Colombia y la Medicina Veterinaria contada por sus protagonistas

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Otro albéitar llegado a La Española, en 1515, fue Juan Ruiz, quien acompañó a Francisco Vásquez de Coronado en su expedición en busca de las “míticas siete ciudades de Cíbola que, según la leyenda, estaba a tan solo 40 días de viaje al norte de La Nueva España”. A Cuba llegó Baltasar Hernández, requerido por Hernando de Soto, gobernador de la isla, para que estableciera la causa de la muerte de un equino. Arribó también Cristóbal Ruiz, quien llegó a la isla en 1518 y viajó a México al año siguiente, donde figuró establecido en 1525. A esta ciudad llegó también Francisco Donaire, eficaz colaborador de Hernán Cortés en la época de la conquista Cordero del Campillo (2001a, p. 5).

Con Gonzalo Jiménez de Quesada arribó el cirujano Antonio Díaz, quien prestaba sus servicios tanto a los europeos como a sus cabalgaduras, debiendo atender a las personas y a los equinos (Gracia, 2002; Reyes et al., 2004). Sánchez Ropero, que curaba animales y personas, terminó como encomendero en la sabana de Bogotá, donde crió con éxito ganado caballar, vacuno, lanar y porcino, después de haber participado en la expedición del capitán Díaz Cardozo.

En 1537 figura en Perú el albéitar Fernán Gutiérrez, quien practicaba con éxito la cirugía en animales y en humanos. Según Garcilaso de la Vega:

[...] el soldado Francisco Peña, recibió una herida craneal durante la guerra contra Gonzalo Pizarro, rebelado contra el virrey […] El albéitar que hacía de cirujano le arrancó el casco (cuero cabelludo) y curó sin calentura ni otro accidente, en la batalla de Guarina en 1547. (Cordero del Campillo, 2001a, p. 5)

En 1542, el grupo comandado por Alvar Núñez Cabeza de Vaca llegó a la ciudad de Asunción Juan Pérez, quien traía una fragua portátil. En 1609, en Buenos Aires, Juan Cordero Margallo fue denunciado por actuar como médico; no obstante, se le autorizó para tratar lamparones (escrófulas) y llagas viejas en los humanos. En 1786 se presentó ante las autoridades Gabriel Izquierdo, con título de albéitar, expedido por el Real Protoalbeiterato de la capital española.

De acuerdo con Cordero del Campillo (2001a, p. 6), un aporte importante a la veterinaria hispana lo constituye la obra del mexicano Juan Suárez de Peralta (pariente político de Hernán Cortés), quien escribió Tratado de Cavallería, de la Gineta y brida sevillana (1580), y un libro titulado Albaytería (1570), cuyo original se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid.

Según Velásquez (1931), Otón Felipe Braun, veterinario de la Universidad de Hannover, donde terminó sus estudios en 1817, participó en la guerra de la independencia de Colombia. En Santafé conoció al Libertador y se decidió a acompañarlo en sus campañas. Bolívar le concedió las medallas de Pichincha, Junín y Ayacucho, y recibió el título de Gran Mariscal de Montenegro.

La enseñanza de la veterinaria en el continente americano

La veterinaria, término mencionado en los inicios del siglo IV d. C. en la obra De re rustica (Los trabajos del campo), de Lucius Junius Moderatus, “Columela”, en sus orígenes y desarrollos presentó diversos aspectos históricos en los que confluyeron intereses comunes desde la perspectiva del saber médico, la salud de las poblaciones animales y sus repercusiones en las colectividades humanas y en el ambiente, como una consecuencia de las actividades ganaderas y agrícolas, factores que constituyen temas importantes y, a su vez, fundamentales en el conocimiento y en el ejercicio profesional.

El 4 de agosto de 1761, por orden de la Corona, Claude Bourgelat fundó la primera escuela veterinaria en Lyon, y en 1764 se le confirió el título de Real Escuela de Veterinaria. Hacia finales del siglo XVII se crearon escuelas de veterinaria en más de veinte ciudades europeas (Cottereau y Webber Goude, 2011).

Una frase extraída de los Reglamentos para las Reales Escuelas de Veterinaria de Francia (citada en Chary, 2011), refleja las preocupaciones éticas de este visionario, fundador de la profesión veterinaria:

Impregnados siempre de los principios de honestidad que habrán apreciado y de los que habrán visto ejemplos en las Escuelas, jamás deberán apartarse de ellos; distinguirán al pobre del rico, no pondrán un precio excesivo a talentos que deben exclusivamente a la beneficencia del Rey y a la generosidad de su patria y demostrarán con su conducta que están todos igualmente convencidos de que la fortuna consiste menos en el bien que uno posee que en el bien que uno puede hacer. (p. 6)

En 1821, medio siglo después de la creación de la primera escuela francesa, se aprobó en España el Reglamento General de Instrucción Pública, en cuyo artículo 60 se relacionan las cuatro escuelas de veterinaria en España y se amplía la relación de las proyectadas para los territorios de ultramar, confirmando las de México y Lima y añadiendo otras en Santa Fe de Bogotá, Caracas, Buenos Aires y Manila. Los diputados de entonces pensaban en la importancia de la fundación de escuelas de veterinaria en el Nuevo Mundo, pero ignoraban la tensa situación política que se vivía en los territorios ocupados haciendo inviable el mandato emitido en el viejo continente para sus colonias en ultramar (Cordero del Campillo, 2003).

La primera escuela de medicina veterinaria que se fundó, casi un siglo después de la de Francia en el continente americano, la creó el Gobierno de México en agosto de 1853, en el Colegio Nacional de Agricultura. La segunda fue la de Guelph, Ontario Veterinary College, Canadá, en 1862; posteriormente, en 1868, en la Universidad de Cornell se ofreció el primer curso de medicina veterinaria. En 1879, en Ames (Iowa, Estados Unidos), se fundó el Iowa State Veterinary College (Reyes et al., 2004).

La enseñanza de la medicina veterinaria en América del Sur se inició en 1883, en Argentina, con la Facultad de Ciencias Veterinarias de La Plata, en el Instituto Agronómico Veterinario de Santa Catalina, el cual fue elevado en 1889 a la categoría de Facultad de Agronomía y Veterinaria de la Provincia de Buenos Aires. En Chile y con la llegada en 1874 de Julio Besnard de la escuela de Lyon (Francia), se organizó en la Quinta Normal un hospital de veterinaria, una estación de monta de equinos y el jardín zoológico, iniciándose la actividad profesional en el país. En 1888 nació la Facultad de Ciencias Pecuarias y Medicina Veterinaria de la Universidad de Chile.

En 1902 se inauguró en Lima la Escuela Nacional de Agricultura y Veterinaria, y en Uruguay la Escuela de Veterinaria en 1903. La enseñanza de la veterinaria en Cuba se inició en abril de 1907 con la fundación de la Escuela de Medicina Veterinaria, adscrita a la Facultad de Medicina y Farmacia de la Universidad de La Habana. En Brasil, por su parte, la educación veterinaria comenzó en 1913, en Río de Janeiro, y la Escuela de Sao Paulo se fundó en 1919.

En Venezuela los estudios de veterinaria tuvieron un origen inusual, pues desde 1934 se crearon los estudios en esta área como una dependencia del Ministerio de Agricultura y Cría (MAC), que otorgaba el título de Experto en Ganadería y, luego, el de Práctico en Veterinaria y Zootecnia. Una alta proporción de egresados salió a cursar veterinaria en el exterior, especialmente en Argentina y Uruguay. La escuela de veterinaria nació oficialmente en 1936 (Reyes et al., 2004).

Epidemias en Colombia, percepciones y saberes médicos

La terapéutica aplicada a lo largo de los siglos XVII y XVIII se basaba en la teoría de los humores. El origen de los fármacos era diverso:

[…] plantas utilizadas desde la antigüedad y descubiertas a través del método de ensayo y error, materias diversas de origen animal y mineral entre las que figuraban excrementos humanos y de animales, dientes de jabalí, conchas de caracol, cuernos de ciervo, semen y grasa de ballena, almizcle, cochinilla, marfil, manteca de puerco, tela de araña, piedra coral, alcanfor, alumbre, azufre, mercurio, magnetita, lapislázuli; semillas de adormidera o amapola, raíces, tallos, hojas, cortezas y resinas de alhucema, almendras, pulpas de frutos, anís, incienso, mirra, jengibre, ortiga. (Díaz Piedrahíta, 2012, p. 20)

Independientemente de su eficacia, eran la única alternativa para el tratamiento de enfermedades como comezones, peste, opilaciones, cáncer, fiebres, úlceras, infecciones, heridas y fracturas. El precio de los medicamentos era alto y el acceso a estos estaba limitado a los estratos más altos de la sociedad (Díaz Piedrahíta, 2012):

Entonces, como ahora, las medicinas no estaban al alcance de toda la población y los más pobres debían utilizar remedios caseros en forma de untos, ventosas, infusiones o baños aparte de dietas, enemas y sangrías. Las comunidades culturales más pobres, como eran las de los indígenas, los negros y los campesinos se valían de un saber terapéutico ancestral basado en el conocimiento de los recursos a su alcance, es decir una terapéutica indígena con influencia africana y europea. (p. 220)

A mediados de 1849 el cólera llegó a Cartagena, en las costas de la Nueva Granada. Se trataba de la misma epidemia que había invadido París en 1832, la cual causó un enorme pánico entre la población. En el periódico El Filántropo, el médico Bernardo Espinosa informaba que el “cólera morbo asiático” se entendía como un envenenamiento miasmático no contagioso pero que se adquiría en una atmósfera impregnada de esos principios morbíficos, reproducidos por los enfermos y los cadáveres:

Todos los cuidados debían dirigirse a mejorar las condiciones del aire. Para ello era preciso el aseo general, hacerlo renovar con frecuencia y dispersar materias propias para purificarlo de sustancias deletéreas. Para beber, debía utilizarse el agua que corría libremente. También se recomendaba la templanza, un régimen moral, la fijación de horas para dormir y el aseo personal: un baño general tibio, por lo menos, cada ocho días se consideraba excelente preservativo, además de “arreglar la imaginación para que desaparecieran los temores”. Según los conocimientos de la época, “habiendo tranquilidad de conciencia, aseo, sobriedad, templanza y método no da el cólera”. (Obregón, 1998, p. 113)

 

Las normas higiénicas que los médicos proponían para evitar el contagio eran preceptos de orden moral. Se suponía que la causa de la enfermedad era múltiple; por tanto, los remedios se creían múltiples también (Obregón, 1998).

El conocimiento de esa época estaba todavía lejos de las teorías de la era microbiológica que señalaba agentes etiológicos como generadores de enfermedad. Pero también lejos de los escritos de John Snow, conocedor de las teorías de los gases y reconocido anestesiólogo, quien en 1848 postuló una nueva teoría completamente diferente a la aceptada en ese entonces: el cólera era una enfermedad localizada en los intestinos y sus síntomas se debían a la pérdida de líquidos corporales. La causa entraba por la boca, se multiplicaba en el intestino y se eliminaba en las materias fecales, pasando a otras personas vía fecal-oral. Sus hipótesis no fueron bien recibidas por la comunidad científica del momento.

Snow después sugirió que la estructura de la causa desconocida podía ser de la forma y el tamaño de una célula; pero la ausencia de comprobación microscópica no le permitió generar más explicaciones. Las teorías de Snow se formularon treinta años antes de que Pasteur señalara la asociación de las bacterias con la enfermedad y de que Robert Koch descubriera el agente del cólera al que llamó el vibrión colérico. Snow había utilizado el método epidemiológico para identificar la causa y establecer métodos racionales y actuales para el control y la prevención. Por eso se considera como el padre de la epidemiología.

Otro episodio alteraba la rutina de los habitantes de la capital: una enfermedad desconocida del ganado que afectaba también a los humanos y causó pánico entre los habitantes de la sabana de Bogotá. El 18 de enero de 1869, en un hato del distrito de Fontibón, murieron siete vacas en un solo día. Los casos se aumentaron no solo en Fontibón: también se presentaron en Funza y en Usme. El rector de la recientemente fundada Universidad Nacional de Colombia, Manuel Ancízar, ordenó una investigación sobre la causa de dicha enfermedad:

Después de haber realizado el examen y la autopsia, los médicos diagnosticaron una fiebre carbonosa cuyo virus, afirmaban, era transmitido al hombre por una especie de inoculación que desarrolla la pústula maligna. Afirmaban que la fiebre carbonosa era siempre producida por miasmas pútridos y por la permanencia de los animales en lugares pantanosos y cenagosos. Citaban a veterinarios franceses, entre ellos a Joseph Davaine, quien sostenía que en la sangre de los animales atacados por enfermedades carbonosas se presentaban unos corpúsculos particulares que los micrógrafos llamaban bateridios. En cuanto sea posible es necesario separar los animales de los pantanos y de todo género de aguas detenidas y proporcionarles lugares sombríos a fin de evitar los efectos del fuerte calor, que es una de las causas de la enfermedad carbunclosa. (Obregón, 1998, p. 114)

Las teorías sobre las causas de enfermedad no se modificaron radicalmente, en lo que hoy es Colombia, durante gran parte del siglo XIX; los “miasmas” y el clima como productores de epidemias y de enfermedades constituían las referencias conceptuales.

Claude Vericel llega a Colombia. Nace la escuela veterinaria

El veterinario debe ser un hombre de su tiempo, un conocedor de los caminos del arte y la literatura, para aprender la hermosura del mundo y los frutos de la mente humana, vamos a hacer historia amigos míos, poniéndonos al lado de la vida... los veterinarios tenemos en nuestras manos la responsabilidad de velar por la salud humana, debemos tener la mente alerta para anticiparnos al ataque del mal.

Claude Vericel (1885)

Colombia, durante el siglo XIX, se caracterizaba por una economía basada en la agricultura, escasa participación en el comercio internacional, fragmentación regional, hacienda extensiva e inestabilidad política.

Desde 1870 se intentaba —sin éxito— formalizar la educación agrícola; para ello se dictaron algunos cursos en la Universidad Nacional de Colombia, en la Escuela de Ciencias Naturales. En 1874 el departamento de Cundinamarca estableció la primera Escuela Agrícola y, en 1878, Boyacá intentó sin éxito fundar la escuela en la Villa de Leiva. Otros intentos se llevaron a cabo en el Estado de Santander. Juan de Dios Carrasquilla propuso elevar el estatus de las escuelas al nivel de las de Ciencias Naturales y Medicina que se ofrecían en la Universidad Nacional (Bejarano, 2011).

Como se señaló, en 1884 fue creado el Instituto Nacional de Agricultura en Bogotá, con el cual se buscaba iniciar la enseñanza agrícola y veterinaria, pero en el país no se contaba con el personal idóneo. Juan de Dios Carrasquilla, Salvador Camacho Roldán y Jorge Michelsen Uribe iniciaron los trámites para la contratación del personal necesario. Carrasquilla insistía en que los estudios agrícolas y la veterinaria científica debían ofrecerse al mismo nivel superior que la medicina y las ciencias naturales.

Era una situación delicada y prioritaria, pues el Gobierno nacional comisionó a su embajador en Francia, José Gerónimo Triana, para iniciar las gestiones necesarias. Probablemente se pensó en Francia por diversas razones relacionadas con la formación médica, su liderazgo en veterinaria como escuela profesional y el gran atractivo que para los santafereños implicaba todo lo que tuviera que ver con Europa y en particular con este país (Gracia, 2009).

Conseguir un veterinario, investigador, que se comprometiera a dictar cursos de medicina veterinaria, a estudiar las enfermedades de los animales en Colombia, establecer un hospital para animales, regentar las cátedras de elementos de patología e higiene en el Instituto Nacional de Agricultura y aclarar situaciones complejas referentes a la salud pública parecía un imposible.

En la embajada de Colombia en París contactaron a un joven doctor en veterinaria: Claudio Vericel Aimar, graduado de la escuela de Lyon, quien estaba familiarizado con los métodos y técnicas desarrollados por la escuela microbiológica pasteriana, con las técnicas ganaderas y la ciencia veterinaria (Gracia, 2009; Luque, 1985; Román, 1997; Velásquez, 1938). Sanmartín (1986) señala lo siguiente acerca de Vericel:

Era Vericel conocedor de su profesión, persona de un acendrado amor a los animales, de gran generosidad, interesado en transmitir su saber y convencido de la necesidad de formar jóvenes en las disciplinas de su arte. Aun cuando no hay evidencia de que fuera discípulo de Pasteur, no hay duda de que venía imbuido de sus ideas y preparado convenientemente en la microbiología que entonces se iniciaba. (p. 35)

El joven veterinario llegó a Colombia, acompañado por su pequeña hija Jeannette (su esposa había muerto recientemente) y su fiel perro Paysan. Al igual que Humboldt, durante su viaje por el río Magdalena y el ascenso hacia la ciudad de Bogotá, se maravilló con la diversidad y la belleza del trópico.

Traía instrumentos para el examen y la cirugía de los animales; reactivos de laboratorio y medios de cultivo bacteriológico; también uno de los primeros microscopios que había llegado al país, tal vez el primero que se utilizara en microbiología y laboratorio clínico. “Utilizando el microscopio que trajera consigo —al parecer el primero que llegara a estas tierras—, abrió Vericel los ojos de una generación asombrada, a esos organismos diminutos que Sedillot bautizara como ‘microbios’” (Sanmartín, 1986, p. 35).

Afrontaba un alto reto: ser el pionero de la enseñanza de la veterinaria. Eran varios los proyectos inconclusos que otros iniciaran antes de su llegada; por tanto, debía cristalizar la enseñanza de la veterinaria y resolver un posible problema de salud pública: los médicos observaban unas extrañas malformaciones que suponían propias de la tuberculosis zoonótica en el intestino de los bovinos que se sacrificaban para el consumo en Bogotá (Gracia, 2009).

En este país —al que amó tanto como el suyo— la ciencia veterinaria era una ficción y la investigación microbiológica algo más que una quimera (Román, 1997). Descubrió en estas tierras una geografía y un recurso humano que lo animó a dedicar toda su vida y su conocimiento a la construcción de la intelectualidad veterinaria colombiana.

Con la llegada de Vericel el 12 de junio de 1884 (con más de un siglo de diferencia con respecto a la escuela francesa), se formaliza la enseñanza veterinaria y comienza la escuela veterinaria en Colombia; el Gobierno nacional ratificó las cláusulas de su contrato y estableció el plan de estudios que se debería seguir en el curso de Veterinaria en el instituto (Gracia, 2002, 2009).

Los fracasos de las anteriores iniciativas estaban en la mente de los representantes del Gobierno; tal vez por eso las exigencias fueron altas. Según Gracia (2002), el contrato de Vericel tenía los siguientes compromisos:

•Dictar un curso oral, diario (excepto domingos y festivos), alternativamente sobre las ramas que abarcaba la medicina veterinaria.

•Dar todos los días la enseñanza práctica de la ciencia veterinaria en el lugar designado por el Gobierno.

•Dar lecciones diarias teóricas y prácticas sobre el arte de herrar los animales, en la fragua designada por el Gobierno.

•Estudiar las enfermedades de los animales en Colombia y dar informes al Gobierno, indicando etiología, sintomatología, profilaxis y tratamiento.

•Establecer un hospital para animales, si así lo determinaba el Gobierno, y hacerse cargo de la dirección.

•Cuidar en todo caso los animales enfermos que le confiara el Gobierno.

•Examinar una vez al mes la carne de los animales domésticos destinados al consumo.

Se emitió el Decreto 550 del 8 de julio de 1884, por medio del cual se reglamentaba el contrato firmado por Vericel en París. Los estudiantes debían tener como requisito, bien en el Instituto, o bien en la Universidad Nacional, los cursos de Botánica, Zoología, Física y Química Elemental. El plan de estudios estipulado se hacía en tres años, con las siguientes materias (Bejarano, 1993):

•Primer año

–Anatomía General

–Anatomía Especial

–Fisiología

–Patología General

•Segundo año

–Nociones de Cirugía y Herraje

–Patología Externa I

–Patología Interna I

–Exterior de Animales

•Tercer año

–Terapéutica

–Patología Externa II

–Patología Interna II

–Obstetricia

Era, en términos generales, una malla curricular con doce espacios académicos distribuidos en tres años, con la que se seguía un programa parecido al actual. La formación partía de una visión individual, donde el caballo era el modelo animal; las estrategias de intervención correspondían a la patología y la terapéutica. Es relevante señalar que los primeros egresados son reconocidos por sus labores y aportes a la salud pública e higiene de alimentos, aspectos no explícitos en la malla (Gracia, 2009), pero implícitos en la naciente escuela. Las actividades académicas comenzaron en el Instituto Nacional de Agricultura, en la Quinta de Ninguna Parte de Alfredo Valenzuela, la cual estaba localizada en la calle 4 con carrera 12 en Bogotá (Gracia, 2002, 2009). Según refiere Román (1997), dicha quinta se distribuyó como una miniatura de la Facultad de Lyon: el gran solar de atrás era equivalente al patio de hospitales con establos, perreras y caballerizas; el primer patio era análogo al área de patología médica y quirúrgica, con un laboratorio para toma de muestras y análisis microscópico, y un gran salón con piso de ladrillo donde se impartían las clases de anatomía.

Finalizando el mismo año el instituto dejó de funcionar, obligando la adscripción de la escuela a la Facultad de Medicina y Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia; se creó entonces la Escuela Nacional de Veterinaria, como un organismo anexo a esa Facultad. Allí continuaron su formación profesional varios estudiantes, quienes posteriormente se distinguieron y llegaron a ser hombres notables en todo el país: Ifigenio Flórez, Ismael Gómez Herrán, Delfín Licht, Federico Lleras Acosta, Jorge Lleras Parra, Mercilio Andrade S., Moisés Echeverría, Epifanio Forero, Amadeo Rodríguez, Jeremías Riveros, Ignacio Flores y Juan de la Cruz Herrera (Velásquez, 1938).

 

En 1889, los egresados recibieron el título de Profesor en Veterinaria (los títulos de doctor y profesor eran sinónimos de inclusión y participación social y política); ejercieron con mística y dedicación en diferentes campos de la profesión, especialmente en la salud pública; la inspección e higiene de los alimentos; la producción de sueros y vacunas, y el diagnóstico de las enfermedades bacterianas y parasitarias. La era microbiológica emergió como una alternativa para alejar la teoría miasmática tan común para la época.

Este importante proyecto educativo se suspendió en 1889, al estallar el conflicto de la Guerra de los Mil Días, lo que obligó el cierre de la Escuela y condujo a otros hechos difíciles como el abandono del campo, las finanzas en bancarrota y la producción agrícola casi desaparecida (Gracia, 2009; Luque, 1985).

Pero el comienzo fue difícil; no se tenía una idea clara y para muchos no se comprendía el papel del veterinario. El profesor Lesmes (1942) señala lo siguiente:

Duros tiempos aquellos para el veterinario que luchaba por disipar el concepto oscuro que de la profesión se formaban algunas gentes en esa época, como sucede aún, entre los individuos incultos.

Refieren las consejas que no faltaba quien se imaginase al veterinario como un jayán capaz de detener con la soga al potro salvaje o al toro bravío, y de amansar con las piernas al más indómito de los mulos. Y que no eran raros tampoco quienes mostrasen su hilaridad al recibir del médico de su gozque, vaya de ejemplo, el diagnóstico de una neumonía, o la prescripción de unas cucharadas, como si los pulmones, sus enfermedades y esa vieja medida posológica, fuesen patrimonio exclusivo del hombre… Mas, por fortuna, los gobiernos de entonces y la clase culta de la sociedad que veían la importancia de la nueva carrera, la impulsaban aprovechando a la vez sus servicios. Así fue como el Concejo Municipal de Bogotá estableció la Oficina de Inspección de Carnes en la ciudad, mediante el Acuerdo número 29 del año de 1890. (pp. 508-509)

Durante las deliberaciones del Simposio Internacional sobre Inmunización y Producción de Vacunas, llevado a cabo en Bogotá el 29 de septiembre de 1985, el profesor Eduardo Sanmartín (1986), a nombre de la Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina, señalaba lo siguiente con respecto a la labor del fundador de la veterinaria en Colombia y de uno de sus discípulos:

Correspondió a Vericel introducir la bacteriología a Colombia y a su discípulo Federico Lleras asentarla sobre bases firmes y acreditarla definitivamente como rama de la medicina; es también cierto que hubo médicos que se interesaron por ella y siguieron atentamente la trayectoria de Pasteur y los adelantos de la ciencia que él iniciara. (p. 36).

El Dr. Vericel trajo al país el primer microscopio; incorporó en el pensamiento veterinario la dedicación y la actitud del científico; trajo los primeros reactivos de laboratorio y los medios de cultivo bacteriológico, dando inicio a una nueva era en las ciencias médicas y la salud comunitaria, mediante el aislamiento y la identificación de los agentes patógenos, algunos comunes a los humanos, otros a los animales y varios compartidos; contribuyó a la producción de las primeras vacunas para humanos y animales; con ayuda de sus alumnos sentó las bases de la microbiología médica y veterinaria y la salud pública, y su gestión para la importación de bovinos de Francia, Holanda y las Antillas Británicas constituyó un aporte al mejoramiento genético de la ganadería lechera del país (Gracia, 2009).

Dentro de sus investigaciones se destaca la identificación del agente causante de las “extrañas lesiones intestinales” de los animales que se consumían en la ciudad: el Oesophagostomun colombianum, primer hallazgo que permitió descartar de plano la sospecha de la temida tuberculosis. Los resultados se presentaron durante el Primer Congreso Médico de Bogotá en 1893 (Román, 1997).

Asimismo Vericel dirigió su clínica particular, bautizada por él con el nombre de Spei Domus (Casa de la esperanza), en una edificación de angosto zaguán y patio de enredaderas y curubos que perfumaba el poleo (Espinosa, 1998). La clínica funcionó desde 1905 hasta 1938, y difundió ampliamente el conocimiento en la industria pecuaria y sirvió de centro del saber para profesionales y ganaderos.

Francia le otorgó la Cruz de La Legión de Honor, la medalla al Mérito Agrícola y la Cruz de las Palmas Académicas. La nación colombiana lo distinguió con su máxima condecoración: la Gran Cruz de Boyacá, en el grado de Caballero, y la ciudad de Bogotá le otorgó la Medalla del Cuarto Centenario. Las academias de Medicina y Medicina Veterinaria lo distinguieron como Miembro Honorario (Román, 1997). El 15 de agosto de 1938 murió en la ciudad que lo vio llegar en 1884 con su pequeña hija, su perro y la semilla de una escuela pasteriana para el inicio de la ciencia veterinaria colombiana.

En términos generales, se señala de manera importante el legado de Claude Vericel, como uno de los aportes más sobresalientes a la economía nacional, a la microbiología médica y veterinaria, a la salud pública colombiana y a la educación universitaria, mediante la fundación de la primera escuela y la formación de profesionales éticos y competentes:

Después de largos años de labores y de un noble y desinteresado ejercicio particular de su profesión, murió Claude Vericel en 1938 en Bogotá. En él reconoce la medicina veterinaria a su iniciador y maestro. Colombia y en particular Bogotá, le recuerdan como un amable y bondadoso hijo de Francia que dejó su patria para radicarse definitivamente en la nuestra. (Sanmartín, 1986, p. 35)

Logros y realizaciones de los discípulos de Vericel

Los discípulos de Vericel se congregaban en el laboratorio donde actuaban como auténticos pioneros, diseñando instrumentos para obtener y procesar muestras de tejidos y de parásitos; inoculando bacterias y virus, alumbrados con lámparas de aceite, generaron conocimiento científico con vocación y consagración constante (Espinosa, 1998; Román 1997).

De acuerdo con Gracia (2009), la mayoría se distinguió por sus aportes: Ifigenio Flores escribió Tratado de veterinaria práctica, e Ismael Gómez Herrán (quien heredó la clínica de Vericel) se interesó por la salud pública, en especial por la higiene de alimentos, disciplina a la que dedicó su vida.

Según Lesmes (1942), Eladio Gaitán escribió Manual de medicina veterinaria homeopática y alopática, obra para la cual, con fecha 16 de enero de 1893, Rafael Pombo escribió el prólogo:

No solo ha creado el Señor los animales para servicio y alimentación del hombre y para su recreo y compañía, imponiéndonos desde luego el correlativo deber de velar por ellos como miembros de nuestra familia; no solo son nuestros consocios, cooperarios de nuestra fortuna, cuya parte de beneficios es criminal rehusarles, sino que, por su analogía con nosotros, la ciencia estudia en ellos, a costa de su tormento y vida, nuestras enfermedades y cómo curarlas o precavernos de su azote; y el mundo animal es como una escuela impersonal pero viviente que el Creador nos proporciona para el desapasionado ejercicio de la inteligencia y de la virtud. (p. 509)

Laboratorio clínico, elaboración de vacunas, cultivo del bacilo de Hansen

Federico Lleras Acosta recibió la herencia valiosa de la bacteriología y la serología, y fundó el primer laboratorio clínico de Bogotá, ofreciendo sus servicios de diagnóstico para los médicos y sus pacientes (Luque, 1985).