Un Mandato De Reinas

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CAPÍTULO OCHO

Darius andaba despacio por el camino de barro, Loti a su lado, el aire lleno con la tensión de su silencio. Ninguno de los dos había dicho una palabra desde su encuentro con el capataz y sus hombres y la mente de Darius hervía con un millón de pensamientos mientras andaba a su lado, acompañándola de vuelta a su pueblo. Darius quería rodearla con su brazo, decirle lo agradecido que estaba de que estuviera viva, de que lo hubiera salvado como él la había salvado a ella, lo decidido que estaba a no dejar que se marchase de su lado nunca más. Quería ver sus ojos llenos de alegría y alivio, quería oírle decir cuánto significaba para ella que hubiera arriesgado la vida por ella o, al menos, que se alegraba de verlo.

Sin embargo, mientras andaban en un profundo e incómodo silencio, Loti no decía nada, ni siquiera lo miraba. No le había dicho ni una palabra desde que él había provocado la avalancha, ni siquiera lo había mirado a los ojos. El corazón de Darius latía con fuerza, preguntándose qué estaba pensando ella. Había presenciado cómo reunía su poder, había presenciado la avalancha. Después de la misma, le había lanzado una mirada de horror y no lo había vuelto a mirar desde entonces.

Quizás, pensaba Darius, desde su punto de vista había roto el sagrado tabú de su pueblo al recurrir a la magia, la cosa que su pueblo despreciaba más que a nada. Quizás ella le temía; o incluso peor, quizás ya no lo quería. Quizás pensaba que era una especie de monstruo.

Darius sentía que su corazón se rompía mientras andaban lentamente de vuelta al pueblo y se preguntaba qué sentido tenía todo aquello. Acababa de arriesgar su vida para salvar a una chica que ya no lo quería. Pagaría lo que fuera por leer sus pensamientos, lo que fuera. Pero ella ni le hablaba. ¿Estaba asustada?

Darius quería decirle algo, cualquier cosa para romper el silencio. Pero no sabía por donde empezar. Él había creído que la conocía, pero ahora no estaba tan seguro. Una parte de él se sentía indignado, demasiado orgulloso para hablar, dada su reacción y otra parte de él se sentía de alguna manera avergonzado. Sabía lo que su gente pensaba del uso de la magia. ¿Tan terrible era usar la magia? ¿Incluso si había salvado su vida? ¿Se lo contaría a los demás? Si la gente de la aldea lo descubría, seguro que lo exiliarían.

Ellos andaban y andaban y Darius al final no lo pudo resistir más; tenía que decir algo.

“Estoy seguro de que tu familia estará contenta de ver que vuelves sana y salva”, dijo Darius.

Loti, ante su decepción, no aprovechó la ocasión para mirarlo; sino que simplemente seguía inexpresiva mientras continuaban andando en silencio. Finalmente, después de un buen rato, movió la cabeza.

“Quizás”, dijo ella. “Pero pienso que estarán más preocupados que otra cosa. El pueblo entero lo estará”.

“¿Qué quieres decir?” preguntó Darius.

“Has matado a un capataz. Hemos matado a un capataz. El Imperio entero habrá salido a buscarnos. Destruirán nuestro pueblo. A nuestra gente. Hemos hecho algo terrible, egoísta.

“¿Algo horrible? ¡Te salvé la vida!” dijo Darius exasperado.

Ella se encogió de hombros.

“Mi vida no vale la vida de toda nuestra gente”.

Darius estaba furioso, sin saber qué decir mientras caminaban. Estaba empezando a ver que Loti era una chica complicada, difícil de entender. Había sido demasiado adoctrinada con el rígido pensamiento de sus padres, de su gente.

“O sea que entonces me odias”, dijo él. “Me odias por salvarte”.

Ella se negaba a mirarlo, continuaba caminando.

“Yo también te salvé”, replicó con orgullo. “¿No te acuerdas?”

Darius se ruborizó; no lograba comprenderla. Era demasiado orgullosa.

“No te odio”, añadió finalmente. “Pero vi cómo lo hiciste. Vi lo que hiciste”.

Darius sintió que temblaba por dentro, herido por sus palabras. Salieron como una acusación. No era justo, especialmente después de haber salvado su vida.

“¿Y eso es algo tan horrible?” preguntó él. ¿Fuera el que fuera el poder que utilicé?”

Loti no respondió.

“Soy quien soy”, dijo Darius. “Nací así. No lo pedí. Ni yo mismo lo entiendo del todo. No sé cuándo viene y cuándo se va. No sé si alguna vez podré usarlo de nuevo. No quería usarlo. Era como si…él me usara a mí”.

Loti continuaba mirando hacia abajo, sin responder, sin mirarlo a los ojos, y Darius sintió un profundo sentimiento de arrepentimiento. ¿Había cometido un error al rescatarla? ¿Debía avergonzarse de quien era?

“¿Preferirías estar muerta a que yo hubiera usado…lo que sea que usé?” preguntó Darius.

De nuevo Loti no respondió mientras andaban y el arrepentimiento de Darius se volvía más profundo.

“No hables de esto a nadie”, dijo ella. “No debemos hablar nunca de lo que ha sucedido hoy aquí. Los dos seremos marginados”.

Giraron la esquina y su pueblo apareció ante su vista. Caminaron por el camino principal y, mientras lo hacían, algunos aldeanos los reconocieron y soltaron un gran grito de alegría.

En unos instantes hubo una gran conmoción mientras los aldeanos se amontonaban para recibirlos, centenares de ellos, corriendo emocionados a abrazar a Loti y a Darius. Abriéndose paso entre la multitud estaba la madre de Loti, junto a su padre y dos de sus hermanos, hombres altos de anchos hombros, pelo corto y mandíbulas orgullosas. Todos ellos miraron a Darius, como tomándole las medidas. De pie a su lado estaba el tercer hermano de Loti, más pequeño que los otros y cojo de una pierna.

“Mi amor”, dijo la madre de Loti, corriendo a través de la multitud y la cogió entres sus brazos, abrazándola fuerte.

Darius se quedó atrás, sin saber qué hacer.

“¿Qué te pasó? pidió su madre. “Pensé que el Imperio se te había llevado. ¿Cómo te liberaste?”

Todos los aldeanos se quedaron serios, en silencio, mientras todos los ojos se dirigían a Darius. Él estaba allí, sin saber qué decir. Él sentía que ese debía ser un momento de gran alegría y celebración por lo que había hecho, un momento del que sentirse muy orgulloso, de ser recibido en casa como un héroe. Después de todo, solo él, de entre todos ellos, había tenido el valor de ir en busca de Loti.

En cambio, era un momento de confusión para él. Y quizás incluso de vergüenza. Loti le dirigió una mirada firme, como advirtiéndole que no revelara su secreto.

“No pasó nada, Madre”, dijo Loti. “El Imperio cambió de opinión. Me soltaron”.

“¿Te soltaron?” repitió ella con estupor.

Loti asintió con la cabeza.

“Me soltaron lejos de aquí. Me perdí en el bosque y Darius me encontró. Me trajo de vuelta”.

Los aldeanos, en silencio, miraban todos escépticos de Darius a Loti. Darius percibió que no les creían.

“¿Y qué es esta marca en tu cara?” le preguntó su padre, dando un paso hacia adelante, frotando con su dedo pulgar su mejilla y girando su cabeza para examinarla.

Darius miró y vio un gran roncha negra y azul.

Loti miró a su padre, insegura.

“Yo…tropecé”, dijo ella. “Con una raíz. Ya te dije que estoy bien”, insistió, desafiante.

Todos los ojos se giraron hacia Darius y Bokbu, jefe del pueblo, dio un paso hacia adelante.

“Darius, ¿es eso cierto?” le preguntó con voz sombría. “¿La devolviste de forma pacífica? ¿No te topaste con el Imperio?”

Darius estaba allí, el corazón le latía fuerte, centenares de ojos le miraban. Sabía que si les contaba su encuentro, si les contaba lo que había hecho, todos temerían que hubieran represalias. Y él no podía explicar cómo los mató sin hablar de su magia. Sería un marginado y Loti también, y él no quería sembrar el pánico en el corazón de todo el pueblo.

Darius no quería mentir. Pero no sabía qué otra cosa hacer.

Así que, Darius simplemente asintió a los mayores, sin hablar. Que interpreten lo que quieran, pensó.

Poco a poco, la gente, aliviada, se giró a mirar a Loti. Finalmente, uno de sus hermanos dio un paso adelante y la rodeó con su brazo.

“¡Está a salvo!” dijo en voz alta, rompiendo la tensión. “¡Eso es lo único que importa!”

Hubo un gran grito en el pueblo, la tensión se rompió y su familia y todos los demás abrazaron a Loti.

Darius estaba allí y observaba, recibiendo unas cuantas palmaditas poco entusiastas en la espalda, mientras Loti, soloa, se giró hacia su familia, que la acompañó hasta el pueblo. Él veía como se marchaba, esperando, con la ilusión de que se diera la vuelta para mirarlo, solo una vez.

Pero su corazón se secaba dentro de él mientras la veía desaparecer, envuelta por la multitud, sin girarse nunca.

CAPÍTULO NUEVE

Volusia estaba orgullosa en su carruaje de oro, montada en lo alto de su barco de oro que brillaba al sol, mientras lentamente avanzaba por los canales de Volusia, con los brazos abiertos, recibiendo la adulación de su pueblo. Miles de ellos salieron, se apresuraron hacia los límites de los canales, hicieron fila en las calles y callejuelas y gritaban su nombre desde todas las direcciones.

Mientras navegaba por los estrechos canales que se abrían camino a través de la ciudad, Volusia casi podía tocar a su gente, todos llamando su nombre, gritando y chillando con adulación mientras lanzaban tiras de pergamino rotas de todos los colores, que brillaban con la luz mientras caían encima de ella en forma de lluvia. Era la mayor señal de respeto que su pueblo le podía ofrecer. Era su manera de recibir a un héroe que volvía.

“¡Larga vida a Volusia! ¡Larga vida a Volusia!” cantaban, resonando de una callejuela a la otra mientras ella pasaba a través de las masas, los canales llevándola a través de su suntuosa ciudad, sus calles y edificios todos forrados de oro.

Volusia se echaba hacia atrás y lo admiraba todo, emocionada por haber derrotado a Rómulo, haber matado al Gobernante Supremo del Imperio y haber asesinado a su contingente de soldados. Su pueblo era uno con ella y se sentían envalentonados cuando ella se sentía envalentonada y ella nunca se había sentido más fuerte en su vida-no desde que había asesinado a su madre.

 

Volusia observaba su suntuosa ciudad, a los dos imponentes pilares que daban entrada a ella, de un dorado y verde brillantes al sol; se fijaba en el interminable conjunto de antiguos edificios construidos en tiempos de sus antepasados, de varios centenares de años, bien conservados. Las brillantes calles inmaculadas estaban abarrotadas por miles de personas, guardas en cada esquina, los canales cortados a través de ellas en exactos ángulos perfectos, conectándolo todo. Habían pequeños puentes en los cuales se podían ver caballos pisando fuerte, llevando carruajes de oro, gente luciendo sus más finas sedas y joyas. Se había declarado fiesta en toda la ciudad y todos habían salido a recibirla, todos gritando su nombre en este día sagrado. Ella era más que una líder para ellos, era una diosa.

Todavía era más favorable que este día coincidiera con una festividad, el Día de las Luces, el día en que hacían una reverncia a los siete dioses del sol. Volusia, como líder de la ciudad, siempre era la que daba inicio a las festividades y, mientras navegaba, las dos inmensas antorchas ardían detrás de ella, más brillantes que el día, a punto para iluminar la Gran Fuente.

Todo el mundo la seguía, corriendo por las calles, persiguiendo su barco; sabía que la acompañarían durante todo el camino, hasta que llegara al centro de los seis círculos de la ciudad, donde desembarcaría y encendería las fuentes que marcarían la fiesta del día y los sacrificios. Era un día glorioso para su ciudad y su gente, un día para alabar a los catorce dioses, los que se decía que rodeaban la ciudad, que guardaban las catorce entradas contra invasores no deseados. Su gente rezaba a todos ellos y hoy, como todos los días, debían darles las gracias.

Este año, a su pueblo le esperaba una sorpresa: Volusia había añadido un decimoquinto dios, era la primera vez en siglos, desde la creación de la ciudad, que se añadía un dios. Y ese dios era ella misma. Volusia había levantado una imponente estatua de oro de ella misma en el centro de los siete círculos y había declarado ese día el día de su nombre, de su fiesta. Cuando la descubrieran, todo su pueblo la vería por primera vez, verían que ella, Volusia, era más que su madre, más que una líder, más que una simple humana. Era una diosa, que merecía ser venerada cada día. Ellos le rezarían y harían reverencias junto con los demás dioses – lo harían o ella los mataría.

Volusia sonreía para sí misma mientras se acercaba más al centro de la ciudad. Apenas podía esperar a ver sus expresiones, a hacer que todos la adoraran como a los catorce dioses. Ellos todavía no lo sabían pero, un día, destruiría a los otros dioses, uno a uno, hasta que solo quedara ella.

Volusia, emocionada, miró por detrás de su hombro y vio una interminable colección de barcos que la seguían, todos llevando toros y cabras y carneros vivos, moviéndose y haciendo ruido al sol, todos preparados para el sacrificio del día para los dioses. Ella sacrificaría al más grande y al mejor delante de su estatua.

El barco de Volusia finalmente llegó al canal abierto que lleva a los siete círculos de oro, cada uno de ellos más ancho que el anterior, anchas plazas de oro separadas por anillos de agua. Su barco pasó lentamente a través de los círculos, cada vez más cerca del centro, pasando cada uno de los catorce dioses y su corazón latía por la emoción. Cada dios se elevaba por encima de ellos mientras pasaban, cada estatua de oro brillante, de unos ocho metros. En el centro de todo aquello, en la plaza que siempre se había mantenido vacía para sacrificios y para congregarse, ahora se levantaba un pedestal de oro acabado de construir, encima del cual había una estructura de unos quince metros cubierta con una ropa de seda blanca. Volusia sonrió: ella era la única de entre su gente que sabía lo que había bajo aquella tela.

Volusia desembarcó, sus sirvientes se apresuraron a ayudarla a bajar cuando llegaron a la plaza del centro. Observó cómo otro barco se acercaba, sacaban de allí al toro más grande que jamás había visto y una docena de hombres lo llevaban hasta ella. Cada uno sostenía una gruesa cuerda, llevando a la bestia con cuidado. Este toro era especial, adquirido en las Provincias Inferiores: casi cinco metros de alto, con la piel roja y brillante, era un modelo de fuerza. También estaba lleno de furia. Se resistía, pero los hombres lo mantenían en su sitio a la vez que lo llevaban delante de la estatua.

Volusia oyó como se desenfundaba una espada, se giró y vio a Aksan, su asesino personal, de pie a su lado, sujetando la espada ceremonial. Aksan era el hombre más leal que jamás había conocido, dispuesto a matar a cualquiera que ella le pidiera solamente con un gesto de su cabeza. También era sádico, razón por la que le gustaba y se había ganado su respeto muchas veces. Era una de las pocas personas a las que permitía acercarse a su lado.

Aksan la miró, con su cara hundida y llena de surcos, sus cuernos eran visibles detrás de su grueso pelo rizado.

Volusia cogió la larga y dorada espada ceremonial, con una hoja de casi dos metros de largo y sujetó su empuñadura fuerte con ambas manos. Se hizo un silencio profundo mientras ella le daba vueltas, la levantaba en alto y la dirigía hacia la nuca del toro con todas sus fuerzas.

La espada, afilada como estaba, delgada como un pergamino, lo rebanó y Volusia sonreía mientras oía el satisfactorio sonido de la espada perforando la carne, sintió cómo la cortaba de arriba aabajo y sintió la sangre caliente salpicándole en la cara. Salía a borbotones por todas partes, un enorme charco rezumaba a sus pies y el toro se tambaleó, sin cabeza, y cayó en la base de la estatua, todavía cubierta. La sangre se desparramó por encima de la seda y el oro, manchándolos, mientras la gente soltaba una gran ovación.

“¡Un gran presagio, mi señora!”, Askan se inclinó y dijo.

Las ceremonias habían empezado. A su alrededor sonaban las trompetas y centenares de animales eran traídos hacia allí, mientras sus oficiales empezaban a su alrededor, por todos lados. Este sería un largo día de matanza, de violación y de hartarse de comida y vino – y después volver a hacerlo durante otro día, y otro. Volusia se aseguraría de unirse a ellos, cogería algunos hombres y vino para ella y los degollaría como sacrificio para sus ídolos. Estaba deseando tener un largo día de sadismo y brutalidad.

Pero primero debía hacer una cosa.

La multitud se quedó en silencio mientras Volusia subía el pedestal de la base de su estatua, se daba la vuelta y miraba a su pueblo. Subiendo por el otro lado estaba Koolian, otro consejero de confianza, un oscuro hechicero que llevaba una capucha negra y una túnica, con ojos verdes brillantes y una cara llena de berrugas, la criatura que la había ayudado y servido como guía en el asesinato de su madre. Fue él, Koolian, quién le había aconsejado construir esta estatua para ella misma.

El pueblo la miraba, en absoluto silencio. Ella esperaba, saboreando el drama del momento.

“¡Gran pueblo de Volusia!” gritó fuerte. “¡Os presento la estatua de vuestro más grande y nuevo dios!”

Con un movimiento Volusia retiró la sábana de seda, dejando a la multitud boquiabierta.

“¡Vuestra nueva diosa, la decimoquinta diosa, Volusia!” Koolian gritó fuerte hacia el pueblo.

El pueblo soltó un profundo grito de asombro, mientras todos la miraban extrañados. Volusia miró a la brillante estatua de oro, dos veces más alta que las otras, un modelo perfecto de ella. Esperaba nerviosa a ver cómo reaccionaba su gente. Hacia siglos que nadie introducía un nuevo dios y apostaba por ver si su amor por ella era tan grande como ella necesitaba que fuera. No solo necesitaba que la amaran, necesitaba que la veneraran.

Para su gran satisfacción, todo su pueblo, de repente bajaron sus cabezas a la vez , haciendo una reverencia, adorando a su ídolo.

“Volusia”, cantaban sagradamente, una y otra vez. “Volusia. Volusia”.

Volusia estaba allí de pie, con los brazos extendidos, respirando profundamente, recibiéndolo todo. Era suficiente elogio para satisfacer a cualquier humano. Cualquier líder. Cualquier dios.

Pero todavía no era suficiente para ella.

*

Volusia caminaba por la ancha y arqueada entrada al aire libre de su castillo, pasando por columnas de mármol de treinta metros de altura, la entrada estaba repleta de jardines y guardas, soldados del Imperio, perfectamente erguidos, sujetando lanzas de oro, en fila, tan lejos como alcanzaba la vista. Ella caminaba lentamente, los tacones dorados de sus botas hacían ruido, iba acompañada por ambos lados, de Koolian, su hechicero, Aksan, su asesino, y Soku, el comandante de su ejército.

“Mi señora, si pudiera hablar un momento con usted”, dijo Soku. Había intentado hablar con ella durante todo el día y ella lo había ignorado, sin interesarle sus miedos, su fijación en la realidad. Ella tenía su propia realidad y hablaría con él cuando le fuera bien.

Volusia continuó andando hasta llegar a otra entrada que daba otro pasillo, este engalanado con largas tiras de abalorios de esmeralda. Inmediatamente, los soldados se apresuraron a retirarlas a un lado, abriéndole a ella el paso.

Al entrar, todos los cantos, el griterío y el jolgorio de las sagradas ceremonias del exterior iban dejando poco a poco de oírse. Había tenido un largo día de matanzas, bebida, violación y festejo y Volusia quería un rato para reponerse. Recargaría fuerzas, y después volvería para otra ronda.

Volusia entró a las solemnes cámaras, oscuras y pesadas, solo iluminadas por unas pocas antorchas. Lo que iluminaba la habitación más que nada era el único rayo de luz verde, que salía disparado hacia abajo desde el óculo que había arriba en el centro del techo a unos treinta metros de altura, directo a un objeto singular que estaba solo en el centro de la sala.

La lanza esmeralda.

Volusia se acercó a ella, admirada, mientras estaba allí, como había estado durante siglos, apuntando directamente a la luz. Con su empuñadura y su punta color esmeralda, brillaba a la luz, apuntando directo hacia los cielos, como desafiando a los dioses. Siempre había sido un objeto sagrado para su pueblo, un objeto que el pueblo pensaba que sostenía la ciudad entera. Estaba delante de ella admirada, observando como las partículas se arremolinaban a su alrededor en la luz verde.

“Mi señora”, dijo Soku suavemente, su voz retumbando en el silencio. “¿Puedo hablar?”

Volusia estuvo durante un buen rato de espaldas a él, examinando la lanza, admirando su artesanía, como había hecho cada día de su vida, hasta que finalmente se sintió preparada para escuchar las palabras de su consejero.

“Sí que puedes”, dijo ella.

“Mi señora”, dijo él, “ha matado al gobernador del Imperio. Seguramente, ha corrido la voz. Los ejércitos estarán marchando hacia Volusia ahora mismo. Ejércitos enormes, muy grandes para podernos defender contra ellos. Debemos prepararnos. ¿Cuál es su estratgia?”

“¿Estrategia?” preguntó Volusia, todavía sin mirarlo, enojada.

“¿Cómo negociará la paz? Presionó él. “¿Cómo se entregará?”

Se giró hacia él y le clavó los ojos fríamente.

“No habrá paz”, dijo ella. “Hasta que yo acepte su rendición y su promesa de lealtad hacia mí”.

Él la miró, con miedo en su rostro.

“Pero mi señora, nos ganan en número de cien a uno”, dijo él. “No es posible que nos defendamos contra ellos”.

Ella se volvió hacia la lanza y él se acercó, desesperado.

“My Emperadora”, insistió él. “Ha conseguido una extraordinaria victoria al usurpar el trono de su madre. Su pueblo no la quería a ella, pero a usted sí. La adoran. Nadie le hablará con sinceridad. Pero yo sí que lo haré. Usted se rodea de gente que le dice lo que quiere oír. Que le teme. Pero yo le diré la verdad, la realidad de la situación. El Imperio nos rodeará. Y nos aplastarán. No quedará nada de nosotros, de nuestra ciudad. Debe actuar. Debe negociar una tregua. Pagar el precio que pidan. Antes de que nos maten a todos”.

Volusia sonreía mientras examinaba la lanza.

“¿Sabes lo que decían de mi madre?” preguntó ella.

Soku estaba allí, mirándola sin comprender y negó con la cabeza.

“Decían que era la Elegida. Decían que nunca sería derrotada. Decían que nunca moriría. ¿Sabes por qué? Porque nadie había empuñado esta lanza en seis siglos. Y ella vino y la empuñó con una mano. Y la usó para matar a su padre y quedarse con su trono”.

 

Volusia se giró hacia él, sus ojos radiantes de historia y destino.

“Decían que la lanza solo sería empuñada una vez. Por la Elegida. Decían que mi madre viviría mil siglos, que el trono de Volusia sería suyo para siempre. ¿Y sabes qué pasó? Yo misma empuñé la lanza y la usé para matar a mi madre”.

Ella respiró profundamente.

“¿Qué le dice esto, Señor Comandante?”, dijo ella, “cuando todo el mundo en este universo se arrodille ante mí, cuando no exista ni una sola persona que no conozca, grite y chille mi nombre, entonces sabrás que yo soy la única líder verdadera, y que yo soy el único dios verdadero. Yo soy la Elegida. Porque yo me he elegido a mí misma”.

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