Canalla, Prisionera, Princesa

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CAPÍTULO SIETE

“Sigo diciendo que deberíamos destriparlo y arrojar su cuerpo para que los otros soldados del Imperio lo encuentren”.

“Eso es porque eres idiota, Nico. Aunque encontraran un cuerpo más entre el resto, ¿quién te dice que les importara? Y además tendríamos el inconveniente de llevarlo hasta algún lugar donde lo vieran. No. Debemos pedir un rescate”.

Thanos estaba sentado en la cueva donde los rebeldes se habían refugiado por un instante y escuchaba cómo discutían sobre su destino. Tenía las manos atadas delante de él, pero por lo menos se habían esforzado en poner un parche y vendar sus heridas, dejándolo frente a una pequeña hoguera para que no se congelara mientras decidían si lo mataban a sangre fría o no”.

Los rebeldes estaban sentados en otras hogueras, apiñados a su alrededor, discutiendo qué podían hacer para evitar que la isla cayera ante el Imperio. Hablaban en voz baja, para que Thanos no pudiera escuchar los detalles, pero él ya había pillado el quid de la cuestión: estaban perdiendo y perdiendo estrepitosamente. Estaban en las cuevas porque no tenían otro lugar al que ir.

Después de un rato, el que era evidentemente su líder vino y se sentó delante de Thanos, con las piernas cruzadas sobre la dura piedra del suelo de la cueva. Empujó un pedazo de pan que Thanos devoró con hambre. No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado desde que comió por última vez.

“Me llamo Akila”, dijo el otro hombre. “Estoy al mando de esta rebelión”.

“Thanos”,

“¿Solo Thanos?”

Thanos notó la curiosidad y la impaciencia en su respuesta. Se preguntaba si el otro hombre había descubierto quien era. De cualquier modo, la verdad parecía ser la mejor opción en aquel momento.

“Príncipe Thanos”, confesó.

Akila permaneció sentado delante de él durante varios segundos y Thanos se preguntaba si era entonces cuando iba a morir. Había estado muy cerca cuando los rebeldes pensaron que era solo otro noble sin nombre. Ahora que ya sabían que pertenecía a la familia real, que era cercano al rey que tanto los oprimía, parecía imposible que hicieran otra cosa.

“Un príncipe”, dijo Akila. Miró a los demás, que estaban a su alrededor, y Thanos vio un destello de sonrisa. “Hey, chicos, tenemos a un príncipe aquí”.

“¡Entonces está claro que debemos pedir un rescate por él!” exclamó uno de los rebeldes. “¡Valdrá una fortuna!”

“Está claro que deberíamos matarlo”, dijo otro bruscamente. “¡Pensad en todo lo que nos han hecho los de su especie!”

“De acuerdo, ya es suficiente”, dijo Akila. “Concentraos en la batalla que tenemos por delante. Esta será una noche larga”.

Thanos escuchó un ligero suspiro de otro hombre mientras los hombres volvían a sus hogueras.

“¿No está yendo bien, entonces?” dijo Thanos. “Antes dijiste que vuestro bando estaba perdiendo”.

Akila le dirigió una mirada penetrante. “Yo debo saber cuando tengo que cerrar la boca. Quizás deberías saberlo tú también”.

“De todas formas, estáis pensando si me matáis”, resaltó Thanos. “Me imagino que no tengo mucho que perder”.

Thanos esperó. Este no era el tipo de hombre al que debía insistir para que le diera respuestas. Había algo duro en Akila. Thanos imaginaba que le hubiera gustado si lo hubiera conocido en otras circunstancias.

“De acuerdo”, dijo Akila. “Sí, estamos perdiendo. Tus Imperiales tienen más hombres que nosotros y no os importa el daño que podáis hacer. La ciudad está sitiada por tierra y por mar, así que nadie puede escapar. Lucharemos desde las colinas, pero cuando podáis reabasteceros por agua, no hay mucho que nosotros podamos hacer. Draco puede que sea un asesino, pero es inteligente”.

Thanos asintió con la cabeza. “Lo es”:

“Y evidentemente, tú probablemente estabas allí cuando lo planearon todo”, dijo Akila.

Ahora Thanos lo comprendía. “¿Era esta la esperanza que tenías? ¿Qué yo conociera todos sus planes?” Negó con la cabeza. “No estaba allí cuando los hicieron. Yo no quería estar aquí y solo vine porque me escoltaron hasta el barco bajo vigilancia. Quizás si hubiera estado allí, hubiera escuchado la parte en la que planearon apuñalarme por la espalda”.

Entonces pensó en Ceres, en el modo en que le habían obligado a dejarla atrás. Esto dolía más que todo lo demás junto. Si alguien en una situación de poder iba a intentar matarlo a él, ¿qué le harían a ella? se preguntaba.

“Tienes enemigos”, Akila estaba de acuerdo. Thanos vio cómo apretaba y relajaba una mano, como si la larga batalla por la ciudad hubiera empezado a provocarle calambres. “Incluso son mis mismos enemigos. Aunque no sé si esto te convierte en mi amigo”.

Thanos echó una atenta mirada al resto de la cueva. Al asombrosamente bajo número de soldados que allí quedaban. “Ahora mismo, parece que podrías arreglártelas con todos los amigos que tienes”.

“Aún así eres un noble. Todavía tienes tu posición a causa de la sangre del pueblo llano”, dijo Akila. Suspiró de nuevo. “Parece ser que si te mato, haré lo que Draco y sus capitanes quieren, pero como tú bien me has dicho, no saco nada contigo. Tengo una batalla que ganar y no tengo tiempo de tener prisioneros si estos no saben nada. Es decir, ¿qué se supone que tengo que hacer contigo, Príncipe Thanos?”

A Thanos le dio la impresión de que hablaba en serio. De que realmente quería una solución mejor. Thanos pensó rápidamente.

“Creo que tu mejor opción es soltarme”, dijo.

Akila rio ante esto. “Buen intento. Si esto es lo mejor que puedes parecer, quédate quieto. Intentaré que sea lo menos doloroso posible”.

Thanos vio que su mano iba hacia una de sus espadas.

“Lo digo en serio”, dijo Thanos. “No puedo ayudarte a ganar la batalla por la isla si estoy aquí”.

Veía la incredulidad de Akila y la certeza de que aquello tenía que ser una trampa. Thanos continuó rápidamente, sabiendo que la única esperanza de supervivencia en los siguientes pocos minutos yacía en convencer a este hombre de que él quería ayudar a la rebelión.

“Tú mismo dijiste que uno de los mayores problemas es que el Imperio tiene a su flota respaldando el ataque”, dijo Thanos. “Sé que dejaron provisiones en los barcos porque estaban deseosos de ir al ataque. Así que podemos tomar sus barcos”.

Akila se puso de pie. “¿Lo habéis oído, chicos? Este príncipe que tenemos aquí tiene un plan para arrebatar los barcos al Imperio”.

Thanos vio que los rebeldes empezaban a reunirse alrededor.

“¿De qué nos serviría?” preguntó Akila. “Tomamos sus barcos, pero ¿después qué?”

Thanos se explicó lo mejor que pudo. “Por lo menos, proporcionará una ruta de escape para algunas de las personas de la ciudad y para más de tus soldados También dejaremos sin provisiones a los soldados del Imperio, de modo que no podrán continuar por mucho tiempo. Y luego están las balistas”.

“¿Qué son?” exclamó uno de los rebeldes. Parecía que no llevaba mucho como soldado. Por lo que Thanos veía, muy pocos de los que había allí lo parecían.

“Lanzadoras de flechas”, explicó Thanos. “Armas diseñadas para hacer daño a otros barcos, pero que si se dirigen contra los soldados que estén cerca de la orilla…”

Akila parecía, por lo menos, estar considerando las posibilidades. “Esto sería algo”, admitió. “Y podemos prender fuego a los barcos que no usemos. Como poco, Draco haría retroceder a sus hombres para intentar recuperar sus barcos. Pero ¿cómo tomamos esos barcos para empezar, Príncipe Thanos? Sé que de donde tú vienes, si un príncipe pide algo, lo consigue, pero dudo que esto se aplique a la flota de Draco”.

Thanos se obligó a así mismo a sonreír con un nivel de seguridad que no sentía. “Eso es casi exactamente lo que haremos”.

De nuevo, Thanos tuvo la impresión de que Akila lo estaba comprendiendo más rápido que cualquiera de sus hombres. El líder rebelde sonrió.

“Estás loco”, dijo Akila. Thanos no sabía si aquello era un insulto o no.

“Hay suficientes muertos en la playa”, explicó Thanos, para que los demás lo entendieran. “Les quitamos las armaduras y nos dirigimos a los barcos. Conmigo allí, parecerá que somos una compañía de soldados que vuelve de la batalla en busca de provisiones”.

“¿Qué pensáis?” preguntó Akila.

Con la hoguera que parpadeaba dentro de la cueva, Thanos no podía distinguir a los hombres que hablaban. En vez de eso, sus preguntas parecían salir de la oscuridad, de manera que no podía saber quién estaba de acuerdo con él, quién dudaba de él y quién lo quería muerto. Aún así, esto no era peor que la política que había donde él venía. En muchos aspectos, era mejor, ya que por lo menos nadie le estaba sonriendo por delante mientras conspiraba para matarle.

“¿Qué pasa con los guardias de los barcos?” preguntó uno de los rebeldes.

“No habrá muchos”, dijo Thanos. “Y sabrán quién soy”.

“¿Qué pasa con toda la gente que morirá en la ciudad mientras nosotros hacemos esto?” exclamó otro.

“Ahora están muriendo”, insistió Thanos. “Como mínimo, de este modo tenéis una manera de defenderos. Hagámoslo bien y podremos salvar a cientos, sino a miles de ellos”.

Se hizo el silencio y la última pregunta salió como una flecha.

“¿Podemos fiarnos de él, Akila? No es solo uno de ellos, es un noble. Un príncipe”.

Thanos giró al contrario de la dirección en que venía la voz, para que todos pudieran ver su espalda. “Me apuñalaron por la espalda. Me abandonaron para que muriera. Tengo tantos motivos para odiarles como cualquier hombre que esté aquí”.

En aquel instante, no solo pensaba en el Tifón. Pensaba en todo lo que su familia le había hecho a la gente de Delos y en todo lo que le habían hecho a Ceres. Si no le hubieran obligado a ir a la Plaza de la Fuente, nunca hubiera estado allí cuando su hermano murió.

 

“Podemos quedarnos aquí sentados”, dijo Thanos, “o podemos actuar. Sí, será peligroso. Si descubren nuestro engaño, probablemente estamos muertos. Yo estoy dispuesto a arriesgarme. ¿Y vosotros?” Al no responder nadie, Thanos alzó la voz. “¿Y vosotros?”

Le vitorearon como respuesta. Akila se acercó a él y puso una mano encima del hombro de Thanos.

“De acuerdo, Príncipe, parece ser que haremos las cosas a tu manera. Saca esto adelante y tendrás un amigo de por vida”. Apretó la mano hasta que Thanos sintió que el dolor llegaba hasta su espalda.

“Pero traiciónanos, haz que maten a mis hombres y te juro que te perseguiré”.

CAPÍTULO OCHO

Había partes de Delos a las que Berin no iba normalmente. Eran partes que para él apestaban a sudor y a desesperación, pues la gente hacía todo lo necesario para buscarse la vida. Rechazó ofertas provenientes de las sombras, lanzando miradas duras a los que allí moraban para mantenerlos alejados.

Si descubrían el oro que llevaba encima, Berin sabía que le cortarían el cuello, abrirían el monedero que llevaba bajo la túnica y los gastarían todo en las tabernas del pueblo y en las casas de juego antes de que acabara el día. Eran lugares así los que él buscaba ahora, porque ¿dónde sino iba a encontrar soldados cuando no están trabajando? Como herrero, Berin conoció luchadores y conocía los lugares a los que iban.

Tenía oro porque había ido a ver a un mercader y se había llevado dos puñales que había forjado como muestras para aquellos que podían darle trabajo. Eran objetos hermosos, dignos del cinturón de cualquier noble, trabajados con filigranas de oro y con escenas de caza grabadas en las hojas. Eran los últimos objetos de valor que le quedaban en el mundo. Había hecho cola junto a otras doce personas delante de la mesa del mercader y no había conseguido ni la mitad de lo que él sabía que valían.

Para Berin, eso no tenía importancia. Lo único que importaba era encontrar a sus hijos y eso requería oro. Oro que podía usar para comprar cerveza para las personas adecuadas, oro que podía apretar contra las manos adecuadas.

Se abría camino a través de las tabernas de Delos y este era un proceso lento. No podía simplemente salir y hacer las preguntas que quería hacer. Debía ir con cuidado. Ayudaba el hecho que tenía algunos amigos en la ciudad y algunos más en el ejército del Imperio. A lo largo de los años, sus espadas habían salvado la vida a más de un hombre.

Encontró al hombre que buscaba medio borracho a media tarde, sentado en una taberna y oliendo tan mal que se había creado un espacio libre a su alrededor. Berin imaginó que tan solo el uniforme del Imperio era lo que evitaba que lo echaran a la calle. Bien, esto y el hecho que Jacare estaba tan gordo que hubieran hecho falta la mitad de clientes de la taberna para levantarlo.

Berin vio que el hombre alzaba la vista mientras él se acercaba. “¿Berin? ¡Mi viejo amigo! ¡Ven a beber conmigo! Aunque te tocará pagar a ti. Ahora mismo estoy un poco…”

“¿Gordo? ¿Bebido?” adivinó Berin. Sabía que al otro no le importaría. El soldado parecía esforzarse por ser el peor ejemplo del ejército Imperial. Incluso parecía enorgullecerse de manera perversa de ello.

“…mal económicamente”, acabó Jacare.

“Podría ayudarte con esto”, dijo Berin. Pidió bebidas, pero no tocó la suya. Debía mantener la cabeza despejada si tenía que encontrar a Ceres y a Sartes. A cambio, esperó mientras Jacare se terminaba la suya con un ruido que a Berin le pareció el de un burro en un abrevadero.

“¿Y qué trae a un hombre como tú ante mi humilde presencia?” preguntó Jacare después de un rato.

“Vengo en busca de noticias”, dijo Berin. “El tipo de noticias que un nombre en tu posición puede haber escuchado”.

“Ah, bien, noticias. Las noticias son un asunto que tiene sed. Y probablemente caro”.

“Estoy buscando a mi hijo y a mi hija”, explicó Berin. Con otra persona, esto podría haberle valido algo de compasión, pero sabía que con un hombre como aquel, esto no tendría mucho efecto.

“¿Tu hijo? Nesos, ¿verdad?”

Berin se inclinó sobre la mesa y puso su mano cerca de la muñeca de Jacare cuando este se disponía a tomarse otro trago. No le quedaba mucha de la fuerza que había conseguido forjando martillos, pero tenía la suficiente para hacer que el otro hombre hiciera un gesto de dolor. Bien, pensó Berin.

“Sartes”, dijo Berin. “Mi hijo mayor está muerto. El ejército se llevó a Sartes. Sé que tú oyes cosas. Quiero saber dónde está y quiero saber dónde está mi hija, Ceres”.

Jacare se recostó y Berin dejó que lo hiciera. No estaba seguro de si podría haberlo retenido durante mucho tiempo, de todos modos.

“Es el tipo de cosa que puede que haya escuchado”, confesó el soldado, “pero este tipo de cosas son difíciles. Yo tengo gastos”.

Berin sacó el pequeño monedero con el oro. Lo vertió sobre la mesa, lo suficientemente lejos para que el otro hombre no pudiera cogerlo fácilmente.

“¿Esto cubrirá tus “gastos”?” preguntó Berin, mientras miraba hacia la copa del otro hombre. Vio cómo el hombre contaba el oro, probablemente calculando si podía conseguir más.

“Tu hija es la fácil”, dijo Jacare. “Está en el castillo con los nobles. Anunciaron que iba a casarse con el Príncipe Thanos”.

Berin soltó un suspiro de alivio ante eso, aunque no estaba seguro de qué pensar. Thanos era uno de los pocos nobles con algo de decencia para él, ¿pero un matrimonio?

“Tu hijo es mas complicado. Déjame pensar. Escuché que algunos reclutadores de la Veintitrés estaban haciendo rondas por tu barrio, pero no hay garantías de que fueran ellos. Si lo son, están acampados un poco más al sur, intentando entrenar a los reclutas para que luchen contra los rebeldes”.

Al pensarlo la bilis subió hasta la boca de Berin. Podía imaginar cómo el ejército trataría a Sartes y lo que significaría aquel “entrenamiento”. Debía recuperar a su hijo. Pero Ceres estaba más cerca y lo cierto era que debía ver a su hija antes de ir en busca de Sartes. Se puso de pie.

“¿No vas a acabarte tu bebida?” preguntó Jacare.

Berin no respondió. Iba a ir al castillo.

***

Para Berin era más fácil entrar en el castillo de lo que lo hubiera sido para cualquier otro. Había pasado un tiempo, pero había sido él el que había venido aquí para hablar de los requisitos de las armas de los combatientes o para traer piezas especiales para los nobles. Fue muy sencillo fingir que había vuelto por trabajo y pasar por delante de los guardias de las puertas exteriores hasta llegar al espacio donde los luchadores se preparaban.

El siguiente paso era ir de allí hasta donde fuera que estuviera su hija. Había una puerta con rejas entre el espacio abovedado donde los guerreros practicaban y el resto del castillo. Berin tuvo que esperar a que esta se abriera desde el otro lado, pasar a toda prisa por delante del guardia que lo hizo e intentar fingir que tenía algo muy importante que hacer en algún otro lugar del castillo.

Así lo hizo, pero la mayoría de los que estaban en aquel lugar no lo iba a entender de ese modo.

“¡Eh, tú! ¿Dónde te crees que vas?”

Berin se quedó paralizado ante el duro tono de aquella frase. Antes de girarse sabía que habría un guardia allí y que no tenía una excusa que lo satisficiere. Por ahora, lo mejor que podía esperar era que lo echaran del castillo antes de que pudiera acercarse a ver a su hija. Lo peor supondría las mazmorras del castillo o quizás que lo arrastraran para ejecutarlo donde nadie supiera jamás.

Al girarse vio a dos guardias que evidentemente habían sido soldados del Imperio durante un tiempo. Tenían tantas canas en el pelo como Berin por aquel entonces, con el aspecto curtido de los hombres que habían pasado mucho tiempo luchando bajo el sol a lo largo de muchos años. Uno le sacaba una cabeza a Berin, pero estaba ligeramente encorvado sobre la lanza en la que estaba inclinado. Él otro tenía una barba que había lubricado y encerado hasta que tuvo un aspecto tan afilado como el arma que sostenía. El alivio inundó a Berin al verlos, pues los reconocía a ambos.

“¿Varo, Caxo?” dijo Berin. “Soy yo, Berin”.

Hubo tensión por un instante y Berin tenía la esperanza de que los dos lo recordaran. Entonces los guardias se echaron a reír.

“Pues sí que lo eres”, dijo Varo, levantándose de su lanza por un instante. “No te hemos visto durante…¿cuánto tiempo, Caxo?”

El otro se acariciaba la barba mientras pensaba. “Han pasado meses desde que estuvo aquí por última vez. En realidad no habíamos vuelto a hablar desde que me entregó aquellos brazales el verano pasado”.

“He estado fuera”, explicó Berin. No dijo dónde. Puede que no pagaran mucho a sus herreros, pero dudaba que reaccionaran bien al hecho de que buscara trabajo en otro lugar. Normalmente a los soldados no les gustaba la idea de que sus enemigos recibieran buenas espadas. “Han sido tiempos difíciles”.

“Han sido tiempos difíciles por todas partes”, coincidió Caxo. Berin vio que fruncía ligeramente el ceño. “Aún así esto no explica qué estás haciendo tú en el castillo principal”.

“No deberías estar aquí, herrero, y lo sabes”, coincidió Varo.

“¿A qué se debe?” preguntó Caxo. “¿Una reparación de urgencia para la espada favorita de algún chaval noble? Creo que nos habríamos enterado si Lucio hubiera roto una espada. Probablemente hubiera azotado a sus sirvientes en carne viva”.

Berin sabía que no podría escapar con una mentira así. A cambio, optó por intentar lo único que podía funcionar: la honestidad. “Estoy aquí para ver a mi hija”.

Escuchó cómo Varo aspiraba aire entre los dientes. “Uy, eso es complicado”.

Caxo asintió con la cabeza. “El otro día la vi luchando en el Stade. Es dura la pequeña. Mató a un oso cubierto de espinas y a un combatiente. Aunque fue una lucha dura”.

A Berin se le tensó el corazón en el pecho al oírlo. ¿Tenían a Ceres luchando en la arena? Aunque sabía que luchar allí había sido su sueño, aquello no parecía su realización. No, aquello era algo más.

“Tengo que verla”, insistió Berin.

Varo inclinó la cabeza hacia un lado. “Como te dije, es complicado. Nadie entra a verla ahora. Órdenes de la reina”.

“Pero yo soy su padre”, dijo Berin.

Caxo extendió sus manos. “No hay mucho que nosotros podamos hacer”.

Berin pensó con rapidez. “¿No hay mucho que podáis hacer? ¿Eso fue lo que te dije cuando necesitaste que arreglara la empuñadura de tu lanza a tiempo para que tu capitán no viera que la habías roto?”

“Dijimos que no hablaríamos de ello”, dijo el guardia, con una mirada de preocupación.

“¿Y qué me dices de ti, Varo?” continuó Berin, presionando con su argumento antes de que el otro pudiera echarlo. “¿Dije que era “complicado” cuando necesitaste una espada que de verdad se adaptara a tu mano, mejor que lo que te dieron en el ejército?”

“Bueno…”

Berin no se detuvo. Lo importante era hacer presión para superar sus objeciones. No, lo importante era ver a su hija.

“¿Cuántas veces mi trabajo os ha salvado la vida?” exigió. “Varo, tú me contaste la historia de aquel líder bandido tras el que iba tu unidad. ¿De quién era la espada que usaste para matarlo?”

“Tuya”, confesó Varo.

“Y Caxo, cuando querías todas aquellas filigranas en tus grebas para impresionar a aquella chica con la que te casaste, ¿a quién acudiste?”

“A ti”, dijo Caxo. Berin vio cómo reflexionaba.

“Y esto fue antes de los días en que os seguía por todas partes cuando ibais de campaña militar”, dijo Berin. “Y cuando…”

Caxo levantó una mano. “De acuerdo, de acuerdo. Vamos al grano. La habitación de tu hija está más alejada. Te mostraremos el camino. Pero si alguien pregunta, solo te estamos acompañando hasta fuera del edificio”.

Berin dudaba que alguien preguntara, pero eso no importaba ahora mismo. Solo importaba una cosa. Iba a ver a su hija. Siguió a los dos a lo largo de los pasillos del castillo, hasta llegar finalmente a una puerta con rejas que estaba cerrada desde fuera. Como tenía la llave puesta en el cerrojo, la giró.

El corazón de Berin casi explota al ver a su hija por primera vez en meses. estaba tumbada en la cama, gimiendo mientras volvía en sí y mirándole con cara de sueño.

 

“¿Padre?”

“¡Ceres!” Berin corrió hacia ella, la rodeó con sus brazos y la apretó con fuerza. “Ya está. Estoy aquí”.

En aquel momento deseaba apretarla con fuerza y no soltarla jamás, pero escuchó que soltaba un grito ahogado de dolor cundo la abrazó y corriendo se echó hacia atrás.

“¿Qué sucede?” preguntó Berin.

“Nada, no pasa nada”, dijo Ceres. “Estoy bien”.

“No estás bien”, dijo Berin. Su hija siempre había sido muy fuerte y si sentía dolor, debía ser algo serio. Berin nunca quería ver a su hija herida de aquella manera. “Déjame mirar”.

Ceres le dejó y Berin hizo un gesto de dolor ante lo que vio. Unas heridas fuertemente cosidas corrían en líneas paralelas a lo largo de la espalda de su hija.

“¿Cómo llegaste hasta aquí?” preguntó Ceres mientras el miraba. “¿Cómo conseguiste encontrarme?”

“Todavía tengo algunos amigos”, dijo su padre. “Y no iba a abandonar hasta encontrarte”.

Ceres lo miró y Berin pudo ver el amor que había en sus ojos. “Estoy contenta de que estés aquí”.

“Y yo también”, dijo Berin. “No debía haberte dejado nunca con tu madre”.

Ceres alargó el brazo para coger su mano y Berin había olvidado lo mucho que la había echado de menos hasta entonces. “Ahora estás aquí”.

“Lo estoy”, dijo Berin. Volvió a mirar de nuevo su espalda. “No la han limpiado correctamente. A ver si encuentro algo que nos sirva de ayuda”.

Era difícil incluso marcharse por un espacio corto de tiempo. Varo y Caxo todavía estaban allí fuera y no costó mucho conseguir que trajeran comida y agua. Quizás vieron la mirada en su rostro cuando se trataba de cosas que afectaban al bienestar de Ceres.

Le pasó el cuenco con comida y la velocidad con la que Ceres lo devoró le contó a Berin todo lo que necesitaba saber sobre cómo la habían tratado allí. Él cogió el cuenco con agua y lo usó para limpiar las heridas que se había hecho luchando.

Ceres asintió con la cabeza. “Estoy mucho mejor de lo que estaba”.

“Entonces no quiero ni pensar en lo horrible que fue”, dijo Berin.

No conseguía quitarse la culpa de encima. Si no se hubiese marchado, sus hijos no tendrían que haber pasado por todo aquello.

“Lo siento, tendría que haber estado aquí”.

“Puede que no hubiera cambiado nada”, dijo Ceres y Berin vio que estaba intentando consolarlo. “La rebelión hubiera sucedido igualmente. Incluso podría ser que yo hubiera luchado en el Stade”.

“Quizás”. Berin no quería creerlo. Sabía que Ceres siempre había tenido una atracción por el peligro del Stade, pero eso no significaba que hubiera luchado allí. Podría haber estado a salvo. “Podría haberos protegido a ti y a tus hermanos”.

Ceres le tomó la mano de nuevo. “Creo que hay cosas de las que incluso tú no puedes protegernos”.

Berin sonrió. “¿Recuerdas cuando eras pequeña? ¿Y pensabas que yo era el hombre más fuerte del mundo y que podía protegerte de lo que fuera?”

Ceres le sonrió. “Ahora debo protegerme a mí misma y soy lo suficientemente fuerte para hacerlo”.

Una parte de Berin estaba feliz de que fuera cierto, pero él todavía quería estar allí para su hija. “Sea como sea, se ha acabado. Te sacaremos de aquí”.

Berin pensó en los guardas. ¿Exactamente cuánto le debían? ¿Exactamente cuánto ayudarían antes de decidir que era más fácil tenerlo detenido?

“Encontraré una manera”, prometió Berin.

Ceres negó con la cabeza. “No. No voy a escaparme”.

“Sé que estás preocupada por que te atrapen”, dijo Berin, cubriendo la mano de ella con la suya, “pero creo que tengo suficientes amigos en el castillo para sacarnos a los dos. Podríamos unirnos a la rebelión”.

“No se trata de eso”, dijo Ceres. “Este es mi camino. Estoy aquí para luchar. Se supone que debo luchar”.

Él la miró fijamente, atónito.

“¿Quieres quedarte aquí?” Aquello costaba de creer, especialmente con todo lo difícil que había sido encontrarla. Parecía evidente que si conseguía entrar, podría recuperar a su familia. “Pensé que querrías irte. Que encontraríamos a Sartes juntos y que todo iría bien”.

“Todo irá bien”, le prometió Ceres. “Y tú deberías ir a encontrar a Sartes. Tráelo sano y salvo”.

Se levantó y se puso su ropa de entrenamiento. Por un instante, Berin pensó que vendría con él después de todo, pero no daba ninguna señal de querer hacerlo.

“¿Qué estás haciendo?” preguntó. “Si no vas a venir conmigo, deberías descansar”.

“No puedo”, dijo Ceres. Lo miró de nuevo, con la decisión patente en su rostro. “Voy a entrenar. Quieren matarme, pero yo no les voy a dejar. No voy a abandonar y no voy a darles la satisfacción de verme huir”.

Berin tragó saliva ante la fuerza que demostró su hija entonces. Aún así, no quería abandonarla así como así. “Podría venir contigo. Podría ayudarte”.

Ceres negó con la cabeza.

“Es un camino que debo hacer sola, Padre”.

Él le sonrió y pudo sentir cómo se le llenaban los ojos de lágrimas, igual que vio que a ella también se le llenaban. Nunca había estado más orgulloso de ella o la había querido más.

Él dio un paso adelante, igual que ella, y estuvieron abrazados durante un buen rato.

“Te quiero, Ceres”, susurró, “y siempre te querré”.

“Lo sé, Padre”, respondió ella. “Y tanto si nos volvemos a ver como si no, debes saber que yo también te quiero”.

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