Amor y tequila

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A Sara se le arru­gó el es­tó­ma­go al ver­la así. Por eso bus­có con de­ses­pe­ra­ción algo que ala­bar para dis­traer­la, algo como, por ejem­plo, esa ba­rri­ta de oro re­ma­ta­da a am­bos la­dos con dos bo­li­tas de cris­tal que des­can­sa­ba al pie de la urna.

—Y este adorno tan bo­ni­to, ¿qué es? —pre­gun­tó.

Al oír la pre­gun­ta, Kin subió el vo­lu­men de sus au­ri­cu­la­res has­ta tal pun­to, que to­dos pu­die­ron es­cu­char a Dra­ke con la mis­ma cla­ri­dad que si lo tu­vie­ran can­tan­do en di­rec­to en el sa­lón. Ca­ye­ta­na lo miró dis­gus­ta­da y Sara de­ci­dió dis­traer­la ins­tan­do a su ma­ri­do a acer­car­se a la urna:

—Mira, Juan. Mira qué pre­cio­si­dad.

Juan se acer­có al pe­des­tal. Ob­ser­vó el adorno en­tor­nan­do los ojos y giró la ca­be­za a un lado y a otro.

—Es muy bo­ni­to, sí.

—¿Qué es? —pre­gun­tó Sara.

Ca­ye­ta­na ce­rró los ojos y, tras un lar­go sus­pi­ro, les ex­pli­có:

—Es el apa­drav­ya de Ál­va­ro. Es una pie­za de oro he­cha a mano y los bo­to­nes son dia­man­tes pu­ros.

—Per­do­na, Caye, ¿qué di­ces que es? Un apa… ¿qué?

apa­drav­ya.

—¿Es un amu­le­to maya o algo así? —pre­gun­tó Sara.

Juan tomó la pe­que­ña joya en­tre sus de­dos y, con la arro­gan­cia que otor­ga el des­co­no­ci­mien­to más pro­fun­do, la es­gri­mió ante su mu­jer y dijo:

—Un amu­le­to… Sara, no seas ton­ta. Es un pi­sa­cor­ba­tas.

Ca­ye­ta­na dejó que Juan con­tem­pla­ra, ad­mi­ra­ra y aca­ri­cia­ra la joya a pla­cer. Des­pués, sin nin­gún pu­dor y con toda ma­li­cia, lo sacó de su error:

—No es un pi­sa­cor­ba­tas, Juan, es el pier­cing ge­ni­tal de mi di­fun­to es­po­so.

El ros­tro de Juan pasó de la arro­gan­cia al re­pe­lús en un na­no­se­gun­do, el mis­mo tiem­po que tar­dó en lan­zar la joya de nue­vo a su si­tio y en lim­piar­se los de­dos di­si­mu­la­da­men­te con­tra su pan­ta­lón.

—¡¿Qué?! —gri­tó Sara, con los ojos abier­tos como pla­tos y cara de ha­ber mor­di­do un li­món.

—Sara, por fa­vor, eres doc­to­ra. Se­gu­ro que no es el pri­mer pier­cing ge­ni­tal que ves —dijo Ca­ye­ta­na.

—Sí, pero… Caye, ¡por Dios! Todo tan ele­gan­te y… Un pier­cing ge­ni­tal… ¿Cómo…? ¿Por qué…? ¿¿Para qué??

Ca­ye­ta­na ob­ser­vó a su ató­ni­ta her­ma­na sin in­mu­tar­se y, tras otro lar­go sus­pi­ro, ex­pli­có con una sen­sua­li­dad fue­ra de lo co­mún:

—Sa­ri­ta… No tie­nes ni idea de los mo­men­tos de pla­cer que he vi­vi­do con esta joya den­tro de mí.

Un gru­ñi­do de ra­bia lle­nó el sa­lón. Era Kin, que se puso en pie con vio­len­cia y se mar­chó en­fa­da­do. Ha­bía te­ni­do la mala suer­te de que su ma­dre di­je­ra aque­llo jus­to en el mo­men­to en que su lis­ta de Spo­tify sal­ta­ba de una can­ción a otra.

Ca­ye­ta­na ob­ser­vó pen­sa­ti­va la mar­cha de Kin, aje­na al es­tu­por de su her­ma­na y a la mi­ra­da que Juan al­ter­na­ba en­tre el apa­drav­ya y el cuer­po es­cul­tu­ral de su cu­ña­da. Era tan evi­den­te lo que se es­ta­ba ima­gi­nan­do, que Sara tuvo que dar­le un gol­pe en el hom­bro para que ce­rra­ra la mal­di­ta boca.

—¿Co­me­mos? —pre­gun­tó Ca­ye­ta­na, des­preo­cu­pa­da.

CAPÍTULO SIETE

Wen­do­li­ne y el res­to de asis­ten­tes de Ca­ye­ta­na te­nían dis­pues­to un sin­fín de co­lo­ri­dos man­ja­res en una in­men­sa te­rra­za con vis­tas al mar. El ver­de del gua­ca­mo­le, el rojo pa­sión del agua de Ja­mai­ca [4] o el mos­ta­za de esa sal­sa que iba con ma­nual de ins­truc­cio­nes: «Doc­to­res, ten­gan cui­da­do por­que se pue­den en­chi­lar»…[5] Todo com­po­nía una or­gía cro­má­ti­ca en una mesa en la que no fal­ta­ba de­ta­lle, más bien so­bra­ban unas cuan­tas co­sas como, por ejem­plo, lujo, os­ten­ta­ción y un cu­bier­to.

—¿Es­pe­ra­mos a al­guien más? —pre­gun­tó Juan.

Al pa­re­cer, tam­bién so­bra­ban las pa­la­bras. Wen­do­li­ne apa­re­ció en la te­rra­za con la urna de la­pis­lá­zu­li y la co­lo­có con so­lem­ni­dad en la mesa, fren­te al si­tio va­cío. La mala suer­te qui­so que tam­bién, en ese mo­men­to, apa­re­cie­ra Ma­ría con un mon­tón de tor­ti­llas de maíz en­vuel­tas en una ser­vi­lle­ta.

El olor a maíz ca­lien­te y un si­len­cio di­fí­cil de asi­mi­lar se apo­de­ra­ron de todo. Has­ta el mar pa­re­cía ha­ber de­te­ni­do su in­fi­ni­to su­su­rro en se­ñal de res­pe­to.

—Wen­do­li­ne, ¿pue­de traer­me una agüi­ta es­pe­cial, de esas que us­ted me pre­pa­ra, por fa­vor? —su­pli­có Ca­ye­ta­na, con la voz tem­blo­ro­sa y sin de­jar de mi­rar la urna.

Kin le­van­tó la vis­ta y ob­ser­vó a su ma­dre ner­vio­so. Algo lo ator­men­ta­ba y Juan pen­só que res­ca­tar­lo de sus pen­sa­mien­tos se­ría una bue­na tác­ti­ca para ga­nar­se su con­fian­za y, de paso, la de su ma­dre:

—Kin, ¿cuán­to mi­des? Eres muy alto para te­ner tre­ce años, ¿no?

—Casi un me­tro ochen­ta.

—Está en el equi­po de bás­quet del club —dijo Ca­ye­ta­na, or­gu­llo­sa.

—Sí, pero no me gus­ta.

Kin no pro­nun­ció ni una pa­la­bra más en lo que duró la co­mi­da. En par­te por cul­pa de su ma­dre, que se en­car­gó de que la con­ver­sa­ción ver­sa­ra so­bre te­mas tan apa­sio­nan­tes como los hu­ra­ca­nes (que para com­ba­tir­los, Ál­va­ro ha­bía man­dan­do ins­ta­lar en toda la casa unos cris­ta­les an­ti­ci­clón que cos­ta­ron una for­tu­na), la edu­ca­ción de los hi­jos (que para Ál­va­ro era lo me­jor en lo que se po­día in­ver­tir se­sen­ta mil dó­la­res al año) o los bar­cos (que a Ál­va­ro le gus­ta­ban tan­to, que se com­pró uno y le cons­tru­yó su pro­pio em­bar­ca­de­ro).

Hizo tal alar­de de po­de­río eco­nó­mi­co que Sara te­mió la reac­ción de Juan. Su ase­so­ría no ter­mi­na­ba de arran­car y no sa­ber en qué se es­ta­ba equi­vo­can­do lo te­nía amar­ga­do. Oír ha­blar de mi­llo­nes como si el di­ne­ro ca­ye­ra del cie­lo, po­día ter­mi­nar de hun­dir­lo. Sin em­bar­go, Juan no dejó de mos­trar un sano asom­bro du­ran­te toda la con­ver­sa­ción, has­ta que me­tió la pata:

—Pues tie­nes suer­te de que tu ma­ri­do fue­ra tan es­plén­di­do, Ca­ye­ta­na. Se gas­ta­ría mu­cho di­ne­ro en con­tra­tar un se­gu­ro de vida para que pue­das man­te­ner todo esto, ¿no?

Ca­ye­ta­na se puso pá­li­da y Sara se apre­su­ró a to­mar la mano de Juan y a apre­tar­la con fuer­za a modo de ad­ver­ten­cia.

—Juan… —dijo en tono mu­si­cal.

—¿Qué pasa, Sara? —pre­gun­tó él, son­rien­do.

—Que po­drías ser un poco más dis­cre­to, ¿no te pa­re­ce, ca­ri­ño?

—No sé por qué lo di­ces, ca­ri­ño.

—Por­que no se pre­gun­tan esas co­sas, Juan.

—Solo mos­tra­ba in­te­rés por la si­tua­ción de Ca­ye­ta­na y de Kin, Sara. Creía que es­tá­ba­mos en fa­mi­lia.

—Y lo es­ta­mos, pero una cosa es te­ner con­fian­za y otra ha­cer pre­gun­tas in­dis­cre­tas, mi amo.

El cru­ce de re­pro­ches al­mi­ba­ra­dos, do­lo­ro­sos apre­to­nes de mano y son­ri­sas fal­sas fue in cres­cen­do has­ta el pun­to en que Kin se apar­tó el fle­qui­llo de la cara para con­tem­plar bien a sus tíos y, cuan­do ya se mas­ca­ba la tra­ge­dia, Car­men y Wen­do­li­ne apa­re­cie­ron en la te­rra­za con la pe­que­ña Lo­re­to.

—Dis­cul­pen. Doc­to­ra, la niña ya co­mió y se por­tó muy bien —dijo la nana. —¿Quie­re que la ayu­de a dor­mir la sies­ta?

—¡¡¡No!!! —gri­ta­ron Sara y Juan al mis­mo tiem­po.

To­dos, has­ta Ál­va­ro en su urna, die­ron un brin­co del sus­to.

—Lo sien­to —se dis­cul­pó Sara—. Es que si duer­me la sies­ta se pasa la no­che en vela. No duer­me muy bien. Por cier­to, ¿dón­de está Po?

—¿No lo te­nías tú? —pre­gun­tó Juan, ner­vio­so.

—No, yo no lo ten­go —dijo Sara.

—¿Lo traía en el co­che?

—Sí, pero cuan­do se bajó lo lle­va­ba en la mano.

—¿Es­tás se­gu­ra?

—Creo que sí.

Cuan­do ya pa­re­cía que Sara y Juan es­ta­ban a pun­to de su­frir un ata­que de an­sie­dad con­yu­gal, Car­men sacó el pe­rri­to de pe­lu­che del bol­si­llo de su de­lan­tal y pre­gun­tó:

—¿Este es Po?

Sara y Juan res­pi­ra­ron ali­via­dos.

—Sí, me­nos mal —bufó Juan.

—Car­men, Po es el mu­ñe­co de ape­go de Lo­re­to. Sin él, es in­ca­paz de dor­mir­se, por eso es tan im­por­tan­te que no lo pier­da. Se­ría una tra­ge­dia —ex­pli­có Sara.

—Juan… Sa­ri­ta… Sois tan exa­ge­ra­dos… —dijo Ca­ye­ta­na—. Os ase­gu­ro que en tres días Lo­re­to dor­mi­rá toda la no­che de un ti­rón. Con­fiad en Car­men, es la me­jor nana del mun­do.

—Fa­vor que us­ted me hace, se­ño­ra, gra­cias.

—Doña Ca­ye­ta­na —dijo Wen­do­li­ne—, don Di­mi­tri no deja lla­mar­la al ce­lu­lar. ¿Quie­re que le diga algo?

—No, Wen­do­li­ne. Ya lo lla­ma­ré cuan­do todo haya pa­sa­do.

—¿No lo avi­sas­te del fu­ne­ral? —pre­gun­tó Kin, ex­tra­ña­do.

Ca­ye­ta­na negó con la ca­be­za y, para po­ner fin a la con­ver­sa­ción, se di­ri­gió a Sara y a Juan:

—Bueno, me ima­gino que es­ta­réis ago­ta­dos. ¿Por qué no vais a des­can­sar?

—A mí me ven­dría muy bien —dijo Juan—. Es­toy muer­to.

—Wen­do­li­ne, acom­pa­ñe a los doc­to­res a su cuar­to para que des­can­sen y pí­da­le a Ma­ría que les lle­ve un agua de pe­pino —dijo Ca­ye­ta­na.

—Sí, se­ño­ra, cómo no. ¿Y para us­ted?

—A mí trái­ga­me otra agüi­ta es­pe­cial. Ten­go que ha­cer unas lla­ma­das para ter­mi­nar de or­ga­ni­zar el fu­ne­ral.

 

—Cla­ro, se­ño­ra. Doc­to­res, por fa­vor… —Wen­do­li­ne les in­di­có con un ges­to de la mano ha­cia cual de los dis­tin­tos pa­si­llos que sa­lían del sa­lón te­nían que di­ri­gir­se.

—Ve tú, Juan. Yo me que­do con Lo­re­to acom­pa­ñan­do a Ca­ye­ta­na —pro­pu­so Sara.

—Sa­ri­ta, ve con tu es­po­so. Lo me­jor es que dur­máis aho­ra y que des­pués os acos­téis tem­prano. Así, ma­ña­na, para el fu­ne­ral de Ál­va­ro, ya es­ta­réis acos­tum­bra­dos al cam­bio de hora. Será una ce­re­mo­nia sen­ci­lla, pero ha­brá mu­cha gen­te im­por­tan­te que quie­ro que co­noz­cáis —dijo Ca­ye­ta­na.

Sara y Juan se mi­ra­ron sin sa­ber qué ha­cer. Es­ta­ban can­sa­dos y ne­ce­si­ta­ban ha­blar a so­las pero, sin Lo­re­to de por me­dio, todo re­sul­ta­ba muy ex­tra­ño.

—Está bien, pero si pasa cual­quier cosa aví­sa­me, por fa­vor —su­pli­có Sara.

—Tran­qui­la, ¡no pa­sa­rá nada!

Aho­ra sí, Wen­do­li­ne los guio por un lar­go pa­si­llo has­ta la que se­ría su ha­bi­ta­ción, una es­tan­cia enor­me don­de Ma­ría, la otra em­plea­da, ter­mi­na­ba de des­ha­cer el equi­pa­je.

—¿Va­mos a dor­mir aquí? —pre­gun­tó Juan, asom­bra­do.

La ha­bi­ta­ción te­nía una cama king size, baño y, cómo no, vis­tas al mar. Y no le fal­ta­ba de­ta­lle, has­ta ha­bía una ca­mi­ta pre­pa­ra­da para la pe­que­ña Lo­re­to.

—Ma­ría, trái­ga­les a los doc­to­res un agua de pe­pino —le pi­dió Wen­do­li­ne.

—Aho­ri­ta mis­mo. Per­mi­so.

—Wen­do­li­ne, esto no es ne­ce­sa­rio, de ver­dad —dijo Sara, al ver su ropa, la de la niña y la de Juan per­fec­ta­men­te co­lo­ca­da en el ar­ma­rio.

—Son ór­de­nes de doña Ca­ye­ta­na, doc­to­ra.

Sara en­tor­nó los ojos. Con un ges­to de com­pli­ci­dad, le dio un co­da­zo a Wen­do­li­ne con pi­car­día y le pre­gun­tó:

—Es una jefa in­su­fri­ble, ¿ver­dad?

Wen­do­li­ne negó con la ca­be­za y tra­tó de son­reír, pero su ex­pre­sión se tor­nó tris­te.

—No, doc­to­ra, cómo cree. Doña Ca­ye­ta­na es muy bue­na con no­so­tros y la que­re­mos mu­cho. No más que… —Como si se hu­bie­ra dado cuen­ta de que es­ta­ba a pun­to de ha­blar de­ma­sia­do, Wen­do­li­ne cor­tó la fra­se, mur­mu­ró un «per­mi­so» casi inau­di­ble y des­apa­re­ció.

Sara se giró ha­cia su ma­ri­do:

—¿Has vis­to eso?

—Sí, todo es muy raro —dijo Juan.

—Ni te ima­gi­nas. Te juro que no re­co­noz­co a mi her­ma­na.

—No es solo tu her­ma­na, es todo. Los em­plea­dos, la ac­ti­tud de Kin, no di­ga­mos el pier­cing ge­ni­tal… Ade­más, ¿tú crees que un di­rec­tor de ho­tel pue­de man­te­ner este tren de vida?

—Bueno, es un ho­tel de lujo y ya es­cu­chas­te lo que dijo Caye. Ál­va­ro no solo di­ri­gía el ho­tel, tam­bién era la mano de­re­cha de su jefe.

—Que no, Sara, que no es po­si­ble. Aquí hay algo raro y no me gus­ta —in­sis­tió Juan, tor­cien­do el ges­to.

—¿Qué quie­res de­cir?

—Que ten­go la sen­sa­ción de que tu cu­ña­do no era tri­go lim­pio. Mira…

Juan sacó su mó­vil del bol­si­llo, des­blo­queó la pan­ta­lla y se lo mos­tró. Al ver­lo, Sara se lo arre­ba­tó y se sen­tó en la cama con la boca abier­ta y el ceño frun­ci­do.

—¿Esto es ver­dad? —pre­gun­tó, ató­ni­ta.

—Sí, Sara. El co­che en el que nos han traí­do del ae­ro­puer­to cues­ta un mi­llón y me­dio de eu­ros. Y no ten­go ni idea de cómo se co­ti­za el me­tro cua­dra­do en Can­cún, pero esta casa tie­ne que cos­tar un di­ne­ral, con cris­ta­les an­ti­ci­clón o sin ellos. Ade­más, tie­nen a tres mu­je­res, dos guar­dias de se­gu­ri­dad y un chó­fer con­tra­ta­dos para aten­der a una fa­mi­lia de solo tres per­so­nas. ¿De ver­dad crees que todo eso pue­de sa­lir de un suel­do?

Sara le de­vol­vió el mó­vil y con­tes­tó:

—No. Está cla­ro que no. Tie­ne que ha­ber algo más.

—Sí, y la cla­ve está en ese Di­mi­tri al que tu her­ma­na no quie­re aten­der por te­lé­fono.

—¿Quién crees que pue­de ser?

—No se tra­ta de «quién», Sara, sino de «qué» —dijo Juan—. Es­toy con­ven­ci­do de que es un ma­fio­so ruso.

[4]. In­fu­sión que se pre­pa­ra con el cá­liz de la flor del hi­bis­co. Se acon­se­ja to­mar­la muy fría y, a ser po­si­ble, ro­dea­do de per­so­nas con bue­na vi­bra. (N. de la A.)

[5]. Cuan­do una per­so­na toma algo tan pi­can­te que le arde la boca y le llo­ran los ojos, se «en­chi­la». Pero el mé­ri­to de en­chi­lar no es ex­clu­si­vo de los chi­les, tam­bién exis­ten per­so­nas con la in­na­ta ca­pa­ci­dad de en­chi­lar a cual­quie­ra. (N. de la A.)

CAPÍTULO OCHO

Dos ho­ras más tar­de, Sara des­per­tó con la sen­sa­ción de ha­ber dor­mi­do tan­to, que no sa­bía si mi­rar el re­loj o el ca­len­da­rio maya.

—¿Juan? —lla­mó an­gus­tia­da.

Na­die con­tes­tó.

Se le­van­tó de in­me­dia­to, se puso un ves­ti­do pla­ye­ro, re­cu­pe­ró sus de­por­ti­vas y sa­lió de la ha­bi­ta­ción im­pul­sa­da por ese eterno sen­ti­mien­to de cul­pa que sen­tía des­de que ha­bía sido mamá. Sa­lió de su cuar­to y fue dan­do trom­pi­co­nes de un lado del pa­si­llo al otro, has­ta lle­gar a un jar­dín in­te­rior que no le so­na­ba ha­ber vis­to an­tes.

—Doc­to­ra, la sala está por allá —dijo una voz mu­si­cal de­trás de ella. Era Ma­ría, la jo­ven que ha­bía or­de­na­do su ropa.

—Ah, lo sien­to. Gra­cias. Esta casa es tan gran­de…

En el in­men­so sa­lón, en­con­tró a Ca­ye­ta­na re­cos­ta­da en un si­llón Ches­ter­field chai­se lon­gue que pa­re­cía he­cho a me­di­da para ha­cer­la pa­re­cer una dio­sa, a pe­sar de la bol­sa de hie­los que su­je­ta­ba con ele­gan­cia so­bre su ca­be­za.

—Caye, ¿te en­cuen­tras bien?

—Sí, Sa­ri­ta, no te preo­cu­pes. Úl­ti­ma­men­te ten­go ja­que­cas pero ya me tomé una pas­ti­lla —le ex­pli­có—. ¿Qué tal tu sies­ta?

—Bien. ¿Dón­de es­tán Lo­re­to y Juan?

—Ven, Sa­ri­ta, sién­ta­te aquí a mi lado —dijo su her­ma­na, in­cor­po­rán­do­se para dar unas pal­ma­das en el si­llón.

—Caye, dame solo un se­gun­do. Voy a ver a Lo­re­to y es­toy con­ti­go, de ver­dad.

Ca­ye­ta­na se puso en pie y en­re­dó su bra­zo con el de su her­ma­na. Se apo­yó en ella muy fuer­te, como si te­mie­ra caer­se, y la lle­vó has­ta una ven­ta­na des­de la que pudo ver una pis­ci­na in­fi­nity en la que Juan se es­ta­ba ba­ñan­do con Lo­re­to. La su­je­ta­ba con de­li­ca­de­za y la su­mer­gía a po­qui­tos en el agua mien­tras ella se reía sin pa­rar. Car­men, la nana, los ob­ser­va­ba son­rien­te des­de el bor­di­llo con Po en una mano y una toa­lla en la otra.

—¿Lo ves? Es­tán en la al­ber­ca pa­sán­do­la pa­dre, como di­cen aquí. Deja de preo­cu­par­te y sién­ta­te con­mi­go. Quie­ro pre­gun­tar­te algo —dijo Ca­ye­ta­na.

Aun­que se mo­ría de ga­nas por ir con Juan y Lo­re­to, Sara se dejó arras­trar por su her­ma­na has­ta el sofá de diez pla­zas.

—Se­ño­ra, ¿a qué hora quie­re que sir­va­mos la cena? —pre­gun­tó Wen­do­li­ne des­de una es­qui­na del sa­lón.

—A la de siem­pre, Wen­do­li­ne, aun­que pue­de que lle­gue­mos tar­de. La doc­to­ra Sara y yo nos va­mos de shop­ping —anun­ció Ca­ye­ta­na.

—¿Nos va­mos de shop­ping? —pre­gun­tó Sara.

—¡Sí! —ex­cla­mó Ca­ye­ta­na, con fin­gi­do en­tu­sias­mo—. ¿Hace cuán­to que no nos va­mos de com­pras jun­tas?

—Caye, tú y yo nun­ca…

—Wen­do­li­ne, por fa­vor, dí­ga­le a Cel­so que esté pre­pa­ra­do —la in­te­rrum­pió su her­ma­na con fir­me­za.

—Sí, se­ño­ra. Con per­mi­so.

—Pase —con­tes­tó Ca­ye­ta­na.

—¡Pase! Así que hay que de­cir eso cuan­do te di­cen «con per­mi­so» —dijo Sara.

Aun­que Ca­ye­ta­na asin­tió son­rien­do, se dio cuen­ta de que te­nía que ex­pli­car­les va­rios as­pec­tos de la eti­que­ta me­xi­ca­na a su her­ma­na y a su vul­gar ma­ri­do an­tes de pre­sen­tar­los en so­cie­dad. Pero an­tes de­bía tra­tar un asun­to muy im­por­tan­te con ella:

—Sa­ri­ta, es­toy preo­cu­pa­da por ti.

—¿Por qué?

—Siem­pre has sido una niña pre­cio­sa y te veo muy des­me­jo­ra­da. ¿Va todo bien?

—Sí, cla­ro. Al me­nos todo lo bien que pue­de ir cuan­do eres ma­dre, tra­ba­jas en un hos­pi­tal con guar­dias in­ter­mi­na­bles y tu bebé no duer­me nada.

—¿En­ton­ces? ¿Qué le pasa a la niña?

—Nada. Está per­fec­ta­men­te, pero no con­se­gui­mos que duer­ma y eso nos está pa­san­do fac­tu­ra.

—¿Y no tie­nes nana?

—No.

—¿Y por qué no con­tra­tas una? ¿O dos? Yo lle­gué a te­ner tres para cui­dar a Kin cuan­do es­ta­ba ma­li­to. Una por la ma­ña­na, una por la tar­de y otra por la no­che —dijo Ca­ye­ta­na, como si su pro­po­si­ción es­tu­vie­ra al al­can­ce de cual­quie­ra.

—Caye, ¿tie­nes idea de lo que pue­de cos­tar eso en Es­pa­ña?

—Sa­ri­ta, es­toy se­gu­ra de que te lo pue­des per­mi­tir. Eres una doc­to­ra muy im­por­tan­te, ¡se te tie­ne que no­tar! Y si no, pí­de­se­lo a Juan. ¿A qué se de­di­ca?

—Tie­ne una ase­so­ría fis­cal. Está em­pe­zan­do y le está cos­tan­do mu­cho sa­car­la ade­lan­te —dijo Sara.

—Pues que se es­fuer­ce más o que haga otra cosa para que no ten­gas que tra­ba­jar tan­to. Si no le van bien sus ne­go­cios pue­do pre­sen­tar­le a mu­cha gen­te in­flu­yen­te aquí. Po­drían dar­le tra­ba­jo.

Juan apa­re­ció en el sa­lón con la pe­que­ña Lo­re­to en­vuel­ta en una toa­lla. Por suer­te para su mal­he­ri­do ego, no lle­gó a es­cu­char la con­ver­sa­ción. Sara se le­van­tó del sofá y fue ha­cia ellos con una gran son­ri­sa.

—¡Hola! Os he vis­to por la ven­ta­na. ¿Quién se ha ba­ña­do en la pis­ci­na por pri­me­ra vez? —pre­gun­tó a la pe­que­ña, que son­rió y bal­bu­ceó co­sas inin­te­li­gi­bles, como si qui­sie­ra ex­pli­car­le a su ma­dre lo que aca­ba­ba de vi­vir.

—Has dor­mi­do bien, ¿ver­dad? —pre­gun­tó Juan, re­cor­dan­do la pla­ci­dez del ros­tro de Sara cuan­do cayó ren­di­da nada más po­ner la ca­be­za en la al­moha­da.

—Sí, lo sien­to. ¿Por qué? ¿Ha pa­sa­do algo?

Juan son­rió.

—No, no ha pa­sa­do nada, es que se nota que has des­can­sa­do. Es­tás muy gua­pa.

El ros­tro de Sara se ilu­mi­nó. Él sí que es­ta­ba gua­po cuan­do se qui­ta­ba esa pá­ti­na de preo­cu­pa­ción que siem­pre lle­va­ba con­si­go. Se acer­có a él para dar­le un beso muy bre­ve, de esos que sa­ben tan bien por­que re­su­men todo el amor que uno sien­te; pero tal como ex­plo­ta una bur­bu­ja cuan­do la in­ten­tas atra­par, el mo­men­to se rom­pió.

—Pre­ci­sa­men­te es­tá­ba­mos ha­blan­do de eso, Juan —dijo Ca­ye­ta­na des­de el sofá—. Tie­nes que con­tra­tar a una nana para Sa­ri­ta. O dos.

La pá­ti­na de preo­cu­pa­ción vol­vió a en­tur­biar el ros­tro de Juan.

—Voy a cam­biar a la niña —mur­mu­ró, tra­tan­do de si­mu­lar que no ha­bía oído nada.

—Yo me en­car­go, doc­tor, no se preo­cu­pe —dijo Car­men.

—Sí, Juan, vuel­ve a la pis­ci­na o sal a la pla­ya y re­lá­ja­te un poco. Sa­ri­ta y yo vol­ve­mos en un par de ho­ras—dijo Ca­ye­ta­na.

—¿Adón­de vais?

—Caye quie­re ir de com­pras —dijo Sara—. ¿Quie­res ve­nir?

—No, no im­por­ta. Ve tú e in­ten­ta ave­ri­guar algo so­bre Di­mi­tri —le su­su­rró Juan al oído cuan­do, por fin, le dio un beso.

Dos ho­ras más tar­de, lo úni­co que Sara ha­bía des­cu­bier­to era el ver­da­de­ro pro­pó­si­to de la tar­de de shop­ping: que ella y Juan fue­ran co­rrec­ta­men­te ves­ti­dos du­ran­te su es­tan­cia en Can­cún, en es­pe­cial al fu­ne­ral de Ál­va­ro.

Fiel­men­te acom­pa­ña­das por Cel­so, que ca­mi­na­ba tras ellas car­ga­do de bol­sas, como si fue­ra la ver­sión con gua­ya­be­ra de Pretty Wo­man, Ca­ye­ta­na y Sara se re­co­rrie­ron todo el Lu­xury Ave­nue, uno de los cen­tros co­mer­cia­les más ex­clu­si­vos de Can­cún.

—Caye, esto tie­ne que ser ca­rí­si­mo —dijo Sara en cada tien­da en la que su her­ma­na le com­pró algo.

—Hace tre­ce años que no te veo, Sa­ri­ta, deja que te mime.

Con este ar­gu­men­to, Ca­ye­ta­na le com­pró a Sara un ves­ti­do en Guc­ci y unos za­pa­tos en Jimmy Choo con bol­so a jue­go, ade­más de un tra­je para Juan en Ver­sa­ce y un sin­fín de co­sas más. To­das ex­clu­si­ví­si­mas, ele­gan­tí­si­mas y… de co­lor ne­gro. Bas­ta­ba con que Sara se acer­ca­ra a algo para que Ca­ye­ta­na sa­ca­ra su tar­je­ta y pa­ga­ra, has­ta que…

 

—Dis­cul­pe, doña Ca­ye­ta­na, qué pena, pero su tar­je­ta sa­lió re­cha­za­da —su­su­rró con dis­cre­ción la de­pen­dien­ta de Baby Dior, la tien­da en la que en­tra­ron por­que Ca­ye­ta­na vio en el es­ca­pa­ra­te un ves­ti­di­to ne­gro con lu­na­res blan­cos que era per­fec­to para que la pe­que­ña Lo­re­to fue­ra de luto tam­bién.

—¡Oh! Se me ha­brá es­tro­pea­do, la uso tan­to… —dijo Ca­ye­ta­na, mien­tras bus­ca­ba otra tar­je­ta en su car­te­ra.

—No, Caye, esto lo pago yo —dijo Sara.

—De nin­gu­na ma­ne­ra —se opu­so Ca­ye­ta­na, pero su her­ma­na fue más rá­pi­da y la de­pen­dien­ta ya ha­bía pa­sa­do la tar­je­ta de Sara por el da­tá­fono—. Sa­ri­ta, qué desobe­dien­te eres. En cuan­to lle­gue­mos a casa te lo pago.

—No te preo­cu­pes.

En ese mo­men­to, el te­lé­fono de Ca­ye­ta­na co­men­zó a so­nar. Lo sacó de su bol­so y Sara al­can­zó a ver un nom­bre nue­vo: Fa­bio.

—Dis­cúl­pa­me, Sa­ri­ta, ten­go que con­tes­tar. Te es­pe­ro fue­ra con Cel­so —dijo Ca­ye­ta­na.

—Sí, tran­qui­la.

La de­pen­dien­ta tar­dó una eter­ni­dad en ter­mi­nar de co­brar­le a Sara. El da­tá­fono se ha­bía que­da­do sin pa­pel y tuvo que abrir­lo para cam­biar el ro­llo. Cuan­do por fin le die­ron su bol­sa y el tic­ket de tres­cien­tos dó­la­res que ha­ría que Juan pu­sie­ra el gri­to en el cie­lo, Sara en­fi­ló el pa­si­llo de la tien­da has­ta la sa­li­da. Ca­ye­ta­na y Cel­so es­ta­ban fren­te a la puer­ta y ella se­guía ha­blan­do por te­lé­fono, por eso no se fijó en las tres mu­je­res que en­tra­ron en la tien­da mi­rán­do­la de sos­la­yo.

—¿Ya vie­ron quién era? —pre­gun­tó una, jus­to cuan­do se cru­za­ban con Sara.

—Sí. Pin­che en­greí­da… ¡Y to­da­vía no fue el fu­ne­ral de Ál­va­ro! No pue­do creer que esté aquí —con­tes­tó otra.

—Como quien dice to­da­vía lo es­tán ca­fe­tean­do[6] y Ca­ye­ta­na ya hace su vida como si nada.

—Con ra­zón Ál­va­ro de­cía que ya no era fe­liz.

—El po­bre­ci­to a lo me­jor has­ta se sui­ci­dó por no aguan­tar­la, ¿se ima­gi­nan?

Las tres mu­je­res es­ta­lla­ron en car­ca­ja­das, una reac­ción tan cruel que hizo que Sara ace­le­ra­ra el paso. No te­nía ni idea de qué re­la­ción po­dían te­ner esas tres mu­je­res con su her­ma­na, pero lo me­jor era que no las vie­ra.

—¿Nos va­mos? —le dijo a Cel­so.

—Sí, doc­to­ra, en cuan­to doña Ca­ye­ta­na cuel­gue.

Sara miró ha­cia la tien­da. Una de las mu­je­res pa­re­cía es­tar pre­gun­tan­do algo a una de­pen­dien­ta. Cuan­do esta negó con la ca­be­za, la mu­jer son­rió y se dis­pu­so a sa­lir con sus ami­gas.

—Has­ta ma­ña­na, Fa­bio. Y gra­cias por todo —dijo Ca­ye­ta­na, con un li­ge­ro tem­blor en su voz.

Sara la tomó del bra­zo an­tes de que pu­die­ra guar­dar su mó­vil en el bol­so y tiró de ella con pri­sa:

—Caye, ¿nos va­mos? Es­toy can­sa­da —dijo, pero ya no ha­bía es­ca­pa­to­ria. Las tres mu­je­res mal­va­das se to­pa­ron de fren­te con ellas.

—¡Ca­ye­ta­na, que­ri­da! —dijo una, dán­do­le un abra­zo.

—Mi vida, ¿cómo es­tás? —dijo otra.

—Te acom­pa­ño en el sen­ti­mien­to —mur­mu­ró la ter­ce­ra des­pués de dar­le un beso.

—Gra­cias —dijo Ca­ye­ta­na, con la es­pal­da más rec­ta que nun­ca y el pa­ñue­li­to en la na­riz—. Les pre­sen­to a mi her­ma­na, la doc­to­ra Sara Ar­cau­te. Sa­ri­ta, son unas ami­gas muy que­ri­das.

Las tres mu­je­res son­rie­ron, pero su son­ri­sa se con­ge­ló cuan­do Sara les dijo:

—Ya las co­noz­co, Caye, y son en­can­ta­do­ras. Lo sé por­que aca­bo de cru­zar­me con ellas en la tien­da y jus­to es­ta­ban ha­blan­do de Ál­va­ro y de ti. Se nota que te tie­nen apre­cio.

Apro­ve­chan­do que el te­lé­fono de Ca­ye­ta­na vol­vió a so­nar, y aun­que esta vez no con­tes­tó por­que se tra­ta­ba del mis­te­rio­so Di­mi­tri, las mu­je­res mal­va­das se des­pi­die­ron pro­me­tien­do no fal­tar al fu­ne­ral de Ál­va­ro.

Cuan­do lle­ga­ron a casa, Ca­ye­ta­na le pi­dió a Sara que la acom­pa­ña­ra a su ha­bi­ta­ción. Una vez allí, la lle­vó has­ta un rin­cón en el que col­ga­ba un cua­dro ho­rri­ble que re­pre­sen­ta­ba a un hom­bre des­nu­do con algo bri­llan­te ador­nan­do su or­gu­llo mas­cu­lino.

—¿Ese es… Ál­va­ro? —pre­gun­tó Sara, sin sa­ber si mi­rar o no.

Ca­ye­ta­na no con­tes­tó. Se que­dó ob­ser­van­do el cua­dro en si­len­cio y, des­pués, lo des­col­gó. Una pe­que­ña caja fuer­te que­dó al des­cu­bier­to. Ca­ye­ta­na mar­có la com­bi­na­ción con ha­bi­li­dad y sacó de ella un mon­tón de bi­lle­tes de cien dó­la­res.

—Toma, Sa­ri­ta, lo que te debo del ves­ti­di­to de Lo­re­to.

—Caye, no hace fal­ta y ade­más, no de­be­rías abrir tu caja fuer­te de­lan­te de na­die.

—Sa­ri­ta, no seas boba. Eres mi her­ma­na. Si no con­fío en ti, ¿en quién? Va­mos, nos es­ta­rán es­pe­ran­do para ce­nar. Wen­do­li­ne ha he­cho ce­vi­che aca­pul­que­ño[7] y tie­nes que pro­bar­lo. Es lo má­xi­mo.

La cena es­ta­ba ser­vi­da en un co­me­dor en el que, de nue­vo, so­bra­ba un cu­bier­to. Wen­do­li­ne es­pe­ró a que to­dos es­tu­vie­ran sen­ta­dos para ir en bus­ca de la urna de Ál­va­ro y co­lo­car­la en el si­tio va­cío.

—Gra­cias, Wen­do­li­ne. ¿Me trae una pas­ti­lla para la ja­que­ca y otra agüi­ta es­pe­cial, por fa­vor?

—Caye, ¿has ido al mé­di­co por lo de tus ja­que­cas? —le pre­gun­tó Sara preo­cu­pa­da.

—Sí, tran­qui­la. Son los ner­vios por todo lo que es­ta­mos vi­vien­do es­tos días, pero se me pasa con la pas­ti­lla.

—Y con el agüi­ta —mur­mu­ró Kin.

Su ma­dre lo miró en­fa­da­da.

—¿Qué tal vues­tra tar­de de com­pras? —pre­gun­tó Juan.

—Ca­ye­ta­na nos ha com­pra­do un mon­tón de co­sas y no me ha de­ja­do com­prar­le nada a Kin —dijo Sara.

El jo­ven le­van­tó la vis­ta y son­rió a su tía con ti­mi­dez.

—Dis­cul­pe, se­ño­ra, la lla­ma don Fa­bio des­de la plan­ta­ción —in­te­rrum­pió Wen­do­li­ne.

—¿Don Fa­bio? ¿A es­tas ho­ras? —se ex­tra­ñó Ca­ye­ta­na.

—Sí, se­ño­ra. Dice que es ur­gen­te.

—Está bien. Con per­mi­so —mur­mu­ró Ca­ye­ta­na, le­van­tán­do­se de la mesa con un bri­llo en los ojos que Sara no le ha­bía vis­to has­ta en­ton­ces.

Sara y Juan se mi­ra­ron en si­len­cio. A la ta­rea de ave­ri­guar si ese mis­te­rio­so Di­mi­tri era un miem­bro de la ma­fia rusa, se le su­ma­ba la de ave­ri­guar quién era Fa­bio y qué era eso de la plan­ta­ción.

—Kin, ¿qué quie­res ser de ma­yor? —pre­gun­tó Juan.

—No sé.

—¿Qué te gus­ta ha­cer?

—Me gus­tan los co­ches.

—Pues tie­nes uno muy bo­ni­to.

—Sí, es el que nos que­dó cuan­do mi papá ven­dió el ne­go­cio de al­qui­ler de co­ches de lujo para com­prar la plan­ta­ción.

Juan le­van­tó las ce­jas com­pla­ci­do. Que­dó de­mos­tra­do que un di­rec­tor de ho­tel no po­día lle­var se­me­jan­te ni­vel de vida y el tema del co­che de más de un mi­llón y me­dio de eu­ros es­ta­ba re­suel­to.

—¿Y de qué es la plan­ta­ción? —se in­tere­só Sara.

—De aga­ve.

—¿De qué?

—Aga­ve. Es como un cac­tus.

—¿Un cac­tus? ¿Y qué se saca de ahí?

Kin miró de reojo el vaso que Wen­do­li­ne traía en ese mo­men­to con el agüi­ta es­pe­cial que siem­pre le pe­día Ca­ye­ta­na y con­tes­tó a me­dia voz:

—Te­qui­la.

[6]. Ca­fe­tear: ve­lar a un muer­to. (N. de la A.)

[7]. Ce­vi­che de pes­ca­do ma­ri­na­do en li­món y sal, to­ma­te, ce­bo­lla, acei­tu­nas y két­chup, Se­gún la re­ce­ta se le pue­de aña­dir ca­ma­ro­nes (gam­bas), ci­lan­tro, chi­le de ár­bol, agua­ca­te… No hay nada me­jor para su­pe­rar la re­sa­ca. (N. de la A.)

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