentó y fue aniquilado.

De alguna manera, el Escudo seguía arriba. Él no lo entendía.

"No tiene sentido", dijo Reece a los otros. "La Espada está fuera del Anillo. ¿Cómo puede seguir el Escudo activado?".

"La Espada no ha dejado el Anillo", sugirió O'Connor. "No ha cruzado todavía el otro lado del Anillo. Cayó hasta el fondo. Está atrapada entre dos mundos".

"Entonces ¿qué pasará con el Escudo si la Espada no está ni aquí ni allá?", preguntó Elden.

Se miraron unos a otros, atónitos. Nadie tenía la respuesta; éste era un territorio sin explorar.

"No podemos irnos así nada más", dijo Reece. "El Anillo está a salvo con la Espada de nuestro lado – pero no sabemos qué puede ocurrir si la Espada permanece allí abajo”.

"Mientras no esté a nuestro alcance, no sabremos si puede terminar en el otro lado", agregó Elden, estando de acuerdo.

"No es un riesgo que podamos tomar", dijo Reece. El destino del Anillo depende de eso. No podemos regresar con las manos vacías, como fracasados”.

Reece se volvió y miró a los demás, decidido.

"Debemos recuperarla", concluyó. "Antes de que alguien más lo haga”.

"¿Recuperarla?", preguntó Krog, asustado. "¿Eres tonto? ¿Cómo piensas hacer eso?".

Reece se dio vuelta y miró a Krog, quien también lo miró, desafiante, como siempre. Krog se había convertido en una verdadera espina clavada en el costado de Reece, desafiando sus órdenes en todo momento, retándolo para tener el poder en cualquier situación. Reece estaba perdiendo la paciencia con él.

"Lo haremos", insistió Reece, "bajaremos hasta el fondo del Cañón”.

Los demás jadearon y Krog levantó sus manos a sus caderas, haciendo muecas.

"Estás loco", dijo. "Nunca nadie ha descendido hasta el fondo del Cañón”.

"Nadie sabe si tiene fondo", intervino Serna. "Hasta donde sabemos, la Espada bajó en una nube, y sigue descendiendo en este momento".

"Tonterías", respondió Reece. "Todo debe tener una base. Incluso el mar”.

"Bueno, aunque el fondo existiera", replicó Krog, "¿de qué nos servirá si está tan abajo que no podemos ni verlo ni oírlo? Nos podría tomar varios días llegar a él – varias semanas".

"Además de que no es una caminata relajada", dijo Serna. "¿No has visto los acantilados?".

Reece se dio vuelta y observó los acantilados, los muros de roca antigua del Cañón, parcialmente ocultos en los remolinos de niebla. Eran rectos, verticales. Él sabía que tenían razón; no sería fácil. Pero también sabía que no tenían elección.

"Se pondrá peor", argumentó Reece. "Esas paredes también son resbaladizas, con niebla. Y aun cuando lleguemos a la parte inferior, tal vez no podamos subir”.

Todos ellos lo miraban, perplejos.

"¿Entonces también estás de acuerdo en que es una locura intentarlo?", dijo Krog.

"Estoy de acuerdo en que es una locura", dijo Reece, con una voz retumbando con autoridad y confianza. "Pero nacimos para hacer locuras. No somos simples hombres; no somos simples ciudadanos del Anillo. Somos una raza especial: somos soldados. "Somos guerreros. Somos hombres de La Legión. Hicimos una promesa, un juramento. Juramos que nunca huiríamos de una misión por ser demasiado difícil o peligrosa, que nunca dudaríamos de hacer un esfuerzo que pudiera provocarnos daños personales. Sólo los débiles se esconden y se encogen de miedo —pero no nosotros. Eso es lo que nos hace guerreros. Es la esencia de la gallardía: uno se embarca en una causa más grande que uno mismo porque es lo correcto, lo honorable, aunque pueda ser imposible. Después de todo, no es la victoria lo que hace que algo sea valeroso, sino el intentarlo. Es más grande que nosotros. Esto es lo que somos.

Hubo un silencio pesado, mientras el viento azotaba y los demás consideraban sus palabras.

Finalmente, Indra dio un paso adelante.

"Concuerdo con Reece", dijo ella.

"Yo también", agregó Elden, avanzando.

"Y yo", agregó O'Connor, caminando al lado de Reece.

Conven caminaba en silencio al lado de Reece, agarrando la empuñadura de su espada, dándose vuelta para ver a los demás. "Por Thorgrin", dijo, "voy a los confines de la tierra”.

Reece se sentía envalentonado teniendo a sus miembros de La Legión dignos de confianza a su lado, estas personas que se habían vuelto tan cercanas a él como si fueran familia, que se habían aventurado con él hasta los confines del Imperio. Los cinco se quedaron allí y miraron a los dos nuevos miembros de La Legión, Krog y Serna, y Reece se preguntó si iban a unirse a ellos. Necesitaban ayuda adicional; pero si querían regresar, entonces que así fuera. Él no se los preguntaría dos veces.

Krog y Serna estaban allí parados, mirando hacia atrás, inseguros.

"Soy mujer", les dijo Indra, "como se han burlado de mí antes. Y sin embargo, aquí estoy, lista para el desafío de un guerrero – mientras que ustedes están ahí, con todos sus músculos, burlándose y con miedo".

Serna refunfuñó, molesto, peinando hacia atrás su largo cabello castaño de sus anchos y estrechos ojos y dando un paso hacia adelante.

"Iré", dijo, "pero sólo por el bien de Thorgrin”.

Krog fue el único que se quedó allí parado, con la cara roja, desafiante.

"Ustedes son unos malditos tontos", dijo. "Todos ustedes".

Pero aun así, avanzó, uniéndose a ellos.

Reece, satisfecho, se volvió y los llevó al borde del Cañón. No había tiempo que perder.

*

Reece se mantuvo a un costado del acantilado mientras bajaba poco a poco, y los demás iban varios metros arriba de él, haciendo difícil el descenso, como había sido durante horas. El corazón de Reece latía aceleradamente mientras se abría paso tratando de mantener el equilibrio, con sus dedos en carne viva y entumecidos de frío, con sus pies deslizándose sobre la roca resbaladiza. Él no había pensado que fuera tan difícil. Había mirado hacia abajo y había estudiado el terreno, la forma de la piedra y había notado que en algunos lugares, la roca iba directamente hacia abajo, era perfectamente lisa, imposible de subir; en otros lugares estaba cubierta de un denso musgo; y en otros, tenía una pendiente serrada, marcada, con agujeros, con espacios pequeños y remotos donde uno pudiera poner los pies y las manos. Incluso había visto una cornisa ocasional en donde descansar.

Sin embargo, la escalada había demostrado que era más difícil de lo que parecía. La niebla oscurecía constantemente su vista, y mientras Reece tragaba saliva y miraba hacia abajo, estaba teniendo cada vez más dificultad en encontrar puntos de apoyo. Sin mencionar que, incluso después de todo ese tiempo escalando, el fondo, aunque existiera, permanecía fuera de la vista.

Por dentro, Reece sentía un temor creciente, una sequedad en la garganta. Una parte de él se preguntaba si había cometido un grave error.

Pero no se atrevía a mostrar su temor a los demás. No estando Thor, ahora él era su líder, y debía dar el ejemplo. También sabía que permitirse temer, no le haría ningún bien. Necesitaba mantenerse fuerte y permanecer concentrado; él sabía que el miedo solamente escondería sus habilidades.

Las manos de Reece temblaban, mientras se controlaba. Se dijo a sí mismo que tenía que olvidar lo que se encontraba debajo y concentrarse sólo en lo que había delante de él.

Un paso a la vez, se dijo a sí mismo. Se sintió mejor al pensar de esa forma.

Reece encontró otro punto de apoyo y dio otro paso hacia abajo, luego otro, y se encontró empezando a recuperar el ritmo.

"¡CUIDADO!", gritó alguien.

Reece se preparó mientras pequeños guijarros caían de repente a su alrededor, rebotando en su cabeza y hombros. Miró hacia arriba y vio una gran roca cayendo; la esquivó y casi le pegó.

“¡Lo siento!”, gritó O'Connor. "¡Roca suelta!".

El corazón de Reece latía aceleradamente mientras miraba hacia abajo e intentaba mantener la calma. Moría por saber dónde estaba el fondo; estiró una mano y agarró una pequeña roca que había aterrizado en su hombro y, mirando hacia abajo, la lanzó.

 

Observó, esperando ver si hacía algún ruido.

Nunca se escuchó.

Su corazonada fue mayor. Todavía no sabía dónde terminaba el Cañón. Y con sus manos y pies temblando, no sabía si podrían lograrlo. Reece tragó saliva, todo tipo de pensamientos corrían por su mente mientras continuaba. ¿Qué pasaría si Krog había estado en lo cierto? ¿Qué pasaría si no tenía ningún fondo? ¿Qué pasaría si ésta era una misión suicida imprudente?

Mientras Reece daba otro paso, bajando de prisa varios metros, ganando impulso otra vez, repentinamente escuchó el sonido de un cuerpo raspando la roca y luego oyó que alguien gritaba. Hubo una conmoción a su lado, y al mirar vio a Elden, empezando a caer, resbalando por delante de él.

Reece instintivamente extendió una mano y logró asir la muñeca de Elden mientras resbalaba. Afortunadamente Reece tenía un agarre firme en el acantilado con la otra mano y fue capaz de sostener a Elden con firmeza, impidiéndole resbalar hasta abajo. Pero Elden colgaba, incapaz de encontrar el equilibrio. Elden era demasiado grande y pesado, y Reece sintió que su fuerza se le escapaba.

Indra apareció, escalando hacia abajo rápidamente y estiró la mano y sujetó la otra muñeca de Elden. Elden se movió rápidamente, pero no pudo encontrar el equilibrio.

"¡No encuentro de dónde asirme!", gritó Elden, con pánico en su voz. Pateó salvajemente, y Reece temió que también perdería su sujeción y caería con él. Pensó rápidamente.

Reece recordó la cuerda y rezón que O'Connor le había mostrado antes de su descenso, la herramienta que solían usar para escalar paredes durante un asedio. En caso de necesitarse, dijo O'Connor.

"¡O'Connor, tu cuerda!", gritó Reece. "¡Arrójala!".

Reece miró hacia arriba y vio a O'Connor quitando la cuerda de su cintura, reclinándose y empalando el gancho en un rincón de la pared. Lo hundió con todas su fuerzas, lo probó varias veces, luego lo arrojó hacia abajo. La soga colgaba más allá de Reece.

No pudo haber sido más oportuno. La palma de la mano resbaladiza de Elden se deslizaba de la mano de Reece, y cuando él empezó a retirarla, Elden extendió la mano y agarró la cuerda. Reece sostuvo su aliento, rezando para que lo sujetara.

Lo hizo. Elden lentamente tiró de sí mismo hacia arriba, hasta que finalmente encontró una base fuerte. Él estaba parado en una cornisa, respirando con fuerza, recuperando su equilibrio. Tuvo un suspiro profundo de alivio, al igual que Reece. Había estado demasiado cerca.

*

Ellos subieron y subieron, Reece no sabía cuánto tiempo había pasado. El cielo se volvió más oscuro y Reece goteaba sudor a pesar del frío, sintiendo como si cualquier momento podría ser el último. Sus manos y pies se agitaban violentamente, y el sonido de su propia respiración llenó sus oídos. Se preguntó cuánto más podría aguantar. Él sabía que si no encontraban el fondo pronto, todos tendrían que parar y descansar, en especial porque estaba anocheciendo. Pero el problema era que no había ningún lugar para parar y descansar.

Reece no podía evitar preguntarse que si todos llegaban a estar demasiado cansados, si podrían comenzar a caer, uno a uno.

Hubo un gran clamor de roca y luego una pequeña avalancha, toneladas de piedras cayeron, aterrizando en la cabeza, cara y ojos de Reece. Su corazón se detuvo cuando escuchó un grito – diferente esta vez, un grito de muerte. Con el rabillo del ojo vio cómo iba cayendo delante de él, casi más rápido de lo podía procesar, un cuerpo.

Reece extendió una mano para atraparlo, pero pasó muy rápido. Todo lo que pudo hacer fue girar y ver cómo Krog era llevado por el aire, agitándose, chillando, cayendo de espaldas directamente hacia la nada.

CAPÍTULO TRES

Kendrick estaba sentado a horcajadas sobre su caballo, al lado de Erec, Bronson y Srog, delante de sus miles de hombres, mientras enfrentaban a Tirus y al Imperio. Habían caído en una trampa. Habían sido vendidos por Tirus, y Kendrick se dio cuenta, demasiado tarde, que había sido un gran error confiar en él.

Kendrick miró arriba y a su derecha y vio a 10 mil soldados del Imperio en la cresta del valle, con las flechas preparadas; a su izquierda vio a otros tantos. Ante ellos estaban parados muchos más. Los pocos miles de hombres de Kendrick, posiblemente nunca podrían vencer a ese número de soldados. Ellos serían asesinados con tan solo intentarlo. Y con todos esos arcos preparados, el más mínimo movimiento resultaría en la masacre de sus hombres. Geográficamente, estar en la base de un valle, tampoco ayudaba. Tirus había elegido bien su lugar para la emboscada.

Mientras Kendrick estaba ahí sentado, indefenso, con su rostro ardiendo de rabia e indignación, miró hacia Tirus, quien estaba sentado en lo alto de su caballo con una sonrisa de satisfacción. Junto a él estaban sentados sus cuatro hijos, y al lado de ellos, un comandante del Imperio.

"¿El dinero es tan importante para ti?", preguntó Kendrick a Tirus, apenas a tres metros de distancia, con su voz tan fría como el acero. "¿Venderías a tu propia gente, a tu propia sangre?"

Tirus no mostró ningún remordimiento; él sonrió de oreja a oreja.

"Tu gente no es de mi sangre, ¿recuerdas?", dijo él. "Es por ello que no tengo derecho, según tus leyes, al trono de mi hermano".

Erec aclaró su garganta, enojado.

"Las leyes MacGil pasan el trono al hijo – no al hermano”.

Tirus meneó la cabeza.

"Ahora todo es intrascendente. Sus leyes ya no importan. El poder siempre triunfa sobre la ley. Son aquellos con poder quienes dictan la ley. Y ahora, como puedes ver, yo soy más fuerte. Lo que significa que de ahora en adelante, yo dicto la ley. Las generaciones venideras no recordarán ninguna de sus leyes. Todo lo que recordarán es que yo, Tirus, fui el rey. No tú ni tu hermana”.

"Los tronos tomados de manera ilegítima nunca perduran", contraatacó Kendrick. "Podrás matarnos, incluso podrás convencer a Andrónico que te conceda un trono. Pero tú y yo sabemos que no gobernarás por mucho tiempo. Serás traicionado con la misma alevosía que nos infundiste”.

Tirus se quedó allí sentado, sin inmutarse.

"Entonces saborearé esos breves días en mi trono el tiempo que dure – y aplaudiré al hombre que me pueda traicionar con tanta habilidad como la que yo utilicé para traicionarlos”.

"¡Basta de hablar!", gritaron los comandantes del Imperio. "¡Ríndanse ahora o sus hombres morirán!".

Kendrick los miró, furioso, sabiendo que debía rendirse pero sin querer hacerlo.

"Bajen las armas", dijo Tirus tranquilamente, con su voz tranquilizadora, y "los trataré justamente, de un guerrero a otro. Serán mis prisioneros de guerra. Tal vez no comparta sus leyes, pero honro el código de batalla de un guerrero. Les prometo que no serán dañados estando bajo mi supervisión”.

Kendrick miró a Bronson, a Srog y a Erec, quienes también lo miraron. Todos estaban ahí sentados, orgullosos guerreros, con los caballos haciendo cabriolas debajo de ellos, en silencio.

"¿Por qué deberíamos confiar en ti?", preguntó Bronson a Tirus. "Ya nos has demostrado que tu palabra no significa nada. Tengo la mentalidad de morir en el campo de batalla, sólo para quitarte esa sonrisa engreída de tu cara".

Tirus se dio vuelta y frunció el ceño a Bronson.

"Hablas cuando ni siquiera eres un MacGil. Eres un McCloud. No tienes derecho a interferir en asuntos de los MacGil".

Kendrick defendió a su amigo: "Bronson es tan MacGil ahora como cualquiera de nosotros. Habla con la voz de nuestros hombres".

Tirus apretó los dientes, claramente molesto.

La decisión es tuya". Mira a tu alrededor y verás a nuestros miles de arqueros en ristre. Ustedes han sido aventajados. Si tan siquiera llegaran a tocar sus espadas, tus hombres caerían muertos en el acto. Seguramente hasta tú puedes darte cuenta. Hay tiempos de lucha y tiempos para rendirse. Si quieres proteger a tus hombres, harás lo que haría cualquier buen comandante. Depongan sus armas”.

Kendrick apretó su mandíbula varias veces, ardiendo por dentro. Aunque odiaba admitirlo, él sabía que Tirus tenía razón. Él echó un vistazo y supo en un instante que la mayoría, si no es que todos sus hombres, iban a morir aquí, si trataban de luchar. Aunque quería pelear, sería una decisión egoísta; y aunque despreciaba a Tirus, presentía que estaba diciendo la verdad y que sus hombres no serían perjudicados. Mientras vivieran, siempre podrían luchar otro día, en otro lugar, en algún otro campo de batalla.

Kendrick miró a Erec, un hombre con el que había luchado en infinidad de ocasiones, el campeón de Los Plateados y sabía que estaba pensando lo mismo. Era diferente ser un líder que ser un guerrero: un guerrero podía pelear con temerario desenfreno, pero un líder tenía que pensar primero en los demás.

"Hay un tiempo para las armas y un tiempo para rendirse", gritó Erec. "Confiaremos en tu palabra de guerrero de que todos nuestros hombres no serán dañados, y con esa condición, depondremos nuestras armas. Pero si incumples con tu palabra, que Dios guarde tu alma, voy a volver del infierno para vengar a todos y cada uno de mis hombres".

Tirus asintió, satisfecho, y Erec extendió la mano y dejó caer su espada y su vaina al suelo. Aterrizaron con un sonido metálico.

Kendrick hizo lo mismo, al igual que Bronson y Srog, cada uno de ellos reacios, pero sabiendo que era lo prudente.

Detrás de ellos se oyó el sonido metálico de miles de armas, todas cayendo por el aire y aterrizando en el suelo de invierno, todos Los Plateados y los MacGil y los silesios se rindieron.

Tirus sonrió de oreja a oreja.

"Ahora, bajen de sus caballos", ordenó.

De uno en uno desmontaron, delante de sus caballos.

Tirus mostró una amplia sonrisa, disfrutando su victoria.

"Durante todos estos años en que estuve exiliado en las Islas Superiores, envidié la Corte del Rey, a mi hermano mayor, todo su poder. Pero ahora, ¿quién de los MacGil tiene todo el poder?".

"El poder de la traición no es ningún poder", dijo Bronson.

Tirus frunció el ceño y asintió con la cabeza a sus hombres.

Se abalanzaron y ataron a cada una de sus muñecas con cuerdas gruesas. Todos comenzaron a ser arrastrados, miles de ellos fueron hechos prisioneros.

Mientras arrastraban a Kendrick, de repente recordó a su hermano, Godfrey. Todos se habían ido juntos, sin embargo, no lo había visto ni a él ni a sus hombres desde entonces. Se preguntaba si de alguna manera había logrado escapar. Rezó para que hubiese encontrado un mejor destino que ellos. De alguna manera, él era optimista.

Con Godfrey, uno nunca sabía.

CAPÍTULO CUATRO

Godfrey iba delante de sus hombres, flanqueado por Akorth, Fulton y su general silesio, y cabalgando al lado del comandante del Imperio a quien había sobornado generosamente. Godfrey cabalgaba con una amplia sonrisa en su rostro, más que satisfecho, cuando vio a la división de los hombres del Imperio, varios miles de soldados fuertes, junto a ellos, uniéndose a su causa.

Reflexionó con satisfacción en el soborno que les había dado a ellos; en las interminables bolsas de oro, recordó las miradas en sus caras y estaba feliz de que su plan hubiese funcionado. No había estado seguro hasta el último momento, y por primera vez, respiró tranquilo. Existían muchas maneras de ganar una batalla, después de todo, y acababa de ganar una sin derramar una gota de sangre. Tal vez eso no lo hacía tan caballeroso o valiente como a los otros guerreros. Pero, aun así, lo hacía exitoso. Y finalmente, ¿no era ése el objetivo? Él prefería mantener a todos sus hombres vivos con un poco de soborno, que ver a la mitad de ellos asesinados en algún acto imprudente de hidalguía. Así era él.

Godfrey había trabajado duro para lograrlo. Había utilizado todas sus conexiones del mercado negro de los burdeles, callejones y tabernas, para averiguar quién había estado durmiendo con quién, qué burdeles frecuentaban los comandantes del Imperio en el Anillo, y qué comandante del Imperio estaba abierto al soborno. Godfrey tenía más contactos ilícitos que la mayoría – de hecho, había pasado toda su vida acumulándolos – y ahora le habían sido útiles. Tampoco había causado daño el haber sobornado tan bien a cada uno de sus contactos. Finalmente, le había dado buen uso al oro de su papá.

Aun así, Godfrey no había estado seguro si ellos eran confiables, hasta el último momento. No había nadie que te vendiera como ladrón, y tenía que aprovechar la oportunidad que se le estaba presentando. Sabía que era como lanzar una moneda al aire; que esta gente era tan confiable como el oro que les fue pagado. Pero les había pagado con muy, pero muy buen oro, y resultaron ser más confiables de lo que pensó.

 

Por supuesto, no sabía cuánto tiempo permanecería fiel esta división de las tropas del Imperio. Pero al menos se habían zafado de una batalla, y por ahora, los tenía de su lado.

"Me equivoqué contigo", dijo una voz.

Godfrey se dio vuelta para ver al general silesiano acercándose a él con una mirada de admiración.

"Dudé de ti, lo admito", continuó diciendo. "Te ofrezco disculpas. No podría haber imaginado el plan que tenías bajo la manga. Fue ingenioso. No volveré a dudar de ti otra vez”.

Godfrey sonrió, sintiéndose reivindicado. Todos los generales, todos los militares, habían dudado él toda su vida. En la Corte de su padre, una Corte de guerreros, siempre se le había mirado con desdén. Ahora, finalmente, estaban viendo que, a su manera, podía ser tan competente como ellos.

"No te preocupes", dijo Godfrey. "Yo también dudaba de mí mismo. Voy aprendiendo. Yo no soy un comandante y no tengo un plan maestro que no sea sobrevivir, de cualquier manera posible".

"¿Y ahora adónde vamos?", preguntó el general.

"A reunirnos con Kendrick, Erec y los otros y hacer lo que podamos para ayudarlos en su causa”.

Los miles de ellos cabalgaron, en una alianza peligrosa e incómoda entre los hombres del Imperio y Godfrey, subiendo y bajando por las llanuras, a través de las largas, secas y polvorientas planicies, yendo hacia el valle donde Kendrick les había dicho que se encontrarían.

Mientras cabalgaban, un millón de pensamientos corrieron por la mente de Godfrey. Se preguntó cómo le habría ido a Kendrick y a Erec; se preguntó qué tan superados en número estarían; y se preguntó cómo le iría en la próxima batalla, una batalla real. Ya no se podía evitar; ya no tenía más trucos bajo la manga, no había más oro.

Tragó saliva, nervioso. Sentía que ya no tenía el mismo nivel de valor que todos los demás parecían tener, con el que parecían haber nacido. Todo el mundo parecía tan valiente en la batalla e incluso en la vida. Pero Godfrey tuvo que admitir que tenía miedo. Cuando llegara el momento, en el fragor de la batalla, él sabía que no podría eludirlo. Pero era torpe y delicado; él no tenía las habilidades de los demás, y no sabía cuántas veces sería salvado por los dioses de la suerte.

A los demás no parecía importarles si morían – todos parecían estar dispuestos a dar su vida por la gloria. Godfrey había valorado la gloria. Pero él amaba más a la vida. Él amaba su cerveza y amaba su comida, e incluso ahora, sintió un rugido en su estómago, unas ganas de estar de vuelta en la seguridad de una taberna en algún lugar. La vida de batalla no era para él.

Pero Godfrey pensaba en Thor, quien estaba en alguna parte, prisionero; pensaba en toda su gente luchando por la causa, y sabía que aquí era donde su honor, aunque estuviera mancillado, lo obligaba a estar.

Ellos cabalgaron y cabalgaron y, finalmente, llegaron a la cima y tuvieron la oportunidad de tener una vista extensa del valle que estaba abajo. Se detuvieron y Godfrey entrecerró los ojos hacia el sol cegador, tratando de ajustar la mirada, para dar sentido a lo que tenía frente a él. Levantó una mano para proteger sus ojos y miró, confundido.

Entonces, para su horror, todo quedó claro. El corazón de Godfrey se detuvo: abajo, miles de los hombres de Kendrick y de Erec y de Srog, eran arrastrados para ser prisioneros. Ésta era la fuerza de combate con la que supuestamente debía reunirse. Estaban completamente rodeados por diez veces más la cantidad de soldados del Imperio. Iban a pie, con las muñecas atadas, todos estaban siendo llevados como prisioneros. Godfrey sabía que Kendrick y Erec nunca se rendirían, a menos que hubiera habido una buena razón. Parecía como si les hubieran puesto una trampa.

Godfrey se congeló, lleno de pánico. Se preguntaba cómo pudo haber pasado esto. Él había estado esperando encontrarlos en el fragor de una batalla en iguales condiciones, había esperado reunirse a sus fuerzas. Pero ahora, en cambio, iban desapareciendo en el horizonte, con medio día de camino de ventaja.

El general del Imperio se acercó al lado de Godfrey y se burló.

"Parece que tus hombres han perdido", dijo el general del Imperio. "Eso no era parte del trato".

Godfrey se volvió hacia él y vio cuán ansioso parecía estar el general.

"Te pagué bien", dijo Godfrey, nervioso pero reuniendo su voz más segura al sentir que su trato caía en pedazos. "Y prometiste unirte a mi causa".

Pero el general del Imperio meneó la cabeza.

"Te prometí acompañarte en la batalla – no en una misión suicida. Mis pocos miles de hombres no se enfrentarán contra todo el batallón de Andrónico. Nuestro trato ha cambiado. Puedes pelear por tu cuenta – y me quedaré con tu oro".

El general del Imperio se dio vuelta y gritó, mientras pateaba su caballo y se iba en dirección contraria, con sus hombres pisándole los talones. Pronto desaparecieron abajo, al otro lado del valle.

"¡Él tiene nuestro oro!", dijo Akorth. "¿Debemos perseguirlo?".

Godfrey movió la cabeza, mientras los veía irse cabalgando.

"¿Y de qué serviría eso? El oro es oro. No voy a arriesgar nuestras vidas por ello. Deja que se vayan. Siempre hay más”.

Godfrey se dio vuelta y vio en el horizonte, al grupo de hombres de Kendrick y de Erec desapareciendo, lo cual le preocupaba más. Ahora ya no tenía refuerzos, y estaba aún más aislado que antes. Sentía sus planes desmoronándose a su alrededor.

"¿Y ahora qué?", preguntó Fulton.

Godfrey se encogió de hombros.

"No tengo idea", dijo.

"No puedes decir eso", dijo Fulton. "Ahora eres el comandante”.

Pero Godfrey simplemente se encogió de hombros otra vez. "Digo la verdad".

"Esto de ser guerrero es difícil", dijo Akorth, rascándose la barriga, mientras se quitaba el casco. "Parece que no funcionó como esperabas, ¿verdad?"

Godfrey se quedó sentado en su caballo, sacudiendo la cabeza, reflexionando sobre qué hacer. Le había tocado una baraja que no esperaba, y no había ningún plan de contingencia.

"¿Debemos regresar?", preguntó Fulton.

"No", Godfrey se escuchó diciendo, sorprendiéndose incluso a sí mismo.

Los demás se volvieron y lo miraron, sorprendidos. Otros se acercaron para escuchar sus órdenes.

"Tal vez no sea un gran guerrero", dijo Godfrey, "pero esos de ahí son mis hermanos. Se los están llevando. No podemos regresar. Aunque eso signifique nuestra muerte”.

"¿Estás loco?", preguntó el general de Silesia. "Todos esos buenos guerreros de Los Plateados, de los MacGil, de las silesios — todos ellos juntos, no pudieron luchar contra los hombres del Imperio. ¿Cómo crees que unos cuantos miles de nuestros hombres bajo tu mando, lo hará?"

Godfrey se volvió hacia él, molesto. Estaba cansado de que dudaran de él.

"Nunca dije que ganaríamos", respondió él. "Yo digo solamente que es lo correcto que debemos hacer. No les abandonaré. Ahora que si quieres darte la vuelta y volver a casa, puedes hacerlo. Yo mismo voy a atacarlos”.

"Eres un comandante sin experiencia", dijo, frunciendo el ceño. "No tienes idea de lo que estás diciendo. Guiarás a todos estos hombres a una muerte segura”.

"Lo haré", dijo Godfrey. "Es cierto. Pero prometiste no volver a dudar de mí. Y yo no voy a darme la vuelta”.

Godfrey cabalgó varios metros hacia adelante y hacia arriba de una loma para que pudiera ser visto por todos sus hombres.

"¡SEÑORES!", gritó, subiendo la voz. "Sé que no me conoces como comandante digno de confianza, como Kendrick o Erec o Srog. Y es cierto, no tengo sus habilidades. Pero tengo corazón, al menos en ocasiones. Y ustedes también. Lo que sé es que son nuestros hermanos los que fueron capturados. Y yo prefiero no vivir, que vivir para ver cómo se los llevan ante nuestros ojos, que regresar como perros a nuestras ciudades y esperar al Imperio para que venga a matarnos, también. Tengan por seguro esto: nos matarán algún día. Todos podemos morir ahora, de pie, luchando, persiguiendo al enemigo como hombres libres. O podemos morir avergonzados y deshonrados. La elección es suya". Vengan conmigo y vivos o no, ¡cabalgarán hacia la gloria!”.