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3. Una investigación exploratoria desde la estructura y el capital social

Sin duda existen diversas formas de aproximarse al mundo de nuestras relaciones y cómo estas se estructuran. En el presente trabajo, no obstante, optamos por la utilización del término capital social. Como veremos más adelante, a pesar de que tiene múltiples definiciones y formas de medición, la mayoría de los analistas concuerdan que capital social se refiere a los recursos reales y potenciales que tienen los actores sociales (individuales y colectivos) por el hecho de ser integrantes de una determinada cultura y estructura social.

La idea detrás del concepto es relativamente sencilla e intuitiva. La mayoría de los recursos que una persona necesita y desea están en manos de otros (acompañamiento, cariño, influencia, bienes, servicios) y sus vínculos sociales son los que permiten acceder (o no) a ellos. Los vínculos sociales, sin embargo, no se crean de la nada. En primer lugar, están fuertemente determinados por factores adscritos, especialmente la familia, el parentesco, las relaciones de género, entre otros, los cuales influyen decisivamente durante toda la vida, pero especialmente en nuestros años formativos. El barrio, la escuela, los clubes, la universidad, el mundo de las relaciones sociales de nuestros padres, son algunos de los múltiples aspectos que inciden en el tipo de personas que conocemos y con quién nos relacionamos. En segundo lugar, el mantenimiento y la ampliación de vínculos requieren dedicación, normalmente de prácticas de reciprocidad y del cumplimiento de obligaciones mutuas. En este campo, las normas juegan un papel importante, ya que marcan e indican las conductas esperadas. Por ello, y para ser consecuentes con el término capital, algunos analistas hablan de “inversión” en las relaciones sociales (Lin 2000).

Al decir de White (1992), nuestra identidad se construye sobre la base de nuestros esfuerzos de ejercer control sobre una realidad que lejos de ser ordenada o predeterminada, es contingente a los espacios y relaciones que construimos. Es, en este sentido, que la estructura no es impuesta directamente sobre el individuo, pero sí tiene peso —a veces determinante— en la generación de espacios (por ejemplo la organización del territorio), en la distribución de recursos y oportunidades (estratos y clases sociales), en los conocimientos y capacidades que tenemos (vía el proceso de socialización).

Lo mismo ocurre con el establecimiento de vínculos y relaciones (por ejemplo, la tendencia a la homofilia), que sí tienen peso sobre cómo intentamos ejercer este control. Giddens (1986) considera que la estructura existe virtualmente —en recursos esenciales como la memoria, las capacidades, las reglas— y que toma vida (se actualiza) mediante la acción.

Las inversiones en las relaciones sociales varían según la clase de vínculo y las finalidades que cumplen. Por ejemplo, Lin (2002) diferencia entre los vínculos de acuerdo a cuán cercanos y afectivos son. Hay vínculos relativamente distantes, que por lo general nos sirven para sumar recursos y con los cuales tenemos una finalidad instrumental. Si necesitamos información sobre las posibilidades de empleo en una corporación grande, utilizamos nuestra red de contactos para obtenerla, instrumentalizando los vínculos para estos fines. Los vínculos cercanos, al contrario, sirven más bien para mantener (y no necesariamente sumar) los recursos ya poseídos. En estos casos, nuestra finalidad es de carácter expresivo. Esto tiende a ocurrir en las relaciones familiares y de amistad, vínculos en los cuales, además, la instrumentalización está mal vista.20 En resumen, el tipo de capital social que tenemos, es decir, el mundo de nuestros vínculos, sus características y estructura, tienen un peso esencial en cómo desarrollamos nuestra sociabilidad, en los recursos a los cuales tengo acceso o derecho a reclamar y, por ende, en cómo puedo satisfacer mis necesidades. Un ejemplo nos ayudará a comprender este punto.

¿Por qué se nos recomienda no prestarles dinero a los familiares? Es evidente que todos podemos responder esta pregunta porque sabemos que resulta difícil separar una relación afectiva de una transacción comercial financiera. Podemos imaginarnos una situación en la cual un hermano le presta dinero a otro y, debido a que el monto es cuantioso, el deudor ofrece su casa en garantía. Seguimos con nuestro ejemplo: el hermano deudor no cumple durante muchos meses, forzando a que el hermano prestamista ejecute la garantía y deje al deudor y a su familia en la calle. La tragedia llega a los medios televisivos y a nuestros sensacionalistas noticieros. Para la opinión pública, ¿quién sería el villano de nuestro relato?: ¿el hermano deudor y su “perro muerto” o el hermano prestamista que deja a su propia sangre en la calle y prioriza el “vil metal”? ¿Y si la situación hubiera sido la misma pero el prestamista fuera un banco?

Como indica Nan Lin, es evidente que hay vínculos que no nos significan “mayores ganancias” o que no agregan recursos a los ya disponibles, pero que son importantes porque nos acompañan, nos apoyan y nos brindan afecto y seguridad emocional. En otras palabras, nos brindan recursos sociales esenciales pero que no se pueden acumular individualmente como sí podría hacerlo con el capital económico. Hay otros vínculos, no obstante, en los cuales el cálculo racional e instrumental son pertinentes dado el tipo de recurso que controla. Esta diferencia tiene que ver más con aspectos estructurales que culturales. La cercanía del vínculo es un asunto de estructura social, comenzando con la institución de la familia, la comunidad, los amigos y el barrio. Nacemos con parte de esa estructura predeterminada, por ejemplo, nuestras relaciones adscritas, como en nuestro ejemplo, el hecho de ser hermanos. Estas posiciones — en este caso su cercanía— tienen efecto sobre nuestra conducta, más allá de la cultura particular que informa nuestras acciones.

Más adelante, en el capítulo 5, veremos cómo en una investigación se descubre que la mayoría de los clientes de los comerciantes ambulantes en el distrito de Independencia (Lima) se conocen entre sí (familiares, vecinos, amigos). El hecho de que la relación económica sea construida sobre la base de una relación cercana preexistente, conduce a serias restricciones en la orientación instrumental que debería ser parte de todo negocio o relación comercial. El capital social de estos comerciantes les asegura la clientela, pero debido a su tipo, reduce considerablemente el margen de lucro.

3.1 Relación cultura-estructura

Lo expresado no implica que la cultura ocupe un lugar secundario en la determinación de nuestra conducta, sino que existe más bien una relación estrecha y dialogante entre esta y la estructura. En este sentido, Ann Swindler (1986) argumenta que la cultura genera mecanismos mediante los cuales los individuos y los grupos organizan experiencias y evalúan la realidad. Esto lo hace proveyéndoles de un repertorio de ideas, hábitos, capacidades y estilos, que son seleccionados de acuerdo con las características propias de la realidad vivida, es decir, de la estructura. Quienes conducimos autos en el Perú conocemos bien el Reglamento de Tránsito y nuestras calles están repletas de señales que nos guían o advierten al respecto. Sin embargo, al conducir optamos con frecuencia por no seguir las normas, porque sabemos que los demás tampoco lo harán y porque la Policía no es eficiente cuando se trata de sancionar las infracciones. Cuando viajamos a un país con un tráfico ordenado y una Policía eficiente, la mayoría de nosotros no necesitamos reeducarnos al momento de alquilar y conducir un auto, sino que inmediatamente aplicamos lo ya conocido, porque resulta lo más apropiado en ese contexto. Así, se pone fin a la idea de que la cultura es un conjunto de normas, valores y usos monolíticos que llevan a los individuos y colectivos a un número sumamente reducido de patrones de conducta o pensamiento, opciones o reacciones.21 Por el contrario, al reconocer el carácter de repertorio, nos abre la puerta para entender cómo los actores sociales analizan realidades dinámicas y cómo crean y seleccionan modelos de conducta para adaptarnos a ellas.

Durston (1999), por ejemplo, analizó cómo en una zona de Guatemala caracterizada por una cultura fuertemente individualista, un proyecto logró establecer sistemas de cooperación que permitieron la formación de organizaciones comunales y de pequeños productores con acceso a diversas oportunidades y recursos como capacitación, asesoría organizacional, créditos, entre otros. De esta manera, se logró construir y fortalecer el capital social. De acuerdo con su análisis, en esta cultura existían remanentes de formas de solidaridad y cooperación practicadas en el pasado que fueron rescatadas a partir de las nuevas oportunidades que ofrecía el proyecto en cuestión. Es decir, en el “repertorio” de las personas existían habilidades y capacidades para la acción colectiva que recién cobraron sentido y utilidad cuando se dieron varias condiciones, entre ellas, la presencia de un actor externo que intervino con la dotación de recursos considerados importantes por las comunidades, y que sirvió como “colchón” de contención ante la posible opresión de los grupos de poder local que se sentían amenazados por los cambios operados. Cuestiona así dos ideas con frecuencia presentes cuando se trata de la relación entre cultura y cambio social. La primera es que la cultura genera procesos que se retroalimentan en términos positivos (“círculo virtuoso”) o negativos (“círculo vicioso”) y resulta muy difícil cambiarlos. La segunda es que los cambios culturales son lentos porque implican modificar modos de pensar y actuar que están sumamente enraizados en los individuos y colectivos:

 

[...] todas las culturas, lejos de ser conjuntos coherentes e inmutables de reglas y creencias, cambian constantemente y por ende incluyen una enorme gama o repertorio [...] de sentencias alternativas en desuso y fragmentos de sentencias que son re-elaborados y re-combinados diariamente por personas y grupos de acuerdo a los desafíos de adaptabilidad que los cambios en el entorno presentan constantemente a las culturas (Durston 1999: 15).

Es por ello, como mencionamos en la presentación del libro, que las ideas fatalistas de que “así somos los peruanos”, de que nuestra cultura nos condena o que esto “ni Dios lo arregla”, realmente solo captan una parte de nuestra problemática con respecto al cumplimiento de obligaciones y normas. La otra parte tiene que ver con nuestros vínculos y acceso a recursos sociales. Las reglas que seguimos, salvo en los pocos casos de total anomia, son las que mejor se ajustan a los intercambios, los grupos o las asociaciones en los cuales participamos o de los que formamos parte.

3.2 Relación estructura-acción

El respeto y el seguimiento de las reglas nos lleva a examinar otra difícil relación contemplada por las ciencias sociales. Al igual que la cultura, la estructura puede también concebirse como una suerte de camisa de fuerza. En efecto, mucha de la teoría sociológica ha sido planteada en este sentido, siendo los casos más conocidos los del funcionalismo, el estructuralismo y varias vertientes del marxismo. La idea de que la forma como se encuentra estructurada una sociedad puede predeterminar conductas, orientaciones, motivaciones, clases sociales y, con ello, intereses, antagonismos y procesos históricos; deja poco margen de juego al individuo —entendido como un actor social— y sus relaciones e inclinaciones personales. No se puede dudar de que el medio en el cual nos encontramos y la forma como está organizado tiene un importante peso en nuestras opciones. Este hecho no solo ha servido de fundamento para los planteamientos teóricos mencionados, sino que está en la base de cualquier pretensión de predicción de la conducta humana, sea para anticiparnos sobre quienes son más propensos a maltratar a sus hijos e hijas o para diseñar una estrategia de venta por medio de un estudio de mercado. La estructura, no obstante, no nos “cae del cielo”; no se reproduce por fuerzas ajenas a los actores sociales mismos. Depende de ellos y ellas —en sus interacciones cotidianas— la determinación de si siguen o cuestionan las normas formales existentes.

El dilema entre la “estructura” y la “acción” es tan clásico en la Sociología que está incluido en prácticamente todo texto universitario de introducción a esta disciplina. En pocas palabras, el dilema plantea la pregunta sobre hasta qué punto nuestra conducta está determinada por aquello que llamamos “sociedad”. Los adherentes de la estructura enfatizan el peso de la socialización, la internalización de valores y normas, del statu quo, de nuestra posición social (clase, género, raza, edad), en fin, de las llamadas fuerzas sociales (externas) sobre nuestro comportamiento. Un ejemplo claro de esta perspectiva se observa en la siguiente interpretación de las causas de la anorexia que hace el director general del hospital psiquiátrico Hermilio Valdizán, recogida en una nota de prensa del Ministerio de Salud:

[...] la anorexia es una enfermedad mental en la que existe la pérdida voluntaria por perder peso [sic] por un deseo obsesivo por adelgazar. Se origina por el culto al cuerpo y por la obsesión de estar demasiado delgada y responder a ciertos estereotipos que la adolescente observa por la televisión, las revistas de moda y los cánones de publicidad (2006).

En pocas palabras, nos dice que los estereotipos que prevalecen en la sociedad son el factor determinante en la anorexia. Aunque esta explicación es atractiva, resulta incompleta porque no aborda adecuadamente el conjunto de conductas que se aprecia entre las adolescentes, muchas de las cuales sufren de trastornos de alimentación contrarios, como son el sobrepeso y la obesidad. Para lograr una respuesta completa, tendrían que examinarse con mayor detalle los casos de anorexia e intentar descubrir los factores específicos que producen el trastorno. Para ello es necesario entrar al mundo de las interacciones y las relaciones sociales y cómo contribuyen a la definición y construcción de la realidad de estas jóvenes.

Al respecto, resulta interesante la propuesta para superar este dilema de Anthony Giddens (1986) en su teoría de la estructuración. Para este autor, la estructura vendría a representar los aspectos culturales y sociales de largo aliento que conforman el marco general de información y posibilidades. La estructura no es vista solamente como un aspecto “controlador” o “restrictivo” externo al individuo, que se impone sobre la base de valores, normas y reglas, sino que es el medio que facilita y habilita la acción humana. El lenguaje, por ejemplo, no solo nos “obliga” a expresarnos de cierta manera y a seguir reglas fijas de interacción, sino que permite comunicar, informar, representar, abstraer y crear. La acción, por otro lado, son las interacciones de carácter más inmediato y cotidiano. Es en las interacciones que las personas reproducen, modifican, ignoran o cuestionan el marco general de la estructura, sus reglas y recursos.

El análisis de Giddens se inicia con lo que considera un teorema central de la teoría de la estructuración, un planteamiento sugerente, pero poco común en algunas teorías sociológicas:

[...] every social actor knows a great deal about the conditions of reproduction of society of which he or she is a member [...]. The proposition that all social agents are knowledgeable about the social system which they constitute and reproduce is a logically necessary feature of the conception of the duality of structure (1986: 5).

[... cada actor social sabe mucho sobre las condiciones de reproducción de la sociedad de la cual él o ella es miembro (...). La propuesta de que todos los agentes sociales son conocedores de los sistemas sociales que constituyen y reproducen en su acción, es un aspecto lógicamente necesario de la concepción de la dualidad de estructura] (traducción y cursivas nuestras).

La estructura, entonces, no genera modelos de conducta impuestos sobre los individuos. Representa más bien una suerte de “orden virtual” que recién se actualiza con la acción humana intencionada (agencia). En otras palabras, la estructura solo cobra existencia en la acción humana misma, que necesariamente siempre ocurre en un marco temporal y espacial. En cualquier situación de acción, el actor social “lleva consigo” toda una gama de recursos provistos por las estructuras sociales. En primer lugar, posee el conocimiento de cómo se hacen las cosas; en segundo lugar, tiene en su haber prácticas sociales organizadas por la socialización recursiva de dicho conocimiento; en tercer lugar, ha adquirido capacidades que la producción de esas prácticas presupone. Es decir, conoce lo necesario para desenvolverse y lograr sus propósitos, a la vez que ha adquirido las capacidades para ponerlas en práctica. Debido a los recursos de que disponemos vía la estructura (conocimientos, prácticas, capacidades) resulta más probable que las personas, en sus interacciones, sigan lo indicado por el “guión” estructural.

La presencia de estructura, no obstante, sí puede evidenciarse, a pesar de que no existe como tal en el tiempo-espacio:

Structures do not exist in time-space, except in the moments of the constitution of social systems. But we can analise how “deeply-layered” structures are in terms of the historical duration of the practices they recursively organize, and the spatial “breadth” of those practices: how widespread they are across a range of interactions (Giddens 1986: 64-65).

[Las estructuras no existen en el tiempo-espacio, salvo en los momentos en que se constituyen los sistema sociales. Pero podemos analizar cuán “profundamente arraigadas” se encuentran las estructuras en términos de la duración histórica de las prácticas que recursivamente organizan, y la “amplitud” espacial de esas prácticas: qué cobertura tienen entre una gama de interacciones] (traducción nuestra).

Por ejemplo, cuando los peruanos viajamos a otros países, con frecuencia olvidamos que en ellos solo existe una moneda nacional y que las actividades comerciales tienen que realizarse con ese medio de intercambio. En nuestro país, el nuevo sol (nuestra moneda) y el dólar estadounidense (nuestra otra moneda) son utilizados en forma intercambiable. ¿Cómo llegamos a esta situación? Es un proceso largo, pero comienza con una moneda nacional débil y la búsqueda de una forma de protegerse de la inflación y las devaluaciones. Pero esta es una situación común en casi todo el mundo subdesarrollado —particularmente en América Latina— y el dólar ha tendido a ser la moneda “fuerte”.

La diferencia en el caso peruano es que, de una forma u otra, los respectivos gobiernos prohibieron o restringieron seriamente las posibilidades de ahorrar y poseer dólares. Pero siempre lo prohibieron “a la peruana”, es decir, con poca efectividad institucional. En la década de 1980, con la altísima inflación y devaluación, ahorrar dólares “informalmente” se convirtió en una práctica generalizada entre aquellos que podían guardar parte de sus ingresos y buscaron diversas formas de depositarlos en sus casas. Los “cambistas” informales o “paralelos” se apoderaron de una calle en el centro de Lima (Ocoña), para luego migrar a todos los distritos de la ciudad. Al mismo tiempo —a pesar de que estaba prohibido— muchos de los intercambios comerciales y algunos sueldos o alquileres se fijaban en esa moneda, y había que pagar en dólares o al “cambio del día”. Así, sucesivamente, el dólar se convirtió en una suerte de estándar económico. Cuando se liberaliza la economía en el gobierno de Fujimori, se formaliza la dualidad monetaria a tal punto que, a principios del nuevo siglo, cerca de 70 por ciento de las colocaciones y préstamos bancarios se ejecutaban en dólares.

Con el tiempo, si las interacciones cuestionadoras aumentan en cantidad y calidad, organizan “recursivamente” —como dice Giddens— un conjunto considerable de acciones sociales en el tiempo y el espacio; la estructura “macrosocial” es modificada, en este caso, para generar un sistema monetario sui géneris. Para una nueva generación, el sistema dual, con una preferencia por el dólar, constituye parte de la normalidad. A tal punto que, a pesar de que el nuevo sol ha sido una moneda más fuerte que el dólar en los últimos nueve años, la mayoría de las colocaciones y préstamos aún siguen realizándose en dólares.

La relación entre estructura y acción es fundamental para entender la problemática planteada en este estudio. En el fondo, nuestra preocupación podría resumirse en entender la relación entre el andamiaje que se ha construido en torno a la modernidad (instituciones, normas, sanciones) y las conductas realmente existentes. ¿Cómo y hasta qué punto la imagen de sociedad que decimos desear construir —y que parcialmente se refleja en los valores y normas formales— se actualiza (cobra existencia) en nuestra acción, en nuestro quehacer como agentes sociales? ¿Qué elementos de nuestras estructuras formales se transforman en “sistemas sociales”, es decir, en “[...] relaciones reproducidas entre actores o colectividades, organizadas como prácticas sociales regulares”? (Giddens 1986: 66, traducción nuestra). ¿Por qué estos elementos y no otros?

Las respuestas a estas preguntas, como mencionamos anteriormente, pueden ser diversas y desde diferentes ópticas. Hemos optado en esta investigación por hacerlo desde el marco conceptual del capital social, entendido como parte de los recursos estructurales de una sociedad. Pero antes de avanzar en la mirada específica de nuestra realidad, resulta esencial definir mejor lo que es capital social y cómo usaremos el concepto en este estudio.

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