Ciudades ocultas

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En el cuento de Ribeyro, tanto Leandro como los anónimos invasores son conminados a desaparecer, a desintegrarse frente al violento avance de la ciudad, en cuya dinámica subyace la rígida separación entre aquello que le pertenece al ciudadano y aquello que es patrimonio común, posesión colectiva. Son extranjeros en su propia tierra, excluidos de los planes de expansión urbana. Mucho antes de ese episodio, en otro acto profundamente simbólico, varios de los pobladores, acosados por la necesidad, destruyen sus propias casas a cambio de dinero. Leandro, por su parte, también quiere dar el primer golpe a su vivienda, no por una remuneración, sino como signo de derrota e impotencia frente a la traición de quienes cedieron posiciones con la promesa de un lote en la llamada Pampa de Comas.10 Este gesto desconcierta a los encargados de la demolición, quienes suspenden las labores hasta el día siguiente. Ese es el momento que aprovecha el protagonista para partir, después de echar una última mirada a lo que fue por mucho tiempo su espacio privado:

Esa fue la última noche que pasé en mi casa. Me fui de madrugada para no ver lo que pasaba. Me fui cargando todo lo que pude, hacia Miraflores, seguido por mis perros, siempre por la playa, porque yo no quería separarme del mar. Andaba a la deriva, mirando un rato las olas, otro rato el barranco, cansado de la vida, en verdad, cansado de todo, mientras iba amaneciendo (Ribeyro, 1994 [II]: 40).

En esa ruta el narrador se reencuentra con su hijo Toribio y la mujer de este. Poco tiempo después de avanzar sobre esa nueva tierra de nadie, aparece de improviso una higuerilla. Ante la desesperación de Leandro, la imagen de esta planta desencadena el recuerdo y renueva la proverbial resistencia del personaje y de los suyos. En el espacio donde la tenaz especie ha brotado, los fugitivos encuentran un nuevo refugio y el relato se cierra precisamente en el punto de su inicio. Así, la imagen de la higuerilla inaugura un nuevo ciclo narrativo y existencial cuyos límites se extenderán más allá de los linderos de la historia contada y de la propia Historia; ubicada en un tiempo mítico trascendente, la higuerilla se erige en portadora de un “saber” que excede las tribulaciones del presente y, ciertamente, en instrumento de resistencia frente al caos social reinante en el mundo moderno.

2. “Por las azoteas”: un reino fugaz

El cuento “Por las azoteas” pertenece al volumen Las botellas y los hombres, publicado en 1964, y fue escrito en Berlín hacia 1958, época crucial en la estancia europea de Ribeyro. Con un registro que recuerda a la autobiografía, una voz en primera persona nos remonta a un tiempo lejano. Establecida esta marca cronológica, el innominado narrador se identifica con un niño que se concibe a sí mismo como “el rey de las azoteas” (exactamente a los diez años de edad).11

La estrategia del relato es altamente eficaz: la voz responsable de la enunciación narra episodios de una infancia ahora instalada en la memoria. Crea un ámbito ficcional que procede del presente de un adulto, pero que focaliza el relato desde la perspectiva de un inquieto niño en plenas vacaciones veraniegas. Pese a que no hay mayores indicios acerca del entorno concreto de los protagonistas, la referencia a las azoteas y la delimitación de sus contornos permiten concluir que se trata de la ciudad de Lima.

Lo más llamativo del texto, sin embargo, radica en el hecho de que el tiempo-memoria y el espacio tienden a fundirse en una sola entidad narrativa. Las azoteas donde transcurren las acciones principales se transforman así en el escenario del recuerdo como experiencia del paso del tiempo, al que un narrador acude para rescatar de los laberintos del brumoso pasado la figura de un amigo marginado por la sociedad con el que mantuvo un emotivo vínculo por un breve período. Es en este punto que la noción de cronotopo de Bajtin resulta útil para explicar las complejas relaciones entre lo espacial y lo temporal:

En el cronotopo artístico literario tiene lugar la unión de los elementos espaciales y temporales en un todo inteligible y concreto. El tiempo se condensa aquí, se comprime, se convierte en visible desde el punto de vista artístico; y el espacio, a su vez, se intensifica, penetra en el movimiento del tiempo, del argumento, de la historia. Los elementos de tiempo se revelan en el espacio, y el espacio es entendido y medido a través del tiempo (Bajtin, 1991: 237-238).

Por medio de la reconstrucción de la infancia, y gracias al ejercicio de la memoria, el sujeto de la enunciación fusiona la temporalidad con el territorio en el que se suceden las distintas acciones. Las azoteas por las que transita el narrador-protagonista mediante la evocación de un pasado remoto, a la luz de los presupuestos bajtinianos, devienen el tiempo objeto de reconstrucción. Ese territorio aéreo, sin embargo, no pierde del todo su naturaleza original: es un no-lugar, una suerte de espacio oculto y olvidado que se ubica sobre la parte más alta de las casas limeñas. El narrador, por lo tanto, anuncia su dominio sobre una tierra despersonalizada en la que se acumulan todos los objetos inservibles o en desuso. Simultáneamente, es el correlato del ámbito de la memoria, donde se guardan recuerdos de diversa índole, entrañables o intrascendentes:

Las azoteas eran los recintos aéreos donde las personas mayores enviaban las cosas que no servían para nada; se encontraban allí sillas cojas, colchones despanzurrados, maceteros rajados, cocinas de carbón, muchos otros objetos que llevaban una vida purgativa, a medio camino entre el uso póstumo y el olvido (...) (Ribeyro, 1994 [I]: 251).

Sin abandonar la peculiar focalización del relato (un adulto que cuenta como si fuera un niño), el sujeto de la enunciación enfatiza las características centrales de una azotea (en la parte superior de las casas) y en su funcionalidad: es una cima que alberga cosas despreciadas o simplemente olvidadas. También es un ambiente que puede “leerse” como una historia, como una crónica silenciosa de las familias que habitaron o habitan la zona inferior, donde el narrador sitúa conceptos como el orden, la disciplina o los buenos modales. Las azoteas se transforman así en una región definida por su contraste con el mundo “de abajo”, el de las reglas y la rutina asfixiante, de las cuales el narrador-protagonista, creando un nuevo universo, huye una y otra vez. Ahí se producirá el encuentro con el misterioso personaje de la poltrona.

Una vez delimitado el escenario de las acciones, el narrador incorpora la idea de la expansión o extensión de sus dominios. Para ello recurre a metáforas o analogías geopolíticas y militares, con el objetivo de justificar sus andanzas y desplazamientos sobre las alturas:

Mi reino, al principio, se limitaba al techo de mi casa pero poco a poco, gracias a valerosas conquistas, fui extendiendo sus fronteras por las azoteas vecinas (...) La presencia esporádica de alguna sirvienta que tendía ropa, o de algún obrero que reparaba una chimenea, no me causaba ninguna inquietud pues yo estaba afincado soberanamente en una tierra en la cual ellos eran sólo nómades o poblaciones trashumantes (Ribeyro, 1994 [I]: 251).

Al situarse dentro del microcosmos, el narrador enfatiza su soberanía y control sobre las azoteas; él es no solo ciudadano de una suerte de Estado imaginario, sino quien tiene el poder político. Reproduce, en un tono que recuerda a la carnavalización bajtiniana,12 la lucha incesante por el incremento del dominio espacial. Es precisamente en esas circunstancias que el protagonista encuentra la primera muralla casi infranqueable. Su perspectiva inicial de un mundo “al revés” y sin competidores experimenta un cambio significativo. Se produce, por lo tanto, el descubrimiento del espacio próximo, hábitat del hombre solitario que descansa sobre una perezosa.

Un caricaturizado principio de territorialidad anima al sujeto de enunciación a emprender la defensa contra quien considera un enemigo y que, tarde o temprano, emprenderá su propia campaña de conquista. Perder esa guerra significaría para el protagonista el desalojo y el retorno a la zona inferior, “(...) expulsado al atroz mundo de los bajos, donde todo era obediencia, manteles blancos, tías escrutadoras y despiadadas cortinas” (Ribeyro, 1994 [I]: 252), es decir, un confinamiento al lugar donde el sujeto de la enunciación debe soportar el férreo control de la autoridad paterna.

Queda así establecido el fuerte contraste entre la azotea, donde el poder lo ejerce a sus anchas un muchacho de diez años, y el de “los bajos”, en el que la férula de los adultos niega o constriñe la libertad de movimiento. La pulcritud y el aseo de la tierra “de abajo” se opone al desorden, a la informalidad y al desaliño “de arriba”. El espacio que anula al sujeto es una suerte de infierno o Hades, al que el protagonista deberá retornar cada día, como un castigo ineludible; el territorio liberado de las alturas es una representación del paraíso que, por algunas horas, lo redime de las obligaciones y mandatos.

El relato alcanza un punto culminante cuando el protagonista entra en contacto con el extraño, al que ha espiado sin evitar, a su vez, ser descubierto. Pronto se establece un vínculo entre ambos. Después de un diálogo sobre el control de las azoteas, en el que el hombre misterioso accede solo a gobernar a los gatos, dejándole al narrador el resto, se manifiesta la inquietud del muchacho. Él no está convencido del todo acerca de un adulto que parece no encajar en ninguno de los modelos establecidos por la sociedad. Su indagación revela con nitidez ciertos esquematismos propios de una burguesía que rechaza la existencia de outsiders o marginales que ponen en tela de juicio la estabilidad y el sentido común: “—¿Quién eres tú? —le volví a preguntar—. ¿No me habrás engañado? ¿Por qué estás todo el día sentado aquí? ¿Por qué llevas barba? ¿Tú no trabajas? ¿Eres un vago?” (Ribeyro, 1994 [I]: 254).

 

Las inacabables preguntas del muchacho nunca son respondidas por el otro personaje, quien siempre se muestra elusivo acerca de su identidad y su pasado y replica siempre con una historia descabellada o absurda. Es posible verificar en las interrogantes una subrepticia impregnación del discurso adulto acerca de las funciones del individuo en una sociedad moderna, articulada en torno de la división del trabajo. Resulta evidente que el hombre de la perezosa, barbado y sin ocupación fija, representa un poderoso elemento contestatario respecto del “mundo de abajo”, del que parece haber sido exiliado por alguna razón que nunca será revelada, ni siquiera al culminar la historia: al no ingresar en ninguno de los marcos sociales previstos, se coloca automáticamente en una periferia.

Así, la azotea, una “utopía” para el muchacho agobiado por los mecanismos de control, se transforma en el único espacio posible para el ejercicio de la libertad, pero también en un limbo donde hasta los seres humanos pueden ser arrojados como objetos inservibles o para ocultarse y evitar la censura de una familia. En tal sentido, también se vislumbran las rígidas estructuras de una ciudad anclada en una mentalidad de exclusión frente a aquello que no calza en los patrones convencionales. Sin embargo, la urbe aparecerá apenas como una sugerencia, mediante la alusión a su clima: “—Entonces escucha lo que te voy a decir: el verano es un dios que no me quiere. A mí me gustan las ciudades frías, las que tienen allá arriba una compuerta o dejan caer sus aguas. Pero en Lima nunca llueve o cae tan pequeño rocío que apenas mata el polvo (...)” (Ribeyro, 1994 [I]: 255).

El hombre de la perezosa, aislado y solitario, exterioriza una clara incomodidad frente al hecho de que esa urbe permanezca, a su vez, en el limbo de la indefinición. No es una región de extremos climáticos; por el contrario, se caracteriza por una medianía en la que no tienen cabida los rigores de un invierno gélido ni los de una estación veraniega tórrida. Una lectura más profunda del motivo que el narrador-protagonista pone en boca de su amigo delataría la crítica a una comunidad incapaz de autodefinirse por medio de una identidad de contornos más precisos. Lima, en consecuencia, podría ser visualizada como una inmensa “azotea”, poblada por valores y creencias anquilosadas que configuran un discurso de la intolerancia. En párrafos siguientes, la mención de un típico medio de transporte y parte del imaginario urbano limeño facilita una mejor contextualización del relato:

A mediados del verano, el calor se hizo insoportable. El sol derretía el asfalto de las pistas, donde los saltamontes quedaban atrapados. Por todo sitio se respiraba brutalidad y pereza. Yo iba por las mañanas a la playa en los tranvías atestados, llegaba a casa arenoso y famélico y después de almorzar subía a la azotea para visitar al hombre de la perezosa” (Ribeyro, 1994 [I]: 256).

En esos días comienza a perfilarse el escenario para el desenlace de la historia. El protagonista, que sigue alternando las visitas a la azotea con ciertos hábitos convencionales —el paseo a la playa—, se desplaza por la ciudad en un vehículo de uso público. No obstante, no hay referencias a lo que nuestro personaje contempla desde su asiento. Pese a la aparición explícita de los tranvías,13 poco es lo que sabemos de ese territorio. Son las últimas semanas de las vacaciones escolares,14 y el inicio de clases se asocia con un verano que se prolonga durante el mes de abril. Un tono crepuscular impregna la atmósfera. Solo en esas circunstancias el amigo del protagonista se despoja del halo de ambigüedad o misterio que lo ha caracterizado desde el inicio de la historia. Su identidad individual empieza a emerger, no solo a partir de las palabras que dirige al muchacho, sino también de los gestos, como el aparentemente inofensivo obsequio de un libro.

Respecto del esquivo personaje, Elmore (2003: 102) propone una solución patológica. El crítico ve en él una suerte de paria o marginado por causa de una grave enfermedad y por su condición de “artista”, ambas sancionadas o penalizadas socialmente:

El escritor enfermo, por el contrario, accede con una mansa ironía a los deseos del niño y se incorpora a la fantasía de éste sin invocar en ningún momento sus privilegios de adulto. La afinidad entre uno y otro se prolonga, por lo demás, bastante más allá del marco temporal en el cual sucede la anécdota, pues con el paso de los años el pequeño escolar también se entregará al oficio de contar historias (...).

Elmore concibe la soledad y el ostracismo del hombre de la azotea como una alegoría de la condición de los artistas y creadores que, en una sociedad tan estamental como la limeña, son objeto de desconfianza, cuando no de incomprensión o desprecio. Y el único que en ese territorio liberado del dominio patriarcal logra entablar una interacción con el personaje es el muchacho, quien, en el presente desde el que narra la historia, anuncia su condición de escritor. De ese modo se recrea un tema presente en otras narraciones de Ribeyro, como el cuento “De color modesto”, incluido en Las botellas y los hombres (1964).15 En las postrimerías de su existencia, ese “enfermo social” —sin un lugar ni una función específicos en esas estructuras segregacionistas— desafiará, por última vez, a ese orden perverso y mediocre que hace sentir su presencia desde los bajos.

Un día, casi al finalizar ese período estival, el escritor en ciernes (víctima de la represión paterna después del episodio del libro) retornará por última vez al refugio, espacio intransferible donde logró anular las distancias entre el mundo adulto y el infantil:

Solo vi un cuadrilátero de tierra humedecida. La sillona, desarmada, reposaba contra el somier oxidado de un catre. Caminé un rato por ese reducto frío, tratando de encontrar una pista, un indicio de su antigua palpitación. Cerca de la sillona había una escupidera de loza. Por la larga farola, en cambio, subía la luz, el rumor de la vida. Asomándome a sus cristales vi el interior de la casa de mi amigo, un corredor de losetas por donde hombres vestidos de luto circulaban pensativos. Entonces comprendí que la lluvia había llegado demasiado tarde (Ribeyro, 1994 [I]: 259).

3. “Espumante en el sótano”: un mundo vertical

“Espumante en el sótano” forma parte del volumen El próximo mes me nivelo (1972). Los datos consignan que fue escrito en 1967, cuando Ribeyro vivía en París. En contraste con el texto comentado anteriormente, explora el espacio como una auténtica dimensión subterránea, correlato de la situación social y laboral del protagonista. Las acciones transcurren, además, en un lugar muy concreto de Lima: el Ministerio de Educación, ubicado en el Centro de la capital. Desde la perspectiva del personaje principal, la ciudad emerge como un todo caótico, como un hervidero de ruido y movimiento:

Aníbal se detuvo un momento ante la fachada del Ministerio de Educación y contempló, conmovido, los veintidós pisos de ese edificio de concreto y vidrio. Los ómnibus que pasaban rugiendo por la avenida Abancay le impidieron hacer la menor invocación nostálgica y, limitándose a emitir un suspiro, penetró rápidamente por la puerta principal (Ribeyro, 1994 [II]: 239).

El párrafo inicial anuncia escuetamente la particular ubicación de Aníbal en ese medio: él mira de abajo hacia arriba la mole de concreto, vidrio y acero. El discurso narrativo en tercera persona, focalizado a partir de este individuo, establece una distancia entre el sujeto de la enunciación y las sucesivas acciones. Sin embargo, prevalece siempre la visión de Aníbal respecto de los acontecimientos. No es gratuito, entonces, que esa mirada siempre sea la del inferior, la de un modesto burócrata que ha consumido sus mejores años en los oscuros y hacinados ambientes de ese Ministerio.

Según los datos que el empleado proporciona, han transcurrido veinticinco años desde que empezara a laborar en esa dependencia pública. También sabemos que su jerarquía ha decrecido a medida que transcurría el tiempo, mientras que otros, que se iniciaron en la misma época, escalaron posiciones y se encaramaron en el vértice de la pirámide. Esta circunstancia corresponde, con simetría proverbial, al ambiente de trabajo, al hábitat cotidiano de Aníbal: el sótano del Ministerio, donde se ejecutan las tareas de menor importancia en oposición a los pisos altos, terreno de las decisiones y del ejercicio del poder. Más aun, el protagonista parece ser sujeto de marginación incluso por sus propios compañeros de trabajo, algunos más jóvenes que él, situación que, por su parte, neutraliza con un sentido de ascendencia cronológica basada en su “experiencia”. La escasa consideración de la cual es objeto se hace patente en un diálogo que sostiene con Gómez, un funcionario de mayor jerarquía:

Aníbal se acercó al recién llegado, haciéndole una reverencia.

—Señor Gómez, sería para mí un honor que usted se dignase hacerse presente...

—¿Y las copias?

Justamente, las copias, pero sucede que hoy hace exactamente veinticinco años que...

—Vea, Hernández, hágame antes esas copias y después hablaremos (Ribeyro, 1994 [II]: 240).

Basta este encuentro fugaz para tipificar el rol de Aníbal en el microcosmos burocrático: integra la legión de perdedores, confinados a una labor mecanizada escasamente reconocida tanto por sus pares como por sus superiores en rango. La despersonalización del vínculo afectivo queda plasmada en la indiferencia del personaje de apellido Gómez hacia la emoción particular de Aníbal. Solo este valora el cuarto de siglo transcurrido en el laberinto burocrático, y por ese motivo será el responsable de una patética conmemoración, en la que se convertirá en objeto de una suerte de “autohomenaje”.

No obstante, son los desplazamientos de Aníbal por ese universo de excluidos las mejores expresiones de su estatus y de su visión del espacio. A propósito, vale la pena citar un párrafo que describe la habitación en la cual nuestro personaje pasa la mayor parte de su tiempo. Conocemos este ambiente cuando el modesto empleado debe cumplir la orden de Gómez:

Empujando una puerta con el pie, penetró en la habitación contigua, minúsculo reducto donde apenas cabía una mesa, en la cual dejó sus paquetes, junto a la guillotina para cortar papel. La luz penetraba por una alta ventana que daba a la avenida Abancay. Por ella se veían, durante el día, zapatos, bastas de pantalón, de vez en cuando algún perro que se detenía ante el tragaluz como para espiar el interior y terminaba por levantar una pata para mear con dignidad (Ribeyro, 1994 [II]: 240).

Aníbal, desde esa locación en el subsuelo, atisba una realidad fragmentada, parcial. La calle se convierte para él en una sucesión infinita de zapatos y bastas de pantalón. Los viandantes han perdido su identidad: no tienen rostro ni sentimientos; son solo engranajes de una maquinaria urbana que aniquila las individualidades. La avenida Abancay, típico ejemplo de arteria central pero deteriorada y atacada por la pauperización, evoca de inmediato las condiciones imperantes en la urbe.16 La aparición del perro en medio del tráfago deviene tragicómica: es el único ser viviente que adquiere ciertos contornos y se anima a husmear a través del ventanal; pero en actitud poco higiénica y edificante, micciona en las inmediaciones. No es gratuito que la voz narrativa inserte un pasaje que, de manera ciertamente oblicua, corrobora el rechazo hacia Aníbal y a otros como él, sujetos que entre pasadizos y despachos jamás serán reconocidos en su justa dimensión humana. De ahí que el gesto de Aníbal por rediseñar la función de ese hábitat de trabajo cobre una inusitada cuota de dramatismo, constante en otras narraciones de Ribeyro.

Aquello que rutinariamente es el ámbito de la postergación —que ya dura un cuarto de siglo para el personaje— devendrá ámbito de rito celebratorio o, en un nivel más sombrío, se constituirá en la efeméride de su fracaso e incapacidad para el ascenso en el escalafón ministerial. Esta suerte de remedo de los ágapes que se celebran en las alturas del poder burocrático solo puede efectuarse en las profundidades del edificio, uno de los primeros rascacielos que se erigieron en la ciudad de Lima durante la década de 1950, cuando gobernaba el Perú un dictador: Manuel Odría, “el general de la alegría”.17

 

El narrador impersonal transforma al inmueble, inscrito en el imaginario urbano, en una auténtica representación de las jerarquías sociales y de la distribución de sus zonas de dominio. El oscuro sótano donde Aníbal festejará su aniversario es análogo a los vetustos universos infernales del discurso judeocristiano y de otras religiones. El subsuelo en el cual ha transcurrido su existencia guarda correspondencias con la estructuración de esos relatos míticos que describen las profundidades de la tierra como un lugar donde habitan los condenados. En este caso, Aníbal sufre el castigo a su ineptitud: a pesar de haber transcurrido un cuarto de siglo, continúa relegado a una función digna de poca estima por quienes lo rodean.

Una mirada a los desplazamientos del personaje en el interior de la mole ubicada frente al Parque Universitario ilustra claramente su valor de posición. Se trata de una trayectoria que anula, por breves instantes, las extremas diferencias entre seres humanos que en un tiempo lejano fueron pares o iguales. A través de escaleras, Aníbal se aproxima a la sede de las grandes decisiones portando las fotocopias encargadas. Viste un mandil de trabajo, que protege el traje de calle de los menesteres cotidianos. Al reencontrarse con Gómez, le entrega las fotocopias y aprovecha el instante, lejos del acoso de sus compañeros, para invitarlo a la reunión en el sótano. El diálogo apurado que sostienen, en el que Aníbal le recuerda el cuarto de siglo transcurrido desde su común inicio laboral, diluye un tanto el sentimiento de superioridad de Gómez. Sin embargo, este solo asegura su presencia en el ágape al enterarse de que también asistirá Paúl Escobedo, que diez años atrás compartía los trajines de la Mesa de Partes con Aníbal y ahora es el Director de Educación Secundaria.

Luego de esta escena el protagonista ingresa en un ascensor, y en ese espacio cerrado y estrecho —similar al sótano— invita a un ascensorista. Su viaje continúa hacia el vigésimo piso, donde se ubican las oficinas de los funcionarios de mayor rango. Tanto un ujier como una secretaria se convierten en los escollos que le impiden el acceso a la oficina de Escobedo, a quien sorprenderá posteriormente en compañía de un diputado.18 En esta antesala es tratado de acuerdo con su condición: procede del sótano, del mundo subterráneo, y, por lo tanto, se le impide el libre acceso a la oficina del Director. Su propósito es formular la misma invitación hecha a los otros personajes. Es sintomático que en este punto el tono del diálogo derive de lo formal a lo familiar:

Aníbal lo interceptó.

—Paúl, un asuntito.

—Pero bueno, Hernández, ¿qué se te ofrece?

—Fíjate Paúl, una cosita de nada.

—Espera, ven por acá.

El director lo condujo hasta el pasillo.

—Tú sabes, mis obligaciones...

Aníbal le repitió el discurso que había lanzado ante el señor Gómez.

—¡En los líos en que me metes, caramba!

—No me dejes plantado, Paúl, acuérdate de las viejas épocas.

—Iré, pero eso sí, solo un minuto. Tenemos una reunión de directores, luego un almuerzo (Ribeyro, 1994 [II]: 242-243).

A pesar de las distancias determinadas por el rango, Escobedo acepta el trato de igual a igual. En ese sentido, su actitud frente al pedido de Aníbal es más sincera y afectuosa que la de Gómez. No obstante, lo atiende en el pasillo, en una zona de tránsito que es de todos y de nadie. Sutilmente, el narrador impersonal de la historia reintroduce el tema de las jerarquías con el concurso del espacio y de sus delimitaciones. El hecho de que se “nivele” con Aníbal en cuanto al registro lingüístico, que los aproxima en vez de distanciarlos, no significa que podrá traspasar el umbral del despacho, adonde solo ingresan funcionarios de similar nivel o visitantes que proceden de otros segmentos de la maquinaria estatal. Además, es visible el contraste entre el trato dispensado por Gómez (con quien trabajó más tiempo) y el de Escobedo (solo diez años). En el primer caso, el tuteo es asumido naturalmente por las dos partes; en el segundo, el trato es formal y marca con suma nitidez la imposibilidad de transgredir el orden vertical impuesto por las circunstancias, aunque al final del diálogo con Gómez asoma un tímido “tú” de Aníbal.

De regreso a las profundidades, después de haber logrado sus propósitos, la jactancia de Aníbal frente a sus compañeros corrobora su drama: la única “riqueza” o “condición de superioridad” que es capaz de enrostrarles a sus iguales es el haber trabajado junto a personas que ya no pertenecen al mundo subterráneo, sino al de las alturas, al empíreo de los directores y de los burócratas de encumbrada posición. Luego del episodio en el cual Aníbal busca apuradamente unas copas para servir las bebidas, se produce el descenso de los jefes —primero Gómez y más tarde Escobedo—. El sótano se transforma en un territorio donde, por un instante, las diferencias de estatus se han desvanecido. A esas alturas de la narración, el ambiente estrecho del recinto hace posible la proximidad física entre los asistentes a la celebración.

Los desplazamientos de los personajes, así como sus actitudes, confirman que incluso allí, a pesar de la breve anulación de los estamentos, la necesidad de proteger zonas de dominio y de cercanía al poder es una constante obsesiva. En tal sentido, contrastan Gómez y Escobedo. El primero pretende eludir, con maniobras evasivas, la vieja relación de compañerismo con Aníbal, y solo ha descendido al sótano porque asistirá el Director. Este, por su parte, y tal como ocurrió en la escena del pasillo, es más cálido y espontáneo, y no oculta en ningún momento sus modestos inicios en la Mesa de Partes junto al protagonista, a quien trata con afecto y consideración frente a todos los asistentes. El propio Aníbal es el encargado de recordarles a todos quiénes son sus invitados de honor: al llenar las copas de sus jefes hasta el borde, ratifica su posición subordinada y al mismo tiempo se diferencia del resto, que solo podrán beber el líquido sobrante:

Los empleados se acercaron rápidamente a la mesa, formando un tumulto, y se repartieron el champán que quedaba entre bromas y disputas. Mientras Aníbal avanzaba hacia sus dos jefes con su copa en las manos se dio cuenta de que al fin la reunión cuajaba. El director Escobedo se dirigía familiarmente a sus subalternos, tuteándolos, dándoles palmaditas en la espalda, mientras Gómez pugnaba por entablar con su jefe una conversación elevada (Ribeyro, 1994 [II]: 246).

En este pasaje, casi coreográfico, asistimos a una silenciosa actualización de los códigos que articulan ese mundo. El protagonista necesita aparentar que hay una cuota de importancia en su modesta situación, fortalecida por su amistad con quienes ahora ejercen la autoridad; Gómez, el típico arribista, anhela congraciarse con Escobedo mediante la palabra que monopolice la atención del superior. Escobedo, por su parte, quizá invadido por la nostalgia y la satisfacción interior de haber comenzado su carrera en una de esas oficinas periféricas, trata a los subalternos con el afecto y horizontalidad que el ritmo cotidiano no le permite. En otros relatos de Ribeyro se inserta la misma temática de la distensión jerárquica;19 es eso lo que sucede en “El jefe”, que finaliza con la previsible constatación por el protagonista de que todo seguirá igual.

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