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La Senda De Los Héroes

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La Senda De Los Héroes
La Senda De Los Héroes
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Czyta Fabio Arciniegas
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CAPÍTULO CUATRO

Thor se escondió entre la paja en la parte trasera de un carruaje, mientras lo empujaba a lo largo del camino. Él había tomado el camino la noche anterior y había esperado pacientemente hasta que pasara un carruaje lo suficientemente grande para abordarlo sin ser notado. Estaba oscuro en ese momento, y el carruaje iba al trote, lo suficientemente lento para que él pudiera obtener un buen ritmo corriendo y abordarlo desde atrás. Él había caído en el heno y se enterró en el interior.  Por suerte, el conductor no lo había visto.  Thor no estaba seguro si el carruaje iba a la Corte del Rey, pero iba hacia esa dirección y un carruaje de este tamaño, y con esas marcas, podría ir a muy pocos lugares distintos.

Thor viajó durante toda la noche, pero se quedó despierto durante horas, pensando en su encuentro con el Sybold. Con Argon. En su destino. En su antiguo hogar. En su madre. Sintió que el universo le había respondido, que le había dicho que tenía un destino distinto. Se quedó ahí acostado, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza y miró hacia el cielo nocturno, visible a través de la lona hecha jirones.  Vio al universo, tan brillante, con sus estrellas rojas tan lejanas.  Estaba eufórico.  Por una vez en su vida, estaba de viaje.  No sabía a dónde, pero estaba viajando.  De una forma u otra, iba a llegar a la Corte del Rey.

Cuando Thor abrió los ojos, ya era de día, la luz inundaba el lugar y se dio cuenta de que se había quedado dormido. Se incorporó rápidamente, mirando alrededor, reprendiéndose a sí mismo por haberse dormido.  Debió haber estado más alerta—tuvo suerte de no haber sido descubierto.

El carro todavía se movía, pero no se meneaba tanto.  Eso solamente significaba una cosa: que había un mejor camino.  Debían estar cerca de una ciudad.  Thor miró hacia abajo y vio lo liso del camino, libre de rocas, de zanjas, lleno de conchas blancas, finas.  Su corazón latía más rápido, se estaban acercando a la Corte del Rey.

Thor miró por la parte posterior del carruaje y se sintió abrumado.  Las calles inmaculadas estaban llenas de actividad.  Docenas de carruajes, de todas formas y tamaños, que llevaban todo tipo de cosas, llenaban los caminos. Uno estaba cargado de pieles, otro con alfombras; otro más con pollos. Entre ellos caminaban cientos de comerciantes, algunos con ganado, otros llevaban cestas de bienes en sus cabezas. Cuatro hombres llevaban un paquete de sedas, equilibradas en postes.  Era un ejército de gente, todos iban en una misma dirección.

Thor se sentía vivo. Nunca había visto a tanta gente junta, tantos productos, que pasaran tantas cosas.  Había vivido en una pequeña aldea toda su vida y ahora estaba en un eje de actividad, envuelto en una humanidad.

Oyó un ruido fuerte, el gemido de las cadenas, que cerraba una enorme pieza de madera, tanto, que sacudió muy fuerte el suelo.  Momentos después llegó un sonido diferente, de los cascos de los caballos resonando en la madera.  Miró hacia abajo y se dio cuenta de que estaban cruzando un puente: debajo de ellos había un foso.  Un puente levadizo.

Thor sacó la cabeza y vio enormes pilares de piedra, la puerta de hierro con clavos, arriba. Iban pasando por la puerta del rey.

Era la puerta más grande que había visto en la vida.  Levantó la vista hacia las puntas, preguntándose que si se vinieran abajo, lo cortarían por la mitad.  Vio a cuatro de los Plateados del rey custodiando la entrada y su corazón se aceleró.

Pasaron por un largo túnel de piedra, y momentos después, el cielo se abrió de nuevo.  Estaban dentro de la Corte del Rey.

Thor apenas podía creerlo.  Incluso había más actividad aquí, si era posible—lo que parecía que eran miles de personas deambulando en todas direcciones. Había grandes extensiones de césped, con un corte perfecto, y plantas floreciendo por todas partes.  El camino se ensanchaba y junto a él había puestos, vendedores y edificios de piedra. Y en medio de todo eso, los hombres del rey. Soldados, ataviados con armaduras.  Thor lo había logrado.

En su excitación, él, inconscientemente se paró; al hacerlo, el carruaje se detuvo en seco, haciendo que diera volteretas hacia atrás, cayendo de espaldas en la paja.  Antes de que pudiera levantarse, se oyó el ruido de la madera bajando, y miró hacia arriba y vio a un anciano enojado, calvo, vestido con harapos y con el ceño fruncido. El conductor del carruaje metió la mano, sujetó a Thor de los tobillos con sus manos huesudas, y lo arrastró hacia afuera.

Thor salió volando, aterrizando con fuerza sobre su espalda en el camino de tierra, levantando una nube de polvo.  Hubo risas a su alrededor.

“La próxima vez que viajes en mi carruaje, muchacho, ¡te encadenaré! ¡Tienes suerte de que no llame a los Plateados ahora!”.

El anciano se volvió y escupió, luego se apresuró a regresar a su carruaje y dio latigazos a los caballos para avanzar.

Avergonzado, Thor lentamente recompuso su postura y se puso de pie. Miró alrededor. Uno o dos transeúntes rieron entre dientes, y Thor los miró con desagrado hasta que dirigieron la mirada hacia otro lado. Se sacudió el polvo y frotó sus brazos; su orgullo estaba lastimado, pero no su cuerpo.

Recuperó el ánimo al mirar alrededor, deslumbrado, y se dio cuenta de que debería estar feliz de que al menos había llegado hasta aquí. Ahora que había bajado de la carreta, podía mirar con libertad, y era un espectáculo extraordinario: la Corte se extendía hasta donde alcanzaba la vista. En su centro había un magnífico palacio de piedra, rodeado de altos muros de piedra fortificada, coronados por parapetos, en cuya cima, en todas partes, patrullaba el ejército del rey.  A su alrededor estaban los campos verdes, perfectamente cuidados, plazas de piedra, fuentes arboledas.  Era una ciudad.  Y estaba llena de gente.

Por doquier había todo tipo de personas—comerciantes, soldados, dignatarios—todos con mucha prisa. Le tomó a Thor varios minutos comprender que algo especial estaba ocurriendo.  Mientras deambulaba, vio que se hacían preparativos—ponían sillas, levantaban un altar. Parecía que se estaban preparando para una boda.

Su corazón dio un vuelco al ver, a lo lejos, un carril de justas, con un largo camino de tierra y una cuerda que lo dividía.  En otro campo, vio cómo algunos soldados arrojaban arpones a objetivos lejanos; en otro, los arqueros apuntaban hacia la paja.  Parecía que en todos lados había juegos y concursos. También había música: laúdes y flautas y címbalos, grupos de músicos dispersos; y vino, enormes barricas siendo rodadas; y comida, se preparaban las mesas, banquetes que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Era como si hubiera llegado en medio de una gran celebración.

Tan deslumbrante como era todo eso, Thor sintió la urgencia de encontrar la Legión. Ya era tarde y tenía que darse a conocer.

Se apresuró a la primera persona que vio, un hombre mayor que parecía ser, por su ropa manchada de sangre, un carnicero, corriendo por la carretera.  Todos aquí tenían mucha prisa.

“Disculpe, señor”, dijo Thor, sujetándolo del brazo.

El hombre bajó la mirada hacia la mano de Thor, con desagrado.

“¿Qué pasa, muchacho?”.

“Estoy buscando La Legión del Rey. ¿Sabe dónde entrenan?”.

“¿Tengo cara de mapa?”, dijo el hombre entre dientes y se fue enfadado.

A Thor le sorprendió su mala educación.

Se apresuró a la siguiente persona que vio, una mujer amasando harina sobre una mesa larga.  Había varias mujeres en esa mesa, todas trabajando con ganas y Thor pensó que alguna de ellas tendría que saber.

“Disculpen, señoritas”, dijo él. “¿Saben dónde entrena la Legión del Rey?”.

Se miraron unas a otras y rieron entre dientes, algunas de ellas eran un par de años mayor que él.

La mayor se volvió y lo miró.

“Usted está buscando en el lugar equivocado”, dijo ella. “Aquí nos estamos preparando para la fiesta”.

“Pero me dijeron que ellos entrenan en la Corte del Rey”, dijo Thor, confundido.

Las mujeres volvieron a reír ahogadamente. La mayor puso sus manos en sus caderas y sacudió su cabeza.

“Se comporta como si fuera la primera vez que viene a la Corte del Rey. ¿Acaso no sabe lo grande que es?”.

Thor se sonrojó mientras las otras mujeres reían, y finalmente se fue enojado. No le gustaba que se burlaran de él.

Vio ante él una docena de caminos, serpenteando, en todas direcciones hacia la Corte del Rey. Espaciadas en las paredes de piedra, había al menos una docena de entradas.  El tamaño y alcance de este lugar era abrumador.  Sentía desasosiego al pensar que podría buscar durante días y aun así, no lo encontraría.

Se le ocurrió una idea: seguramente algún soldado sabría dónde entrenaban los demás.  Se sentía nervioso de acercarse a un soldado del rey, pero se dio cuenta de que tenía que hacerlo.

Se dio la vuelta y corrió hacia la pared, hacia el soldado que montaba guardia en la entrada más cercana, esperando que no lo echara.  El soldado se mantuvo erguido, mirando al frente.

“Estoy buscando la Legión del Rey”, dijo Thor, con un tono de voz de valentía.

El soldado continuó mirando al frente, sin hacerle caso.

“¡Dije que estoy buscando la Legión del Rey!”, insistió Thor, en voz más alta, decidido a ser reconocido.

Después de varios segundos, el soldado lo miró, burlón.

“¿Me puede decir dónde está?”, dijo Thor presionando.

“¿Para qué quieres saberlo?”.

“Tengo un asunto muy importante que tratar”, instó Thor, con la esperanza de que el soldado no lo presionara.

El soldado volvió a mirar al frente, ignorándolo de nuevo.  Thor se sintió descorazonado, temeroso de que nunca recibiría una respuesta.

Pero después de lo que le pareció una eternidad, el soldado respondió: “Ve a la puerta Este, después ve todo hacia el norte. Dirígete a la tercera puerta a la izquierda, y da vuelta a la derecha, y vuelves a dar vuelta a la derecha. Pasa por el segundo arco de piedra, y está más allá de la puerta.  Pero déjame decirte que pierdes tu tiempo.  No reciben visitas”.

 

Era todo lo que Thor necesitaba escuchar.  Sin perder más tiempo, dio media vuelta y corrió por el campo, siguiendo las instrucciones, repitiéndolas mentalmente, tratando de memorizarlas.  Se dio cuenta de que el sol estaba en lo alto del cielo y solo rezaba para que cuando llegara, no fuera demasiado tarde.

*

Thor bajó corriendo los senderos inmaculados llenos de conchas, serpenteando hacia la Corte del Rey. Hizo todo lo posible para seguir las instrucciones, con la esperanza de no perderse. Al fondo del patio, vio todas las puertas y eligió la tercera a la izquierda.  Corrió hacia ella y siguió la desviación, doblando de un camino a otro. Corrió en contraflujo, miles de personas afluían en la ciudad, la multitud era mayor minuto a minuto.  Se topó con los músicos del laúd, malabaristas, bufones y todo tipo de artistas, todos vestidos con sus mejores galas.

Thor no podía soportar la idea de que empezara la selección sin él, e hizo todo lo posible para concentrarse mientras doblaba camino tras camino, buscando alguna señal del campo de entrenamiento. Pasó por un arco, giró hacia otro camino y después, a lo lejos, vio lo que sólo podría ser su destino: un mini coliseo, construido en piedra, en un círculo perfecto. Los soldados vigilaban al centro la enorme puerta. Thor escuchó una ovación débil desde atrás de sus paredes y su corazón se aceleró.  Ese era el lugar.

Él corrió, con los pulmones a reventar.  Cuando llegó a la puerta, dos guardias se acercaron y bajaron sus lanzas, cerrando el paso.  Un tercer guardia se adelantó y levantó una mano.

“Alto ahí”, le ordenó.

Thor paró en seco, sin aliento, apenas capaz de contener su emoción.

“Usted…no…entiende”, jadeó, hablando a borbotones, entre cada respiración. “Tengo que entrar. Ya voy retrasado”.

“¿Retrasado para qué?”.

“Para la selección”.

El guardia, un hombre de baja estatura, robusto, con la piel picada de viruela, se volvió y miró a los demás, que lo veían con cinismo.  Se volvió y examinó a Thor con una mirada de menosprecio.

“Se eligieron los reclutas hace horas, en el transporte real.  Si no tienes invitación, no puedes entrar”.

“Pero usted no entiende. Tengo que hacerlo”.

El guardia se acercó y sujetó a Thor de la camisa.

no entiendes, muchachito insolente.  ¿Cómo te atreves a venir y tratar de entrar a la fuerza? Ahora vete—antes de que te encarcele”.

Empujó a Thor, quien tambaleó hacia atrás, varios centímetros.

Thor sintió una punzada en su pecho, donde la mano del guardia lo tocó—pero más que eso, sintió el dolor del rechazo.  Se sintió indignado.  No había venido hasta aquí para ser rechazado por un guardia sin siquiera ser visto.  Estaba decidido a entrar.

El guardia se volvió hacia sus hombres y Thor se alejó lentamente, en sentido contrario, rodeando el edificio circular. Él tenía un plan. Caminó hasta que se perdió de vista, y luego echó a correr, a lo largo de las paredes. Se aseguró de que los guardias no estuvieran mirándolo, y después aceleró hasta correr. Cuando estaba a mitad del camino alrededor del edificio, vio otra entrada hacia la arena—en lo alto, había entradas arqueadas en la piedra, bloqueada por barras de hierro.  Una de estas aberturas no tenía sus barras.  Oyó otro rugido, subió a la cornisa y miró.

Su corazón se aceleró. En el interior del enorme campo de entrenamiento había docenas de reclutas—incluyendo a sus hermanos. Todos alineados, estaban frente a una docena de Los Plateados. Los hombres del rey caminaban entre ellos, examinándolos.

Otro grupo de reclutas estaban de pie a un costado, bajo la atenta mirada de un soldado, arrojando arpones a un objetivo distante.  Uno de ellos falló.

Las venas de Thor ardían de indignación.  Él pudo haber dado en las marcas; era tan bueno como cualquiera de ellos. Solamente porque era más joven y más pequeño, no justificaba que lo hicieran a un lado.

De repente, Thor sintió una mano en su espalda mientras lo jalaban hacia atrás y salió volando por los aires.  Aterrizó con fuerza en el suelo, sin aliento.

Levantó la vista y vio al guardia de la entrada, con desprecio.

“¿Qué te dije, muchacho?”.

Antes de que pudiera reaccionar, el guardia se echó hacia atrás y pateó a Thor con fuerza. Thor sintió un fuerte golpe en las costillas, mientras el guardia intentaba patearlo de nuevo.

Esta vez, Thor atrapo el pie del guardia en el aire, tirando de él, haciéndole perder el equilibrio y que cayera.

Thor se levantó rápidamente.  Al mismo tiempo, el guardia también se levantó. Thor se le quedó mirando, sorprendido por lo que acababa de hacer.  Frente a él, el guardia echaba chispas por los ojos.

“No solo te voy a encadenar”, dijo el guardia entre dientes, “me la vas a pagar.  ¡Nadie toca a un guardia del rey! Olvídate de unirte a la Legión – ¡ahora vas a revolcarte en el calabozo! ¿Tendrás suerte si alguna vez vuelven a verte!”.

El guardia sacó una cadena con un grillete en el extremo.  Se acercó a Thor, con la venganza en su rostro.

Thor pensó rápidamente. No podía permitir ser encadenado—pero tampoco quería hacerle daño a un miembro de la Guardia Real.  Tenía que pensar en algo—y rápido.

Se acordó de su honda. Sus reflejos entraron en acción cuando la agarró, colocó una piedra, apuntó, y la dejó volar.

La piedra se elevó por los aires y derribó las cadenas de las manos, dejó al guardia aturdido; también golpeó los dedos del guardia.  Éste se echó hacia atrás y movió su mano, gritando de dolor, mientras las cadenas caían al suelo.

El guardia miró a Thor con odio, sacó su espada. Salió con el conocido sonido metálico.

“Ése fue tu último error”, le dijo de manera amenazante y yendo al ataque.

Thor no tenía otra opción: este hombre no iba a dejarlo en paz.  Puso otra piedra en su honda y la lanzó. Apuntó deliberadamente—no quería matar al guardia, pero tenía que detenerlo. Así que en lugar de apuntar hacia su corazón, nariz, ojos o cabeza, Thor apuntó hacia el único lugar que lo detendría sin matarlo.

Entre las piernas del guardia.

Dejó volar la piedra—no a toda velocidad, sino que solamente lo suficiente para derribar al hombre.

Fue un tiro perfecto.

El guardia se desplomó, dejando caer su espada, agarrando su entrepierna mientras se desplomaba en el suelo y se acurrucaba en ovillo.

“¡Te ahorcaré por esto!”, gimió él entre gruñidos de dolor. “¡Guardias! ¡Guardias!”.

Thor miró hacia arriba y a lo lejos vio a varios guardias del rey corriendo hacia él.

Era ahora o nunca.

Sin perder un minuto más, corrió hacia el borde de la ventana.  Tendría que pasar por la arena y darse a conocer.  Y lucharía contra cualquiera que se interpusiera en su camino.

CAPÍTULO CINCO

MacGil se sentó en la sala superior de su castillo, en su sala de reunión privada. La que usaba para sus asuntos personales.  Se sentó en su trono privado, de madera tallada, y miró a sus cuatro hijos de pie delante de él.  Ahí estaba su hijo mayor, Kendrick, de veinticinco años, buen guerrero y un verdadero caballero. Él, de todos sus hijos, era el que más se parecía a MacGil—lo cual era irónico, ya que era hijo bastardo de una mujer de MacGil, a la que ya había olvidado hacía mucho tiempo. MacGil había criado a Kendrick con sus verdaderos hijos, a pesar de las protestas iniciales de la reina, con la condición de que nunca ascendiera al trono.  Eso le dolía a MacGil ahora, ya que Kendrick era el mejor hombre que había conocido, un hijo del que estaba orgulloso de ser su padre. No habría habido mejor heredero para el reino.

Junto a él, en marcado contraste, estaba su segundo hijo—sin embargo, era su primogénito legítimo—Gareth, de veintitrés años, delgado, de mejillas hundidas y grandes ojos marrones que nunca dejaban de ser esquivos. Su personaje no podría ser más diferente al de su hermano mayor.  La naturaleza de Gareth era todo lo que Kendrick no era: mientras su hermano era sincero, Gareth escondía sus verdaderos pensamientos; mientras que su hermano era orgulloso y noble, Gareth era deshonesto y mentiroso. Le dolía a MacGil sentir desagrado por su propio hijo, y había intentado corregir su naturaleza muchas veces; pero en algún momento de la adolescencia del joven, notó que su naturaleza estaba predestinada: la intriga, el hambre de poder y la ambición en todos los sentidos equivocados de la palabra. MacGil sabía que Gareth no amaba a las mujeres, y que tenía muchos amantes masculinos. Otros reyes habrían de destituir a un hijo así, pero MacGil era de mente más abierta y para él, eso no era motivo para no amarlo. Él no lo juzgaba por eso. Lo que sí criticaba era su naturaleza malvada, intrigante, y no la podía pasar por alto.

En fila, junto a Gareth, estaba la segunda hija de MacGil, Gwendolyn. Acababa de cumplir su décimo sexto cumpleaños; era la niña más hermosa que había visto en su vida—y su naturaleza eclipsaba incluso su aspecto. Era amable, generosa, honesta—la mejor jovencita que había conocido. En ese sentido era muy parecida a Kendrick. Ella veía a MacGil con amor de una hija hacia su padre, y él siempre había sentido la lealtad de ella en cada mirada.  Él estaba más orgulloso de ella que de sus hijos.

A un lado de Gwendolyn estaba el hijo menor de MacGil, Reece, un joven orgulloso y enérgico quien, a los catorce años, se estaba convirtiendo en hombre. MacGil había visto con gran placer su iniciación en la Legión, y ya notaba el tipo de hombre que iba a ser. Algún día, MacGil no tenía ninguna duda, Reece sería su mejor hijo y un gran gobernante.  Pero ese día no era ahora.  Todavía era muy joven, y tenía mucho que aprender.

MacGil tenía sentimientos encontrados mientras inspeccionaba a los cuatro; sus tres hijos y su hija, de pie delante de él. Sintió orgullo mezclado con decepción. También sintió rabia y molestia, porque no estaban dos de sus hijos.  La mayor, su hija Luanda, desde luego, se estaba preparando para la boda, y como ella se estaba casando con alguien de otro reino, no tenía por qué participar en esta discusión de los herederos. Pero su otro hijo, Godfrey, de dieciocho años, el de en medio, estaba ausente. MacGil enrojeció por el desaire.

Desde que era un niño, Godfrey había mostrado falta de respeto hacia la realeza; siempre estuvo claro que no le interesaba y que nunca gobernaría.  Era la más grande decepción de MacGil.  En vez de eso, Godfrey eligió pasar sus días en tabernas, con amigos malhechores, ocasionando cada vez más, vergüenza y deshonra a la familia real. Él era un haragán, durmiendo la mayor parte de sus días y llenando los demás, con la bebida.  Por un lado, MacGil se sentía aliviado de que él no estuviese ahí; por otro lado, era un insulto que no podía soportar. De hecho, ya esperaba eso y había enviado antes a sus hombres para peinar las tabernas y llevarlo de vuelta.  MacGil se sentó en silencio, esperando a que lo hicieran.

La pesada puerta de roble finalmente se abrió de golpe y entraron los guardias reales, arrastrando a Godfrey entre ellos.  Le dieron un empujón y Godfrey tropezó en la habitación, mientras cerraban la puerta detrás de él.

Sus hermanos y hermana se dieron vuelta y lo miraron.  Godfrey estaba desaliñado, apestaba a cerveza, no se había afeitado y estaba medio vestido.  Él les sonrió. Insolente. Como siempre.

“Hola, padre”, dijo Godfrey. “¿Me perdí la diversión?”.

“Párate junto a tus hermanos y espera a que yo hable. Si no lo haces, que Dios me ayude, te voy a encadenar en el calabozo con el resto de los presos comunes, y no verás comida—mucho menos bebida—durante tres días completos”.

Desafiante, Godfrey miró a su padre.  Con esa mirada, MacGil detectó en su interior una profunda reserva de fuerza, algo de él mismo, una chispa de algo que algún día le podría servir a Godfrey.  Eso, si es que algún día superaba su propia personalidad.

Rebelde hasta el final, Godfrey esperó diez segundos antes de que finalmente, obedeciera y caminara sin prisa hacia los demás.

MacGil examino a esos cinco hijos de pie delante de él: el bastardo, el desviado, el borracho, su hija y su hijo menor.  Era una mezcla extraña, y casi no podía creer que todos descendieran de él. Y ahora, en la boda de su hija mayor, era su labor elegir al heredero de ese grupo. ¿Cómo era posible?

Era algo inútil; después de todo, él estaba en su mejor momento y podría gobernar otros treinta años más.  Sin importar a quién eligiera hoy, no podría ascender al trono durante décadas.  Toda la tradición le molestaba. Quizá fue relevante en la época de sus padres, pero ya no tenía cabida ahora.

 

Aclaró su garganta.

“Nos hemos reunido aquí hoy, por el legado de la tradición.  Como ustedes saben, en este día, el día de la boda de mi hija mayor, mi labor es nombrar a un sucesor.  Un heredero para gobernar este reino.  En caso de morir, no hay nadie mejor para hacerlo que su madre. Pero las leyes de nuestro reino dictan que solo la promulgación de un rey puede tener éxito. Por lo tanto, tengo que elegir”.

MacGil recobró el aliento, pensando.  Un pesado silencio flotaba en el aire y podía sentir el peso de la expectación.  Los miró a los ojos y vio diferentes expresiones en cada uno.  El hijo bastardo se veía resignado, sabiendo que no iba a sr elegido.  Los ojos del desviado se encendieron de ambición, como si esperara que el elegido fuera él.  El borracho miró por la ventana; no le importaba.  Si hija lo miró con amor, sabiendo que ella no era parte de esa discusión, pero pese a eso, amaba a su padre.  Lo mismo pasaba con su hijo menor.

“Kendrick, siempre te he considerado un hijo verdadero.  Pero las leyes de nuestro reino me impiden pasar la monarquía a alguien que no sea legítimo”.

Kendrick hizo una reverencia. “Padre, yo no esperaba que lo hicieras. Estoy contento con mi suerte.  No dejes que esto te confunda”.

A MacGil le incomodó su respuesta, ya que sabía lo genuino que era él, y quería con más ganas nombrarlo heredero.

“Quedan ustedes cuatro. Reece, eres un buen joven, el mejor que he visto en mi vida.  Pero eres demasiado joven para ser parte de esta discusión”.

“Lo esperaba, padre”, Reece respondió con una ligera reverencia.

“Godfrey, tú eres uno de mis tres hijos legítimos—pero has elegido desperdiciar tus días en la taberna, con la basura.  Se te concedieron todos los privilegios en la vida, y has rechazado cada uno de ellos. Si tengo alguna gran decepción en esta vida, eres tú”.

Godfrey hizo una mueca, moviéndose incómodo.

“Bueno, entonces supongo que esto se acabó para mí y voy a volver a la taberna, ¿no es así, padre?”

Con una rápida reverencia burlona, Godfrey se volvió y se fue pavoneando por la habitación.

“¡Regresa aquí!”, dijo MacGil. “¡AHORA!”.

Godfrey continuó pavoneándose, ignorándolo.  Cruzó la habitación y abrió la puerta.  Dos guardias estaban ahí parados.

MacGil hervía de rabia, mientras los guardias lo miraban interrogantes.

Pero Godfrey no esperó; se abrió paso a empujones hacia el vestíbulo.

“¡Deténganlo!”, gritó MacGil. “Y aléjenlo de la vista de la reina. No quiero que su madre se agobie al verlo en el día de la boda de su hija”.

“Sí, mi señor”, dijeron ellos, cerrando la puerta mientras corrían tras él.

MacGil se sentó ahí, respirando, con la cara roja, tratando de calmarse. Por milésima vez, se preguntaba qué había hecho para tener un hijo así.

Miró a sus hijos restantes.  Los cuatro lo miraron, esperando en el sofocante silencio. MacGil respiró profundo, tratando de concentrarse.

“Solamente quedan dos de ustedes”, continuó diciendo. “Y entre esos dos, he elegido a un sucesor”.

MacGil miró a su hija.

“Gwendolyn, esa eres tú”.

Hubo un grito ahogado en la habitación; todos sus hijos parecían sorprendidos, sobre todo Gwendolyn.

“¿Has hablado con precisión, padre?”, preguntó Gareth. “¿Dijiste Gwendolyn?”.

“Padre, me siento honrada”, dijo Gwendolyn. “Pero no puedo aceptar.  Soy mujer”.

“Es cierto, una mujer nunca se ha sentado en el trono de los MacGil. Pero he decidido que es tiempo de cambiar la tradición. Gwendolyn, eres la mujer joven con más inteligencia y espíritu que he conocido. Eres joven, pero si Dios quiere, no moriré pronto, y llegado el momento, tendrás la suficiente sabiduría para gobernar. El reino será tuyo”.

“¡Pero, padre…!”, gritó Gareth, con la cara lívida. “¡Soy el hijo legítimo mayor! ¡Siempre, en toda la historia de los MacGil, la monarquía ha pasado al hijo mayor!”.

“Yo soy el rey”, contestó MacGil de manera amenazante, “y yo dicto la tradición”.

“¡Pero no es justo!”, dijo Gareth, con voz quejumbrosa. “Se supone que yo voy a ser el rey. No mi hermana. ¡No una mujer!”.

“¡Cierra la boca, muchacho!”, gritó MacGil, temblando de rabia. “¿Te atreves a cuestionar mi juicio?”.

“¿Una mujer va a pasar por encima de mí? ¿Eso es lo que piensas de mí?”.

“He tomado mi decisión”, dijo MacGil. “Vas a respetarla y seguirla obedientemente, como todos los súbditos de mi reino.  Ahora ya pueden irse todos”.

Sus hijos reverenciaron sus cabezas rápidamente y salieron de la habitación.

Pero Gareth se detuvo en la puerta, incapaz de salir.

Se dio la vuelta y solo, encaró a su padre.

MacGil podía ver la decepción en su rostro.  Obviamente, él esperaba ser nombrado heredero el día de hoy.  Aún más: él lo había deseado. Con desesperación.  Lo cual no sorprendió a MacGil en absoluto—y fue el mismo motivo por lo que no se lo dio a él.

“¿Por qué me odias, padre?”, preguntó él.

“No te odio. Pero no creo que estés preparado para gobernar mi reino”.

“¿Por qué no?”, dijo Gareth presionando.

“Porque eso es precisamente lo que buscas”.

La cara de Gareth se volvió de un tono carmesí oscuro. MacGil le había dado una muestra de su verdadera naturaleza. MacGil miró sus ojos, los vio arder con un odio hacia él que nunca imaginó posible.

Sin otra palabra, Gareth salió furioso de la habitación y cerró la puerta de un portazo detrás de él.

Con el eco que reverberaba, MacGil se estremeció.  Recordó la mirada de su hijo y percibió un odio profundo, más profundo que incluso el de sus enemigos.  En ese momento, pensó en Argon, en su pronunciamiento, en el peligro tan cerca.

¿Podría estar así de cerca?