Colombia y la Medicina Veterinaria contada por sus protagonistas

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

En 1859 se creó la Sociedad de Naturalistas Neogranadinos, la cual ha sido considerada la primera sociedad científica fundada en el territorio nacional porque, según Obregón (1991), a diferencia de las anteriores, su interés exclusivo fue el impulso de las ciencias naturales sin ocuparse de las consecuencias del conocimiento para moralizar a la población y mantener el orden social; pero sus realizaciones fueron escasas. Se vincularon como socios destacados científicos europeos que habían visitado el país. Desde Colombia se enviaron muestras a diversas sociedades internacionales como la Sociedad Geológica de Londres. El boletín que se publicaba tenía más interés para la comunidad científica internacional que para los habitantes de la Nueva Granada, y el apoyo interno siempre fue escaso: “todo parece quimérico en nuestro país, todo encalla, todo amedrenta, ni la más débil voz nos alienta” (Obregón, 1990, p. 103).

La ciencia no tenía valor social, las plazas seguras eran las de la cátedra universitaria, pues daban prestigio y estabilidad sin exigir investigación; no era necesario generar conocimiento, pues bastaba con informar sobre los hallazgos de otros. Hablar de ciencia y científicos a mediados del siglo XIX implicaba actividades episódicas o personajes aislados o marginales. “La aventura de investigación exigía como siempre una alta cuota de sacrificio que pocos quisieron afrontar. La actividad científica era un lujo, hacer carrera en la ciencia implicaba encontrar otra forma de sustento” (Becerra y Restrepo, 1993, p. 10); la universidad que aprende porque investiga no estaba en el ideario de ese entonces.

Las asociaciones de científicos buscaban más reconocimientos que aportes. La ciencia no constituyó el referente de la época:

Las asociaciones de letrados y naturalistas del siglo diecinueve fueron en su mayoría ficciones de la legislación, o fruto de la tendencia de formalizar grupos antes de que efectivamente funcionaran; la distribución simbólica de honores entre los socios más entusiastas era común, pero las ocupaciones no permitían la atención a las actividades científicas o intelectuales. En promedio funcionaban por periodos menores de dos años por carecer de recursos económicos, o por las contiendas políticas, pero primordialmente debido a las débiles vocaciones y orientaciones hacia la ciencia y el trabajo intelectual. (Obregón, 1989, p. 151)

La vocación agrícola era escasa y tenía coherencia con la baja productividad del campo, el poco desarrollo tecnológico y la alta concentración en la tenencia de la tierra. La escuela veterinaria emergió en Francia desde 1762, pero en la Nueva Granada no se percibía ni la existencia ni la necesidad de esta. El comercio exterior era un anhelo y la ausencia de planificación mostraba prioridades cambiantes; oro, quina, tabaco, café se sucedían al ritmo de las coyunturas (Becerra y Restrepo, 1993). Se puede concluir este capítulo con lo dicho por Obregón (1992):

Los aspectos científicos y tecnológicos, eran ajenos a la sociedad de la Nueva Granada; los dirigentes estaban atentos a los negocios y al análisis y vaticinios de los problemas y crisis políticas. Éramos una nación predominantemente rural, que consideraba como indignas las actividades del agro, los bajos niveles de alfabetismo fueron una constante. Reconocer la actividad científica como útil e importante, no fue lo representativo durante el siglo XIX. (p. 20)

* Este capítulo se estructuró con base en lo discutido en la Cátedra Lasallista 2010: “Miradas prospectivas desde el Bicentenario: Reflexiones sobre el desarrollo humano en el devenir de doscientos años” (Villamil, 2010).

Sector agropecuario, educación e institucionalidad *

El sistema más seguro de trabajar por el progreso y la riqueza del país, se basa en tres pilares fundamentales: el fomento de la agricultura moderna, la transformación de los métodos coloniales de nuestros agricultores y hacendados por otros más científicos y la educación de las generaciones jóvenes en los nuevos principios.

Juan de Dios Carrasquilla (1880, citado en De Francisco Zea, 2004)

Ante el fracaso de las llamadas industrias modernas (textiles, loza, vidrios, velas, fósforos, jabones y sombreros), el aprovechamiento de las ventajas competitivas del país era una necesidad. Durante el gobierno de Mosquera (1845-1849) y hasta bien entrado el siglo XX, la doctrina del libre cambio y el comercio internacional predominaron en las expectativas de la nación.

No obstante el desinterés por el campo, la economía colombiana tenía como sustento el incipiente sector agropecuario, por lo que la exportación de materias primas tomó un auge importante. Sin embargo, los comerciantes se limitaban a explotar los productos silvestres (dividivi, tagua o maderas preciosas) sin realizar resiembras, sin innovaciones tecnológicas y sin preocuparse por la permanencia y el mejoramiento de los recursos; los bosques de quina fueron saqueados sin misericordia.

Había interés en la clasificación, la descripción y la extracción, pero ninguno en la conservación y en la transformación. Tal vez por eso, a pesar de las buenas intenciones, fue difícil establecer escuelas y conformar la academia en el campo de las ciencias agropecuarias; la empresa agroexportadora no demandaba conocimientos científicos o técnicos aplicados a la producción y, además, los frecuentes conflictos civiles y la Guerra de los Mil Días truncaron iniciativas y desarrollos institucionales en agricultura, ganadería y educación veterinaria.

El agro en el siglo XVIII

En el siglo XVIII Bogotá era un virreinato pobre comparado con los de Perú y México. Había dos médicos y un grupo de curanderos para atender a una población de cerca de 20.000 habitantes. No había acueducto ni alcantarillado y eran comunes las enfermedades infecciosas por falta de higiene; la expectativa de vida estaba entre veinte y treinta años. En aquella época, las personas fallecían por enfermedades como el tifo, la viruela y la tuberculosis (Díaz Piedrahíta y Mantilla, 2002).

Se dividieron las tierras de los resguardos indígenas, se suprimieron los diezmos, se eliminaron los estancos, se abolió la esclavitud y se liberó el comercio. Los indígenas se transformaron en jornaleros; la burguesía utilizó la coyuntura para aprovechar las ventajas comerciales y administrar la rentabilidad de la tierra, pero no para generar cambios en la modernización de la producción agrícola o ganadera (Becerra y Restrepo, 1993).

Como se señaló, no había conocimiento ni interés en las llamadas revoluciones agrícolas observadas en Europa: el país estaba lejos de la primera revolución del siglo XVIII, relacionada con nuevas formas de utilización de los suelos, el tipo de labranza y la rotación de cultivos para eliminar barbechos y mejorar los sistemas de cría de ganado, de la selección de semillas y del empleo del caballo en la preparación de la tierra; pero más lejos aún de la segunda revolución de mediados del siglo XIX, caracterizada por la introducción de algunas máquinas, el uso generalizado de la tracción animal y el empleo de fertilizantes químicos; en otras palabras, distaba de la aplicación de las ciencias (mecánica, biología, botánica y química) al desarrollo de las técnicas agropecuarias, así como de la biología y la microbiología en el desarrollo ganadero (Bejarano, 1993).

De acuerdo con Kalmanovitz (1996), el siglo XIX se caracterizó por dos tipos de economía, fruto de la colonización:

Una economía terrateniente organizada a partir de la hacienda, que ocupó las tierras más fértiles y accesibles y que sujetaba a una abundante población arrendataria por medio de las deudas, el control político local y la ideología católica. El campesinado estaba sometido a periódicas faenas gratuitas “la obligación”, rentas en producto como los “terrajes”, rentas que combinaban un salario atrofiado y coerción extraeconómica, donde primaba la segunda, como el “concierto” o la “agregatura” y, finalmente, los “colonatos” de las inmensas haciendas ganaderas de las tierras bajas, tierras que eran entregadas vírgenes a los campesinos para que dos o tres años más tarde, después de sacarle varias cosechas de maíz, las entregaran habilitadas con pastos, para proseguir entonces a tumbar más selva y abrirle más pastizales al hacendado.

Una economía campesina subdividida a su vez en sectores de distinto desarrollo técnico, que ocupaba en su mayor parte las pobres vertientes andinas, con algunas tierras buenas que fueron resguardos indígenas. En el oriente santandereano y el occidente antioqueño se desarrollaron vigorosas economías campesinas y artesanales, cuya población estuvo compuesta principalmente por emigrantes españoles. Estos ocuparon tierras de regular calidad y tuvieron que enfrentar en más de una ocasión las pretensiones monopolizadoras de los terratenientes, pero en términos generales ganaron acceso a la tierra.

En Antioquia, en particular, se dio un proceso de colonización de tierras nuevas, desde fines del siglo XVIII hasta 1870 aproximadamente, que estaban tituladas; los colonos tuvieron que librar una ardua lucha contra la titulación colonial y republicana, que en 1863 casi alcanza visos de insurrección general contra las pretensiones de los herederos de los Aranzazu de cobrar rentas a los colonos. La región no dejó de contar con haciendas y parte de los colonos más ricos trajeron consigo aparceros, pero aun así se dio un avance técnico de los cultivos y la ganadería en pequeña escala, un gran desarrollo de las fuerzas productivas en la consecuente activación de relaciones mercantiles, una considerable movilidad de los trabajadores y las tierras, que probarían ser decisivos en la gran expansión cafetera de principios del siglo XX y que originó la total transformación del país. (Kalmanovitz, 1996)

 

Hacia 1832, en aras de difundir (sin mucho éxito) los avances de la primera revolución agrícola y desarrollar lo que se denominó la industria agrícola, Rufino José Cuervo fundó El Cultivador Cundinamarqués, y se estableció la Sociedad Democrática de Cultivadores y Artesanos con la publicación del periódico El Labrador y El Artesano en 1839.

A pesar de los conflictos civiles de la época, en 1871 se creó la primera entidad gremial del sector rural, la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC), bajo la dirección del general Rafael Uribe Uribe y Salvador Camacho Roldán, quienes figuran en la historia como impulsores de la economía y la educación agraria (Gracia, 2002; Reyes et al., 2004).

La SAC constituyó la organización pionera que lideró las actividades gremiales y estuvo relacionada con el nacimiento de las hoy profesiones del sector agropecuario. Su objetivo fundacional fue el de promover el adelanto y defender, por medio de la discusión pública, los intereses de los agricultores. Tenía como objetivos el intercambio de semillas, el mejoramiento de las razas animales y la promoción de las escuelas agrícolas. Propuso la edición de un órgano de difusión: El Agricultor, publicado entre 1873 y 1901, con el propósito de estudiar el estado de la agricultura y la ganadería, los obstáculos para su desarrollo, las instituciones que debían protegerla, los progresos que se hicieran y los adelantos que pudieran aclimatarse en el país (Gracia, 2002).

El Agricultor, la Gaceta Agrícola (Cartagena) y la Escuela Agrícola de Cundinamarca fueron los únicos periódicos especializados en temas agropecuarios en la segunda mitad del siglo XIX (Bejarano, 1985).

Educación para el agro. Iniciativas y dificultades

Durante el siglo XIX no hubo en Colombia un pensamiento claro acerca de las ciencias agropecuarias (agronomía y veterinaria), tampoco innovaciones; lo que se observa es la preocupación persistente pero infructuosa, por reproducir los elementos de las dos revoluciones agrícolas y sus formas de difusión hasta la Guerra de los Mil Días (Bejarano, 2011). La hacienda, la agricultura práctica que apuntaba a conformar hábitos rutinarios en la cría de animales y el establecimiento de los cultivos; la aparición de los periódicos para el agro desde comienzos del siglo XIX; la introducción de pastos y el uso del alambre de púas, complementaron las acciones de difusión masiva sobre los oficios, prácticas y saberes, roturando el terreno para la conformación de las primeras escuelas vocacionales de agricultura. Su demanda se sustentó en las acciones de difusión masiva de efímeros periódicos en las provincias facilitados por los párrocos rurales, abriendo el camino para la aparición de las primeras escuelas profesionales, donde las ciencias naturales y sus aplicaciones para la agricultura, la ganadería y la minería constituyeron la base de los inicios, ante el enorme potencial del trópico, las expectativas de los gobiernos de turno, la exportación y el consumo local.

“Los estudios superiores para el agro no estaban en el ideario de los jóvenes de la ciudad; el campo y sus trabajadores eran considerados inferiores; las instituciones educativas no contaban con dolientes que representaran alto nivel científico, ni sus instalaciones eran adecuadas; la utopía de un país que adoptara los logros de la segunda revolución agrícola era lejana”; no obstante que en el ámbito mundial era un hecho y que la veterinaria y la agronomía se nutrían de la ciencia básica y aportaban desde la investigación soluciones a los problemas sanitarios y productivos (Restrepo, Arboleda y Bejarano, 1993).

En 1874, José Eustorgio Salgar, gobernador de Cundinamarca, presentó a la Asamblea la iniciativa para crear una institución que se encargara de la enseñanza de las técnicas agropecuarias. Se creó la Quinta Modelo de Aclimatación de la Escuela Agrícola de Cundinamarca, primera institución dedicada a la formación técnica agropecuaria, cuyas actividades se centraron en la producción rural mediante la introducción de semillas, animales reproductores, instrumentos de labranza y otros elementos requeridos para la enseñanza teórica y práctica. Tuvo su órgano de divulgación: La Escuela Agrícola, que reemplazó temporalmente al periódico de la SAC, pero la revolución de 1876 truncó las actividades de la escuela (Gracia, 2002).

A mediados del siglo XIX se incrementó el interés por las ciencias naturales y aparecieron instituciones científicas: en 1867, la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia, con sus escuelas superiores de Ciencias Naturales, Ingeniería, Jurisprudencia y Medicina; en 1873, la Sociedad de Medicina y Ciencias Naturales de Bogotá, y en 1887, la Academia de Medicina de Medellín. También se imprimieron varias publicaciones: la Revista Científica e Industrial (1871-1872), los Anales de la Universidad Nacional (1868-1880), los Anales de Instrucción Pública (1880-1892), El Agricultor (1873-1901) —obra que perduró a pesar de los conflictos y limitaciones propios de la época, sin duda porque el anhelo por el establecimiento de educación para el sector agropecuario así lo ameritaba—, y la Revista Médica (1873-1924). Los interesados en la ciencia tenían un espacio para sus escritos en el joven país (Obregón, 1989). De acuerdo con Melo (1989):

Hacia 1880 estaba adquiriendo prominencia un empresario rural y urbano más ilustrado que el terrateniente tradicional, partidario del progreso técnico, dispuesto a ensayar nuevos cultivos y nuevas formas de actividad productiva. Dichos empresarios vinculados también a la política, parecían dar más importancia a la apertura de haciendas, la formación de bancos, el desarrollo de las vías de comunicación, la siembra de café, que a la satisfacción de ambiciones de empleo a costa del presupuesto nacional. Es posible que el sector de comerciantes liberales que adquirió tierras a consecuencia de las grandes reformas de mediados de siglo tuviera que ver con la expansión de esta nueva mentalidad empresarial; ideas similares se extendieron entre los propietarios conservadores antioqueños o fueron promovidas por algunas de las familias de inmigrantes recién llegadas al país. En todo caso, este sector de la clase dirigente se estaba desarrollando en el seno de ambos partidos, y sus intereses no estarían servidos sino con el establecimiento de un acuerdo político que estableciera un mínimo de unidad nacional, consolidara el orden público y diera prelación los problemas prácticos sobre los agudos enfrentamientos ideológicos que habían dominado hasta entonces. (Melo, 1989, párr. 13)

Por medio de los decretos 337 y 636 de 1878 se autorizó la organización del Departamento de Agricultura, con el fin de adelantar estudios sobre el estado de la agricultura y la ganadería; introducir plantas y semillas nuevas para distribuirlas y procurar su aclimatación; hacer publicaciones en los periódicos; establecer relaciones con sociedades agrícolas de otros países, y formar una nueva biblioteca nacional de agricultura. En este contexto se fundó, en 1879, el Instituto Nacional de Agricultura.

Su primer director fue el médico Juan de Dios Carrasquilla, estudioso de las ciencias agropecuarias. Allí se formaron los primeros profesores a cuyo cargo estuvo la divulgación de los principios científicos para el mejoramiento y el desarrollo de la producción agropecuaria (Gracia, 2002). Fueron varias las publicaciones realizadas: Conferencias de Agronomía (1884), Tratado General de Agronomía (1890) y Lecciones de Agricultura para las Escuelas de Colombia (1894).

Durante 1882 se estableció el estatuto orgánico del nuevo instituto. El plan de estudios incluyó, para el tercer año, las materias de fitotecnia y zootecnia, y para el cuarto veterinaria, ingeniería rural, economía rural e industrias agrícolas; los espacios académicos de química, física, botánica y zoología se estudiaban en los dos primeros años.

En 1884 se modificó el estatuto orgánico, se reformó el plan de estudios, se redujo la carrera a tres años y se estableció la enseñanza teórica y práctica de la veterinaria. Pero eran solo anhelos, pues faltaban los dolientes; ante la ausencia de expertos en la materia y la imposibilidad de formar profesionales competentes, los señores Juan de Dios Carrasquilla, Salvador Camacho Roldán y Jorge Michelsen Uribe solicitaron a las autoridades gubernamentales la contratación del personal idóneo y necesario.

De acuerdo con Gracia (2002), en 1887 el instituto dejó de funcionar, y la instrucción veterinaria pasó a la Facultad de Medicina y Ciencias Naturales de la Universidad Nacional. Por lo anterior, se creó la Escuela Nacional de Veterinaria dirigida por Claude Vericel, que funcionó como entidad anexa a la Facultad de Medicina, hasta su cierre definitivo, como consecuencia de la guerra civil.

Vericel, veterinario francés, fue invitado para regentar las cátedras de elementos de patología e higiene en el Instituto Nacional de Agricultura, para aclarar situaciones complejas referentes a la salud pública. Con la llegada de Vericel el 12 de junio de 1884 se dio inicio formal (con más de una siglo de diferencia con respecto a Europa) al estudio de la veterinaria, inicialmente en el instituto y luego en la Escuela Nacional de Veterinaria; con ayuda de sus alumnos sentó las bases de la microbiología médica, la veterinaria y la salud pública. Asimismo, su gestión para la importación de bovinos de Francia, Holanda y las Antillas Británicas constituyó un aporte al mejoramiento genético de la ganadería lechera del país.

Los egresados de la primera y única promoción de la Escuela Nacional de Veterinaria recibieron el título de Profesor en Veterinaria (tal como se propuso en el Instituto Nacional de Agricultura); dicho título era apreciado y otorgaba una posición social destacada para los doce graduados de la escuela. La producción de la vacuna contra la viruela, así como el servicio de laboratorio para la salud animal y también para la salud humana y la inspección de alimentos, se iniciaron en el país a cargo de los egresados (Gracia, 2009). La nueva escuela de veterinaria cerró sus puertas después de graduar la primera promoción, debido a la Guerra de los Mil Días.

El 8 de enero de 1893 el Consejo Universitario de la Universidad de Cartagena creó la Facultad de Veterinaria, anexa a la Facultad de Medicina (Piñeres de la Ossa, 2001); la dirección estuvo a cargo del veterinario español P. Leyes Posse, contratado en La Habana por el cónsul de Colombia Marcos Medrano. Esta iniciativa académica tuvo una corta vida, graduó solo tres veterinarios antes de su cierre definitivo por problemas presupuestales: Manuel Benito Revollo, Sergio D. Ibarra y Luis Lacharme. Poco se sabe de los egresados; Lacharme fundó en Montería la empresa Agua, Hielo y Luz S. A., construyó el primer acueducto de Montería, en 1923 fundó la Hacienda Morocoquiel y la fábrica de mantequilla El Encanto en 1926.

Presencia lasallista en Colombia, logros y proyecciones

Otro proyecto importante del profesor Vericel tuvo lugar por la misma época: los Hermanos de La Salle llegaron a Colombia en 1890. De acuerdo con Obregón (1992), desde 1871 Julián Trujillo, embajador en Ecuador, presentó un informe sobre la educación en ese país, destacando la labor realizada por los Hermanos. El arzobispo Bernardo Herrera Restrepo logró la vinculación definitiva del lasallismo al país. Los primeros miembros de la comunidad llegaron a Medellín en 1890 y en 1893 a Bogotá. Cuatro aspectos estratégicos señalaron el derrotero de su presencia en el país: la formación de maestros, los estudios de fauna y flora, la práctica de la ingeniería y el desarrollo agropecuario.

En 1903 se expidió la Ley 39 (Congreso de Colombia), que proponía un tipo de educación orientada a la agricultura, la industria y el comercio. Los Hermanos introdujeron las cátedras de ciencias que no existían en la educación secundaria, emplearon metodologías y didácticas sobre la base de la observación de la naturaleza y el estudio de las matemáticas. Los colegios adquirieron prestigio y otras instituciones adoptaron la enseñanza de las ciencias. También fortalecieron y renovaron la enseñanza de las ciencias en las instituciones universitarias. El Hno. Apolinar María, naturalista alsaciano, fue profesor de ciencias naturales en la Facultad de Medicina y rector del Instituto La Salle de Bogotá (Obregón, 1992).

Durante el gobierno de Reyes los Hermanos se encargaron de la dirección de la Escuela Normal Central de Institutores, escuela pedagógica por excelencia y que se constituyó en el inicio de los procesos de formación de maestros en Colombia y de la publicación de textos como apoyo didáctico, lo que contribuyó a la reivindicación y profesionalización del oficio docente; la revista pedagógica de la Escuela, así como los textos de Bruño y Stella, contribuyeron a modelar el espíritu nacional y a darle a la educación un estatus profesional y hacerla objeto de estudio (Gómez, 2008).

 

Como señala Morales (1993), organizaron un instituto de educación superior que era una verdadera Facultad de Ingeniería y funcionaba en los edificios del Instituto Técnico Central. Allí se formaron excelentes ingenieros que competían con los de la Escuela Nacional de Ingeniería, contribuyendo al desarrollo de las obras de infraestructura del país hasta los años treinta, cuando por cambio de Gobierno fueron retirados de dicha institución. Sus ingenieros fueron protagonistas de la consolidación y el crecimiento de la red ferroviaria del país y de los primeros procesos de electrificación e industria.

La enseñanza de las ciencias naturales constituyó el énfasis de los colegios lasallistas, en los que se implantó el bachillerato moderno francés y se contribuyó con la creación de museos de ciencias naturales, el cultivo de las matemáticas y la generación de proyectos de investigación que permitieron avances significativos en la taxonomía, el reconocimiento de la riqueza biológica y los estudios geográficos de Colombia (Obregón, 1992). Pero, de acuerdo con Gómez (2008):

[…] el desarrollo agropecuario, se vio truncado por la miopía de algunos Hermanos asistentes, que no lograron desde fuera entender las realidades del país; de hecho, ya los Hermanos habían vislumbrado la gran riqueza de los Llanos Orientales y el potencial que encerraban para el futuro de Colombia. (p. 3)

Sería la Universidad de La Salle la que lo recuperaría para completar el proyecto original lasallista de la fundación en tierras colombianas.

Los tiempos del Centenario. La exposición agroindustrial

Mientras se preparaba la celebración del primer Centenario de la Independencia, el padre Ladrón de Guevara publicaba en la Imprenta Eléctrica de Bogotá el libro Novelistas malos y buenos: juzgados en orden de naciones, que era en la opinión de Bermúdez y Escovar (2006) una especie de “índex” donde se juzgaba la obra de 2500 novelistas, en su mayoría franceses, dos centenares de españoles y uno de hispanoamericanos: “ni los tres mosqueteros se salvaron de su pluma inquisidora” (p. 1).

Muy temprano el día 20 de abril del año de 1910, la tranquila rutina de los cien mil habitantes de Bogotá, se tornó en pánico; tras los cerros tutelares de Monserrate y Guadalupe apareció un fenómeno celeste: el cometa Halley era visible. (p. 2)

Los rumores señalaban peligros inminentes: se especulaba sobre un gas letal “cianógeno”, expelido por la cola del cometa, con una toxicidad capaz de envenenar a los habitantes del planeta; el fin del mundo parecía inminente. Varios periódicos de la ciudad corroboraban el hecho (Castro Gómez, 2008).

Opiniones autorizadas, como la de Julio Garavito, el entonces director del Observatorio Astronómico y estudioso de la órbita de los cometas visibles en Colombia en 1901 y 1910, no fueron suficientes para calmar el pánico de los bogotanos.

Nada trágico sucedió y la situación volvió a la normalidad; tal como señala Castro Gómez (2008), era sin duda una señal de cambio, pero de un cambio de grandes proporciones:

[...] eran tal vez los augurios de una nueva era, la ventana al mundo abierta desde el siglo dieciocho y prolongada durante el siglo diecinueve se cerraba, estábamos ad portas del comienzo de una anhelada trayectoria de justicia y progreso para la nación. (p. 223)

Se celebraría en pocos meses el primer Centenario de la Independencia, hecho que inspiraba esperanza, sueños de progreso, oportunidades y cambio. El país tenía en su recuerdo cercano una inútil abundancia de leyes, varias constituciones, conspiraciones, violencia, corrupción, golpes de Estado, inequidad, exclusión, la Guerra de los Mil Días (1899-1902), la expropiación de Panamá (1903) y el evidente deterioro de la academia; de hecho, la primera escuela veterinaria fundada por Vericel se cerró con la guerra. Se valoraba lo foráneo y se despreciaba lo local, y el patrimonio artístico prehispánico era desconocido o rechazado y el de la Colonia subvalorado; la tradición indígena se ignoraba, las clases “subalternas (negros, mestizos e indios) eran tenidas como incapaces de progreso” (Castro Gómez, 2008, p. 236).

A comienzos del siglo XX solo el 12 % de la población vivía en las ciudades de más de 10.000 habitantes; el analfabetismo rondaba el 75 %, y la expectativa de vida no alcanzaba los 40 años. De acuerdo con Melo (2003):

uno de cada seis niños iba a la escuela. Las epidemias amenazaban a los menores, y el tifo, la viruela o las enfermedades gastrointestinales mataban a uno de cada seis niños antes de cumplir un año. Los médicos solo existían para la minoría que podía pagarlos: para las enfermedades había que resignarse a infusiones de hierbas u otras formas de medicina alternativa y casera. Apenas uno de cada cincuenta colombianos terminaba secundaria, y uno de cada doscientos la universidad. (párr. 2)

Había descontento con el servicio de tranvías de mulas. En el país había dos o tres automóviles; los caballos eran de los ricos, y los trenes que salían de Bogotá o Medellín no llegaban todavía al río Magdalena (Melo, 2003).

Era una época compleja, con una situación económica y política difícil, que caracterizó el quinquenio de Rafael Reyes (1904-1909) y el gobierno de transición de Ramón González Valencia (1909-1910). Se iniciaba un nuevo gobierno: Carlos E. Restrepo, abogado y periodista republicano (alianza entre algunos liberales y conservadores), había sido elegido para el periodo (1910-1914) (Plazas, 1993).

Se buscaba renovar la representación visual de la nación; se debía luchar contra la invisibilidad de la patria: ¿qué imagen dar de ella misma en el teatro de las naciones civilizadas?

Los preparativos para la celebración avanzaban: el Gobierno asignó un presupuesto que puede considerarse modesto ($180.000), en comparación con el de varias ciudades de América Latina, pero que superaban en mucho la capacidad económica del Estado; se solicitó a las organizaciones privadas y a la ciudadanía la colaboración para terminar la construcción de los diversos pabellones de la Exposición Agroindustrial y, paradójicamente, el agro era en ese entonces la representación de la nación y debía ser el factor de visibilidad internacional (Martínez, 2000).

Las exposiciones universales eran el paradigma y Colombia había fracasado en su representación oficial en ellas. Los conflictos civiles, el agotamiento del erario público, la irresponsabilidad de los comisarios designados por el Gobierno y la dificultad para contar con una colección de productos nacionales digna de ese nombre explicaban, en la opinión de Martínez (2000), el reiterado fracaso de la participación oficial.

El modelo para la exposición de 1910 fue el de París de 1889, que celebró el centenario de la Revolución. El lugar escogido fue el parque de La Independencia en el sector de San Diego. La Exposición Agroindustrial de 1910 era una exaltación del trabajo y el progreso, pues el país debía aprovechar las riquezas naturales mediante procesos industriales. Este cambio se esperaba desde finales del siglo XIX. Camacho Roldán (citado en Castro Gómez, 2008) lo manifestaba en foros y escritos: “nada se prosigue con constancia y muy poco llega a su término natural; proponía “cultivar el instinto mecánico de nuestro pueblo con premios en efectivo a quien lograra inventar máquinas para industrializar el agro” (p. 209).