El Precio Del Infierno

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El Precio Del Infierno
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Federico Betti
El Precio del Infierno
Traducción: María Acosta
Copyright @ 2020 – Federico Betti
Publicado por Tektime

I

Stefano Zamagni era un agente del Departamento de Homicidios. Le gustaba mucho la vida tranquila y en su tiempo libre le encantaba recorrer Bologna con su deportivo de dos plazas color gris plata. Una fría mañana de enero  se levantó, se tomó un rápido desayuno a base de zumo de pomelo y algunas rebanadas de pan ácimo y salió para ir a trabajar. Tenía su pistola de calibre 38 en la cartuchera.

En cuanto llegó a vía Rizzoli, al ver que llegaba temprano al trabajo, decidió pararse para saludar a su amigo Mauro Romani en el local de comida rápida del que era propietario, en el número 68 de la misma calle.

En cuanto entró vio a un individuo sospechoso en la otra parte de la barra con una escopeta de cañones recortados en la mano derecha, preparado para hacer fuego sobre el señor Romani si no le daba el contenido de la caja.

Cuando vio el saco del dinero en las manos del atracador y a su amigo Mario libre, sacó la pistola de la cartuchera que llevaba debajo de la chaqueta.

– ¡Quieto, policía! –dijo Stefano esperando que el individuo se parase. Pero eso no ocurrió: el hombre enmascarado se escabulló detrás de una puerta que daba al sótano.

Sin dudarlo un momento Stefano, con el arma en la mano, persiguió al atracador por las escaleras esperando que no hubiese desaparecido en la nada.

Lo intentó durante mucho tiempo pero no lo encontró.

Quizás realmente había conseguido escapar, o quizás no.

Estaba a punto de irse cuando fue atraído por un extraño resplandor rojizo que provenía de detrás de la esquina.

Con mucho cuidado, manteniendo siempre la calibre 38 en la mano, se movió hacia aquella extraña e intensa luz. En dicho lugar había un libro en el suelo. La portada era de raso rojo. Un rojo oscuro. Oscurísimo. Estridente.

No se pudo resistir.

En cuanto Stefano tocó el libro, el resplandor cegador desapareció.

Cogió el libro y se lo llevó a comisaría, donde trabajaba.

Con tranquilidad, se puso a trabajar en su escritorio. Estaba buscando la manera de encontrar a aquel sombrío individuo con el que se había topado en el local de vía Rizzoli.

Tenía un poco de migraña pero no le hizo caso porque después de demasiadas jornadas de intenso trabajo acostumbraba a padecerlas. Después de unos minutos hizo una señal a sus compañeros y se fue a casa.

Subió al deportivo y se puso en marcha con el libro en el otro asiento del coche.

Encendió la radio para escuchar si había novedades sobre lo que le había ocurrido en el local de comida rápida u otras noticias que le pudiesen interesar: le volvían loco aquellas que eran curiosas o se salían de lo común. El locutor no dijo nada de particular, así que Stefano apagó la radio.

En cuanto llegó a casa, cogió el libro que había encontrado por la mañana, lo puso sobre el escritorio de su estudio y se puso a leer el periódico.

Le atrajo inmediatamente un titular en grandes caracteres en la primera página:

INTENTO DE ROBO EN UN LOCAL DE COMIDA RÁPIDA EN VÍA RIZZOLI.

Por lo que leyó comprendió inmediatamente que todavía no habían identificado al atracador. Cerró el periódico.

Para intentar calmarse definitivamente se hizo una infusión a base de menta, hibisco y otras hierbas refrescantes, y se tumbó en el sofá del salón esperando que nadie lo fastidiase con el teléfono o llamando al timbre. No tenía ganas de hablar.

La investigación sobre el atracador y su identidad seguían su curso, aunque Stefano no estuviese en la comisaría.

II

Después de un intenso trabajo en el local de comida rápida y en la comisaría, la policía científica y algunos otros agentes consiguieron la identificación del atracador con el que se había encontrado Stefano Zamagni.

Su nombre era Daniele Santopietro. El hombre tenía antecedentes por atraco a mano armada, violación y violencia durante las actuaciones y encuentros de magia negra.

Decidió tomar el mando de la investigación Alice Dane, una agente proveniente de Scotland Yard, pero de origen irlandés, concretamente de la ciudad de Belfast.

Determinada a encontrar a Santopietro, partió en su berlina deportiva por la carretera estatal que atravesaba la ciudad, para su gusto con demasiado tráfico.

Sabía que lo encontraría por la otra parte de Bologna, en vía Saffi.

En cuanto llegó a esa calle aparcó el coche y se dirigió hacia la casa de Santopietro con la pistola en el bolso. Cuando encontró el edificio que buscaba pulsó el timbre inventándose una excusa para entrar sin levantar  las sospechas de nadie.

Después de entrar, le llevó poco tiempo encontrar la puerta con el rótulo SANTOPIETRO.

La puerta estaba semicerrada. Entró con facilidad en el piso. Quizás demasiado fácilmente, pensó ella.

Con la pistola en la mano avanzó por el piso. Parecía que dentro no hubiese nadie. Era un lugar oscuro y tétrico, lo que no le gustaba nada, pero debía seguir adelante. No podía pararse. No ahora que había llegado hasta allí.

Era un piso con muchas habitaciones, todas bastante grandes y amuebladas. Exploró un poco todas: desde la cocina hasta el trastero, desde el dormitorio a otra sala. Todo estaba conectado por largos y oscuros pasillos. En su interior no se veía a nadie.

Estaba a punto de marcharse cuando se dio cuenta de que había pasado por alto una pequeña habitación en el último rincón oscuro.

Siempre con la pistola en la mano se acercó silenciosamente hacia el pequeño cuarto apartado, poniendo cuidado en cada pequeño movimiento que pudiese surgir en cualquier momento. Tenía mucho miedo. No le gustaba nada aquella casa.

No veía la hora de salir de allí. Temblaba.

Echó un vistazo al interior, para ver si, por si acaso, podía encontrar a Santopietro allí. Según la descripción que le habían dado de aquel hombre, se dio cuenta de inmediato que probablemente lo había descubierto.

Estaba sentado a una mesucha lleno de muchos frasquitos de vidrio que contenían líquidos de diversos colores: amarillo, rojo, verdoso. No entendía lo que podían ser.

De repente vio una figura humana escondida detrás de una columna bastante ancha.

Tenía agujas y pequeños tubos de goma en el cuello, en el estómago y en las extremidades. Un líquido del mismo color que había visto poco antes sobre la mesucha salía desde el cuerpo de aquel hombre y, a través de los tubos que tenía encima, llegaba hasta tres frascos iguales que los anteriores.

Sin embargo no conseguía todavía entender qué estaba ocurriendo en aquella maldita habitación y un escalofrío le recorrió la espalda.

Fuese lo que fuese que sucedía allí dentro, Alice estaba decidida a detener a aquel individuo en su piso, esposarlo y llevarlo a la comisaría de policía de Bologna para entregárselo, primero a Stefano Zamagni, al que, además, debería todavía conocer, a continuación a quien tuviese competencia en los rangos más altos del sistema judicial. Pero debía actuar enseguida, sin esperar ni un segundo más, sino sería demasiado tarde, tanto para ella como para aquella pobre persona que se encontraba en las garras de Santopietro.

Mantenía con fuerza la pistola en la mano, preparada para hacer fuego si fuese necesario.

Mientras Santopietro estaba concentrado en su trabajo Alice Dane salió de su escondite.

– ¡Quieto, policía! –gritó.

Santopietro no le hizo ni caso.

– ¡He dicho, quieto! –volvió a gritar con todas sus fuerzas.

Él no movió ni un dedo.

En todo el tiempo desde que estaba allí dentro no se había dado cuenta de que la persona que estaba al lado de Santopietro estaba viva. Se percató sólo en aquel instante.

– ¡Arriba las manos!

Santopietro continuó haciendo su trabajo sin preocuparse de la mujer que tenía en la mano una pistola reglamentaria.

Cansada de gritar, Alice decidió disparar para detenerlo. Apuntó. Contó hasta cinco antes de apretar el gatillo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco…  disparó. Bastó con un tiro.

– ¡NOOOOO! –gritó Santopietro.

Desafortunadamente para ella Alice había disparado al cerebro del conejillo de Indias de Santopietro. Culpa de la mala suerte. Un error de apreciación de unos pocos milímetros.

El criminal comenzó a despotricar contra la agente de policía.

– ¡Me las pagaréis! ¡Tú y ese policía cabrón! –dijo insultándolos por la perdida sufrida.

Inmediatamente Alice comprendió lo que eran aquellos extraños líquidos de la mesa y le dio un escalofrío.

Intentó calmarse pensando que debía ser imposible todo lo que se le había pasado por la cabeza. Luego, tuvo la oportunidad de cambiar de idea. Seguramente todo era verdad.

Orina. Sangre. Bilis.

– ¡Me las pagaréis por todo lo que habéis hecho! –gritó de nuevo Santopietro. – ¡Me lo habéis quitado! ¡Ocuparéis su puesto, tú y tu jodido amigo!

Alice sintió un escalofrío, no tanto por lo que había dicho al principio sino por la última frase que había pronunciado.

– ¡Lo has matado! –gritó, lleno de rabia.

Alice decidió esconderse detrás de una columna para ver todo lo que estaba sucediendo en aquella infame estancia.

Santopietro tenía los ojos rojos y ardientes, la lengua más negra que el carbón.

Alice dirigió la mirada a la columna que había escogido como refugio: estaba toda decorada con líneas onduladas de distintos colores. Rojo, azul, negro.

En un momento dado notó que la columna se estaba moviendo.

No, no era la columna, eran las líneas que la decoraban. Se estaban hinchando.

 

Se estaban convirtiendo en serpientes. Auténticas serpientes. Eran serpientes vivas.

La habían visto. Se estaban moviendo hacia ella. Sintió un escalofrío. Tenía miedo. Realmente mucho para su gusto. Debía escapar de aquel infierno. Presa del pánico se las apañó para moverse por la casa, o al menos lo intentó. Consiguió salir de aquel edificio.

Indiferente a donde estaba yendo, debido a la prisa, se había golpeado contra los muebles de la casa y contra los marcos de las puertas. Sangraba por los brazos y las piernas.

Tenía que curarse de inmediato. De todas formas, podía considerarse afortunada por haber conseguido escapar de las serpientes y de aquel maldito Santopietro.

Cuando llegó a casa, se curó e intentó reposar. Por extraño que parezca se las apañó bastante bien, aunque estaba muy agitada.

Cuando se despertó, se asombro por haber logrado dormir.

III

Después de haber reposado bastante, Stefano bebió un café y volvió a la comisaría para ver cómo proseguía la investigación sobre el atracador.

Entró y supo enseguida su nombre. Un colega le dijo también que, en su ausencia, se estaba ocupando de la investigación una tal Alice Dane de Scotland Yard.

Se puso inmediatamente en contacto con ella para posibles noticias.

Saltó el contestador automático, así que le dejó un mensaje para decirle que iría al local de Mauro Romani en el número 68 de la vía Rizzoli para discutir sobre la investigación en curso.

Por lo que salió enseguida para dirigirse a la cita: estaba ansioso por tener noticias sobre Daniele Santopietro. Subió al coche y encendió la radio. Se relajaba mientas la escuchaba. Pasó rápidamente muchas emisoras. El cielo sobre él era limpio y sereno. Escuchó un ruido en la radio, era muy débil.

Poco después el cielo se apaciguó ligeramente.

El ruido aumentó de intensidad. Se estaba convirtiendo en ensordecedor. El cielo se puso oscuro, negro.

El ruido era cada vez más fuerte, irresistible. Stefano no podía soportarlo ya y decidió apagar el motor.

De repente el ruido se aplacó. Stefano creyó que estaba a salvo e intentó abrir la portezuela para salir del coche, pero enseguida se dio cuenta de que estaba bloqueada y la radio se apagó.

Desde los bordes comenzó a salir humo que le hacía que le ardiesen los ojos. Mientras tanto vio que las manijas internas de la puerta comenzaron a moverse, deslizándose como serpientes.

Eran serpientes.

Stefano Zamagni estaba inmerso en una atmósfera de pesadilla, con el humo que le irritaba los ojos y las serpientes que se deslizaban a su alrededor.

Definitivamente, debía hacer algo si quería salir vivo de su propio coche y también rápidamente.

Se acordó, por casualidad, que tenía papel de periódico justo detrás del asiento.

Pensó en quemarlo para asegurarse de atontar a las serpientes con el humo producido y de esta forma escapar.

Afortunadamente para él lo consiguió.

Mientras huía vio cómo el humo del cielo se desvanecía y dejaba una frase inquietante.

VOLVERÉ

Stefano sintió un escalofrío sólo de pensarlo.

El humo desapareció en la nada y el coche explotó con un enorme estruendo. Stefano pensó de inmediato en el libro rojo que había encontrado en el sótano del local de Mauro. Quizás las dos cosas estaban conectadas de alguna manera.

Para empezar, escapó. Estaba nervioso y corría a lo loco debido al miedo. Parecía como si tuviese detrás de él al demonio en persona. Pero no podía ser el demonio, pensó.

¿O quizás lo era realmente?

Intentó apartar de la mente aquel pensamiento.

Debía permanecer tranquilo, en caso contrario todo habría acabado para él; pero le resultaba difícil después de lo que había visto.

– ¡Permanece tranquilo, tranquilo, tranquiloooo!

Estaba a punto de enloquecer.

Debía contenerse.

Aguanta, sino todo habrá acabado. Aguanta.

Casi había llegado al local de Mauro.

Faltaba poco, como máximo medio kilómetro.

Casi lo había conseguido. Un poco más y llegó. Sano y salvo, por suerte.

Ahora finalmente podía estar tranquilo, sin que el demonio corriese detrás de él.

Al menos así lo creía. Debía creerlo: no podía estresarse de aquella manera.

¡Quién sabe lo que pensará de mí Alice en cuanto me vea tan andrajoso!

Stefano fue al mostrador de Mauro que le puso su especialidad: Bloody Mary con mucha pimienta. Por lo que decían los clientes habituales debía ser una delicia.

Stefano pensó que valía la pena probarlo así, a lo mejor, se calmaría.

Esperó unos minutos y después llegó Alice.

Se atemorizó al verlo tan magullado y le preguntó qué le había pasado que había sido tan malo.

Él se lo contó.

IV

Alice se quedó alucinada y asustada por el relato de Stefano. Al mismo tiempo pensó en aquello que le había sucedido en casa de Santopietro e intentó conectar todo.

–Stefano –dijo Alice –he estado en casa de Santopietro esta tarde hacia las tres y lo he encontrado experimentando con una persona. Una cobaya humana. He disparado para terminar con eso pero, presa del pánico, he fallado el tiro.

– ¿Qué pasó? –dijo Stefano.

–He matado a la cobaya humana.

– ¿Quieres decir que has matado a un inocente y que ese jodido bastardo todavía está en circulación más tranquilo que nunca?

–Exactamente eso. –respondió Alice.

Alice y Stefano salieron del local de Mauro e intentaron tranquilizarse los dos dando una vuelta en coche por Bologna. Quizás podría funcionar.

Cuando se cansaron de caminar y de hablar se despidieron quedando para el día siguiente en la comisaría. Se separaron y se fueron a casa a reposar.

Después de llegar a su apartamento provisional de la capital de Emilia-Romagna, Ally, así la llamaba de manera amigable Stefano, se dio una ducha fría y se tumbó sobre la cama. Después de diez minutos, se quedó dormida.

Por extraño que parezca, después de todo lo que le había sucedido aquel día, consiguió dormir bien y cuando se despertó se sintió feliz por ello, aunque hubiera conseguido dormir poco tiempo.

El despertar lo produjo, involuntariamente, el timbre del teléfono. No solía recibir llamadas a horas tan tardías. A lo mejor había sucedido algo grave. A lo mejor algo que tenía que ver con el caso que estaba siguiendo Stefano.

Alarmada levantó el auricular.

Sintió un extraño siseo y comenzó a preocuparse.

–Nosotros nos conocemos. ¿No es verdad?

Ella no respondió y permaneció a la escucha.

– ¡Responde! ¿No es cierto que nos conocemos? Responde que sí.

Tenía miedo. ¿Podría ser Santopietro? No, él no tenía aquel timbre de voz. No podía ser él. Pero, entonces, ¿quién era?

Mientras tanto aquella voz seguí haciéndose sentir.

–No hagas como si nada porque también tú sabes que nos hemos conocido.

Alice, cada vez más atemorizada, colgó.

Se tumbó de nuevo e intentó volver a dormirse. Pero no lo consiguió. Decidió levantarse e ir a beber algo fresco.

Según entró en la cocina tuvo la extraña impresión de que algo había cambiado. Sin embargo, no sabría decir el qué. Finalmente observó una extraña frase en el suelo.

¡Reunámonos!

¡Seremos felices juntos!

No entendía qué podría significar aquella extraña frase. No conseguía explicárselo.

Hablaría sobre esto, sin duda, con Stefano Zamagni. Por ahora, pensó, en volvería a dormirse, suponiendo que lo consiguiese. Se acostó y cerró los ojos.

¡Ocuparéis vosotros su puesto…! Me lo habéis matado… Ocuparéis vosotros su puesto… Pagaréis por aquello que habéis hecho… me las pagaréis…

Estaba intentando dormirse pero todos los intentos eran en vano. Permanecía despierta.

En es momento sonó otra vez el teléfono. Eran las cuatro de la madrugada. Alice se tensó. Temblaba. No quería responder.

¿Y si por casualidad fuese Stefano que telefoneaba quizás porque le había ocurrido algo extraño como le había sucedido a ella?

Decidió, llena de angustia, escuchar a quien fuese.

–Nos conoce…

Ally colgó temblorosa.

Estuvo pensando en atrancar puertas y ventanas y esperar el nuevo día para encontrarse con su colega y desahogarse con él.

Ocuparéis vosotros su puesto…

Debía tranquilizarse.

Lo habéis matado… debéis pagar por lo que habéis hecho… Ocuparéis vosotros su puesto…

Alice estaba, como mínimo, desesperada. No podía quitarse de la mente aquellas palabras de Santopietro. Debía conseguir no pensar en ello. Por lo menos hasta que fuese de día para poder reposar un par de horas o tres.

Mientras tanto volvió a la cocina para ver si por casualidad entendía algo de aquella frase en el suelo.

Estuvo dándole vueltas un tiempo pero no sacó nada en claro. La frase era absolutamente indescifrable, sin embargo debía tener un significado.

Aunque fuese un mínimo significado.

Entretanto dieron las siete de la mañana.

Cansada de estar en casa sin hacer nada decidió salir a caminar.

Mientras estaba fuera se le ocurrió comprar el periódico antes de ir al trabajo.

Se paró justo en vía Rizzoli, casi delante del local de comida rápida del amigo de Stefano, así que pensó en pararse a hablar.

Mauro estaba atareado preparando todo lo necesario para los clientes del mediodía, dado que el resto ya estaba listo.

En cuanto vio a Alice fue hacia ella.

–Buenos días –le dijo Mauro – ¿Habéis sabido ya algo más sobre aquel atracador de ayer por la mañana?

–Casi nada –respondió Alice –para ser exactos, sólo la dirección y los delitos cometido por él en el pasado.

– ¿Nada más? –preguntó el amigo de Zamagni.

–No –dijo Alice, decepcionada.

El señor Romani quería invitarla a beber algo pero ella lo rechazó diciendo que no se sentía demasiado bien.

Justo después se despidieron y ella se fue directamente a la comisaría. Estaba muy ansiosa por conocer alguna novedad sobre el caso, si es que había, y de hablar a solas con Stefano sobre lo que había sucedido esa noche.

Él estaba sentado al escritorio y la estaba esperando.

–Hola, Alice. ¿Cómo estás? –preguntó Stefano Zamagni.

–No muy bien –respondió ella –No he pegado ojo esta noche. Estoy muy cansada.

– ¿Qué es lo que ha sido tan terrible que no has podido dormir?

–Justo era de esto que quería hablarte, Stefano.

–Escúpelo todo, Ally. Cuéntame todo: siento curiosidad –dijo.

–Cuando nos hemos separado ayer por la tarde fui directamente a casa y me fui a la cama. Después de unos minutos sonó el teléfono. En un momento dado pensé que eras tú el que llamaba porque necesitabas algo y no fue así. Ha respondido una voz extraña y me ha comenzado a decir que nos conocíamos… que nos conocíamos… Stefano… ¡que nos conocíamos!

–Bueno podría ser verdad –le dijo Stefano tranquilo.

–Yo nunca había escuchado aquella voz. ¡Yo no lo conozco! –replicó Alice cada vez más nerviosa. –Y no acabó aquí. Cuando he entrado en la cocina he observado una extraña frase que nunca había visto. Y te juro que ayer por la tarde no estaba.

–Podría haberla escrito un ladrón que se ha infiltrado en tu piso para dejarte un mensaje codificado.

–Pero toda la casa está ordenada.

– ¿Estás segura?

–Muy segura –respondió Alice.

–Ven, reflexionemos sobre ello bebiendo algo –dijo Zamagni.

–De acuerdo.

Se fueron juntos a los distribuidores automáticos puestos a lo largo del pasillo de la comisaría, él tomó un café y preguntó a Alice si ella quería también otro.

Respondió que no y añadió que estaba demasiado nerviosa para beberlo.

– ¿Qué te parece si esta tarde cuando desconectemos fuese a tu casa para dar una ojeada a lo que hay en el suelo de la cocina?

–Me pondría muy contenta –respondió Alice.

En tanto volvieron los dos a trabajar.