Historias de terror

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Estoy sentada en la parte de atrás de un descapotable. Aquí estamos apretujadas cinco personas, más otras tres en el asiento de delante, embutidas de lado o montadas en los regazos de otras. Recuerdo a alguien encaramado a la parte posterior del vehículo, como el gran mariscal de un desfile. Es muy pasada la medianoche, y las anchas calles de esta zona residencial de las afueras están desiertas. Vamos conduciendo por debajo del límite de velocidad, porque estamos bebiendo. Levanto la mirada hacia el cielo, que está de color granate intenso y atravesado por ramas de árbol abovedadas. El viento me trae el olor de sus nuevas hojas veraniegas.

Estamos regresando después de una fiesta. Vamos a dejar a todo el mundo en casa uno por uno, y nadie quiere ser el primero. Quienquiera que esté conduciendo sigue vagamente las direcciones que le da quien sea el siguiente, pero en realidad solo estamos dando vueltas. Se ha acabado el colegio y nuestros empleos de verano aún no han empezado. El futuro parece infinito. Quizás bajemos luego al lago con neveras llenas de vino y de cerveza a beber. Quizás vayamos en coche a Evanston a ver en qué clase de antros podemos colarnos.

No recuerdo en qué año estamos. Quizá sea 1984 o 1985. Soy como mínimo estudiante de tercer año en el instituto y esta noche soy propiedad de un chico con el que acabo de empezar a salir, el amigo del hermano de otro amigo mío. Nos conocemos todos desde la escuela primaria, salvo por una chica que está sentada a mi izquierda. No sé cómo ha llegado aquí, pero bienvenida sea.

Somos un grupo de juerguistas poco complicados. La vida nos va bastante bien. Compartimos los malos rollos habituales: cosas como las solicitudes de ingresos en universidades, los padres pesados y las rupturas sentimentales. Pero las familias de todo el mundo son más o menos por el estilo. Esta es una zona muy conformista. Los padres viajan diariamente al centro para acudir al trabajo o cogen aviones y hacen viajes de negocios. Las madres se quedan en casa cocinando, limpiando, bebiendo, decorando y haciendo de anfitrionas. Todo el mundo hace deporte los fines de semana. En gran medida nuestras historias son intercambiables. Salvo cuando alguien va y hace algo estúpido, como contar la verdad acerca de sí mismo.

Yo nunca lo habría hecho. Ni en un millón de años. Corte de rollo total.

—Ven aquí.

Mi nuevo novio me pasa el brazo alrededor del cuello y tira de mi rostro para aproximarlo al suyo. Está bastante borracho. Nos besamos un rato, moviendo perezosamente las lenguas. Tiene el sabor dulce de la cerveza. El olor de su colonia, mezclado con el cálido aroma de su piel, me produce una sensación vertiginosa y me excita locamente. Deslizo unos cuantos dedos bajo los botones de su camisa Oxford para experimentar la novedad del vello de su pecho. Me impresiona la fuerza de sus músculos. Me tiene firmemente agarrada de la parte interior del muslo y desliza la mano más arriba, subiéndola disimuladamente bajo la falda hasta presionar con el dedo índice el surco de mi coño. Empieza a frotarlo arriba y abajo mientras me da un beso con lengua. Nadie me había acariciado así antes jamás. Se me arquea la espalda involuntariamente y aprieto mis pechos contra su cuerpo.

De repente, el coche da un viraje que hace entrechocar nuestros dientes. A alguien se le cae el cigarrillo sobre la tapicería, y todos nos levantamos de nuestros asientos para que los chicos puedan apagarlo a manotazos. De la colilla encendida saltan chispas mientras la persiguen por el suelo del coche.

—¡Pero qué hostias! —maldice el chófer mientras para el coche a un lado de la calle—. ¿Queréis tener cuidado? ¿Ha dejado un quemazo?

Todo el mundo se tranquiliza mientras el coche vuelve a coger velocidad.

—Hermano…

El hermano de mi chico le entrega a este una cerveza sacada de la mini nevera del asiento delantero. Se ponen a quejarse de su programa de entrenamiento de fútbol americano veraniego. Yo me vuelvo hacia la chica a la que nadie conoce. Es muy guapa, tiene una larga melena rubia y unos pómulos que parecen de cristal tallado. No recuerdo cómo nos conoció. Solo sé que necesitaba que la llevaran a casa, así que la estamos llevando nosotros. Parece joven. Puede que sea una estudiante de primer año.

—Entonces, ¿estás mentalizada para este verano? —le pregunto mientras me retuerzo el pendiente y me siento como una sofisticada hermana mayor.

—No —responde ella con nerviosismo.

Me ha sonado tan raro que me cuesta unos segundos procesarlo. Por aquí todo el mundo dice «¿Estás mentalizada para?» para todo, y la respuesta apropiada es siempre «Totalmente». No hace falta que lo digas en serio; sencillamente es una forma de iniciar una conversación. Pero literalmente es la frase más común pronunciada en la Orilla Norte. Me arrepiento un poco de haber empezado a hablar con ella.

Me doy cuenta de que quiere que le pregunte más cosas, pero no digo nada. Finalmente, inquiere tímidamente:

—¿Y tú?

Me encojo de hombros.

—Totalmente. Estoy trabajando en Ravinia con un par de amigas. Va a ser increíble. No sé, supongo que seguramente estaremos de marcha el resto del tiempo. Luego me iré por ahí en agosto.

—Ay, ¡qué guay! ¿Y adónde vas a ir? —me pregunta levantándose sobre las rodillas y manifestando unos modales de chica correcta, de manera que vuelvo a sentirme cómoda hablando con ella. La cháchara entre desconocidos tiene su propio ritmo, y hay que respetarlo si se quiere que siga fluyendo el chi.

—Vamos a una casa en Lakeside, Michigan, que está justo al otro lado del lago. Mis primos vienen todos los años, y es divertidísimo. Está como pegada a la orilla. Es tan hermoso. Apenas puedo esperar.

Aquí ella tiene un par de opciones. Puede decir «Dios mío, ¡qué guay!» o «¡Pero qué envidia me das!» o incluso «Nosotros vamos a Wisconsin». Pero no dice nada normal. Se limita a mirar melancólicamente hacia un lado, a suspirar y a decir «Ojalá», sin llegar a terminar la frase.

Esto es agotador. Quiero que mi novio me rescate, pero está inclinado hacia delante hablando con los que ocupan los asientos delanteros. Lo único que puedo hacer es acariciarle la espalda y estirar el cuello por ahí para ver si hay alguna otra conversación a la que pueda sumarme.

—Lamento ser tan deprimente —dice ella volviéndose hacia mí con el ceño fruncido—. Solo estoy asustada.

—¿De qué? —pregunto yo, tratando de encontrar un punto de equilibrio entre la cortesía y la indiferencia.

—Esta es mi última noche —dice mirándome fijamente mientras se zambulle en mi mirada—. Mañana voy a someterme a una intervención quirúrgica. Van a retirarme parte de la nariz y de la mandíbula, y el médico dice que nunca más volveré a tener el mismo aspecto.

En un primer momento pensé que bromeaba, o que mentía para recabar atención. Pero ahora me doy cuenta de que estaba genuinamente asustada.

—¿Qué será de mí?

Está suplicando que la consuelen, mirándome como si yo tuviera alguna idea de qué coño contestar, como si ya estuviéramos en la sala del hospital esperando al anestesiólogo.

—No lo sé —contesto, sin tener ni idea de qué decirle—. Es terrible —agrego, porque así lo siento. Es una de las chicas más guapas que he visto jamás. No puedo imaginarme lo que sería enfrentarse al hecho de quedar desfigurada a su edad, antes de que no te haya sucedido nada siquiera; antes de la universidad, antes del matrimonio, antes de todo. Estoy paralizada, parada en la cuerda floja, a mitad de camino entre lo que creía que era la realidad hace apenas un minuto y lo que ella me está pidiendo que contemple. Es excesivo.

—No quiero volver a casa —declara sin dirigirse a nadie en concreto. Es como si todos sus pensamientos estuvieran derramándose por su boca y ella no pudiera evitarlo.

No sé cómo reaccionar, así que me quedo ahí sentada, soportando el desasosiego. Por obra de algún milagro, consigo seguir ahí presente. Echando la vista hacia atrás, siempre me he alegrado de que así fuera. Ella necesitaba alguien en quien poder confiar.

—¿Te parezco guapa? —indaga con voz temblorosa.

Es la pregunta de una niña de ocho años, desesperada por obtener confirmación. Evidentemente, no quiere estar sola con su desgracia, pero yo no puedo salvarla. Yo no puse en marcha la cuenta atrás. Es probable que sus padres la hayan dejado salir esta noche porque querían que saboreara un poco todo lo que va a perderse en el futuro, toda la excitante emoción de ser joven. Me parte el corazón que este aburrido trayecto en coche sea su última gran aventura, su última experiencia de libertad adolescente, sin que nadie se la quede mirando y con un montón de tíos que matarían por pedirle que saliera con ellos.

—Eres preciosa —le digo—. En serio, ojalá yo me pareciera a ti.

He dicho lo correcto. Ella sonríe y su rostro se ilumina con una expresión de auténtico orgullo, una visión de esplendor adolescente. Pero su melancolía regresa como una nube que roba el calor del sol en un fresco día otoñal, trayendo consigo la frialdad del invierno. Sabe que tiene que despedirse.

—Ojalá me hubiera hecho más fotos —dice mirándose las uñas—. Solía odiar el aspecto que tenía en las fotos.

Quisiera que esto nunca hubiera ocurrido. Quisiera que nunca hubiera escuchado su historia. Quisiera que ella nunca hubiera estado aquí. Pero no puedo hacer que desaparezca sencillamente porque eso es lo que quisiera.

—¿Te acordarás de mí? ¿Te acordarás del aspecto que tengo ahora mismo? —me suplica mientras estira la mano y coge la mía.

—Lo haré —digo yo. No sé qué otra cosa hacer para que se sienta mejor.

Y así es, Magdalena. Hasta el día de hoy.

 

Capítulo 5 Tres malos augurios

Voy conduciendo hacia Oak Park para recoger a mi misántropo amigo Peter. Nos vamos de viaje; volvemos a la universidad para nuestra reunión de después de pasado un año. Me sorprende que quiera ir de fiesta a nuestra alma máter tan pronto después de haberse licenciado, pero supongo que echará de menos a sus amigos. Tendría que haberse venido con nosotros a San Francisco. Nos fuimos todos a tomar por culo a la Costa Oeste durante un año. Peter se fue a escribir guiones en Los Ángeles, y mis otros amigos y yo nos instalamos en el norte de California sin hacer nada, las cosas como son. El Área de la Bahía era todavía más progresista que Oberlin, y desde luego mucho más divertida que cualquier apestoso fin de semana de exalumnos. Aun así, yo me apunto a cualquier cosa que me saque de casa por unos días.

Quiero a mis padres, pero él y yo coincidimos en que lo peor de volver a vivir en casa es el aburrimiento. Estoy acostumbrada a quedarme por ahí hasta tarde, a vagabundear por la ciudad y a conocer a gente nueva de forma espontánea. A mis padres les gustaría verme dar pasos concretos de cara a valerme por mi cuenta, y eso es algo con lo que me cuesta cumplir a diario. Quiero ser artista. He sabido que estaba destinada a ser artista desde que era pequeña, y según todo lo que aprendimos en clase de Historia del Arte sobre las míseras vidas de los grandes pintores y escritores, eso significa hedonismo, pobreza y brillantez desgarrada en estado puro. No es culpa mía que en mi profesión se idolatre a los lunáticos. Yo estaba disfrutando de una despreocupada existencia bohemia en San Francisco hasta que me quedé sin dinero. Ahora me requieren en Winnetka para que me haga cargo de la ingrata tarea de madurar.

He estado buscando trabajo, pero no hay gran cosa para la que esté cualificada. Me quedo mirando la sección de empleo del diario matinal y me revuelvo por dentro ante las descripciones. «Imprescindible conocimientos de informática.» «Imprescindible tener coche propio.» «Imprescindible ser capaz de teclear 50 palabras por minuto.» La ansiedad se me acumula cual ácido en la boca del estómago hasta que se me quita el apetito. «Especialidad en Historia del Arte» y «asistente de artista» suenan a artículos del currículo de una diletante en cualquier ciudad, y la economía de Chicago no anda precisamente desbocada en el sector creativo. No paran de despistarme una y otra vez las mismas reflexiones perturbadoras: ¿Cómo escapo? ¿Adónde me escapo? Tengo la sensación de estar viviendo en el lugar equivocado, de haber sido criada por la gente equivocada y de haber nacido en el momento equivocado de la historia.

A veces Peter y yo quedamos en el centro y escribimos chistes juntos. Se supone que tendríamos que estar dejando currículos por ahí y acudiendo a entrevistas de trabajo, pero acabamos pasando todo el día sentados en una cafetería partiéndonos el culo de la risa. Queremos sacar un fanzine humorístico, así que imaginamos escenas graciosas. Paseamos por las galerías del Art Institute observando a la gente. Él intenta ponerme nerviosa amenazando con tocar un cuadro o derribar una estatua. Yo finjo ser una docente guiando una visita; le explico obras de arte a gente que no sabe por qué les estoy hablando. Nos disfrazamos y nos hacemos secuencias fotográficas interpretando el sketch. Se supone que yo tengo que recortar nuestras figuras y colocarlas en ilustraciones, como los fotomontajes de las revistas de las vanguardias. En lugar de eso, las he estado utilizando como portadas de mis cintas Girly-Sound, grabaciones en casete que he estado haciendo desde que volví de la Costa Oeste. Vivo del dinero que la gente me envía por hacer copias de mi música, pero no llega ni de lejos para pagar el alquiler de un piso propio. Como siga viviendo en casa mucho más tiempo, voy a volverme loca.

Hay poco tráfico, y me estoy desplazando a una velocidad bastante buena. Odio estas extensiones de nada que hay en los laterales de las autopistas estadounidenses. Pienso en toda la gente que vive en esos edificios de apartamentos de ladrillo pardo, en cómo todos preferirían estar en otra parte. Intento imaginarme a mí misma mudándome a uno de los apartamentos de la parte de atrás con las escaleras de incendios y los balcones pequeños. A mi edad, el conformismo asusta más que el fracaso. Mi objetivo es destacar entre la multitud. Me da igual lo que me distinga, siempre y cuando pertenezca a las artes creativas. Necesito expresar toda la emoción y todas las ideas que están dando vueltas en mi interior o acabaré cabreada de por vida. Tengo tantas cosas que decir, pero nadie me escucha. Esa es mi motivación mañana, tarde y noche: mostrarles a los demás el mundo tal como lo veo yo. Estoy teniendo toda clase de pensamientos profundos, seguramente porque vamos de camino a Oberlin. Creo que, en lo que a mi experiencia universitaria se refiere, quizás necesite pasar página del todo.

Llego a la parte de la autopista que está en construcción y tengo que prestar atención. Voy conduciendo por el carril izquierdo, cerca de la mediana de hormigón. Están haciendo obras allí, así que han desplazado la barrera hacia el exterior del arcén. Si bajara la ventanilla y sacase la mano, seguramente podría tocarla. Parece increíblemente peligroso no dejar margen para el error a unas velocidades tan altas. Voy a unos ciento veinte kilómetros por hora, igual que todos los demás. Mantengo ambas manos sobre el volante, en las posiciones de las diez y las dos, y noto que los baches de la carretera ponen a prueba mi agarre. Vamos a tomar una curva larga y sinuosa hacia la derecha. Es como si la mediana de hormigón estuviera dándome alcance y tuviera que correr más que ella.

Se me ocurre una reflexión que apenas dura una fracción de segundo, una de esas meditaciones aleatorias que tiene todo el mundo a lo largo del día. Me pregunto por qué nadie sufre nunca un accidente de automóvil viajando en el carril izquierdo. Sigue pareciéndome increíble que todos esos conductores de capacidad media realicen maniobras relativamente difíciles todos los días y que nada salga mal. Millones de personas consiguen llegar con éxito hasta sus destinos sin morir, pese al peligro potencial, sobre todo en este carril interior en el que viajamos más rápido y tomamos curvas más cerradas. Imaginaos el daño que infligiría a todos los demás vehículos que hay en la carretera si perdiera el control ahora mismo. Sería una auténtica putada para todo el mundo.

Unos diez segundos después de haber pensado esto, una limusina que viaja hacia mí en dirección opuesta empieza a derrapar en su carril. El tiempo se ralentiza, y veo cómo la parte trasera de la limusina gira por completo hasta ponerse delante sin que el vehículo deje de moverse en espiral. Debido a nuestras respectivas velocidades relativas, apenas logro entrever el accidente antes de pasar de largo. Voy fluyendo con el resto del tráfico como si nada hubiera ocurrido. Aún hoy puedo ver la parte de atrás de la cabeza del conductor golpeando la ventanilla mientras el coche daba una vuelta de trescientos sesenta grados. Me doy cuenta de que es posible que haya presenciado los últimos momentos de vida de alguien. Quiero parar el coche, salir de la autopista y tomar calles secundarias para volver a casa, pero no puedo. Peter me está esperando. Esa es precisamente la clase de plantón de última hora que siempre le preocupa que vaya a darle.

Conocí a Peter durante la primera noche de orientación de estudiantes de primer año. Nos habían asignado el mismo dormitorio. A ninguno de los dos nos gustaba lo de formar grupitos y contarles a desconocidos quiénes éramos. Él me tomaba el pelo por negarme a ponerme la etiqueta con mi nombre. Lo había escrito en ella, pero la agitaba en torno a la punta de mi dedo índice ante cualquiera que quisiera saber mi identidad. Como si mi nombre explicara algo. Podía ser amiga de alguien durante meses sin importarme cómo se llamaba. Si podía buscarlo, no quería hacerle un hueco en mi cerebro. Había estado memorizando datos durante toda mi vida y nunca me había parecido algo útil.

Peter y yo acabamos en círculos sociales muy diferentes, pero durante aquellos primeros días en Oberlin, hicimos buenas migas por nuestra mutua incomodidad con el ambiente progresista. Los dos procedíamos de barrios conservadores de Chicago y nunca habíamos experimentado nada semejante a lo que veíamos en el campus. Todo el mundo tenía pelos en sitios donde nosotros nos lo habríamos afeitado. Todo el mundo se quitaba la ropa delante de los demás sin vergüenza alguna. Los libros, la música y las películas que conocíamos parecían poco o nada sofisticados en comparación con las referencias culturales que otros alumnos hacían en clase. Aquel primer semestre, los dos hablamos menos y escuchamos más, pese a que habíamos sido gente gregaria y extrovertida en el lugar del que procedíamos. Era un alivio poder reírse en privado con alguien sin tener que preocuparse de estar siendo políticamente incorrectos o no.

Cuando llego a casa de Peter, estoy deseando contarles a él y a su amigo John lo que me ha pasado por el camino. Al narrarlo, no suena tan alucinante como me había parecido mientras sucedía.

—Puede que tengas poderes paranormales —dice Peter, anticipándose a lo que quiero que diga, pero en un tono que no deja de transmitir su escepticismo. El padre de Peter es el pastor de su iglesia, así que él desconfía de cualquier cosa que huela a prepotencia religiosa. Tiene una actitud irritante e insolente, como reacción al modo en que fue criado.

—Tengo poderes —me reafirmo despectivamente, mosqueada por haberme molestado en contárselo a nadie. A mí me suceden cosas legítimamente extrañas, pero como también tengo una imaginación hiperactiva, no gozo de credibilidad alguna entre mis amigos.

—Yo creo en esas cosas —dice John. Está siendo amable, pero Peter se mofa y enrolla un pañuelo de papel y se lo tira. No quiere que John me dé alas.

—¿Qué? —protesta John a la vez que esquiva el misil de Peter—. ¡Es verdad! A mí me han sucedido unas cuantas cosas de lo más raro. A veces las cosas coinciden demasiado como para explicarlas de ninguna otra manera.

Estamos pasando el rato en la cocina esperando a que llame la madre de Peter. Han metido una pizza congelada en el horno y puesto accidentalmente en marcha el mecanismo de autolimpieza, y ahora nuestra única esperanza es que ella nos diga cómo sacarla antes de que se queme y se convierta en un disco de carbón.

—Tú no crees en esa mierda, hostias —dice Peter, fabricando más bolas con pañuelos de papel y lanzándoselas a John.

—Pues claro que sí —replica John mientras intenta golpear las bolas de papel para devolvérselas a Peter—. Tú no sabes en qué creo.

Estoy escuchándolos reñir mientras me acuerdo de las felices reuniones vacacionales de mi familia cuando era joven. Yo era la única chica en una familia llena de chicos mayores que yo, y casi me siento como si estuviera de vuelta en casa de mi tío en Grandlin Avenue, relegada a los márgenes con mi vestido de Polly Flinders, mis calcetines hasta la rodilla y mis zapatos Mary Jane, viendo a los chicos armar jaleo y sintiéndome celosa por no poder participar. Me pasé un montón de reuniones familiares sola, jugando con las mascotas o caminando por la finca con mi abuela Winnie. Aquello me convirtió en un chicazo durante varios años, hasta que la pubertad me devolvió a mi ser.

Me acerco al fregadero para servirme un vaso de agua. No sabría decir lo que ha suscitado este impulso —quizás solo busque una manera de acoplarme a la acción de nuevo—, pero hurgando entre la pila de platos sucios encuentro un mazo de carne, uno de esos martillos con cabeza en forma de bloque que se usan para aporrear filetes. Le paso el anticuado utensilio a Peter, que lo coge, perplejo. Yo me quedo mirando el pesado mazo que descansa en su mano.

—Sería una putada que algo así te diera en la cara —digo sin que venga especialmente a cuento, y vuelvo a colocarme en el umbral de la puerta del comedor, apoyada contra el marco mientras le doy sorbos a mi refresco. No puedo quitarle los ojos de encima al mazo de carne. Pienso en lo raro que es que sigamos utilizando una tecnología que no estaría fuera de lugar en una cocina medieval.

—Desde luego, sería una putada.

Peter usa el mazo para lanzarle bolas de papel a John, que se pone a buscar algo que pueda utilizar como raqueta. Primero prueba con una linterna, con escaso resultado, y luego enrolla una revista, lo que resulta infinitamente más eficaz.

 

Estamos pasándolo bien, haciendo caso omiso del olor a pizza quemada. Yo estoy obsesionada con los golpes de Peter. Le está costando atinar con el saque. Lanza la bola de papel al aire, pero falla repetidamente debido a la lentitud con la que desciende el papel. Resistencia del aire. Estoy a punto de ofrecerle asesoramiento cuando de repente se me mete otra idea en la cabeza.

—¿No sería una putada que ese martillo saliera volando de tu mano y me dejara ciega?

—¿Qué? —suelta John, riéndose de mi incongruencia.

Me vuelvo y lo veo de pie junto a la cocina. En ese instante escucho un sonoro crujido, y mi visión se reduce a un puntito del tamaño de la cabeza de un alfiler. Es como ver apagarse la pantalla de una televisión en blanco y negro. Siento que me fallan las piernas. Tengo que hacer acopio de todas mis fuerzas para no perder el conocimiento por completo. Cuando vuelvo en mí, estoy desplomada en el umbral de la puerta con la nariz chorreando sangre. Me miro la camisa, que se está poniendo completamente roja.

—¡Hostia puta! —grita Peter.

—¡Ay, Dios mío! —exclama John boquiabierto.

Peter y John están tan conmocionados que en un primer momento ni se mueven. Cuando me ven deslizarme más hacia abajo todavía, se acercan a toda prisa y me aguantan para que pueda mantenerme en pie. Tengo una sola cosa en la cabeza.

—Me habéis oído decir eso, ¿verdad? Habéis sido testigos.

—No puedo creer que dijeras eso en ese preciso instante.

John está conmigo al cien por cien.

Peter parece abatido: se siente culpable y está asustado.

—No sabes cuánto lo siento —dice mientras me muestra el mango vacío que lleva en la mano—. La cabeza ha salido volando. Se ha salido del mango sin más. Lo siento, Liz. ¿Vamos al hospital?

—No. —La adrenalina me está reanimando—. Mi padre es médico. Tengo que volver a casa.

—¿No crees que a lo mejor deberías quedarte aquí?

A John le preocupa que esté reaccionando demasiado rápidamente. Todavía estoy temblando. Voy a echarle un vistazo a mi cara en el espejo del cuarto de baño. El puente de la nariz se me ha hinchado hasta ponerse del doble de su tamaño normal. Tengo la piel de debajo del ojo izquierdo tensa y rosada, llena de líquido, y se puede apreciar claramente la marca donde la esquina del mazo ha impactado en mi rostro. No le ha dado al ángulo interno del ojo izquierdo por apenas unos centímetros. De no haber estado mirando a John, ahora estaría ciega. Ahora bien, si no hubiera invocado el anormal suceso, ¿se habría producido?

—No tiene tan mala pinta —observa Peter metiéndose a presión en el tocador y mirando por encima de mi hombro. Los dos nos reímos.

—De verdad que lo siento —me dice por tercera vez. Le está costando expresar sus emociones.

—Lo sé. No ha sido culpa tuya.

Yo lo creo casi más que él. Me pregunto si el significado del coche girando sobre sí mismo en la autopista no sería advertirme de que el peligro se aproximaba, de cabeza y a toda velocidad.

El grueso del sangrado cesa al cabo de cinco minutos. Las membranas interiores se han hinchado hasta tal punto que ahora me gotea sangre por la garganta. Si lo miramos por el lado positivo, ahora que no estoy chorreando sangre, los chicos están dispuestos a dejarme marchar. Quiero marcharme de casa de Peter lo antes posible. Las últimas seis horas han sido muy angustiosas. Ya he estropeado la mayor parte de los paños de cocina de su madre, y Peter no tiene el menor reparo en entregarme el último para envolver un montón de hielo para el trayecto de vuelta. Mientras me despido con la mano, estoy convencida de que piensan que estoy loca. Apenas me vuelvo; literalmente, me largo corriendo. Es el final de una era. Lamento tener que decir que este incidente nos distanció a Peter y a mí. En lo que a mí respecta, está todo enredado con mi miedo a los augurios y a la religión organizada. No me gusta la idea de que algo invisible tenga poder sobre mí. Para él fue horrible destrozar la cara de una chica que le gustaba.

Todo el mundo piensa que mi canción «Fuck and Run» va de sexo, y en cierto modo así es, pero también va de estos momentos en los que se renuncia a los vínculos y los sentimientos reales en favor de la supervivencia. Nos congregamos y salimos despedidos como bolas de billar al colisionar porque, por el motivo que sea, presentimos el aniquilamiento.

Cuando llego a casa, mi padre me examina y concluye que no hay nada roto. Me da un poco de codeína y me manda a la cama. Mamá no está en la ciudad, porque de lo contrario estoy segura de que hubiese intervenido. Compruebo obsesivamente la hinchazón a lo largo de las cuarenta y ocho horas siguientes, cada vez más preocupada de que se me haya quedado torcida. Finalmente, al cabo de tres días, papá me mira desde el otro lado de la mesa de desayuno, le pega un bocado a un croissant y, sin disculparse ni mostrar remordimiento alguno, dice: «Quizás tengas razón. Puede que te la hayas roto».

Lo estoy haciendo parecer un desalmado. Si acaso, es demasiado sensible. Pero no cuando se trata de diagnósticos médicos. Cualquier hijo de médico os lo dirá: a menos que lleves el puto brazo colgando del hombro de un hilo, siempre piensan que sus hijos están perfectamente. Odian llevarse el trabajo a casa con ellos. Los médicos ven tantos casos extremos en las clínicas que, comparados con estos, tus problemas parecen insignificantes. Es un trabajo que embota el corazón. Día sí, día también, a todo el mundo le pasa algo. No es solo que piensen que estás perfectamente, es que necesitan que lo estés. El hogar es el único refugio que tienen ante la enfermedad, las heridas y la fragilidad del género humano. Los médicos necesitan regresar a un hogar lleno de triunfadores y supervivientes.

El martes me lleva en coche al centro a ver a un amigo suyo. Para mí, ir al médico significa tener una cita puntual con el director de algún departamento, algún amigo de un amigo o un colega de alguien de nuestro entorno. No he ido a ver a un médico de cabecera desde que iba al pediatra. Los médicos harán cualquier cosa con tal de permanecer fuera del hospital. Conocen mejor que nadie las limitaciones de su profesión. Nuestro amigo del alma, médico de cabecera, se levantó al día siguiente de una operación a corazón abierto y se fue a casa. Piensa en eso la próxima vez que estés intentando obsesivamente concertar una cita con tu médico porque estás resfriada.

Estoy tumbada en la camilla, mirando fijamente a un cirujano plástico muy amable mientras me sujeta las mejillas y escruta cuidadosamente mi estructura ósea.

—Mmm, esto está un poco raro —dice, recorriendo la marca con el dedo mientras calcula el ángulo de la fractura—. Has tenido mucha suerte. Si hubieras venido inmediatamente, esto te dolería menos. Pero creo que, si le aplico un poco de presión, puedo volver a ponértela en su sitio.

Antes de que pueda protestar, él apoya su peso sobre sus pulgares a ambos lados del puente de mi nariz y empuja hacia abajo. Mi herida apenas cicatrizada chilla en protesta, y mi cráneo también está furioso con él. Me está apretando la cabeza contra la mesa, chafándome la cara contra la almohadilla de plástico de un modo muy desagradable. Me lloran los ojos. Rechino los dientes y tengo el rostro contraído en una mueca. Estamos en punto muerto: fuerza y resistencia.

—Justo aquí.

Reajusta la posición de sus manos, y escucho un crujido ensordecedor cuando el hueso apenas soldado vuelve a separarse y todo el conjunto vuelve a encajar más o menos en su sitio. Sigue estando torcida, pero como nuestro amigo médico de cabecera comentó en el transcurso de una velada —meses más tarde— me ha proporcionado un perfil más distinguido. Lo que sea. No pienso volver a menos que mi respiración obstruida me moleste de verdad.