Ciudades ocultas

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Ciudades ocultas
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Ciudades ocultas: Lima en el cuento peruano moderno


Colección Investigaciones

Ciudades ocultas. Lima en el cuento peruano moderno

Primera edición digital, noviembre de 2016

© Universidad de Lima

Fondo Editorial

Av. Javier Prado Este N.° 4600

Urb. Fundo Monterrico Chico, Lima 33

Apartado postal 852, Lima 100

Teléfono: 437-6767, anexo 30131

fondoeditorial@ulima.edu.pe

www.ulima.edu.pe

Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Fotografía de carátula: José Guzmán Martínez

Versión ebook 2016

Digitalizado y distribuido por Saxo.com Peru S.A.C.

https://yopublico.saxo.com/

Teléfono: 51-1-221-9998

Avenida Dos de Mayo 534, Of. 304, Miraflores

Lima - Perú

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN versión electrónica: 978-9972-45-378-6

Índice

Introducción

1. El cuento peruano: la Generación del 50

2. Marco teórico

Julio Ramón Ribeyro

1. “Al pie del acantilado”: el espacio del límite

2. “Por las azoteas”: un reino fugaz

3. “Espumante en el sótano”: un mundo vertical

4. “El próximo mes me nivelo”: los mapas de la violencia

5. “Tristes querellas en la vieja quinta”: espacios en ruinas

6. “Mayo 1940”: temblores del tiempo

Sebastián Salazar Bondy

1. “Volver al pasado”: el espacio y la memoria

2. “Pájaros”: sujetos nómadas

3. “El último pasajero”: el viaje postrero

Luis Loayza

1. “Enredadera”: hilos y laberintos

Enrique Congrains

1. “El niño de junto al cielo”: la ciudad desde el margen

Mario Vargas Llosa

1. “Los jefes”: el espacio de la rebelión

2. “Día domingo”: espacio y códigos de conducta

Oswaldo Reynoso

1. “Cara de Ángel”: temática y lenguaje

2. Espacio urbano y cuerpos en expansión

Alfredo Bryce Echenique

1. “Una mano en las cuerdas”: el espacio social

Conclusiones

Bibliografía

Introducción

Durante el siglo XIX, gracias al ascenso de la burguesía como nueva clase hegemónica —asociada al progreso técnico, hijo del racionalismo y la Ilustración—, surgió en Europa una nueva visión de las ciudades. Una de las consecuencias inmediatas de la llamada Revolución Industrial fue la asombrosa metamorfosis de urbes que no habían presentado cambios de límites morfológicos durante siglos. Al promediar la citada centuria, poblaciones como París aún conservaban elementos del viejo casco medieval. La remodelación emprendida entre 1853 y 1870 por el barón Haussmann alteró dramáticamente el perfil de la capital de Francia. De esos trabajos urbanísticos nació otra París, un símbolo idealizado de la modernidad que fue reproducido, con distintos resultados, en otros lugares del planeta, sobre todo en las periferias que habían sido colonias de las potencias imperiales.

En Latinoamérica, con la emergencia de las burguesías locales —que desplazaron a las oligarquías terratenientes—, muchas ciudades fueron sometidas a planes de expansión urbanística sin precedentes en la historia. Ocurría algo similar a lo experimentado por sus pares europeas (obviamente, más antiguas en el tiempo): no habían crecido de manera significativa, es decir, ocupaban el mismo emplazamiento desde hacía trescientos años.

Los primeros intentos planificados para modificar la configuración física no fueron posibles sino hasta muy avanzado el siglo XIX, cuando el proceso de Independencia superó la caótica etapa de los caudillos y de la anarquía que siguió a los tiempos de fundación. Aunque los nuevos estados nacionales no marcharon al mismo ritmo —y muchos de ellos fueron incapaces de consolidar sociedades basadas en la plena racionalidad—, pueden establecerse patrones comunes: las ciudades sufrieron mutaciones físicas cuando se consolidó una forma de vida política asociada a la democracia republicana. Desde la esfera del poder se propagaron nuevos vientos en torno de la apropiación del espacio habitable. En 1870, el presidente peruano José Balta ordenó derribar las viejas murallas de Lima, la antigua Ciudad de los Reyes. Durante más de doscientos años la edificación sirvió de protección a la pequeña ciudad contra los ataques de corsarios y bandoleros. Al caer los bloques de piedra se inició un nuevo período. Del asentamiento delimitado con rigor en 1535 bajo los rigurosos principios del “damero”, Lima conquistó los extramuros, que se convirtieron en parte de la ciudad y ya no se ubicaron fuera de ella, como tierra incógnita sometida al capricho de los marginales, esto es, de aquellos que no habían aceptado la convivencia organizada.

La tierra incógnita es incorporada al proyecto modernizador encarado por el Gobierno de Balta. Este episodio fue solo el preámbulo de lo que sobrevendría en la tercera década del siglo XX, es decir, medio siglo después de la destrucción de las murallas. Leguía, otro representante de la burguesía, estableció un régimen autoritario encubierto por formas democráticas, y su ambiguo discurso anunció también que era un tenaz defensor del progreso. Como su antecesor, “conquistó” territorios para la causa de la modernidad. Con este autócrata de origen provinciano se desencadenó una oleada urbanizadora que se prolongó a lo largo del siglo XX y que incluso puede rastrearse en la actualidad.

Pero las olas de expansión dirigidas desde las esferas de las decisiones políticas fueron acompañadas de otros fenómenos. Desde la década de 1940 Lima recibió contingentes humanos que procedían del interior del país. Eran migrantes de origen andino que huían de un mundo devastado por la pobreza, el centralismo y los latifundios. Junto a los desplazados por las reformas urbanas, estos ciudadanos generaron su particular apropiación del espacio. Locaciones donde antes era inimaginable la residencia fueron ocupadas progresivamente: tierras eriazas, colinas, cerros y arenales. Se articuló así un país no oficial, al margen de las estadísticas y de los sueños arcádicos de los grupos dominantes y de la mesocracia criolla. Al cabo de unos años, la capital fue conquistada por los hijos de esos pioneros, quienes crearon una cultura sincrética que reflejaba su interacción con el medio.

Como parte de esta corriente de transformaciones que se inició en el siglo XIX y se extiende hasta nuestro tiempo, es apreciable otro hecho. En el proceso de cambio las fisonomías urbanas, dependientes tanto de las decisiones verticales como de las catástrofes naturales, engendran un imaginario, es decir, una construcción o relato de dominio colectivo. A medida que las ciudades se hacen más complejas, también estas redes de significaciones incrementan su densidad simbólica. De acuerdo con estas premisas, el habitante de la urbe no solo vive en un espacio geográfico real: lo hace, además, en un territorio imaginado y forma parte de una comunidad imaginada, que se erigen a partir de la posición concreta del individuo y de sus vinculaciones con el resto de la totalidad.1 La ciudad deviene entonces una práctica, es decir, una serie de “actuaciones” mediante las cuales el sujeto se afianza en el mundo apropiándose del espacio por medio de un conjunto de tácticas,2 de manera que le otorga sentido al universo que lo rodea y dentro del cual su propia existencia se organiza.

 

Sin embargo, esas interpretaciones o apropiaciones del espacio nunca son las mismas para el conjunto de los ciudadanos, lo que implica un límite a la naturaleza social del fenómeno. Así, las prácticas en torno de la ciudad son diferentes y están supeditadas a las experiencias o intereses de los habitantes. Quizá ese aspecto es visible sobre todo en el ámbito de la creación artística, ya que este revela tanto un saber como un hacer respecto del espacio. En el caso de la literatura, esa sensibilidad ya es manifiesta en poetas como Baudelaire o Rimbaud. Las nacientes metrópolis, como París, Londres o Nueva York, contribuyeron a la formación de un nuevo tipo de residente, anónimo e impersonal, que se pierde en el tráfago de la multitud y en las subsecuentes crisis de identidad.3

1. El cuento peruano: la Generación del 50

La narrativa peruana de mediados del siglo XX se enfrentó a su debido tiempo a los mismos dilemas de la modernidad europea y norteamericana. Un grupo de escritores pertenecientes a la denominada Generación del 504 hizo de la ciudad el centro privilegiado de las reelaboraciones ficcionales y pretendió afirmar los cimientos de un neorrealismo en el que una metrópoli emergente como Lima fungía de marco espacial y de elemento catalizador.5 Se cultivaron, simultáneamente, otras vetas, como la fantástica o la experimental, pero estas no determinaron el nacimiento de una tradición, como sí ocurrió con un neorrealismo urbano.6 Escritores como Julio Ramón Ribeyro, Sebastián Salazar Bondy, Enrique Congrains y Carlos Eduardo Zavaleta, a quienes más tarde se sumaron Luis Loayza, Oswaldo Reynoso y Mario Vargas Llosa7 e incluso Alfredo Bryce Echenique, aprovecharon las posibilidades de un entorno que ya había perdido el halo romántico o de prosapia colonial que echaba raíces en la mitificación de un pasado, fruto de la visión de escritores como Ricardo Palma.8 Cada uno de ellos desarrolló un proyecto narrativo conectado con la urbe histórica, afectada por los cambios y sede de nuevas prácticas sociales y culturales. Dicho de otro modo, los cuentistas urbanos de mediados del siglo pasado, usuarios y habitantes de la ciudad, sometidos a las nuevas condiciones de la modernidad, construyeron un espacio imaginario que se erigió como correlato del otro, es decir, del real, determinado por la irrupción de nuevos usos o costumbres en la vida diaria. Sin duda, el tratamiento del espacio es el más relevante entre otras marcas ficcionales, por cuanto implica no solo la existencia de un entorno físico o geográfico en el que se encuadran ciertas acciones y se desplazan los sujetos, sino además la posición particular que ocupan estos últimos frente a un universo exterior o macrocósmico (la ciudad y su violento proceso de expansión), y otro de carácter microcósmico (el barrio tradicional, la calle, el parque, la casa, etcétera), y cómo se perciben o imaginan a sí mismos en esos universos.

La construcción de este espacio imaginario, por otra parte, se articula sobre la base de ciertos elementos recurrentes, entre los cuales habría que subrayar el modo en que la urbe es percibida por los narradores y personajes de estos textos, principalmente pertenecientes a la clase media limeña. Esta coincidencia no se limita al modo de representación de la ciudad, sino que incluye también la relación de los sujetos ficcionales con el espacio por ella configurado, es decir, tiene que ver con cómo construyen sus identidades individuales y grupales por medio de la apropiación o cesión de ese espacio. Tal coincidencia, como es lógico suponer, responde a los profundos cambios surgidos en el período histórico referido —sean estos sociales, económicos, geográficos e incluso demográficos—, que tienden a disolver las fronteras sociales del mundo de la urbe.9 Este fenómeno, por ejemplo, encuentra su correlato en ciertos patrones de conducta de los personajes: poco a poco estos adoptan una serie de tácticas de apropiación o cesión de espacios públicos como parques, plazas, calles, playas e inclusive bares, con los cuales reafirman sus vínculos de clase, género, edad u ocupación creando itinerarios, escalas y mapas simbólicos que reflejan la búsqueda por hacer habitable de un nuevo modo la ciudad.

Puede constatarse, entonces, que el cambio físico de la urbe moderna origina una resemantización del espacio tanto público como privado. En los textos que nos interesan este proceso es ficcionalizado por medio de un conjunto de situaciones narrativas en las que determinados sujetos se ven en la necesidad de redefinir sus identidades ante el modelo hegemónico que la sociedad les impone: frente al riesgo inminente de la exclusión o desadaptación que produce el desplazamiento de las fronteras sociales y físicas de la ciudad, el sujeto es impelido a hacerse parte del cambio, esto es, a incorporar en su vida diaria prácticas, hábitos y usos espaciales que le permitan establecer un nuevo vínculo social con el mundo que lo rodea. Se trata, por lo tanto, de narrativas que describen bajo la forma de la metáfora espacial la transformación subjetiva que sufren sus personajes, lo que, a su vez, involucra una serie de etapas sucesivas que denotan no únicamente la pérdida progresiva de los espacios de la memoria, sino también el desencuentro con los nuevos modos de apropiación del espacio, de habitar la ciudad.

2. Marco teórico

Como una rápida revisión de la crítica especializada lo puede comprobar, los aspectos señalados líneas atrás han merecido hasta el momento poca atención en nuestro medio. Salvo el caso aislado de Julio Ramón Ribeyro, cuya obra ha recibido un reconocimiento progresivamente significativo en el panorama de la literatura latinoamericana, la bibliografía crítica es aún exigua en particular en lo que atañe a un análisis que no solamente preste atención a la periodización histórica sino también a la inclusión de categorías y conceptos teóricos de disciplinas ajenas a la literatura. Por ello, nuestro método de análisis proviene de un conjunto quizá heterogéneo de fuentes pero que en última instancia coincide en el carácter interdisciplinario de sus aplicaciones: en primer lugar, utilizaremos términos empleados por autores como Néstor García Canclini, para quien la ciudad debe ser pensada como lugar para habitar y para ser imaginado. Sus observaciones nos suministrarán instrumentos de juicio a propósito de la ubicación o desplazamientos de los personajes en la urbe y cómo estos adquieren una identidad desde el momento en que “se piensan” a sí mismos como parte de ella o bien experimentan un desarraigo o una desubicación respecto de lo “socialmente correcto”. Sin embargo, no se obviará el hecho de que confrontaremos estas propuestas con relatos literarios, es decir, con textos con una especificidad definida e intransferible. De ahí que se prestará especial atención a las instancias narrativas que brinden luces sobre la proyección de los imaginarios urbanos en la organización de la materia ficcional (especialmente en la posición de la voz narrativa —protagonista o no— en relación con el espacio).

Nos servirán también los aportes de Mijail Bajtin, en particular la definición que plantea en relación con el cronotopo: una “conexión esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura (...) expresa el carácter indisoluble del espacio y del tiempo (el tiempo como la cuarta dimensión del espacio)” (Bajtin, 1991: 237). Según este autor, en el cronotopo artístico literario se fusionan elementos espaciales y temporales en una totalidad comprensible y concreta. El tiempo se hace visible desde el punto de vista artístico, y el espacio, a su vez, se introduce en el fluir del primero, así como en el del argumento. Lo temporal se revela en lo espacial, y esta categoría se comprende y mide de acuerdo con el tiempo. El concepto de cronotopo, como bien señala Bajtin, es un término empleado en la matemática y fue introducido como parte de la Teoría de la Relatividad de Albert Einstein. Su relevancia se justifica en la medida en que permite conceptuar la relación espacio-tiempo y, más específicamente, aquella que se establece entre el sujeto y el espacio urbano. Tal como se podrá ver más adelante, la concepción del espacio que subyace en las narrativas estudiadas se sostiene en que este último se encuentra en continua expansión y transformación. No se trata, ciertamente, de un espacio cuya posición permanezca ajena o estática en relación con los desplazamientos que realiza el sujeto ficcional (sea este narrador o personaje); esto quiere decir que toda observación sobre el espacio, en última instancia, ha de remitirnos a la posición y al momento desde los cuales el sujeto ficcional lo describe y practica.10 La implicancia más clara de esta constatación se traduce en la imposibilidad de este sujeto de ofrecerle a su lector una visión abarcadora y objetiva de la realidad representada —no solamente de la urbe, sino del modo en que sus sujetos la habitan, se apropian de ella, etcétera—. De esta manera, las propuestas examinadas indirectamente dirigen una crítica al modelo realista de representación (rasgo hasta el momento desatendido por la crítica)11 y revelan con ello la imposibilidad de producir un “gran relato” capaz de dar cuenta del mundo representado, rasgo que precisamente distingue al relato moderno. Aun cuando existen diferencias entre los autores de acuerdo con el modo como articulan la influencia de los métodos y procedimientos del realismo, la visión de conjunto de sus cuentos revela al analista una suerte de mentalidad posmoderna signada por un marcado escepticismo ante la posibilidad de construir una visión unitaria de la realidad fundada en un solo modelo ideológico.

Puede comprobarse, por lo tanto, que la concepción relativista del espacio encuentra un asidero en las narrativas examinadas en la medida en que el espacio imaginario tiende a perder su autonomía física y a hacerse dependiente del tiempo. Se trata entonces de un espacio que puede “estirarse” o “encogerse” y que, además de sus tres dimensiones tradicionales, incorpora en sí mismo la dimensión temporal y, con ella, interpretaciones inéditas del pretérito, presente y futuro. En consecuencia, esta dimensión temporal reviste un carácter fundamental, por cuanto en muchos casos el espacio es percibido por los sujetos ficcionales en función de diversos tipos de tiempo: el estacional, el climático, el psicológico e incluso el “social” o político”.12 Así, la relación espacio-temporal contribuye a trascender el plano de lo físico o fáctico y a convertir y diversificar aquello que se conoce como “espacio vacío” o “tiempo lineal” en variables funcionales de la ficción cuya medición o intensidad se regula de acuerdo con las situaciones narrativas y la subjetividad de los personajes.

En paralelo a la construcción de esta doble dimensión, es necesario subrayar la importancia que comporta la creación de un lenguaje que en alguna medida refleje la relación que establecen los sujetos ficcionales con el espacio y el tiempo. Como podrá constatarse en el curso del análisis, existen significativas diferencias entre los términos lingüísticos utilizados por los autores estudiados, por cuanto en cada caso tanto el espacio como el tiempo influyen decisivamente en la adopción de determinados modos de hablar, describir y narrar e, inversamente, el lenguaje también se convierte en un instrumento de construcción del espacio y del tiempo de la ficción. En esta compleja red de interrelaciones podremos, por ejemplo, distinguir no únicamente variedades que atañen a los diferentes sociolectos empleados a lo largo de los cuentos según la condición social y cultural de sus narradores y protagonistas, sino también a sus diferencias de edad e, incluso, a códigos de conducta. Sin duda, esta suerte de polifonía y pluralidad lingüísticas funcionan a la manera de una metáfora que contribuye a reafirmar el carácter caótico del espacio urbano que, signado por la intersección de un conjunto innumerable de voces, surge como una suerte de Babel en la que pugnan en contradicción el discurso del orden y la racionalidad frente al del caos y la irracionalidad.

 

Nuestro último referente teórico es Michel de Certeau, quien en un trabajo sobre las prácticas o “las maneras de hacer” cotidianas,13 al referirse en particular a las prácticas del espacio, propone establecer una analogía entre espacio y texto:

En la Atenas de hoy día, los transportes colectivos se llaman metaphorai. Para ir al trabajo o regresar a la casa se toma una ‘metáfora’, un autobús o un tren. Los relatos podrían llevar también este bello nombre: cada día, atraviesan y organizan lugares; los seleccionan y los reúnen al mismo tiempo; hacen con ellos frases e itinerarios. Son recorridos de espacios.14

Según De Certeau, todo relato situado en el espacio de la ciudad moderna propone un modo de apropiación de este por medio de la textualización de un conjunto de prácticas o rituales espaciales (“itinerarios”, “recorridos”, entre otros), y estos, a su vez, pueden ser analizados de manera análoga a una estructura sintáctica o discursiva. Recorrer el espacio o “practicarlo” implica entonces la construcción de un conjunto de red(es) de sentido en las que se organiza textualmente el conocimiento espacial del sujeto: todo “ir desde” o “hacia” un lugar determinado implica una selección precisa de elementos dentro del vasto conjunto de posibilidades de desplazamiento que se insinúan en la ciudad. El itinerario señala la elección de un núcleo a partir del cual se jerarquiza o subordina el resto del espacio y que además lo temporaliza, pues todo orden establecido en el recorrido implica también una sucesión de eventos excluyentes.

En esta jerarquía impuesta por el sujeto se expresa su propia experiencia como usuario del espacio, es decir, como habitante o visitante de lugares que aparentemente se presentan como fragmentarios pero que se reordenan por medio del recuerdo y la memoria. Es por intermedio de este reordenamiento como construye su subjetividad: “Practicar el espacio es pues repetir la experiencia jubilosa y silenciosa de la infancia; es, en el lugar, ser otro y pasar al otro”.15 Aplicada al texto narrativo, esta experiencia se organiza como una red significativa en la que se contraponen el pasado y el presente, en una tensión que hace posible la narración pues se narra a partir de la ausencia o la partida del lugar habitado para marcar una nueva presencia en el espacio. El texto narrativo se convierte entonces en un instrumento de identificación simultánea de lo ausente y lo nuevo, opera a la manera de una brújula temporal que orienta al lector, le hace saber que “hubo un entonces” y “hay un ahora”.

De esta manera, los textos narrativos analizados expresan de diversas formas una sintaxis espacial y temporal en la que se ve reflejada una mirada particular de la ciudad que trasluce a su vez una cierta ansiedad ante “lo nuevo” (o, para ser más exactos, “lo moderno”, como se verá más adelante) y, por extensión, ante el efecto devastador del cambio del paisaje urbano. Ello puede comprobarse en la transmutación de la función original de los espacios habitados o en su aparente desaparición o reemplazo por nuevos usos y apropiaciones. Significativamente, este fenómeno aparece descrito no solo en relatos de ficción sino también en ensayos producidos por uno de los cuentistas estudiados, Sebastián Salazar Bondy:

[Lima] se ha vuelto una urbe donde dos millones de personas se dan de manotazos, en medio de bocinas, radios salvajes, congestiones humanas y otras demencias contemporáneas, para pervivir (...) El embotellamiento de vehículos en el centro y las avenidas, la ruda competencia de buhoneros y mendigos, las fatigadas colas ante los incapaces medios de transporte, la crisis del alojamiento, los aniegos debidos a las tuberías que estallan, el imperfecto tejido telefónico que ejerce la neurosis, todo es obra de la imperfección y la malicia (Salazar Bondy, 2002: 39-40).

Como se percibe en el pasaje recién citado, los nuevos usos, prácticas y fenómenos de la urbe moderna se presentan como transgresiones de un orden anterior en vías de cambio o extinción; el paisaje de barbarie y caos descrito por el autor pero, sobre todo, imaginado, resulta sumamente amenazante, pues en apariencia pone en riesgo su propia subjetividad y, de paso, algunas de las categorías a partir de las cuales se enuncia su discurso, recinto último desde el que se juzga y valora la “obra de la imperfección y la malicia” que reinan en el espacio urbano.16 Desde esta perspectiva, puede decirse que el fragmento propone metafóricamente un itinerario simbólico que busca diferenciarse del desorden imperante en la urbe; constituye un intento por establecer, por medio del discurso, una coherencia textual en el espacio imaginado de la ciudad.

Una última acotación respecto de la selección de autores realizada y del orden y extensión prestados a cada uno de ellos. Como ya se ha dicho, el punto de partida de nuestro análisis se sitúa en la cuentística de un grupo de escritores de la Generación del 50. Esta decisión, como es obvio, no implica afirmar que no existen testimonios de ficcionalización de la urbe anteriores a este grupo.17 Nuestro interés, sin embargo —insistimos—, reside en examinar estas narrativas a la luz de un conjunto de prácticas y saberes aplicados al espacio habitable de la ciudad que surgen apenas a partir del proceso de expansión urbana desarrollado desde mediados del siglo XX, y que muestran de qué manera la transformación física de la urbe conduce a su vez a una nueva percepción espacial y temporal por los sujetos de la ficción. Esta relativización o nueva dimensión tanto del espacio como del tiempo es quizá uno de los efectos más importantes que el proceso de modernización produce en los habitantes de la urbe; y, como se verá más adelante, la obra de los cuentistas estudiados brinda numerosos ejemplos y variantes de cómo ella cobra forma.

Para terminar con esta introducción, basta solo añadir que la selección de los textos y la extensión del análisis dedicado a cada uno de los autores se derivan en parte de la representatividad de estos. Como ocurre con toda selección, la nuestra es arbitraria, y se justifica en la medida en que los cuentos estudiados ofrecen un amplio rango de opciones interpretativas de acuerdo con el propósito establecido aquí. Dado que en todos los casos la obra narrativa de estos escritores no se ha limitado al cuento, hemos enfatizado, por medio del análisis intertextual, el vínculo entre estos textos y el resto de su producción literaria, y establecido las relaciones manifiestas entre sí.