En tiempos oblicuos

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Sin embargo, en aquella segunda parte de su historia aparecía, de manera colateral, un dato aislado, una figura en segundo plano que, sin apenas contenido argumental, presentaba todos los rasgos y el atractivo de un personaje perdedor. Y otra vez se me dispararon las alertas, con la ventaja de que ahora no había relación posible, como ocurrió en Rochester con Fairuz, al fin y al cabo, compañera de Facultad, aunque sólo hubiera sido durante una quincena. Volví a tener presente que mi calendario de clases en Izmir me permitía suficiente tiempo libre para cultivar la vertiente creadora, de manera que decidí dedicar los días restantes de mi estancia en Istanbul a la búsqueda de aquel dato solitario, a ver si ahora podía encontrar por fin un personaje con atractivo susceptible de posteriores elaboraciones literarias.

Así que yo, que debería estar disfrutando de momentos de asueto en una de las ciudades más bellas del mundo, antes de sumergirme en la explicación de la poesía española a un grupo de doctorandos esmirnios, ocupaba mi tiempo en plan Sherlock Holmes, detrás de un hombre desconocido al que, a partir de la referencia sesgada por parte de Fairuz, llevaba días investigando. Sólo sabía su nombre, Rashid, su papel en la historia, como actual novio o pareja de quien resultaba ser la primera esposa del marido de Fairuz —una mujer llamada Neylam—, y sus señas, una pequeña plaza perdida entre el bullicio de la zona posterior de Gálata, donde aquel hombre regentaba un local de ésos tan frecuentes en el país, una cafetería llamada Kaderim, cuya traducción iba a resultar premonitoria. «Mi destino».

.

La placita en cuestión formaba una especie de hemiciclo, con una serie de establecimientos, casi todos de escasas dimensiones, dedicados a distintos menesteres, aunque la mayoría eran modestas tiendas de souvenirs, lejos de las ostentosas de la zona más turística. Sólo el Kaderim y un comercio contiguo de tejidos, cuyo nombre no podía ser más neutro, Kumaşlar —telas—, eran los dos locales más grandes y de mayor calidad, si bien tampoco parecían ser muy espaciosos, al menos desde fuera, aunque delante del Café, ocupando como una tercera parte del espacio exterior, había cinco mesitas con sus sillas correspondientes. Opuesta al hemiciclo, una calle más bien estrecha y cortada en sus extremos, con una serie de edificios-vivienda, de tres o cuatro alturas cada uno de ellos y con un minúsculo jardín delantero independiente. Me fijé que en el inmueble que estaba justo perpendicular a la cafetería objeto de mi estudio, dos personas a quienes apenas se podía distinguir, pues en aquella primera incursión por la zona ya había oscurecido, ocupaban dos sillas del jardincito, con aspecto de estar allí para ver pasar la vida por delante, sin otro propósito.

Y como aquella segunda conversación con Fairuz me había dejado tan intrigada, mis expectativas literarias me decían a gritos que allí, en aquel entorno, tenía un posible argumento para desarrollar un relato de actualidad sobre bases bien fundamentadas, ahora que en todo Occidente las series de televisión de origen turco, con sus argumentos tantas veces inverosímiles, sus personajes estrambóticos y sus situaciones disparatadas estaban arrasando, tras «destronar» a las venezolanas que en los años noventa reinaban en los televisores de todo el Planeta. Tal vez, a partir de los escasos datos de mi ya buena amiga, acababa de dar con un filón que me permitiera recabar materiales para escribir en serio, desde una narrativa de cierta calidad cuyo destino quizá no estaría en primeros anaqueles, pero sí podría ofrecer perspectivas que incluso llegaran a alcanzar un resultado editorial satisfactorio.

La diferencia entre un psiquiatra, un detective y un filólogo es siempre el arco de los tiempos. Al psiquiatra-psicólogo le interesa bucear en el pasado del paciente para localizar el origen de una patología; el detective se mueve en hechos puntuales y sus pesquisas giran alrededor de lo inmediato, en aras de una certidumbre eficaz, pero el filólogo… El filólogo, gracias a la literatura, posee el bagaje de los sentimientos y de las acciones de todos los matices del espíritu y el comportamiento humanos. Desde Homero, desde Gilgamesh, desde Lao Tsé, todo, absolutamente todo está escrito y descrito, lejos del despectivo comentario de «eso son cosas de libros», porque toda literatura es realista, ya que parte de la imaginación real de un creador real.

La investigación, a partir del relato de Fairuz, me llevó casi una semana. Siguiendo las huellas de quienes habían contribuido a una situación complicada, verdadera pero absurda en su mayor parte, no tardé demasiado en constatar hechos y comprobar datos. Mi cuaderno de notas estaba a punto de estallar y los archivos de voz del móvil habían reducido a mínimos el espacio disponible. Todo ello con el riesgo añadido de que al recopilar tanta información, terminase por confundir ideas y conceptos, con lo que la elaboración de un relato coherente podría correr serio peligro.

Mi último día en Istanbul amaneció lluvioso, y sobre el Cuerno de Oro, la niebla se mantuvo baja durante toda la mañana. Al día siguiente subiría al Tren de Alta Velocidad, con destino a Izmir, para permanecer allí casi hasta Navidades, impartiendo poesía del Siglo de Oro a los alumnos de Máster en español. Así que tenía que tomar una decisión para esa misma tarde, jugándome no sabía exactamente qué, o bien olvidar la rocambolesca historia de Fairuz, pero sabía que dar de lado todo aquello, a estas alturas, y con toda la información acumulada, ya era imposible para mí. Me había metido hasta el cuello, y como generalmente prefiero arrepentirme de los hechos y no de las omisiones, metí en el bolso la última edición de mis Poemas Griegos y me dirigí hacia el pequeño conglomerado de calles del trasgálata, decidida a entrar en el Café Kaderim y dispuesta a hablar con un hombre desconocido, del que, paradójicamente, ya conocía tantas cosas en tan pocos días, gracias a una firme voluntad de indagación, y, todo hay que decirlo, no poca suerte añadida.

Estaba empezando a oscurecer. La lluvia y lo desapacible del día tenían la zona despejada. Las mesitas exteriores del Kaderim estaban, lógicamente, vacías, y a través de los cristales de la puerta también pude comprobar que en el interior tampoco había clientes en aquel momento. Delante de la entrada todavía tuve unos momentos de duda.

¿En qué clase de laberinto me iba a meter?

Finalmente, me decidí, respiré profundamente y entré en Mi destino.

.

Los aromas entremezclados de los tés, los cafés y la pastelería conformaban una simbiosis grata, lógica y caótica a la vez. La decoración interior era de una sencillez casi espartana pero la armonía de los colores, en gamas ocres, así como el original diseño de mostrador y mobiliario revelaban la mano de un decorador hábil que había sabido combinar lo clásico con elementos de vanguardia. Un detalle ponía una nota de continuidad, enlazando con el aspecto que pudo tener el Café antes de la reforma que se adivinaba reciente. En un lateral, cerca del mostrador, podía verse la fotografía de un hombre mayor, de aspecto elegante y mirada serena, que por la forma de vestir parecía remitir a los últimos años ochenta, y cuyo parecido con el hombre objeto de mi interés saltaba a la vista.

El señor Rashid estaba solo. Al verme, salió de detrás del mostrador y, con un expresivo movimiento de brazos, señaló las mesitas vacías.

—Tünaydin, hanim. Hoşgeldiniz5.

—Teşekkür ederim, tünaydin, efendim6.

Me senté en una mesita que, algo apartada del resto, ocupaba una especie de ábside, y pasé directamente al español.

—Un café, por favor. Sin azúcar.

—¡Ah, ispanyola! Perdón, española quiero decir. —Su sonrisa amable no encubría un ligero estremecimiento que no dejó de llamarme la atención—. Yo… conozco España y su idioma bastante bien, su país es muy hermoso, hanim.

—Muchas gracias, efendim.

—Viví un año en Madrid, con una Beca Erasmus, en la Escuela de Arquitectura, y diez meses más por mi cuenta. Algo de trabajo y mucho estudio.

Uno de los datos que yo tenía sobre ese hombre, a propósito de su laconismo, acababa de caerse por tierra, reafirmándose en sus siguientes frases.

—Recuerdo cuánto me gustaba leer en castellano y, sobre todo, la poesía. Yo admiro su poesía. Bécquer, Juan Ramón, Federico… Hubo un tiempo en que yo… leía mucho.

Sólo en España y en círculos literarios se dice Juan Ramón a secas al hablar de Juan Ramón Jiménez y Federico al aludir a Federico García Lorca, lo que indicaba en aquel hombre una familiaridad no sólo con la lengua sino también un notable dominio de la lectura y el argot entre profesionales y aficionados entendidos.

—Lo sé, lo sé, efendim Rashid. Y sé también que su conocimiento del español es bastante más que aceptable.

—¿Lo sabe? ¿Usted me conoce? ¡Conoce mi nombre! ¿Tal vez nos vimos en Madrid? ¡Hace tantos años…!

—No, señor Rashid. Nunca nos hemos visto.

—¿Entonces?

—Efendim Rashid, sé que esto le va a sonar raro, pero hasta hace diez días yo no tenía ni la menor idea de que usted existiera. —Permanecía de pie, mirándome sorprendido—. Por favor, ¿querrá sentarse un momento conmigo? Quisiera comentarle algo… Algunas, varias cosas, si usted me lo permite y tiene tiempo. Con esta lluvia, hoy no parece haber mucho trabajo.

—Desde luego que sí, será un placer hablar con usted, hanim. Pero antes, su café y permítame, invita la Casa.

Era la primera vez que veía al señor Rashid de cerca, y tanto lo esmerado de su aspecto, con una impecable barba de tres días, una manicura cuidadosa, una indumentaria sencilla pero elegante y una discretísima fragancia, todo ello en contraste con la tristeza de sus ojos, me recordaba a la Fairuz de Rochester, creando sensaciones simultáneas de atractivo y compasión, y que, tras las averiguaciones precedentes, certificaban la condición de víctimas del destino de ambos. Y es que las heridas del amor siempre ofrecen aspectos similares.

 

Se dirigió al pequeño mostrador y, un par de minutos después, venía con dos tazas humeantes y un platito de tarak tatlisi, las deliciosas galletitas turcas. Se sentó frente a mí en silencio, curioso.

En aquel momento deseé que o me tragara la tierra o estar exactamente a cuatrocientos setenta y ocho kilómetros de allí. ¿Qué diablos hacía yo en Istanbul, cuando mi destino era Esmirna, Izmir, su Facultad de Filología en la hermosa zona universitaria del Egeo, mi mar, mi sueño griego? Y en cambio, allí estaba, en una zona semiescondida de una de las ciudades más hermosas del mundo, cara a cara con alguien real cuya biografía llevaba rastreando desde hacía más de una semana, en aras ¿de qué?, metiéndome en terrenos resbaladizos, sólo por la obsesión, la manía de buscar un personaje con entidad narrativa. ¿O acaso era algo más? ¿Acaso mis buceos por la historia personal de aquel hombre desembocaban en un sentido elemental de la justicia, más allá de proyectos literarios? De cualquier modo, ¿a mí qué me iba en ello? Tal vez porque al intentar protegerlo a él, me estaba protegiendo a mí misma de heridas del pasado no del todo sanadas. Pero la suerte estaba echada. Alea iacta est.

—Efendim Rashid, le ruego que me permita hablar unos minutos antes de echarme de su Café a patadas…

—¿Cómo dice, hanim? Echarla yo, ¡y de una manera tan fea!

Bebí unos sorbos de café, de ese delicioso café turco.

—Perdóneme usted, sólo es una forma coloquial de decirlo, ya sé que es incapaz de cualquier tipo de violencia. Pero le pido que si llega un momento en el que quiera que deje de hablar y que salga de su establecimiento para no volver a saber de mí nunca más, lo entenderé.

—No comprendo bien, hanim…, señora… ¿Cómo se llama?

—Elena. Elena de la Gándara.

—Hanim Elena, no la entiendo. ¿Por qué iba yo a echarla de aquí?, ¿cómo podría ser tan descortés con un cliente que, además, viene de España? ¡No puede imaginar los hermosos recuerdos que guardo de su país!

—Está claro que es usted un perfecto caballero, lo sé. Sin embargo… En fin, vamos allá.

De nuevo di unos sorbos a la taza de café, reuniendo fuerzas.

—Sé…, sé que en estos momentos usted tiene el corazón roto...

—¿Perdón?

—…y que mis palabras pueden rompérselo todavía más, si ello fuera posible, así que le pido disculpas por anticipado y voy a ir directamente al caso. Señor Rashid…, efendim Rashid —respiré profundamente, erguí el cuerpo y lo miré directo a los ojos—, la señora Neylam no lo quiere. No lo ha querido nunca.

En su rostro se pintó la más viva sorpresa y noté que la respiración se le cortaba. Parecía querer decir algo, pero sólo me miró lleno de perplejidad.

—Permita que me explique. No lo quiere y me doy cuenta de lo rotundo que suena, pero verá, es que tampoco quiere a su marido, o… su ex marido, o lo que sea. Tampoco siente amor ni gratitud hacia sus padres adoptivos, los que la acogieron cuando quedó sin los suyos, siendo niña.

Bebí un par de sorbos más de café, mientras Rashid permanecía con los ojos fijos en mí y la angustia se iba reflejando por momentos en su rostro.

—Aún le diré más, ni siquiera quiere a su hija. La pone siempre de parapeto para no comprometerse afectivamente con nadie, la utiliza para protegerse ella misma en un absoluto y programado chantaje emocional. No quiere a nadie porque es incapaz de querer a nadie.

Se levantó rápidamente, con gesto crispado. Pensé que en aquel momento iba a decirme, no sabía si de manera educada o a gritos, que saliera de allí, pero no lo hizo sino que, tras unos segundos de vacilación, volvió a sentarse. Serenó su gesto, confirmando mis informaciones acerca de su autocontrol, y tomó aire.

—Disculpe, hanim Elena. Según usted, hace diez días no sabía quién era yo y ahora dice que me conoce y que conoce a la señora Neylam, que es mi amiga, y habla de ella con palabras muy duras, muy injustas, que la ofenden a ella y también me ofenden a mí.

—Vuelvo a rogarle que me perdone y que, por favor, me permita continuar. Pues sí, la conozco. Y le diré algo, ella no es su amiga.

—¿De qué la conoce, de qué me conoce a mí?

—Repito, la conozco, señor Rashid. La conozco porque representa lo que en mi profesión, que es la filología, la literatura, llamamos personaje prototípico, es decir, esperable, dadas las circunstancias que lo rodean. ¿Cómo lo explicaré? Se puede encontrar en cualquier Manual de Primero de Psicología, primer cuatrimestre. Efendim Rashid, ¿sabe de quién estamos hablando?, de una niña de once años que sufrió en vivo, aterrorizada, el accidente que les costó la vida a sus padres; que permaneció horas atrapada en el coche, gravemente herida, junto a los cadáveres; que pasó meses en una Institución, hasta que una familia, buena gente, pero sencilla, la recoge en custodia y hace por ella lo que está en su mano, que no es demasiado, ya que ni siquiera pudo permitirse pagarle una buena educación secundaria y mucho menos la Universidad.

—Pero ¿de dónde saca usted esos detalles que yo mismo ignoro?

—Permítame seguir. Esa niña, sola, perdida y traumatizada, si en un momento dado se encuentra con otro niño descuidado, sin padre conocido, abandonado por una madre sumergida en el mundo de la droga, una madre que constantemente entra y sale de la cárcel, esos dos niños maltratados por el destino se aglutinan, se adhieren, se anexan en busca de un escudo protector frente al mundo. Solos frente al resto del mundo, encerrados en un estrecho círculo gregario en el que nadie tiene cabida excepto ellos mismos o sus derivaciones directas, los hijos. La hija, en este caso.

Rashid permanecía en silencio, prácticamente inmóvil, con tan sólo unos imperceptibles movimientos pausados, pero llenos de expresividad en las manos y en los ojos, que ahora miraban al suelo.

—Ahí el amor no tiene espacio, señor Rashid. Lo que hay es dependencia, miedo, miedo a los demás, miedo a la vida. De manera que, si uno de los dos, por lo que sea, desaparece o falta, el otro se envuelve en una armadura impenetrable, se llena de recursos de defensa, entre ellos el victimismo, uno de los pretextos más peligrosos frente a los seres sensibles, y sabe perfectamente con quién utilizarlo, que siempre será alguien generoso, solícito, justo y honesto. Alguien con el corazón limpio, incapaz de ver en otros la malicia que él no tiene, alguien bueno, que esté también en una situación vulnerable, hija de circunstancias personales adversas, como… tal vez un padre áspero, una madre inválida, un matrimonio fracasado, una vocación abandonada, etcétera. Y, como consecuencia, soledad.

—¡Usted está contándome mi propia historia! No siga hablando así, por favor, o al menos, dígame qué quiere decir con sus palabras. No es por el idioma, yo…, yo las entiendo todas pero lo que no comprendo es su razón, su… objetivo. Necesito que me explique su significado y le ruego encarecidamente que me diga por qué esto le interesa tanto.

Aunque tenía noticia del buen conocimiento del español de aquel hombre, la soltura de su discurso realmente me sorprendía muchísimo. Una palabra, un adverbio tan elaborado como encarecidamente no pertenece a un nivel medio, ni siquiera en la lengua materna.

—Déjeme seguir hasta el final, se lo ruego, señor Rashid. La misericordia hace que ese alguien, decente y generoso, se convierta en protector. La señora Neylam tiene en usted un aliado de penurias y, hasta que reapareció su exmarido, y perdone la dureza de estas frases, un posible sustituto de pareja para ella y de padre para su hija. Usted lleva cerca de dos años actuando como refugio, incluso como sustento material, si hace falta. Y desde la compasión, desde el sentido de la justicia, desde su propia necesidad de afecto y su soledad, usted se enamora.

—¿También sabe eso?

—Y la premisa del amor es que es ciego, como tan sabiamente lo pintaron los antiguos mitos griegos, y además de ciego, se alimenta de una enorme falacia llamada esperanza.

Rashid frunció el ceño, e inclinando el cuerpo hacia adelante, preguntó:

—¿Cómo que la esperanza es una falacia? No entiendo. Falacia, en español, era algo malo, negativo, creo recordar.

Cada nueva intervención de aquel hombre me sorprendía más, ahora la familiaridad con una palabra tan rebuscada como falacia, pero esto me sirvió en aquellos momentos, para sacar mi vena docente, discurso en el que me sentía mucho más segura.

—Me consta que usted es, o al menos era, un gran lector. ¿Recuerda el mito de Pandora? Los dioses le entregaron en custodia el arca en la que estaban encerrados todos los males.

—Recuerdo el mito. Pandora no pudo resistir la curiosidad y la abrió, y las desgracias salieron y se extendieron por el mundo.

—Al darse cuenta, la cerró rápidamente, pero ya se habían escapado todos los males. Sólo quedó dentro la esperanza.

—Entonces, según eso, la esperanza también sería un mal… —Rashid hablaba como para sí mismo, en un susurro.

—Es… una carencia. Si tienes esperanza, es que no tienes nada, solamente la perspectiva de tenerlo. La esperanza además es traicionera, se nutre de ráfagas, de instantes capturados a los que te agarras como al fuego. Esa sonrisa, esa mirada furtiva, ese leve roce de una mano que nos estremece y que queremos interpretar como perspectiva de algo que se multiplicará en cualquier momento. Ese momento nunca llega pero vives alerta, en el anhelo de que pueda llegar. Y si no sucede, eres desgraciado, y si esa situación se reitera en el tiempo, como ocurre la mayor parte de las veces, aún más desgraciado, ante la indiferencia del Cielo y el silencio de la Tierra.

Después de pronunciarla, me di cuenta de que esta última frase era casi un verso, pero no sé por qué, me salió con toda naturalidad. Los cafés estaban fríos. Empezaba a cerrar la noche.

—Rashid —abandoné el efendim expresamente—, no soporto la idea de ver sufrir a un hombre bueno por quien no lo merece. Usted es bueno, como decía un poeta de mi tierra, en el buen sentido de la palabra, porque hay demasiada gente buena por omisión, gente que no hace el mal de manera directa, pero que con esa omisión, muchas veces lo puede causar. Hay muy pocas personas que realmente hagan el bien, y usted, Rashid, usted es de las buenas personas en activo, usted hace el bien todos los días. Lo sé, puede creerme, estoy bien informada.

—Por favor, hanim Elena… Yo…

—Pero su bondad no excluye su inteligencia, y por todo lo que he podido conocer sobre usted, estoy segura de que, aun con el corazón roto, aun con el alma quebrada por la tristeza, todo esto que le estoy diciendo… usted también lo sabe. Repito, lo sabe o me hubiera pedido que me fuera hace ya mucho rato. Lo sabe sin querer saberlo, lo sabe desde el fondo de su herida, desde las miradas de compasión de la gente del barrio, desde el encono hacia su padre cuando éste se lo echa en cara porque, a pesar de las formas desabridas y de su carácter hosco, es su padre y lo quiere, quiere a su único hijo e intenta protegerlo, a su especial manera, desde luego.

Se levantó. Dio unos pasos erráticos a lo largo del local. Luego fue al mostrador, poniéndose detrás como si buscara un refugio y apoyó las manos en él, fijando la mirada en un punto indefinido. Yo me levanté, a mi vez, acercándome, y ambos quedamos cara a cara, separados por la repisa, en silencio durante varios segundos.

—Deje que le haga una sugerencia y me iré. Ya no lo molestaré más.

Rashid me miraba con una mezcla de matices que iban desde la confusión a la angustia, pero era evidente que estaba claramente prendido de cada una de mis frases, como si quisiera grabarlas todas en su memoria. Y para mi sorpresa, a pesar de lo áspero de mis palabras, en ningún momento capté rechazo o negación. Lo que sí resultaba indudable es que tenía delante de mí a un hombre que se había dejado vencer por la vida, infinitamente triste, y que a pesar de su alta formación cultural, no tuvo fuerzas para luchar contra un destino desfavorable y se había dejado caer en un pozo de pesimismo del que no era capaz de salir.

—Sé que en estos momentos y dadas las circunstancias, no será fácil, pero busque un pretexto para hablar con la señora Neylam, a solas, sin testigos. Hágale una pregunta directa, una pregunta de ésas a las que solamente se puede contestar con un sí o con un no. Pregúntele: «Neylam, ¿tú me quieres?».

 

—Eso ya se lo dije varias veces.

—No. Le dijo que la quería usted, pero no se lo preguntó directamente a ella, ¿me equivoco?

Rashid negó con la cabeza.

—Créame, Rashid, hágale esa pregunta, inténtelo. Y ojalá me equivoque, verá cómo ella no le dice que no lo quiere, pero tampoco le va a decir que sí. Probablemente le dará una respuesta sesgada, ambigua, una evasiva al cabo. Puede que incluso se enfade con usted porque no le parezca el momento adecuado, tal y como están las cosas ahora mismo.

—Suponiendo que tenga parte de razón, y permítame que aún lo ponga en duda, ¿qué piensa que debería hacer yo, hanim Elena? —Sostuvo mi mirada y pude percibir que en aquel alma afligida todavía quedaban algunos vestigios de voluntad y arrojo.

—Entonces, si ella no le responde directamente, hágale una segunda pregunta, también con sólo las dos únicas posibilidades de sí o no. Pregúntele: «Neylam, ¿tú a mí me deseas?». Y antes de que responda, añada esto: «¿Deseas mis abrazos?, ¿mis besos?, ¿mi cuerpo? ¿Quieres hacer el amor conmigo?».

—¿Qué… dice? Yo… No puedo decirle eso, hanim.

—Sí que puede. Podrá, estoy segura.

—No, imposible, imposible.

—Puede y lo hará. Sé que lo hará porque piense que la alternativa serían meses, años, quizá toda una vida esperando que suceda un milagro, un milagro que no va a suceder y usted lo sabe, insisto. Y permítame que añada algo, desde una experiencia de trabajo que llevo haciendo toda mi vida. Las hadas, los dioses, son un hermoso recurso literario, pero nada más. Mientras tanto, usted agotará sus días en la impotencia, en la negrura, en la negación de sí mismo. No lo permita, Rashid, no deje que, cuando dentro de muchos años, ¡inşallah!, llegue su final, se arrepienta no de lo que hizo sino de lo que dejó de hacer.

Hubo un silencio largo. Di la vuelta, recogí mi chubasquero y dejé encima de la mesita el libro de poemas.

—Gracias por escucharme, gracias por no echarme de mala manera, después de todo lo que le acabo de decir, después de invadir su intimidad de un modo tan contundente y hablar con un discurso que sé que mucho tiene de violento, aunque espero no haber caído en la descortesía. Soy plenamente consciente de ello, créame, así que de nuevo le pido perdón, Rashid, sinceramente. Perdóneme, por favor. Entiendo que no querrá volver a saber nada de mí, nunca más…

Él respiraba con fatiga. Movió las manos, era evidente que quería decir algo, pero en aquel momento no le salían las palabras.

—… pero si algún día usted quisiera, decidiera continuar esta conversación —que casi había sido un monólogo—, sé que sabrá cómo y dónde encontrarme.

Fui hacia la puerta. Antes de abrirla, me giré hacia él por última vez.

—Y una cosa más, efendim Rashid, la última. No olvide que todas las historias de amor son historias de fantasmas. Barış seninle olsun7.

Salí del Café. Ya en la placita, lejana y como envuelta en un suspiro, me llegó la respuesta.

—Ve ayrıca seninle8, hanim Elena.

.

Cuando Elena de la Gándara salió del Kaderim, quedé unos momentos en la misma postura, apoyado en el mostrador. Luego, de una manera mecánica, fui a la entrada y cerré con llave, apagando a continuación todas las luces. Después me senté en la misma mesita donde había estado aquella mujer tan sorprendente e imposible de definir. Con la cabeza entre las manos, no podía pensar, no podía sentir, estaba como flotando en una indeterminación absoluta. Las palabras de aquella desconocida parecían bailar en mi interior, ordenadas o caóticas alternativamente, pero sin desaparecer. Debió de pasar bastante tiempo porque cuando por fin levanté la vista, ya era noche cerrada y la lluvia arreciaba con tal fuerza que apenas podía distinguirse la plaza a través de los cristales. Entonces advertí que alguien daba unos golpes en la puerta. Era Kerem. A nadie más le hubiera respondido, excepto al mejor de mis amigos.

—¿Qué pasa, Rashid? ¿Qué haces aquí encerrado y a oscuras?

—Nada... Acabo de cerrar.

—¿Tan temprano? Si sólo son las ocho. Oye, mírame, ¿qué te ocurre? ¡Estás desencajado! ¿Otro disgusto con tu padre?

—No, no.

—¿O es que tu señora Neylam ha vuelto a clavarte un cuchillo por la espalda otra vez?

—¿Por qué dices eso?

—Por nada, perdona. Si cierras ahora, ¿por qué no vamos a cenar a la taberna del señor Eymen? Seguro que te vendrá bien comer algo y creo que también beber otro más algo.

Asentí con la cabeza. Ya íbamos a salir, cuando advertí el libro sobre la mesita.

.

Mientras mi amigo terminaba de contarme el extraño suceso con la mujer desconocida, yo sentía primero confusión y luego enfado, pero una sensación se destacaba sobre todas: la vergüenza. Acababa de ser consciente de la responsabilidad que con Rashid había dejado de lado por un mal entendido sentido de la discreción y la lealtad. Es bien sabido que cuanto más áspera es la verdad, más amigo es quien te la dice, y según avanzaba el relato de lo sucedido esa tarde en el Kaderim, yo iba bajando los ojos, incapaz de sostener la mirada de quien era prácticamente mi hermano. Ante mi silencio, Rashid preguntó qué pensaba del caso, si tenía algo que juzgar de aquello y qué sentía.

—No sé qué pensar y por tanto no puedo juzgar nada, pero lo que de verdad siento, Rashid, es vergüenza. Muchísima vergüenza.

—¿Vergüenza tú, Kerem? ¿Por qué?

—Porque tiene que venir una mujer a la que no conoces de nada, y encima, extranjera, para decirte lo que yo, tu amigo desde siempre, nunca tuve el valor de decirte.

Se quedó mirándome estupefacto.

—¿Tú estás de acuerdo con esta mujer? ¿Tú sabías…, pensabas todo eso?

—Rashid…, a ver cómo te lo digo. Todo el barrio lo sabe y todo el mundo lo piensa.

—¿Qué?

—Todos, desde el principio.

—¿Y por qué nadie habla?

—Nadie habla por un mal entendido sentido de protección hacia ti. Eres una buena persona, alguien a quien la gente aprecia y respeta, la mayoría te conocen desde niño, y por no hacerte más daño, resulta que te lo estamos haciendo todos. Además, ¿nos hubieses creído?, ¿crees a tu padre, el único que te lo dice todos los días? No, sólo te cabreas con él porque no traga a Neylam. Te diré una cosa, en realidad no la traga nadie pero cuando el marido se largó por las buenas, sentían lástima de ella y de la niña, y la situación por la que pasaron tanto tiempo, pero ahora que ese malnacido ha vuelto, si te fijas, nadie le dirige la palabra a ninguno de los dos.

—Me había dado cuenta y sí, pensé que era precisamente por él.

—Pero dime ¿qué sabes de esa mujer española tan… especial?

—Parece una persona culta y elegante, con frases y gestos muy firmes y que mira de frente con cierta arrogancia. No sé de ella nada en absoluto, Kerem, excepto su nombre, y que escribe. Dejó este libro de poemas al marcharse y ésta debe de ser su firma.

—Entonces vamos a buscarla en Internet. ¿Cómo se llama?

—Elena de la Gándara.

—Voy a ver. Espera…

Busqué en la Red con el móvil. Casi inmediatamente varias páginas remitieron al nombre propuesto.

—Rashid, aquí está. ¡Aman Tanrım, Tanrim!9, es una eminencia, ¡menudo currículum!

Le tendí el móvil. Rashid lo tomó y empezó a leer, mientras la sorpresa iba reflejándose en su cara. La mujer en cuestión era al parecer una eminente profesora de literatura, escritora, filóloga, con un montón de artículos científicos publicados y varios premios de poesía y narrativa. Rashid se quedó pensando un buen rato.