La muralla rusa

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Z serii: Historia
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En París, el embajador Tchernychev daba incansablemente el mismo discurso a todos sus interlocutores. Mientras se proseguían estos intercambios, el proyecto de reunir un congreso de la paz tomaba cuerpo. Rusia, que seguía defendiendo la continuación del conflicto, no ponía objeción a esto, considerando que después de la guerra ella podría defender sus pretensiones territoriales. Y su prioridad no era obtener la Prusia oriental y Dantzig, sino una modificación de las fronteras en Ucrania, lo que hacía saltar a los polacos. Para alcanzar este objetivo, Rusia necesitaba el apoyo francés, de ahí la moderación que mostraba la emperatriz en las negociaciones de paz de Francia. Después de largos tratos con Inglaterra, Versalles admitió su fracaso, mientras que Choiseul se volvía hacia España para firmar con ella el pacto de familia de agosto de 1761.

Constatando los deberes franceses, Isabel propuso al rey concluir un tratado sin incluir a Austria, prometiendo pesar sobre Inglaterra para que atendiese los intereses franceses en las colonias. Como precio de este apoyo ruso, Rusia pedía el de Francia en su «reivindicación ucraniana». La propuesta convenía a Choiseul, pero tropezó con los deseos del rey que él ignoraba —¡siempre el Secreto!—, implicando una llamada a la prudencia. El rey recordaba que conceder a Rusia el derecho de expandirse en Ucrania suscitaría la hostilidad de Turquía y la inquietud de Polonia. El mensaje era claro, las relaciones con Rusia importaban menos al rey de Francia que las reacciones de sus aliados de siempre, Constantinopla y Varsovia. Aunque una verdadera alianza con Rusia no estaba pues a la orden del día, las relaciones comerciales entre los dos países se veían en revancha favorablemente. Aquí aún, lo que preocupaba al rey era menos la relación con Rusia que la voluntad de apartar a Inglaterra de una relación comercial en la que ella tenía un lugar muy importante. En la primavera de 1760, Petersburgo y Londres están implicados en una negociación destinada a concluir un nuevo tratado de comercio que Francia quiere impedir. Petersburgo pretende que el tratado ruso-inglés no impedirá la conclusión de un acuerdo semejante con Versalles. Choiseul decidió proseguir la negociación y, en invierno de 1761, el texto de un tratado estaba preparado, y se refería también a la libertad de circulación marítima. Este texto aguardaba la firma de la emperatriz, pero todo quedó en suspenso por su muerte.

Quedaba la cuestión de las operaciones militares que Francia esperaba evitar se reiniciaran en 1761. Pero Viena y Petersburgo insistían para acabar con Federico II, y Francia se sumó a su voluntad. Esta última campaña de la guerra de los Siete Años estuvo marcada por el comportamiento inesperado de todos los adversarios. Contrariamente a su costumbre, Federico II se mostró irresoluto, pero la actitud poco ofensiva de sus enemigos no era menos extraña. Burtulin y Laudon, los jefes de los ejércitos rusos y austriacos, lejos de aprovechar la actitud vacilante de Federico II, discutían la estrategia en lugar de ir a Berlín, lo que dejaba a los prusianos la posibilidad de buscar refugio en Breslau. Una vez más, la muerte de la emperatriz puso fin a todas las vacilaciones.

Esta muerte, esperada desde tan largo tiempo, modificó totalmente la situación. La emperatriz había siempre temido las decisiones que tomaría su heredero. Lo había visto claro. A su muerte, el problema no era militar, tampoco era ya el de las posiciones respectivas de cada ejército, era político y consistía en la personalidad de quien subía al trono de los Romanov.

La emperatriz había designado a su sobrino, Pedro de Holstein, como sucesor. Ella se había esforzado en prepararle para el papel que debería asumir, pero había entrevisto muy pronto que su elección era deplorable y no asumiría la continuación de su política. Pedro de Holstein era un admirador apasionado de Federico II. Además, no se veía como ruso, no amaba el país, ni su cultura, ni la religión que había tenido que abrazar. Esperaba estar en el trono para transformar Rusia y adaptarla a su pasión alemana. La emperatriz era consciente del divorcio existente entre la personalidad del futuro soberano y el país que debería gobernar. Conocía también sus debilidades, el gran duque estaba dotado de una inteligencia mediocre y era inmaduro. Lo contrario de su esposa. Isabel había también constatado que esta pareja era precaria. Pedro conocía la vida desordenada de Catalina, y se acomodaba, pero soñaba con deshacerse de esta fuerte personalidad. La tradición rusa de encerrar en un convento a las esposas molestas estaba presente en su espíritu. Isabel sabía pues que el porvenir era imprevisible. Ciertamente, al nacer Pablo, el hijo de la pareja, ella había deseado por un tiempo apartar a su favor a este deplorable Pedro y confiar la dirección del país a una regencia. Pero, en definitiva, renunció a eso. Y la inquietud la consumió hasta su último día.

Isabel se había comprometido en una guerra larga, impulsada por el odio que le tenía a Federico II, pero también por la consciencia del peligro que representaba, para el equilibrio de Europa y la seguridad de Rusia, la potencia creciente de Prusia. A este sentimiento antiprusiano y contra Federico que no la dejó nunca, se añadía en su visión política una atracción profunda por Francia. Le gustaba su lengua, la civilización, admiraba su estatuto internacional. Francia era la gran potencia de Europa, la que servía de modelo y dictaba las reglas. Ella tenía la convicción de que el interés nacional ruso coincidía con el de Francia. Se refería también a su padre que había querido fundamentar la amistad de los dos países, en un proyecto matrimonial; él fracasó porque, para Francia, la Rusia de aquel tiempo apenas contaba.

Isabel había querido resucitar el proyecto del gran emperador de acercar a los dos países y se había encontrado, como él, con la poca consideración que Francia concedía a Rusia. A pesar del aumento de su potencia, el Imperio Romanov contaba siempre menos a los ojos del rey de Francia que los aliados tradicionales, Polonia, Suecia, Turquía. Rusia no inquietaba a Francia, pero seguía siendo para ella un país extranjero al orden europeo, aunque las dos grandes guerras que, desde 1740, habían sacudido ese orden, la guerra de sucesión de Austria y la guerra de los Siete Años, hubiesen permitido a Rusia instalarse en el paisaje europeo. Este nuevo lugar de Rusia en Europa, debido a la obstinación de Isabel, no fue nunca plenamente comprendido ni aceptado por Versalles. Mantener a Rusia al margen de Europa será durante todo este periodo una constante de las concepciones y decisiones políticas de Francia, y una de las manchas atribuidas a esa extraña instancia que fue el Secreto del Rey.

[1] Al dirigirse a su gobierno, utilizaba el calendario gregoriano.

[2] Se trata de una red secreta de espías al servicio de Luis XV.

4.

Pedro III: la fascinación prusiana

EL 5 DE ENERO DE 1762, Pedro de Holstein, de treinta y cuatro años, heredero escogido por la emperatriz Isabel, se presentó al ejército como el nuevo emperador. Fue aclamado sin gran entusiasmo, pero con todo reconocido como el zar Pedro III. Al fin y al cabo, era el nieto de Pedro el Grande. Un Romanov se instalaba en el trono, la sucesión masculina quedaba restablecida, todo parecía haber vuelto al orden. Ciertamente, el nuevo emperador no era popular: sus juegos infantiles con su batallón de soldaditos de Holstein y sus gustos de cuartel sorprendían. Sin embargo, el reinado comenzó bajo felices auspicios, pues, por el manifiesto de febrero, Pedro III liberó a la nobleza de la obligación de servir al Estado que Pedro el Grande le había impuesto. A esta decisión, que le ganó la gratitud de la nobleza, se añadió la abolición de la Cancillería secreta, que el embajador inglés comparaba con la Inquisición española por el temor que inspiraba, y las medidas de clemencia para los viejos creyentes hasta entonces perseguidos, y que pudieron volver a Rusia o pedir tierras para vivir dignamente en Siberia. Los exiliados del reinado anterior —Münnich, Biren, Lestocq y algunos otros— pudieron también volver de los lugares de exilio donde habían sido confinados. ¿Eran estos los comienzos del reinado de un soberano moderado?

Sin embargo, a estas sabias medidas se opusieron al mismo tiempo decisiones que levantaron la indignación de la sociedad. Una hostilidad declarada a la Iglesia nacional, a la que Pedro III manifestó de entrada su desprecio mediante gestos insultantes. La obligación de hacer al ejército formar según el modelo prusiano —con uniformes y ejercicios copiados de las tropas de Federico II. La Corte debió también plegarse a la moda alemana, a la etiqueta alemana; todo lo ruso quedó de pronto proscrito. Algunas semanas bastaron para hacer impopular al nuevo emperador.

Pero lo más grave estaba en el abandono del interés nacional ruso en beneficio del de Prusia. Desde la batalla de Kunersdorf, Federico II sabía que estaba perdido, aunque Buturlin tenía poca prisa en sacar ventaja de la derrota prusiana. La llegada al trono de Pedro III reanimó la esperanza del rey de Prusia. Le dirigió enseguida sus felicitaciones por intermedio del embajador de Inglaterra. Vorontsov había declarado: «La paz es deseable, pero para llegar a ella hay que actuar en concierto con los aliados». Pedro III, indiferente ante estas palabras, decidió negociar la paz sin tardanza con el enviado de Federico II, el barón von Goltz. Y antes incluso de entablar las negociaciones, sin consultar a sus aliados, el emperador ruso había multiplicado los gestos amistosos con Federico II, sobre todo liberando a más de seiscientos oficiales y soldados prusianos, que envió a sus hogares. Luego dirigió a la emperatriz de Austria un mensaje conminatorio, «aconsejándole firmemente» concluir un armisticio con el rey de Prusia y entablar conversaciones de paz.

 

Federico II había autorizado a su plenipotenciario a ceder la Prusia oriental a Rusia si el emperador lo exigía para llegar cuanto antes a un acuerdo. Para su gran sorpresa, el barón von Goltz se encontró ante un interlocutor que no le hablaba más que de su amistad con Federico II, mostraba un anillo adornado con un retrato del rey de Prusia y parecía indiferente ante las propuestas conciliadoras que le traía Goltz. No solo, le dijo, no pretendía reivindicar la Prusia oriental, sino que devolvía a Federico II todos los territorios conquistados por Rusia. Sugirió también al rey de Prusia que podía redactar él mismo el texto del tratado de paz asegurándole que el lo firmaría sin discutir.

El tratado ruso-prusiano del 5 de marzo de 1762 consagraba una alianza ofensiva y defensiva. Las dos partes se comprometían a socorrerse mutuamente. Federico II garantizó a su nuevo amigo el apoyo de sus Estados de Holstein, a su tío el ducado de Curlandia y prometió apoyarle en los asuntos de Polonia. Era un cambio completo de alianzas.

Para Francia, el golpe fue terrible. En Versalles, se sabía desde el mes de febrero que el emperador quería salir de la guerra. Cuando Pedro III informó oficialmente a sus aliados, Luis XV reaccionó recordándole que también él le había querido desde hacía tiempo, pero añadió que no aceptaba las negociaciones secretas, que la paz debía negociarse entre todos los aliados sobre la base de un acuerdo general. Al firmar el tratado de paz, Pedro III había expresado ciertamente su voluntad de contribuir a un arreglo general en Europa, pero al mismo tiempo denunciaba todas las obligaciones contraídas por Rusia con sus aliados. Se proponía también como mediador entre Prusia y Suecia.

Aunque Francia desaprobaba el modo de actuar del nuevo emperador, la emperatriz de Austria lo deploró más aún, pues ella era la mayor víctima. La emperatriz Isabel había apoyado siempre sus reivindicaciones sobre Silesia y Glatz, el tratado ruso-prusiano aniquilaba esa esperanza.

Inglaterra estaba también descontenta por la reconciliación ruso-prusiana. Prusia era cercana para Inglaterra y Federico II omitió informarla de su voluntad de hacer la paz con su enemigo común. Solo Suecia, satisfecha, se apresuró a seguir el ejemplo dado por Pedro III. Los ejércitos suecos apenas habían brillado en los campos de batalla, la economía del país sufría por un conflicto interminable y el descontento popular se expresaba ruidosamente. El rey Adolfo Federico decidió seguir el ejemplo de su sobrino en su gestión de la paz con gran alegría de la reina que era la hermana de Federico II. La paz confirmaba el estatuto territorial de antes de la guerra de los dos Estados, mientras que Francia perdía en esta paz a un aliado al que siempre había apoyado. Polonia podía con todo derecho deplorar esta paz, pues Pedro III le había sido siempre hostil, y quería, nadie lo ignoraba, instalar a su tío, el príncipe Jorge de Holstein, en el trono de Curlandia. Este proyecto estaba escrito en un artículo secreto del tratado ruso-prusiano.

Pedro III había hecho la paz con Prusia, pero la guerra no había terminado, incluso para las tropas rusas. Había que vencer todavía a Austria y, apenas seca la tinta del tratado, las tropas rusas y prusianas se enfrentaron al ejército austriaco en Sajonia. Pedro III declaró que tomaría la cabeza del ejército para conquistar Schleswig. Para el pueblo ruso que había creído, cuando subió al trono, que recuperaba la paz, las posturas guerreras del soberano eran incomprensibles e inaceptables.

Poco faltaba para que el emperador —acogido más bien con indiferencia en el cansancio general de una guerra interminable, pero que, por su reconciliación con Federico II, había suscitado por un momento la esperanza— se hiciera impopular. En la medida en que su prusofilia le condujo a decisiones que chocaban a sus compatriotas. Abrió de par en par las puertas del país y del poder a muchos alemanes. Las medidas de amnistía del comienzo del reinado favorecían a los alemanes exiliados más que a los rusos. Bestujev seguía proscrito, mientras que Münnich volvió triunfalmente a la capital. Al descontento se añadió la crisis que se abrió entre el emperador y la Iglesia de Rusia, que agravó el contencioso entre el emperador y sus súbditos dolidos por su voluntad de borrar la especificidad rusa germanizando el país y sus instituciones. Su rusofobia le impulsó a querer reformar la Iglesia ortodoxa —Iglesia nacional, autocéfala— inspirándose en el espíritu y los ritos de la Reforma —la religión primera de Pedro III—. La Iglesia entera se sublevó contra este proyecto, estaba apoyada por sus fieles y nadie podía saber al comienzo del reinado qué dimensión alcanzaría este conflicto.

Es también en el mundo exterior y en primer lugar en Francia donde va a tropezar muy pronto Pedro III, no ya en el terreno de la guerra que acaba, sino en su voluntad reformadora. Tan pronto se instaló en el trono, Pedro III hizo saber a los representantes de los países extranjeros en Rusia que deberían someterse a un procedimiento que se parecía mucho a una nueva acreditación. Sus cartas credenciales —presentadas hacía tiempo— no tendrían efecto hasta que les recibiera el príncipe Jorge de Holstein a quien el emperador acababa de promover al grado de mariscal de campo. El barón de Bretruil por Francia, el conde de Mercy-Argenteau por Austria y el marqués de Almodóvar, representante del rey de España, se rebelaron. ¿De qué iba este extraño protocolo? Ellos no aceptaban eso más que si el príncipe de Holstein tomaba la iniciativa, anunciándoles su llegada y pidiéndoles ser recibido. Breteuil informó a su ministro que le apoyó. Pedro III, por su parte, hizo aumentar la tensión, amenazando a los representantes con exigir su retirada si se obstinaban. Este extraño incidente protocolario tomó así proporciones inesperadas, sugiriendo que el conjunto de las relaciones diplomáticas podría quedar afectado. El asunto llegó hasta poner en causa el título imperial de Pedro III, título que Rusia desde Pedro el Grande se esforzaba en conseguir de Versalles y que Isabel había obtenido de Luis XV. En la crisis protocolaria de 1762, Versalles recordó una precisión insoportable para el monarca ruso, el título imperial se le había concedido a Isabel a título personal y no podía transmitirse a sus descendientes. El barón de Breteuil hizo al soberano ruso una sugerencia propia para apagar el incendio. Él haría al príncipe de Holstein la visita que había pedido y Francia mantendría el título imperial. Pero cuando el tratado de amistad ruso-prusiano se firmó, el debate protocolario perdió su razón de ser. El barón de Breteuil fue llamado a su país. Informó a su ministro de la situación en Rusia, de la impopularidad creciente del soberano, de la falta de entendimiento en la pareja imperial que dejaba presagiar el repudio de la emperatriz y su remplazo próximo por una favorita ya situada. Describía de manera detallada la personalidad de Catalina, ciertamente alemana, pero profundamente apegada a Rusia y considerada por eso por los rusos. Breteuil insistía también en la proximidad entre Catalina y el preceptor de su hijo, el conde Nikita Panin, diplomático prudente que se había formado en su oficio en Dinamarca y luego en Suecia. Le habían llamado para encargarle de la educación del joven príncipe Pablo, futuro Pablo I. A la hora de la sucesión tan debatida de Isabel, Panin había aconsejado una solución alternativa, la corona reservada a su alumno, mientras que en calidad de gobernador del joven soberano él tomaría parte, como consejero, en la regencia. El proyecto fue rechazado, pero Panin se había quedado cerca de Catalina y de su amiga y confidente la princesa Dáshkova, su sobrina y luego su amante. Este trío, inquieto por las excentricidades y excesos de Pedro III, captaba la atención de Breteuil que lo señaló a su ministro.

En Versalles, el descontento respecto a Rusia se unía a la inquietud. Crecía la convicción de que Pedro III era un peligro para Europa por su prusofilia, su imprevisibilidad y su inmadurez. Pero nadie sabía como remediarlo. Mientras representaba a Francia en Petersburgo, el marqués de l’Hôpital había ya escrito a su ministro Bernis: «A la muerte de la emperatriz, Rusia conocerá una revolución. No se puede dejar el trono al gran duque». ¿Pero a quién imaginar en su lugar? Una vez más se pensaba en Iván VI, el desgraciado recluso de Schlüsselburg. Desde que fuera encerrado, nadie había oído hablar de él, nadie sabía incluso si seguía vivo. La hipótesis de un salto de generación a favor del gran duque Pablo se había vuelto impracticable por la precipitación con que Pedro se había apoderado del trono. En cuanto a Catalina, esposa amenazada de repudio en beneficio de la que el barón de Breteuil describía «parecida a una sirvienta de albergue» aunque fuese la hija del canciller, de esta Catalina nadie en Versalles había aún tomado la medida. Se conocía sobre todo la lista de sus amantes y sus eternas necesidades de dinero. Breteuil precipitó el curso de los acontecimientos reportando a Versalles el grave incidente que tuvo lugar en una cena donde Pedro III había ordenado que se arrestase a Catalina. El príncipe de Holstein, inquieto por el escándalo, obtuvo de su sobrino que renunciase a ese proyecto. Pero Catalina sabía que su tiempo estaba contado y se volvió al barón de Breteuil, solicitando su ayuda para financiar el complot del que ella le reveló la existencia. Breteuil estaba a punto de partir, se le había prometido la embajada en Estocolmo, la idea de quedar comprometido en un complot azaroso, del que nunca había tenido conocimiento, le preocupó. Exigió detalles, argumentó que él no podía actuar sin el acuerdo de su gobierno y pidió una prueba escrita de mano de Catalina. Antes incluso de haber recibido respuesta, salió apresuradamente de la capital, dejando a su colaborador Bérenger al tanto para seguir el asunto como le pareciera mejor.

Dos decenios antes, La Chétardie se había mostrado mucho más audaz. El barón de Breteuil, con la prisa de acudir a un nuevo destino, ni siquiera informó a Versalles del drama que se avecinaba y que, en muchos aspectos repetía el escenario de 1742. En aquel año, Isabel temía ser encerrada en un convento y los conjurados reunidos a su alrededor habían acelerado el complot porque la guerra contra Suecia imponía que la Guardia, donde se reclutaban los conjurados, fuese enviada al frente.

Bérenger reportó a Versalles que Pedro III se relajaba en alegre compañía femenina en Oranienburg, su residencia preferida, sugiriendo así que nada era urgente. Había incluso asegurado al ministro que le avisaría del comienzo de las operaciones diez días antes.

Es en esta atmósfera como se desarrolló el golpe de Estado del 28 de junio de 1762. Se repetía el que había llevado al poder a Isabel. La Guardia estaba en primer plano y un cuarteto brillante, los hermanos Orlov, de los que uno de ellos, Grigori, era el amante de Catalina, organizó el golpe. Catalina, consciente del papel jugado por la Guardia en las diversas revoluciones de palacio, había probablemente cuidado elegir en ella a un amante, mejor aún tomándolo en una fraternidad de cuatro personas. Su influencia sobre la Guardia sería más efectiva. Alexis la condujo ante los tres regimientos reunidos al efecto, que la saludaron, le prestaron juramento, y quedó entronizada como lo había sido Isabel. Sorprendido en su tebaida, Pedro III huyó, lloriqueó y, cuando se le arrestó, declaró que iba a abdicar. La emperatriz le envió escoltado a Ropcha donde, según la versión oficial, murió cuatro días más tarde, víctima de un cólico hemorroidal. La versión oficial no aguantó mucho tiempo al rumor. Catalina lo había hecho asesinar, el ruido corrió, propagado pronto por historiadores tales como el francés Rulhière. Sin embargo, otra versión circulaba también, la del billete que Alexis Orlov envió a Catalina asegurándole que «nuestro imbécil ha sucumbido en una pelea que él ha empezado». La muerte en el curso de una batalla de borrachos se mantuvo como la explicación más plausible del final de un emperador odiado. Cualquiera fuese la explicación, para Catalina este final era bienvenido, la liberaba de la amenaza que suponían los partidarios de Pedro si este hubiese sobrevivido. Federico II, al conocer el golpe de Estado, deploró la muerte de su interlocutor privilegiado, pero a guisa de oración fúnebre constató que su ausencia de valor y lucidez le habían impedido prever el suceso, y precaverse acudiendo a su ejército, lo que le hubiese salvado su trono.

 

Es en Francia donde el suceso tiene más eco. El barón de Breteuil quedó muy sorprendido a su vuelta por ser amonestado por su ministro, que le reprochó no haber vuelto a Petersburgo en cuanto conoció la noticia. Y le ordenó volver a su puesto. El golpe de Estado no tranquilizó a Versalles en la medida en que, poco confiado en el porvenir de Catalina, esperaban otros sobresaltos. La vida disipada de la nueva emperatriz, tema de tantos rumores, le valía poca estima y sugería que sufriría influencias que pesarían sobre su política. Además, la sombra de Iván VI planeaba sobre el trono. Por primera vez en la historia atormentada de Rusia, el trono estaba ocupado por una extranjera —alemana por más señas— que no tenía ninguna relación con la línea de Pedro el Grande más que el marido muerto misteriosamente que ella había destronado, mientras que existía un verdadero Romanov que se deprimía en una mazmorra. La inestabilidad previsible de Rusia inspiraba la distancia que el ministro tomó con el acontecimiento, y el consejo del rey a Breteuil. Debía vigilar a Catalina y,sobre todo, escribía: «Vos sabéis que el objetivo de mi política con Rusia es alejarla lo más posible de Europa».

Breteuil no tardó en informar a Versalles de que, contrariamente a lo esperado por todos, Catalina iba a reinar sin compañía. Ella lo demostraría pronto.