La muralla rusa

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El tratado confirmó la Pragmática Sanción de Carlos VI y los derechos de la emperatriz al trono. Silesia devino posesión prusiana. Francia devolvió a Austria los territorios neerlandeses que había ocupado, conceder a Inglaterra Madras y posesiones en América, y aceptar la destrucción de las fortificaciones de Dunkerque.

¿Qué balance podía hacer Rusia de una guerra en que sus movimientos de tropas habían contribuido en buena medida a la paz? Aunque se sumaba al proyecto de Bestujev de «mantener un equilibrio europeo de paz duradera» —y la paz «entre dos guerras» va a durar en efecto ocho años—, las consecuencias de esta paz no eran muy favorables para ella. Las relaciones con Francia están rotas duraderamente, y Francia, con su aliado prusiano que Rusia considera su principal enemigo, va a dedicarse a debilitarla en Estocolmo, en Varsovia, en Constantinopla.

La relación directa entre Versalles y Petersburgo no existe, y todos los conflictos se agravarán. La ruptura entre las dos capitales tuvo lugar desde Aix-la-Chapelle. D’Alion deja Petersburgo sin que la emperatriz le haya concedido ni siquiera la tradicional audiencia de partida; le tocará al cónsul Saint-Sauver, por un cierto tiempo, cubrir su ínterin. Luego llamarán a Francia a Saint-Sauveur en junio, mientras que Gross dejaba París por Berlín, y los dos países no tuvieron ya representantes. Gracias a Austria, una solución bastarda se puso en marcha. Al tener Viena que designar un representante en Francia, el primero después de la guerra, Bestujev obtuvo que este embajador, el conde de Kaunitz, lleve de adjunto al príncipe Golitsin, quien asegura así una cierta presencia rusa en París.

La paz firmada no bastó para garantizar un clima diplomático pacificado. Bestujev, siempre poderoso, se inquietaba por la amenaza prusiana, «la vecina peligrosa», y obtuvo de la emperatriz que reforzase sus medios militares, pues Suecia, o mejor la Suecia «aconsejada» por Federico II, molesta a Rusia. Federico II ha casado a su hermana con el príncipe de Holstein elegido sucesor del rey. Y el partido franco-prusiano, influyente en Estocolmo, preconiza un cambio del sistema institucional a la muerte del rey. Panin, que representa entonces a Rusia en Estocolmo, se opone en nombre de la «defensa de las libertades suecas» y advierte que Rusia respondería a tal cambio con el envío de tropas a Finlandia. La amenaza bastó para matar el proyecto y Adolfo Federico, al subir al trono de Suecia, anunció enseguida que no modificaría el sistema político.

En Varsovia, donde reina Augusto III de quien se anuncia siempre la muerte próxima, Francia busca preparar una sucesión que eliminaría a Rusia. Envía allí como embajador al conde de Broglie, encargado de reunir al Partido francés y preparar la candidatura al trono del príncipe de Conti. Pero este último designio se reveló pronto irrealizable por la oposición austro-rusa. El conde de Broglie prevé entonces otro candidato, el príncipe Mauricio de Sajonia, que no conviene demasiado a Rusia; Federico II también se opone y amenaza, si Francia persiste, con no renovar su alianza con ella.

Separada de Francia, Rusia sigue considerando que su enemigo más temible, y más constante, es Prusia. Cuando en 1752 Federico II destapa sus pretensiones sobre Hanover, la emperatriz Isabel declara que, si persevera en esta ambición, ella enviará cincuenta mil hombres a la frontera prusiana. Federico II juzgó que la amenaza era lo bastante seria como para abandonar su proyecto. Conocía la fuerza de los sentimientos hostiles de la emperatriz para con él. Sentimientos que refuerzan otro episodio. Se anunció en Petersburgo el descubrimiento de un complot alentado por Prusia y que pretendía, una vez más, destronar a Isabel en beneficio de Iván VI. La emperatriz se tomó la noticia en serio, y decidió que este desgraciado príncipe, del que se había ocupado hasta entonces, sería definitivamente encerrado en un lugar inaccesible, la siniestra fortaleza de Schlüsselburg. Estará allí hasta su muerte. Federico comprendió, ante la reacción tan violenta de la emperatriz, que su hostilidad era contraria a los intereses de su país, e intentó por diversas gestiones apaciguarla. Todo fue en vano, Isabel le odiaba y se obstinaba en buscar una política de debilitamiento, es decir la ruina, de Prusia.

Por eso, Federico II debe ponerse a buscar nuevos aliados y se vuelve hacia Inglaterra. Proyecto difícil por la crisis que provocó su pretensión de quitarle el Hanover a Inglaterra. Difícil también por la amistad anglo-rusa que tenía una larga historia. Bestujev siempre había sido resuelto partidario de la alianza inglesa. Y los dos países mantenían intensas relaciones comerciales. Bestujev había aprovechado también el conflicto de Hanover para firmar con Inglaterra, el 30 de septiembre de 1755, el Tratado de San Petersburgo. En esta convención, Inglaterra se comprometía en caso de guerra a entregar a Rusia una subvención inmediata de quinientas mil libras, así como entregas anuales de cien mil libras. Rusia por su parte se comprometía a mantener una fuerza considerable, entre sesenta mil y ochenta mil hombres en Livonia, en Lituania y a enviarla al lado de las tropas del rey de Inglaterra si era agredido o uno de sus aliados lo era.

Federico II quedó aterrado por este acuerdo. Pero supo aprovecharse del retraso en ratificarlo para entenderse con Inglaterra y firmar el Tratado de Westminster el 19 de enero de 1756. Los dos países se comprometían a unir sus fuerzas para oponerse a toda agresión contra el territorio alemán. Federico II ganaba, creía haber apartado para siempre el peligro ruso y haber humillado a Austria. No midió cuán traicionada se sintió Francia, pues si su enemigo era Rusia, el de Inglaterra era por cierto Francia.

Para Inglaterra, el acuerdo había sido fácil de concluir. La oposición a Federico II se refería al Hanover, al renunciar él a su ambición sobre esta tierra, el entendimiento anglo-prusiano se imponía. Federico II encargó a su embajador, el barón Kniphausen, de tranquilizar a Versalles. «El acuerdo pruso-inglés no impedirá al rey de Prusia renovar el tratado defensivo con Francia y no modifica sus sentimientos respecto a Francia».

El Tratado de Westminster ponía también en cuestión el tratado anglo-ruso de 1755. Bestujev quería salvarlo, pero la Conferencia, creada por la emperatriz para tratar de la política extranjera, después de largos debates, concluyó el 14 de marzo que el acuerdo anglo-ruso no tenía ya razón de ser. Federico II había cometido un gran error. Creía en la perennidad de las alianzas, pero eran precarias, y todo sistema de alianzas podía cambiarse. Y eso fue lo que pasó con el Tratado de Westminster. Bestujev era el gran perdedor de este tratado, que tuvo como consecuencia la reconciliación de los Borbones con los Habsburgo. En cuanto tuvo conocimiento de las negociaciones que conducirían al tratado de Westminster, Luis XV informó a Viena de su deseo de reconciliación. El rumor llegó hasta Petersburgo. Starhemberg, embajador de Austria en Francia, dio parte a sus interlocutores de los deseos austriacos: que Francia les ayudase a recuperar Silesia y el condado de Glatz y participase en una operación militar contra Prusia. La negociación se atascó, chocando en las exigencias territoriales de las dos partes. Por ambos lados se preguntaban sobre la actitud de Rusia si estallaba la guerra. María Teresa creyó prudente informar a la emperatriz rusa de las conversaciones con Francia. Esta comunicación llegó en buen momento, pues Isabel deseaba terminar con el enemigo prusiano. Y buscaba con negociaciones secretas restablecer las relaciones diplomáticas con Versalles. La posición abierta de Rusia contribuyó a acelerar la negociación entre Versalles y Viena, terminando el 1 de marzo de 1756 con la firma de un tratado de neutralidad y defensa mutua. Pero este tratado ocultaba malentendidos. María Teresa quería recuperar Silesia, aun a riesgo de un conflicto generalizado, mientras que Luis XV deseaba sobre todo asegurar la paz. Y para conseguirlo, hacía falta que Francia pudiese contar con Rusia. Con las relaciones diplomáticas interrumpidas desde 1756, Versalles y Petersburgo tenían difícil abrir un diálogo. Es aquí donde intervienen actores de la vida internacional que no pertenecen al registro clásico de la diplomacia y cuyo papel en la difícil relación franco-rusa será considerable en esta época. En esta categoría de actores paralelos de la acción diplomática, el Secreto del Rey[2] ocupa un lugar central. Pero también se encuentran aquí una serie de agentes secretos. El primero de ellos habrá sido un cierto Michel, hijo de un negociante francés instalado en Rusia en el tiempo de Pedro el Grande. Michel nació en Rusia, vivía allí, pero circulaba sin cesar entre Francia y Rusia por sus negocios. Y, en la ocasión, llevaba mensajes o informaciones. En 1753, remitió así al ministro francés un mensaje secreto de la emperatriz, que expresaba su deseo de restablecer relaciones normales entre los dos países. Michel explicó a su interlocutor que la emperatriz estaba apoyada en esta idea por Vorontsov, pero que Bestujev se esforzaba en impedirle ponerla en práctica. Se decidió entonces en Francia aplazar, esperando ver qué tendencia ganaría. Esperar, pero obteniendo informaciones más completas sobre la situación política rusa. Este objetivo condujo a emplear a un nuevo intermediario, o informador, el caballero de Valcroissant, que era agregado de la embajada de Francia en Varsovia. Fue encargado de observar, bajo nombre supuesto, las fuerzas militares de Rusia y averiguar los proyectos de alianza. Su actividad fue notable, pero él fue detenido por espionaje. Interrogado sin miramientos, fue encerrado en la fortaleza de Schlüsselburg y su suerte obligó a Francia a buscar con prudencia un nuevo emisario secreto.

Las informaciones proporcionadas por Michel y Valcroissant habían despertado el interés de Versalles por Rusia, porque los dos espías insistían en la voluntad rusa de reanudar con Francia. ¿Pero a quién enviar a ese país sin levantar sospechas? El príncipe de Conti encontró al fin en su cortejo un candidato que le pareció apto para este papel tan difícil y peligroso, era el caballero Mackenzie Douglas, un gentilhombre escocés afín a la causa de los Estuardo, que se había exiliado en Francia. La misión confiada a Douglas era considerable. Debía informarse de las disposiciones de la zarina respecto a Francia, pero también del estado de Rusia, sus finanzas, su ejército, de los progresos de la negociación que conducía el caballero Williams, embajador de Inglaterra, que debía llevar a término el tratado de ayudas anglo-ruso, de la actividad rusa en Polonia… La lista de asuntos que el caballero Douglas debía tratar era interminable. A eso se añadía una misión propia del príncipe de Conti, que este le había confiado en secreto: trabajar por su candidatura al trono de Polonia, asegurándole en un primer momento el trono de Curlandia. Conti, que ambicionaba estos honores, deseaba también que el caballero Douglas le recomendase a la emperatriz para el mando del ejército ruso. Esta misión no era conocida, aparte del rey, más que de los iniciados, el príncipe Conti, el ministro de Estado encargado de los Asuntos Exteriores Tercier y Carlos Francisco de Broglie, director de la correspondencia real. La correspondencia debía realizarse en lenguaje codificado y debía tener el aire de no tratar más que del comercio de pieles. Bestujev sería llamado «el lobo negro», Williams «el zorro negro». Douglas había cumplido una primera misión en Rusia, en 1755, cuyo éxito fue relativo porque no consiguió encontrarse con la emperatriz. Su segunda misión, al año siguiente, fue más exitosa, pues, dotado esta vez con una carta de acreditación, representante oficial de Francia, fue recibido por Isabel. Ella, satisfecha de acoger a un enviado oficial del rey, decidió devolverle su cortesía y delegó a Versalles a un diplomático, Bekhteev. Como Douglas, no tenía estatuto definido y fue presentado al rey a título personal. En cuanto a Douglas, recibió pronto un colaborador para secundarle, el caballero d’Éon, que había sido iniciado, antes de su partida, en el Secreto del Rey por el príncipe de Conti. Este pequeño mundo de falsos diplomáticos, enviados sin título, espías, habrá jugado, sin embargo, en un periodo agitado, un papel importante en el acercamiento entre Versalles y Petersburgo. No deja de tener interés notar que el papel de Michel no desapareció con la entrada en escena del caballero Douglas, no cesó en sus desplazamientos entre los dos países, proporcionando siempre a Versalles informaciones.

 

Por su parte, Douglas continuó representando a Francia en espera del nombramiento de un embajador. Y debía contribuir a sellar la entente con Rusia. A este respecto, su misión era de las más complicadas. Estaba encargado de impulsar a Rusia a adherirse al Tratado de Versalles, pero este tratado especificaba en una cláusula secreta que los signatarios se comprometían a socorrer al que fuese agredido por Inglaterra o uno de sus aliados. Estando Rusia ligada a Inglaterra por el tratado defensivo del 12 de febrero de 1756, se encontraba ante un serio dilema. Se añadía otro problema referente a Polonia. Si Rusia tuviese que intervenir en el continente, sus tropas deberían atravesar Polonia, y Versalles no podía aceptar eso. ¿Y qué decir de Turquía, que Luis XV quería proteger y que Austria pretendía destruir? Estas distintas cuestiones explican la lentitud de una negociación con Petersburgo que Francia deseaba y de la que al mismo tiempo temía las consecuencias. El caballero Douglas tenía muy difícil elaborar una solución compatible con estas contradicciones.

En septiembre de 1756, el tiempo de las tergiversaciones había pasado. Una nueva guerra comenzó, que duraría siete años. Federico II tomó la iniciativa, lanzó a sus tropas contra Sajonia y sometió el principado a su autoridad. La red de alianzas puso a todos los soberanos ante sus responsabilidades. María Teresa debía defender a su aliado, el Tratado de Versalles imponía al rey de Francia intervenir y la emperatriz rusa, estando vinculada a Austria por el tratado de 1746, no podía quedar al margen del conflicto. Pero sus tropas, para llegar a Alemania, debían pasar por Varsovia. La guerra tuvo también por consecuencia poner fin a la interminable negociación para la adhesión de Rusia al Tratado de Versalles, que será firmado el 31 de diciembre por Douglas y el embajador de Austria Esterhazy. Esta negociación había sido complicada por la relación franco-turca. Isabel quería estar segura del apoyo de Francia en caso de que Turquía la atacase. El asunto era delicado. Francia había tenido ya que aceptar el paso de las tropas rusas por Polonia. Habiendo sacrificado a este aliado a las exigencias rusas, el rey no quería abandonarle a otro y Douglas recibió la instrucción de incluir en el acuerdo una excepción a favor de Constantinopla. La orden era formal, pero el embajador Esterhazy supo convencer al caballero Douglas de no retrasar la conclusión del acuerdo para arreglar un enfrentamiento hipotético. Y Douglas, aunque hizo incluir en el texto final la excepción exigida por Versalles, la añadió como una cláusula secreta, «secretissime», previendo que, en caso de guerra entre Rusia y la Puerta, Francia aportaría a su aliada un socorro material equivalente a veinticuatro mil hombres. A cambio, Isabel se comprometía a proporcionar la misma contribución a Francia si esta era atacada por Inglaterra, pero esta última hipótesis era poco probable. Cuando Luis XV tuvo conocimiento del acuerdo, se enfadó mucho, desgarró el texto secreto y se negó a ratificar el acuerdo. Pero después de reflexionar, el rey decidió evitar la ruptura y dirigió una carta personal a su «Augusta Hermana», explicándole que el caballero Douglas había sobrepasado sus competencias, que no tenía poder para tomar tales iniciativas y le pedía que anulase la cláusula secreta. Le anunció también que Douglas estaba dimitido y que iba a enviarle un embajador, el marqués de l’Hôpital. La gestión del rey agradó a la emperatriz por el respeto a Rusia que suponía. Ella aceptó olvidar el incidente y la adhesión rusa al Tratado de Versalles se produjo sin referencia al artículo secreto. La emperatriz firmó el 22 de enero de 1757 el tratado que la unía a la emperatriz de Austria. Las dos emperatrices se comprometían cada una a enviar ochenta mil hombres contra Prusia. Austria debía pagar un millón de rublos anuales hasta el fin de la guerra, lo que vendría bien a Rusia, pues su Tesoro estaba seco. Suecia se unió a la alianza el 21 de marzo. Las relaciones de Rusia con Inglaterra no se rompían por eso, pero esta nueva coalición implicaba el fin del sistema Bestujev, es decir, la prioridad dada hasta entonces a la orientación inglesa. Los vínculos comerciales entre Petersburgo y Westminster subsistían, pero Rusia no era ya la fiel aliada del pasado.

Con todo, la guerra, que este acuerdo debía permitir comenzar, se retrasaba. Austria no tenía los medios de atacar a Federico II sin participación francesa, y las tropas rusas pisoteaban impacientes en la frontera occidental del país. Cuando el ejército austriaco estuvo al fin preparado, Rusia introdujo a su vez una extraña espera. Sus ejércitos los dirigía el mariscal de campo Apraxin, cuya actitud, difícil de comprender, dependía de la situación particular de la Corte de Rusia en esta época. La corte estaba de hecho dividida en dos, la Corte de la emperatriz que envejecía, en precaria salud y a menudo poco interesada en la vida del Estado que abandonaba a sus favoritos. A su lado, la joven Corte se caracterizaba por sus oposiciones. El heredero del trono, Pedro de Holstein-Gottorp, alimentaba una pasión abierta por Prusia y su soberano. El marqués de l’Hôpital lo presentaba así: «Es el mono del rey de Prusia que es su héroe». Al lado de este heredero del que era conocida la debilidad de carácter, su esposa Catalina d’Anhalt estaba por el contrario dotada de una fuerte personalidad. Muy inteligente, muy cultivada, había comprendido que debía disimular sus ambiciones y su apetito de poder a Isabel, a quien nunca inspiró confianza ni afecto. Y su autoridad en el seno de lo que se llamaba la joven Corte era considerable. Mantenía relaciones con varios embajadores, particularmente con los que tenían medios de proporcionar dinero, pues esta pareja estaba llena de deudas. Catalina d’Anhalt también se había hecho amiga de Bestujev, con quien compartía las concepciones de política extranjera. Catalina se había enamorado de Poniatowski, y a sus instancias él fue nombrado ministro de Polonia en Petersburgo. Pero la emperatriz desconfiaba de él, tanto por sus relaciones con el embajador de Inglaterra Williams, como por su influencia con la gran duquesa, y buscaba obtener su destitución. Por su parte, el marqués de l’Hôpital había comprendido que el favor de Catalina dependía de su apoyo a Poniatowski. Sabiendo que la falta de dinero acosaba a los herederos, los embajadores que podían trataban de ganar por este medio sus simpatías. Austria los subvencionaba abundantemente y el marqués de l’Hôpital había recibido consigna de seguir su ejemplo. La joven Corte mantenía relaciones estables con Apraxin, que pensaba en la sucesión. Y la joven Corte de Catalina no quería que empezasen los combates. Apraxin lo sabía. La emperatriz era por entonces víctima de varios accidentes de salud, tan graves que se pensó estaba en algún momento al borde de la muerte. Apraxin decidió demorarse. Durante este tiempo, Federico II devastaba Sajonia y Bohemia. Llegaba el invierno, Austria se indignaba: ¿cuándo se iba a comprometer en la guerra? Cuando se restableció, Isabel ordenó a Apraxin que se dispusiera al combate, pero el tardó aún unos meses a fin, decía él, de poner a sus tropas en orden de batalla. Finalmente, en verano de 1757, después de meses de espera, la guerra comenzó.

Las tropas rusas avanzaron hacia el Niemen. Es en este momento cuando se pudieron constatar las contradicciones de la política francesa. El conde de Broglie, que estaba hasta entonces de permiso, volvió a su puesto el 1 de julio de 1757, en el mismo momento en que comenzaba la guerra. Antes de su partida, el rey le había dado la orden de velar por los intereses de Polonia, y, si estuviesen en conflicto con los de Rusia, darles la prioridad. Estas instrucciones eran poco compatibles con las exigencias de la alianza franco-rusa y con el papel asignado a Rusia en esta guerra. Estas instrucciones estaban también en contradicción con las que él había recibido de Bernis, su ministro. Era el Secreto del Rey y la doble diplomacia. Broglie, que era naturalmente hostil a Rusia, decidió atenerse a las órdenes del rey. Su embajada se convirtió en el lugar de cita de todos los polacos que tenían de qué quejarse de los comportamientos rusos y sus excesos; Broglie suscitaba incluso esas quejas, las reportaba al rey y dirigía notas amenazadoras a Petersburgo. Conscientes del descontento que el embajador alimentaba y temiendo un levantamiento, las tropas rusas dieron prueba de una extremada prudencia y de un retraso que permitió a los prusianos organizarse. La doble diplomacia francesa estallaba así a la vista de todos. Broglie no se contentaba con reunir a los descontentos, preparaba a los nobles polacos para la sucesión, movilizándolos contra el supuesto candidato de Rusia y proponiéndoles otro candidato apoyado por Francia. Mientras que en principio la guerra era común a Francia y Rusia, las contradicciones de la diplomacia francesa debilitaban la alianza.

Informado del comportamiento de su embajador, Bernis le llamó al orden, de lo cual Broglie se quejó al rey que se guardó bien de tomar partido. Y Broglie continuó su juego antirruso, sobre todo obteniendo que Poniatowski fuese llamado a Polonia, lo que tuvo graves consecuencias. Catalina se disgustó y devino hostil a Francia. Se acercó a Bestujev y, juntos, no contentos con incitar a Apraxin a no apresurarse a intervenir, le impulsaron además luego a detener el combate.

Avanzando hacia Prusia oriental, Apraxin había finalmente encontrado a los prusianos. Tomó Memel, pero, en Gross-Jägersdorf, el cara a cara con el ejército prusiano fue para él terrible, no se salvó sino por la llegada de regimientos de granaderos que llegaron a socorrerle. La ruta de Königsberg se le abría. Sin embargo, se detuvo, luego rehízo el camino. El ejército ruso abandonaba así, sin razón aparente, el teatro de operaciones. Había, sin embargo, una explicación para la decisión de Apraxin, se decía que la emperatriz estaba a la muerte y él pensó que la hora de la sucesión había llegado. La emperatriz superó una vez más tan sombríos pronósticos y su venganza se aplicó. Apraxin fue juzgado por un tribunal militar, condenado por traición, pero murió muy oportunamente. Bestujev, alma del complot según la emperatriz, fue dimitido, acusado de crimen de lesa majestad y condenado al exilio en Siberia. El examen de los papeles de Apraxin proporcionó a la emperatriz muchas informaciones sobre sus lazos con la gran duquesa Catalina, y las relaciones entre las dos mujeres no mejoraron. Resucitada la emperatriz, había tomado en mano la situación militar. Para remplazar a Apraxin nombró a un hábil general en jefe, Villim Fermor, que poco antes había destacado en la batalla de Memel y había ordenado la ocupación de la Prusia oriental donde, durante la retirada decidida por Apraxin, las brutalidades y depredaciones del ejército ruso habían sobrepasado todos los horrores imaginados por los habitantes. Fermor volvió a poner las tropas en orden de batalla, tomó Königsberg, luego avanzó hacia Brandeburgo, y en el verano de 1758, Berlín parecía al alcance de los ejércitos rusos. Pero los prusianos no estaban aún vencidos. La perspectiva de perder la capital los electrizó, y Federico II seguía siendo el gran estratega al que nadie nunca había vencido. Rusos y prusianos se enfrentaron en Zorndorf el 25 de agosto. Aunque ganaban a los prusianos en número, los rusos fueron derrotados y sus pérdidas fueron considerables. Impulsado por esta victoria, Federico II batió a los franceses en Rossbach, y a los austriacos, un mes más tarde, en Leuthen. En todo caso, sus enemigos no habían tampoco perdido la partida.

 

La batalla de Rossbach tuvo en Francia un efecto devastador. Circulaban rumores que sugerían una paz separada franco-prusiana. Los rusos se alarmaron tanto que Bernis se ocupó de desmentirlos, recordando que la paz debía aceptarse por todos los Estados signatarios del Tratado de Versalles. Estos desmentidos no eran sinceros. Bernis sabía que Francia estaba agotada. Debía llevar una guerra en dos frentes, combatir contra Prusia mientras sostenía el combate emprendido contra Inglaterra en varios mares y continentes. Él sabía que Federico II estaba dispuesto a negociar a condición de que la integridad de sus territorios fuese preservada. Y que Austria estaba dispuesta a hacerlo, salvo si tuviese que renunciar a Silesia. La desconocida era Rusia, de la que Bernis temía la intransigencia. Se esforzó en convencer a María Teresa de la idea de la negociación, pero ella informó a Isabel que reaccionó vigorosamente, y las dos se entendieron para presionar a Francia e impedirle concluir una paz separada.

Al abrirse el año 1759, la política extranjera francesa conocía un cambio notable. Bernis dimitió y el conde Choiseul-Stainville, su adjunto, convertido en duque, fue nombrado en su lugar. El nuevo ministro, que era también primer ministro, había expresado muchas veces su convicción de que la guerra debía continuarse y que había que terminar con Federico II, en eso se oponía a Bernis. En cuanto a alianzas, era naturalmente partidario de la concluida con Austria, y consideraba que el apoyo de Rusia, de la que comprendía la importancia geográfica y estratégica, era necesario en la guerra. De un memorándum sobre las relaciones franco-rusas que le comunicó un primo suyo, el duque retuvo la reflexión sobre el interés para Francia de instaurar verdaderas y duraderas relaciones con Rusia, y de hacerlo tratando directamente con ella, y no uniéndose a tratados por medio de Viena. El duque de Choiseul resolvió entrar en relación más directa con la emperatriz, explicándole que Francia quería igual que ella destruir a su enemigo común, Prusia.

Choiseul, queriendo mejorar las relaciones con Rusia, sin pasar por Austria, tropezaba con las ideas de Luis XV. Él no conocía el Secreto del Rey.

En la primavera de 1759, franceses y rusos habían recomenzado la ofensiva. El mariscal de Broglie, vencedor en Bergen, avanzaba en dirección al Weser, mientras que las tropas rusas, dirigidas por Saltykov, sucesor de Fermor, se dirigían hacia el Oder. Estos avances separados no podían satisfacer a Choiseul, que consideraba que una acción común sería más útil, por lo que en 1759 quiso montar una operación franco-rusa de desembarco en Escocia. Voltaire calificó ese proyecto de «cuento de las Mil y Una Noches», y expertos han demostrado su imposibilidad, teniendo en cuenta los medios militares rusos.

En el verano de 1759, la suerte de las armas, largo tiempo favorable a Federico II, dio la vuelta. En Kunersdorf, no lejos de Francfort, Federico II se enfrentó a los rusos. Podía alinear cuarenta y ocho mil hombres frente a ochenta mil adversarios. Al principio, su genio le permitió desbordar a las tropas contrarias, y creyó en una victoria que anunció imprudentemente. Luego la suerte se invirtió, los rusos, cambiando de táctica, obligaron a retroceder a las tropas prusianas. Federico II huyó, abandonando Berlín. Pero rusos y austriacos no se pararon ahí, ocupando Silesia —eterna reivindicación de María Teresa— y Brandeburgo, y finalmente Berlín, que se rindió a las tropas rusas. Austriacos y rusos saquearon la ciudad, luego ante el anuncio del regreso reforzado de Federico II, cuya estrella, a pesar de las derrotas, brillaba aún, dejaron la ciudad. Rusia había conseguido muchas victorias, pero estaba arruinada, sin posibilidades de proseguir la guerra. Vorontsov, que había sucedido a Bestujev en la Cancillería, informó a sus aliados, que no estaban en mejores condiciones. Había que negociar la paz. Austria y Francia lo deseaban. Pero cuando Vorontsov mencionó la cuestión con la emperatriz, chocó con una violenta oposición. Ella quería destruir a Prusia y desembarazarse para siempre de su rey. Isabel se obstinó en proseguir la guerra hasta la victoria total y sus aliados debieron seguirla. Para Federico II que se había refugiado en Breslau, el combate estaba perdido. Su última esperanza estaba en que el sultán otomano interviniese contra Rusia, pues la situación caótica de Europa al final de la guerra de los Siete Años era favorable a su entrada en escena. Pero el sultán no hizo nada, abandonando al rey de Prusia a su suerte.

El destino justificó, sin embargo, la esperanza de Federico II. Iba a salvarle la muerte de la intratable soberana. Este evento, milagroso para Federico II, llegó el 25 de diciembre de 1761 cuando él parecía perdido. La paz ruso-prusiana se firmará el 13 de abril de 1762.

Esta paz tuvo una historia larga y difícil. En 1760, dos años antes de la muerte de Isabel, Francia quería ya poner fin a la guerra, o al menos salir de ella. Su nuevo embajador en Petersburgo, el barón de Breteuil, no cesaba de repetir a los responsables rusos que Francia quería hacer la paz. Voluntad que justificaban los deberes franceses en los teatros de operaciones americano e indio, pero también la ausencia de victorias significativas en el escenario europeo. El barón de Breteuil, tratando de convencer a la emperatriz de la inanidad de la continuación de los combates, pedía un refuerzo de los vínculos franco-rusos y el desarrollo del comercio entre los dos países, comercio hasta entonces monopolizado por Inglaterra. Para convencer a Federico II de negociar, había que privarle del concurso de Inglaterra que le era indispensable, y para eso era preciso tratar con Inglaterra. El rey de Francia consideraba que estaría mejor colocado para esta negociación apoyándose en España y los Países Bajos. Informada del proyecto francés, la emperatriz objetó que la paz no tenía solo por finalidad poner fin a la guerra, se necesitaba también que Prusia no fuese nunca más un peligro para sus vecinos y para la paz. De ahí la necesidad de combatir hasta romper definitivamente su potencia.