Hijo de Malinche

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—Un clima de terror, joder, ¿dónde narices me llevan, al matadero? Debería coger las maletas y regresar a mi país.

Por un momento, le vino a la mente un episodio de la crónica de fray Bartolomé de las Casas que había vuelto a releer antes del viaje: «[...] en una provincia de la Nueva España, yendo cierto español con sus perros a caza de venados o de conejos, un día, no hallando qué cazar, paresciole que tenían hambre los perros, y tomo un muchacho chiquito a su madre e con un puñal córtale a tarazones los brazos y las piernas, dando a cada perro su parte; y después de comidos aquellos tarazones échales todo el corpecito en el suelo a todos juntos».

—¿Será que nosotros enseñamos a estas gentes a ser tan burros? —se preguntó durante unos instantes. Cortés se estiró en la cama y habló mirando al techo—. No, no puede ser, los problemas de México y América Latina empiezan cuando nos vamos los españoles, ¡si está clarísimo! Y como son tan energúmenos, nos echan la culpa a nosotros. ¡Si no ha sido más que llegar y me han robado el portátil! Mañana mando al carajo a Gutiérrez y me vuelvo a casa. Después, se quedó de nuevo profundamente dormido.

***

Le despertó el teléfono fijo del hotel. Era casi medianoche. Seguía un poco atontado, y cuando por fin localizó el aparato ya no sonaba. Probó a marcar a recepción, pero no funcionó. Estaba en la segunda planta y el ascensor no llegaba. Decidió bajar por las escaleras hasta el mostrador de admisión, y cuando llegó casi se cayó de espaldas al reconocer en seguida la figura de espantapájaros, viejo y flaco, del taxista que le había llevado hasta el hotel. Sujetaba con firmeza su maletín con el portátil. Cortés se lo arrebató sin pronunciar palabra y respiró aliviado cuando comprobó que su ordenador seguía donde lo había dejado. El taxista se disculpó por no haber podido ir antes a devolvérselo.

—He estado muy ocupado con la chamba, disculpe.

Cortés le dio un abrazo y le agradeció una y otra vez el gesto.

—Quiero que sepa que me ha salvado la vida —manifestó.

Echó mano de la cartera para devolverle el favor, pero el mexicano negó con la cabeza. Pese a su insistencia, el taxista no dio su brazo a torcer.

—¿Cómo se llama usted? —inquirió Cortés.

—Raimundo Villoro, para servirle. Llámeme Villoro. Muchos me llaman Mon, por la tendencia que tenemos en mi país de abreviar hasta los caballitos de tequila, pero no me gusta.

Cortés rio con ganas. Le pidió su número de teléfono y le preguntó si podía contar con él durante toda su estancia en México, a lo que el hombre accedió. Regresó a su habitación con otra sensación muy distinta sobre los mexicanos, la misma que ya le había señalado Elena García. Su percepción de ellos y todos aquellos prejuicios se comenzaban a desmoronar como un castillo de naipes, lo cual provocó que se sintiera confuso.

«Quizá este taxista sea una excepción —se dijo— la que siempre confirma las reglas». A continuación, tecleó en Spotify «Música latina» y, pese a su ritmo, se quedó profundamente dormido. Despertó casi a la hora, cuando le sobrevino la imagen del cadáver que había visto en el diario, y un espasmo de horror le atenazó el vientre pues era su propio rostro el que estaba deformado. Apagó el playlist y se abrazó a la almohada.

CAPÍTULO 9

El México real

«No quiero hablar de la lucha si no estamos preparados; no quiero que des la espalda; hay que tomárselo en serio; basta de palabras; busquemos remedio; vamos a hacer el camino con decisión».

Quiero tener tu presencia (Seguridad Social)

2 de diciembre, Santa Fe, Ciudad de México

Cortés no había querido aceptar los servicios de un conductor que ponía a su disposición Bancasol México. Prefirió llamar a la central a primera hora y comentarles que contrataba a un taxista local por decisión propia. Le advirtieron que tuviera cuidado, que no podían garantizar su seguridad. Era la mejor forma en que podría agradecerle al desconocido la devolución de su herramienta de trabajo.

El cielo tenía un tono azul pastel y el aire soplaba fresco cuando salió a la calle al encuentro del taxista. Eran casi las ocho y media de la mañana y la ciudad y el tráfico ya estaban en ebullición.

—¿A dónde le llevo? —le preguntó Villoro.

—Voy a la zona de Santa Fe, a la sede de Bancasol, ¿conoce?

—Al México de los ricos —asintió el hombre— muy bien.

Cortés comprobó de un vistazo que tal como le había dicho el día anterior, según ponía en la placa de su licencia, el tipo se llamaba Raimundo Villoro, y por lo que pudo departir con él, aquel hombre con aspecto de espantapájaros resultó ser un tipo de lo más interesante.

—Algunos me llaman «Mon» y otros Villoro, creo que se lo comenté ayer. — Cortés sonrió al escuchar la abreviatura, pero no dijo nada. Sí lo hizo el señor—:

¿Le hace gracia el uso de los diminutivos? —inquirió mientras iniciaba la marcha.

—Eh, bueno… la verdad es que sí. En México las utilizan para todo, por lo que veo, aunque yo pensaba que Mon vendría de Ramón, no de Raimundo —Cortés le indicó con el dedo la chapa de la licencia.

—Raimundo es una variante de Ramón —replicó el taxista, que adoptó cierto tono académico—. Quizá tan antigua como el uso de diminutivos, que viene del náhuatl, la lengua de nuestros antepasados, los mexicas. ¿Sabe que los utilizaban de muchas maneras? Como insulto, como cariño e incluso como trato referencial. Nos hace sentir a los mexicanos muy orgullosos que ni la conquista ni ningún otro idioma nos han hecho olvidar nuestras raíces.

—No se acostará uno nunca sin saber algo nuevo, como dice el refrán. ¿Y cómo está usted tan informado? —le contestó Cortés sin entrar al trapo.

—Estudié Filología e Historia, y aún me sigue apasionando. ¿Sabe de dónde viene Raimundo? —Villoro contestó enseguida a la cuestión sin esperar respuesta por parte de Cortés—: Es un nombre origen germánico, que significa «aquél que es protector o buen consejero».

—¡Qué interesante! Pues de eso necesito yo uno en este momento de mi vida...

—¿Sabe que a los de la capital nos llaman chilangos, cierto? Pues una virtud adicional es que somos tantos que poco importa de dónde vengamos. En Chilangópolis no hay pecados de origen. Todos tenemos derecho a fallar en el presente.

Se pasaron el resto del camino conversando. Villoro le había dicho que tenía setenta y dos años y Cortés se dio cuenta de que mostraba una gran lucidez. Circulaban por una colosal avenida de construcciones impresionantes, separadas unas de otras por amplias zonas verdes ajardinadas.

—Qué edificios tan altos —manifestó Cortés muy sorprendido mientras intentaba quitarse las legañas de los ojos.

—Así es, algunos tienen más de cien metros; creo que uno llega a ciento sesenta o ciento setenta —le respondió Villoro de manera afable—. Mire ése, le llamamos «el Pantalón». —Señaló con el dedo a su izquierda.

—Es cierto, ¡qué curioso! Se parece mucho a un pantalón —concedió Cortés—.

La verdad, no me imaginaba así México. ¡Si todo esto se asemeja a Nueva York!

El señor asintió mientras dibujaba en su semblante una sonrisa amplia. Luego enfiló una avenida flanqueada por espectaculares edificios blancos de grandes ventanales. Había muchísimo tráfico a las nueve de la mañana.

—Y al que vamos le llamamos «la Lavadora», en seguida sabrá el motivo — sonrió, aunque demudó el rostro con rapidez y se puso serio durante unos instantes—. Es que esto no es el México real, señor, como tampoco lo es Cancún. Esto es otro México —añadió en tono triste.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Cortés con curiosidad periodística.

Villoro, habituado a acompañar a empresarios y directivos extranjeros, pareció recitar de memoria, extendiéndose en la explicación. Le contó que Santa Fe era un distrito comercial y residencial de lujo, ubicado en una zona ocupada con anterioridad por minas de arena y rellenos sanitarios. Le comentó que disponía de muchas universidades y colegios privados, y era sede de importantes compañías nacionales y extranjeras y fraccionamientos residenciales de reciente creación, habitados sobre todo por familias de clase media y especialmente alta.

—Pero eso es una fachada, al otro lado está el verdadero México, la pobreza más extrema. —Señaló con el dedo hacia un lugar que no se podía ver por culpa de los grandes edificios. De repente frunció el ceño, como enojado y apenado a la vez—. El nombre de esta zona, Santa Fe, que debe de ser en honor a algún obispo, creo que se lo puso un paisano suyo.

Cortés percibió cierto resquemor en su tono.

—Ah, ¿sí? ¿Quién? —inquirió el periodista.

El conductor se quedó callado durante bastante tiempo. «Sabe que debe ser amable con sus clientes, aunque sean españoles», pensó Cortés.

—Me parece que se llamaba Vasco de Quiroga, creo que fundó el Hospital de Santa Fe para indígenas, donde, además, nos evangelizaba y enseñaba oficios europeos.

—Ah, mira qué bien, un español bueno entonces, no como mi tocayo, el conquistador de México —apuntó Cortés con ironía.

—Bueno, supongo que su tocayo hizo todo aquello porque pensó que podía, y que quizás era su deber. Pero no creo que todas las cosas que hicieron los conquistadores fueran malas.

—Ah, ¿no?

Villoro se quedó pensativo unos instantes.

—Lo cierto es que los españoles nos regalaron un idioma común a toda Latinoamérica, por ejemplo, algo que no hemos sabido aprovechar.

Cortés asintió.

—Eso es cierto, supongo.

—Los países latinoamericanos siempre hemos protagonizado rencillas y desencuentros entre nosotros, y más nos valdría centrar nuestros esfuerzos en unir, como hacen ustedes los europeos. De todas formas, me he dado cuenta de que mucha gente de Europa tiene una imagen incorrecta de México, como si fuéramos criminales o ladrones.

 

—Lo que hizo usted ayer le honra, Villoro, pero… ¿y si hubiera sido otro taxista? Le confieso que tengo mis dudas, quizá por prejuicios, no sé.

—Pues quiero pensar que le hubiera devuelto a usted la laptop, igualito que yo.

—Villoro se encogió de hombros.

—¿Le gusta el fútbol? Si me dice que es del Barça, ya me gana.

—Pues si le voy al Barça desde que jugó Márquez y ahorita con Messi, quién no, si es el mejor futbolista de la historia. Antes le hablaba de los países latinos, ¿cierto? Pues mire si son un teatro de las paradojas doscientos años después de decidir correr su propia suerte. ¿Sabe que, con ánimo bolivariano, los equipos de fútbol de la región se unieron en la Copa Libertadores? Pues híjole, de acuerdo con los tiempos que corren, el empeño recibió patrocinio de un banco español y fue rebautizado como la Copa Santander Libertadores. ¿Cómo ve?

—Contradictorio como la vida misma…

—No es un detalle baladí, por desgracia, es la metáfora perfecta de países que celebran su independencia y donde algunas de las empresas más rentables se llaman BBVA, Gas Natural, Endesa, Telefónica, Mapfre… Y, aún más curioso, doscientos años después de la independencia es más barato comprar en España un paquete turístico a la Riviera Maya que hacerlo en México, ¿qué ha pasado?, ¿qué tan independiente es un país donde el dinero circulante proviene en su mayoría del narcotráfico o el subsidio? No solo la autosuficiencia económica, sino también la soberanía parece en entredicho, por eso opino así de la Conquista.

Cortés siguió contemplando aquellos edificios majestuosos, mientras escuchaba al taxista. Villoro era un pozo de sabiduría. El periodista estaba asombrado por la vistosidad del paisaje urbano y lo bien conservadas que lucían las avenidas y zonas ajardinadas que flanqueaban las construcciones a ambos lados del paseo.

—Y de que vimos cosas tan admirables no sabíamos que decir —recitó Cortés en tono solemne—, o si era verdad lo que por delante parescía que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas, y veíamoslo todo lleno de canoas y en la calzada muchos puentes de trecho en trecho, y por delante estaba la gran Ciudad de México.

—Ay, compadre, me deja con la boca abierta… Cortés soltó una carcajada.

—Es un pasaje de La Crónica Verdadera de la Conquista de Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo.

—Ah, claro, uno de los soldaditos que acompañó a Hernán Cortés —asintió Villoro.

—Así es.

—Pues lo recita usted con palabras del castellano antiguo y todo… un güerito con muy buena memoria, sí señor. Parece usted la Salander, esa de las novelas del escritor sueco fallecido, acuérdese usted, señor Cortés, que hay dos Méxicos, y que uno y otro conviven y se solapan, se sobreponen el uno al otro, y es la unión de ambos lo que define nuestra tierra.

—Lo tendré en cuenta —repuso Cortés.

Cuando llegaron a la sede del banco, situada en el edificio Calakmul, Cortés se quedó con la boca abierta. La construcción era imponente, un diseño moderno con fachada interior acristalada y exteriores de piedra blanca formando enormes círculos.

—¿Ve usted, compadre, porqué le llamamos la Lavadora? —le dijo el taxista.

Cuando Villoro detuvo el vehículo, Cortés se despidió de él ofreciéndole la mano de manera afectuosa.

—No deje de llamarme cuando necesite que lo lleve a algún sitio.

—Cuente con ello —le prometió el periodista.

***

«Este tío podría ser el topo —pensó Cortés observando al joven becario que tenía a su izquierda—; es más, ¡tiene que ser él!».

El periodista examinaba todo a su alrededor mientras degustaba unos deliciosos camarones con coco, acompañado de una docena de personas desconocidas hasta hacía cuatro horas escasas: todos trabajaban en el banco. Entre ellos estaba su cúpula comercial y financiera que, a su vez, no dejaba de escrutarlo. Se suponía que la misión que le habían encomendado era secreta, pero ya no estaba seguro después de todo lo que había visto esa mañana, durante las entrevistas que había llevado a cabo. Al poco de llegar, Cortés empezó a sentirse como un póster de Megan Fox en una cacharrería, al percibir cómo le escudriñaban los ojos de todos los presentes.

«Serán imaginaciones mías», se consoló.

El almuerzo lo había organizado el propio Pedro Campo desde la mansión del Maresme, que habló uno por uno con los comensales para asegurarse de que asistirían sus principales sospechosos junto a los responsables de otras áreas de la entidad.

«A éstos entrevístales y sé amable, pero no pierdas el tiempo con ellos. El topo, por narices, está dentro de la dirección comercial, son los únicos que tienen acceso a la información filtrada a la competencia», le había advertido Campo minutos antes mediante mensajes de WhatsApp.

Por lo menos, unos quince pares de ojos le habían estado observando durante toda la mañana como si fuera un bicho exótico.

La primera persona que le presentaron fue el arquitecto del edificio, quien le explicó su diseño con lujo de detalles. Fue inaugurado en 1997, y hacía alusión a la antigua y majestuosa ciudad maya de Calakmul, en el estado de Campeche, ya que cada uno de los elementos que lo conformaban era la imagen de una deidad. Entusiasmado, Agustín Hernández le comentó que transmitía un simbolismo fabuloso:

—El cuadrado es la tierra y el círculo, el cielo —le indicó el arquitecto mientras Cortés se ponías las gafas para que no le deslumbrara el sol, que empezaba despuntar detrás de las nubes—. Son símbolos que han existido a través del tiempo y el espacio: en la época de Zoroastro, en los países islámicos, entre los mayas, los chinos, los aztecas, etcétera. Es increíble la abstracción de esa unidad; en ese edificio, a veces, parece que hay una esfera dentro de un cubo —remarcó fascinado ante la inexpresiva mirada de Cortés.

—Muy bonito —contestó él—. Imponente, el edificio. —«Pero yo no he venido a que me den una lección de arquitectura, sino a centrarme en mis pesquisas», pensaba a la vez que asentía con la cabeza.

Por último, el arquitecto le mostró los numerosos premios que había recibido el edificio.

En ese momento, apareció el country manager, que parecía estar buscando a Cortés, y cuyo rostro se iluminó al verlo.

—Hombre, estaba usted aquí —le dijo abriendo los brazos.

Se llamaba Jesús González. Era un español alto, moreno y de mediana edad con el que Cortés ya había mantenido la primera entrevista. Resultó un fiasco en toda regla, pues apenas le sacó información útil, ni siquiera para el reportaje y aún menos para obtener alguna pista. Pero, además, aquel sujeto le hizo más preguntas sobre España que al revés y, para colmo, cuando solo llevaban unos doce minutos de encuentro, su secretaria les había interrumpido diciendo que él tenía que atender una llamada importante.

El directivo le emplazó a continuar más tarde la reunión, pero no fue posible pese a la insistencia de Cortés. Sentía que el tal González le ocultaba algo, lo notó cuando le preguntó por el currículo de su equipo comercial, Cortés quería aclarar cuándo y cómo había llegado todo el personal bajo su mando. El country manager se mostró nervioso y evasivo.

Cortés trató de quitarse todo aquello de la cabeza y relajarse con la comida.

—En España tuvimos al bueno de Camarón de la Isla, supongo que les suena... el gran cantaor gitano, aunque estos camarones empanizados están más buenos sin duda alguna —bromeó el periodista, tratando así de romper el hielo ante el silencio incómodo que se había establecido desde que se sentaron.

Una risa generalizada inundó la mesa. Un individuo muy bajito de estatura y con una gran barriga, que dijo llamarse Julián, respondió, diciéndole que él escuchaba de vez en cuando a Camarón de la Isla. Por su parte, América, una chica de edad similar a la suya y muy delgada comentó que le encantaban Camilo Sexto y José Luis Perales.

«Madre mía, ¡vaya gustos musicales que se gastan! Como los de mi abuela», pensó Cortés.

Delante tenía a otra mujer que se veía muy segura de sí misma.

—Sin duda, yo me quedó con el gran Sabina y sus provocadoras canciones —le dijo mirándole a los ojos, a la vez que chupaba una de las cabezas de camarón, despacio y con deleite. Justo él había replicado esa mañana a su amigo Toni con la canción Sin embargo del popular cantante: «De sobra sabes que eres la primera. Que no miento si juro que daría por ti la vida entera». En aquel momento tuvo que apartar la mirada ante las risitas malévolas cercanas. Había estado reunido con ella más tiempo que con los demás. Se llamaba Mitzi Vargas y era la subdirectora comercial.

Como su trabajo «oficial» consistía en realizar un amplio reportaje sobre las relaciones del banco con los principales colectivos con los que interactuaba, comenzó entrevistando a las cabezas visibles de la compañía: la dirección general, la financiera, la de recursos humanos, la de comunicación y relaciones institucionales y, por supuesto, a la dirección comercial. Recordó otra vez las palabras del financiero Pedro Campo: «Pégate a ellos como una lapa y gánatelos».

Con Enrique Contreras, el director comercial, apenas había podido intercambiar poco más que un saludo y unas palabras de cortesía. Iba siempre acompañado de una becaria que dijo llamarse Laly Canche, una chica regordeta de piel y labios oscuros que no fijaba la vista en nada que no fuera el suelo o una libreta, pues iba tomando notas de ciertas instrucciones que le daba Contreras. El director comercial le dijo que lo lamentaba pero que tenía una reunión importante fuera de las oficinas y que Mitzi Vargas, la segunda al mando del departamento comercial, le explicaría de manera detallada todo lo que quisiera saber. La mirada del tal Enrique le resultó algo tenebrosa, por lo que apuntó su nombre mentalmente en la lista de sospechosos. Mitzi Vargas conversaba muy bien, en su hoja de vida Cortés pudo leer que tenía cincuenta y seis años. Lucía un largo cabello rubio y ojos azules; era de estatura mediana y solo unas pronunciadas bolsas debajo de los ojos apenaban su rostro.

No obstante, Cortés se había sentido algo incómodo en la entrevista sin saber muy bien el porqué; aquella mujer le ponía nervioso, quizá porque se acariciaba el pelo de forma continua y refrendaba cada cosa que decía tocándole la mano, algo que hizo en diversas ocasiones. Para el periodista toda aquello estaba fuera de lugar. Él trató en todo momento de aparentar normalidad. Durante la comida, volvió a notar que ella fijaba en él su mirada de vez en cuando.

A su lado estaba el director financiero, José Barriosanto. Un individuo gordo con un destacado bigote que le recordaba a Pancho Villa. El becario le había parecido más misterioso de todos, un tal Lorenzo Alonso, que se paseaba como un fantasma a lo largo y ancho de la oficina. Logró sobresaltar a Cortés hasta en dos ocasiones, apareciendo detrás de él como por arte de magia. Cortés creyó que aquel individuo lo había hecho a propósito mientras el periodista hacía anotaciones en su cuaderno, quizás con ánimo de ver lo que escribía. Con disimulo, apuntó un nombre más en su lista de sospechosos. Pensó que podría encargarle a su colega el Mafias que hiciera seguimiento en redes sociales del individuo en cuestión, y de los demás sospechosos.

La comida había sido más amena de lo que esperaba y, cuando se estaba despidiendo, echó un último vistazo a la panorámica espectacular que podía disfrutarse desde la terraza del restaurante; durante unos momentos, se paró a observar en una esquina, a lo lejos, lo que parecían ser unas fachadas ruinosas, como de madera.

—¿Eso qué es? —preguntó al joven camarero, que se movía tan incómodo con su elegante esmoquin como él con su corbata.

—El México real —respondió con un susurro mientras abría los ojos achinados. Mitzi le cogió por sorpresa del brazo y se lo llevó hasta el ascensor.

—Ahí no puedes ir, es peligroso, y más para alguien como tú o como yo —le dijo señalándole sus ojos azules—. No olvides mañana la ropa deportiva, que nos tocará volar con las mariposas hasta el más allá... —añadió en tono misterioso.

Cortés iba a responder, pero Mitzi no le dejó; se acercó a él y le dio un beso cerca de la comisura de los labios.

 
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