Pocos son los elegidos perros del mal

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—¿En qué piensas? Te quedaste callado...

—Perdóname, estaba reflexionando en que los taxistas nos las vemos bien duras para ganarnos la vida. No nos queda de otra. Imagínate con cuántos problemas tiene que lidiar un trabajador del volante. Primero que nada, con los otros conductores, lo mismo particulares que del transporte público, después con el pasaje, porque así como hay gente decente, hay gandallas y cabrones, y por último con uno mismo, porque hay un momento en que ni a ti mismo te soportas. Comes donde te da hambre, siempre puras porquerías, descansas donde puedes, orinas en un envase de coca cola, y nadie te toma en serio, me refiero a una conversación, es como si hablaras con el excusado que se traga la mierda. Así es un día de trabajo normal para nosotros. Aunque a veces me distraigo leyendo cómics.

—No me senté aquí para hablar de esas estupideces.

—¿Estupideces? Pásate dieciocho horas al volante de un taxi y vas a ver a lo que me refiero. Tú escucha y ya, tarada.

Deslicé la mano por debajo de la mesa y le toqué la pierna. Pinche vieja, con un poquito de calor nos sentiríamos mejor. Los dos.

—Quita de ahí tu manota. Me reí. —Lo siento, si estás en mi mesa yo decido. Vieja que se sienta en mi mesa, vieja que le meto la mano. —Pues te vas a chingar a tu madre, porque a mí no. Y no sólo eso, te voy a denunciar, ¡asesino! —Chale, para que me denuncies con lujo de detalles, déjame acabarte de contar. Estoy seguro que tú hubieras hecho lo mismo.

Se quedó callada un minuto. Y yo sabía exactamente lo que significaba que una mujer te escuchara sin pestañear un minuto, cosa que se producía una vez en siglos. Tan lo sabía que en un pasado no muy lejano aproveché ese minuto para declarármele a mi esposa (ojalá nunca se hubiera quedado callada).

—Te dije que se me ocurrió en el camino y es cierto. Pero no fui yo el que lo mató, fue el tráfico, el calor, el esmog, los agentes de tránsito que te muerden por cualquier cosa. Íbamos tranquilos, disfrutando del viaje. Aunque cauteloso, el viejo no paraba de contarme lo bien que le iba con su familia, que sus nietos lo adoraban, que sus hijos, salvo uno que se había muerto de leucemia muy joven, lo veneraban. Que tenía dinero suficiente para vivir el resto de sus días sin preocupación alguna y sin pedirle cinco centavos a nadie. Y que encima aprovechaba todas las ofertas para los ancianos que les daba el gobierno.“¿Es usted un triunfador?”, le pregunté, aunque un poco avergonzado, ¡preguntarle eso a un esqueleto de ochenta años! Me dijo que sí. Y no resistí más. Doblé a mi derecha en el primer callejón que vi, me detuve bruscamente, chequé que no pasara un alma por ahí, y comencé a ahorcarlo. Apreté más y más. El viejo me miraba desconcertado o, mejor que eso, aterrorizado, y yo seguía. La vida se le iba en mis manos. Pensé en todos los viejos que conozco, pensé en esa línea delgadísima que separa la vida de la muerte (te lo digo porque mi madre murió de un infarto). Y seguí apretando. Pero sobre todo, ya te lo dije, y tómalo como quieras, que me da igual, estaba yo ahorcando a la mierda social. Así lo veo ahora. Me deshice del viejo en el Canal Nacional, las aguas negras que están atrás de la UAM Xochimilco. Ya saldrá mi crimen en la prensa. Ni siquiera lo robé. Simplemente arrojé su cadáver. No sabes el gusto que me dio cuando se fue hundiendo, poco a poquito como un costal de piedras. Me fui de ahí y seguí mi ruta como si nada.

No dijo ni pío. Se me quedó viendo como si estuviera viendo un león comerse una mascota.

—¿Te vas a la cama conmigo o me denuncias?

—Me voy a coger contigo, ni me lo preguntes —dijo, mientras sorbía el último trago de su desarmador.

Pedí la cuenta, la pagué y nos fuimos al hotel más cercano. Es el palo más aburrido que me he echado en la vida, aunque a ella le pareció el más sensacional.

No la he vuelto a ver. Y la inspiración nunca vino. Ojalá algún día pueda escribir el cuento del crimen del taxista.

Luz roja

Se puso el alto a unos metros; aún hubiera tenido tiempo de pasar pero prefirió detenerse. No le gustaba correr riesgos con su nuevo auto. En primer lugar porque era muy raro que estrenara, había tenido que esperarse cinco años para estrenar éste, y en segundo porque no quería someter aquel motor a ningún movimiento brusco como acelerar o frenar más estrepitosamente de lo normal.

Así que cuando el coche se hubo detenido por completo con esa suavidad que tanto le gustaba, que le daba la impresión de andar sobre avenidas de algodón, cambió el track del compacto que venía escuchando: Enya, que de alguna manera lo hacía sentirse cómodo y relajado. Era de lo que más apreciaba en su vehículo, esa suerte de confort que bien contribuía a hacerlo sentirse superior. Que pasaran incomodidades los que no podían pagar un carro como el suyo. Que tampoco era de los más caros, no había que exagerar; pero de que era un automóvil de lujo, lo era. No había más que mirar su elegante línea, el color señorial, los interiores de piel.

Pues apenas se hubo detenido descubrió dos cosas. La primera, que no habían limpiado perfectamente bien el asiento del copiloto. Se alcanzaba a distinguir una casi imperceptible mancha de grasa. Que sería de lo más fácil eliminar, era obvio, pero por qué diablos tenía que hacerlo él, ¿acaso no había llevado su carro a lavar con el propósito de que lo dejaran inmaculado?, ¿acaso no se levantaba más temprano para ser el primero? En fin, ¿acaso no gozaba cuando veía su automóvil perderse bajo aquella maquinaria lavadora de autos formidable, que bien le evocaba un gusano de la modernidad? Ah, la próxima vez, el otro domingo regresaría con la espada desenvainada. Les diría que tuvieran más cuidado o que dejaría de llevar su carro.

Y la segunda cosa que descubrió fue un anciano que se había detenido a un lado suyo. Un limosnero como tantos otros. Pero insolente, porque no le había bastado con detenerse a un lado y permanecer ahí, inmóvil, con la mano tendida, sino que además le tocaba repetidamente en el cristal. ¿Qué hacer? Su primera reacción, que la llevó a cabo, fue decirle con el dedo que no, que no tenía dinero. Pero si él llevaba cambio precisamente para darle a los limosneros, indigentes y demás personas que por una u otra razón se acercaban humildemente con la mano extendida. No tenía más que bajar el cristal, tomar unas cuantas monedas y dárselas. Pero precisamente ahí radicaba esta vez el problema. Porque en virtud de que el auto estaba recién lavado, si bajaba el cristal, que estaba perfectamente seco, cuando lo subiera saldría humedecido y en consecuencia se ensuciaría más rápido. Por eso era su costumbre no bajar los cristales hasta que calculaba que los empaques se habían secado por completo.

Pero algo tenían los ojos de aquel viejo. Un brillo lastimero, desesperanzado, agonizante.

Exactamente como el brillo que había descubierto en los ojos de su padre aquella mañana en el hospital. Dos meses antes le había sobrevenido un ataque de apoplejía, de los más severos. A él, que era lo que bien podría considerarse un hombre entero. Setenta y un años de salud envidiable. El señor andaba de aquí para allá, aún trabajaba y aún se reunía con sus amigos a beberse un par de copas los fines de semana. Cargaba a sus nietos hasta ponérselos en los hombros y mantenía su carácter recio y alegre al mismo tiempo. Originario de Sonora, le gustaba hablar de su terruño cuando por fin le prestaban oídos.

Pero de pronto aquel monolito se había derrumbado.

Para todos fue terrible. Había vida en sus ojos, pero la apoplejía lo tenía en el umbral de la muerte. La vida se le iba paso a paso y no sólo porque no comía, lo que los médicos resolvían vía intravenosa, sino porque habían desaparecido los síntomas de quien quiere vivir: volvía la cabeza cuando se le aproximaba un plato de fruta, cerraba los ojos cuando alguien entraba a la habitación. Precisamente aquella mañana, su hijo se le había acercado hasta un par de centímetros de su oído y le había dicho: “Papá, en nombre de tus hijos te quiero decir que no tienes ninguna deuda con nosotros ni con nadie. No te resistas más. Si quieres irte, vete. En el nombre de Dios. Sabemos que estás sufriendo, y ya no queremos que sufras. Apriétame la mano si me has escuchado”. Pero no sólo le apretó la mano. También abrió los ojos, y fue cuando vio aquel brillo sin esperanza, de ultratumba. Aquella mirada colmada de incertidumbre y desconsuelo. Cerró los ojos y murió.

Cuando se volvió a mirar una vez más los ojos de aquel hombre, se había marchado. Lo vio por el espejo retrovisor. Se había puesto el alto para los automóviles que venían por la transversal y en cosa de segundos se pondría la luz verde para él. Pero ya iba demasiado lejos como para gritarle que regresara. Era domingo y había muy pocos automóviles, pero el de atrás le tocó el claxon. Empezaba a estorbar. Puso el drive y salió como flecha. ¿Cómo había sido capaz de ser tan miserable? ¿Qué importaba que el cristal se mojara? Chirrió los dientes como cuando era niño, cuando por algún motivo lo regañaban. Se amarró hasta chillar los neumáticos. Casi le pegan, pero el camión que venía atrás lo alcanzó a librar. Comenzó a pegarle de puñetazos al volante. Luego se bajó del auto y con todas sus fuerzas pateó la portezuela. Se volvió a subir y el llanto lo cegó. Se dio cuenta de que no le había llorado a su padre. De que el viejo se había muerto, como obedeciéndolo a él, como aceptando su oferta, y ni siquiera le había llorado. Hasta ese momento pareció que esa verdad se le revelaba en forma atroz. Él había orillado a su padre, lo había invitado a morir. No importaba que su intención hubiera sido otra. Cuando menos le había dado un empujón, como cuando alguien se asoma al filo de una azotea. Miró por el retrovisor hacia lo lejos, hacia la esquina que acababa de pasar en busca del anciano limosnero. Quizás lo vería y podría resarcirse. Hablarle de su dolor. El viejo lo escucharía. Tendría ochenta años, y a esa edad los ancianos escuchan todo. Pero no vio nada. Y más que eso. No le había dado ni una moneda y ahora quería que lo absolviera, como si fuera un sacerdote. Quizás por eso le urgía hablar con él, porque lo había lastimado y quería pedirle perdón.

 

No sabía a ciencia cierta por qué. No podía ser solamente por eso, se repitió. Puso las manos al volante y reinició la marcha.Vendría el próximo domingo, quizá se lo topara. Quizá se atrevería a decirle que él, Humberto Castillón Ríos, era un hijo de puta.

Odiaba estorbar

Para Carlos López

El hombre empinó el último sorbo de la anforita. Ahí no había más trago. Se sentó en la banqueta a descansar un rato antes de reemprender la caminata. ¿Hacia dónde? Qué importaba. Era lo de menos. Nadie lo esperaba en ninguna parte. Hacía mucho había tenido un hogar, una esposa y una hija que habrían dado la vida por él. Pero eso había volado como las volutas de cigarro que le gustaba admirar hasta la saciedad. Su vida misma se había disipado exactamente de la misma manera. Intentó refrescar en su memoria aquellos años mozos. Era bien parecido, o cuando menos todos se lo habían hecho ver así. Tenía éxito entre los hombres y entre las mujeres. No aspiraba a nada en el mundo más que a ver fortalecida su vanidad, y eso se le daba a raudales en la adulación que recibía constantemente. Pero algo se empezó a quebrar. Se había casado enamorado de Elena, una de sus conquistas, y pronto había sobrevenido una hija que lo hizo armar castillos en el aire. Pero algo funcionaba mal. ¿Su trabajo? No, o tal vez no. Era un empleado equis del sector salud. Sentía sobre sí el peso de la maquinaria estatal, que lo aplastaba paulatinamente y que apenas le daba tiempo de incorporarse y respirar. No era médico, pero su trabajo administrativo le permitía sentir en carne propia la acre marcha del tanque de guerra oficial.

Quiso ir más allá en ese esfuerzo mnemotécnico pero el sueño empezó a vencerlo. La noche era inclemente. Si sólo tuviera un trago más, cobraría ánimos, se pondría de pie y seguiría su destino.

“¡Quítate animal!”, le gritaron de pronto. Hasta ese momento se dio cuenta de que estaba sentado en la entrada de coche de una casa más grande de lo que nadie se hubiera podido imaginar. Se miró sus ropas, andrajos podridos y tumefactos, y consideró que en la vida podría entrar a una casa así como invitado de honor. Ni siquiera como criado, concluyó.

“¡Quítate animal, pendejo!”, volvió a escuchar. Pero ahora el auto se había trepado a la banqueta y le había echado las luces encima. Se encontraba a escaso medio metro de esa máquina que lo amedrentaba con acelerones continuos. Supo que la voz provenía de quien se hallaba sentado en el lugar del copiloto. Se percató una vez más de que, en efecto, estaba estorbando la entrada de un automóvil, y a él lo último que le gustaba era estorbar. Ésa había sido su filosofía a lo largo de sus cincuenta años. Cualquier cosa antes que estorbar. Cuando en la noche llegaba su hija adolescente a casa, él se hacía a un lado y corría a encerrarse a la recámara. Cuando su esposa trazaba el gasto del mes, él prefería salir a la calle y caminar antes que meter las manos en algo que ni le importaba. Porque estaba seguro de que su sola intervención habría sido consideraba una intrusión, un estorbo.

Recibió la patada en un costado. Uno de aquellos dos individuos —¿serían únicamente dos, no vendrían más en la parte de atrás?— se había bajado y le había dado una patada con todas sus fuerzas. Y a la patada sobrevino una carcajada. “¡Muévete, pendejo, hijo de tu puta madre, antes que te mate!”, lo sacudió la amenaza.

Pero una patada no era gran cosa. Tenía años en estado de ebriedad y lo habían atropellado tantas veces que ya ni se acordaba. Claro que los atropellamientos no pasaban de ser golpes reblandecidos. Apenas lo rozaban los autos. Tan levemente, que enseguida se incorporaba y proseguía su camino, no sin antes brindar por su buena suerte. Así que, bien visto, esa patada no era otra cosa que un automóvil rozándole la espalda. Bien podría aguantar otras embestidas. Oyó abrirse la otra puerta y la voz del conductor que exigía darle la siguiente patada. “No me quites ese gusto, cabrón”, alcanzó a escuchar. Y le llegó el tufo a alcohol. No había diferencia entre el aliento de un teporocho y el de un hombrecito refinado y cursi, se dijo. La pestilencia era la misma. Aunque con un poco de esfuerzo podría distinguir si predominaba el ron, el whisky o el brandy en el aliento que salía de aquellas bocas. Tantos años le habían prodigado cierta sabiduría olfativa. Agradeció a Dios, que lo había dotado de un sentido tan fino.

Sintió la otra patada en el costado derecho. Este hombre tenía más fuerza que el otro. Entonces empezó la llovizna de golpes. Él se cubrió la cara con las manos y se dejó caer. Hecho un ovillo las patadas lo dañarían menos. Pensó en su esposa y en su hija. Estas patadas eran dulces caricias comparadas con aquéllas, se dijo. “Eres un inútil y pobre diablo”, “Contigo estamos sometidas a un infierno en vida”, “No sirves para nada ni como hombre ni como empleado ni como nada”, “Tú no me quieres, papá”. Se relamió los labios. Quizás lograría captar el simple aroma del whisky. Y con eso darse un levantón. Con eso se conformaba. Había dejado de sentir las patadas. El dolor se había dormido. Si le ofrecieran un trago se iría de ahí cuanto antes. Porque él odiaba estorbar. Nadie tenía derecho a estorbar. Le dio la razón a sus golpeadores.

Crónica de un día sin retorno

7:00 hrs.

Es la hora álgida en una noche de trago, cuando se ha estado bebiendo por horas incontables. Entonces se mira el reloj y son las 7 de la mañana. Aquella carátula en la muñeca indica más que una hora, fácilmente legible en manecillas y difícilmente en lectura digital.

Hasta hace un par de horas, las cosas marchaban a velocidad regulable. Bastaba con meter el freno de mano para que aquel cuerpo devastado encontrara la paz. Porque la euforia o la melancolía —ambas perfectamente identificables— no son condición del hundimiento de un barco. Más bien contribuyen a darle solidez a la estructura. Se está eufórico, se está melancólico, y significa que la nave sobrevive, que hay ciertos vientos favorables que la impulsan.

Qué paradójico: conforme la luz se avista en el horizonte, la sombra interior apabulla. De 6 a 7 se tiene la idea de que amanecerá, pero de 7 a 8 es un acontecimiento ineludible o, mejor, trágico. Por más que se ruegue a los dioses, aquel sol devendrá haciendo trizas las más optimistas ilusiones, si es que un hombre que bebe de 7 a 8 de la mañana tiene ilusiones.

7:10 hrs

Por regla general, un buen tomador no contempla seguir bebiendo entre las 7 y las 8 de la mañana. Columbra la jornada como un camino que habrá de recorrer sin mayores sorpresas. Esto es, a las 7 y 10 de la mañana se mira durmiendo al lado de su linda esposa. Pero sucede que de pronto las cosas no salen como estaban planeadas. Porque absolutamente todo puede salirse de control. Máxime si se piensa en un bebedor convencional, previsible. Justo ese hombre enemigo de las sorpresas. Y es precisamente cuando se trata de un hombre así, que el alcohol es capaz de hacerlo suyo tal como un maestro titiritero manipula sus personajes. Porque lo único que está haciendo el alcohol es darle a ese hombre el poder que necesita y que tiene dentro, pero que está impuesto a someter.

7:19 hrs

De lo que se está hablando es de un hombre que defiende su derecho a beber en los límites establecidos por él mismo, que conoce los alcances de su palabra y que es enemigo de alardear como punta de lanza para que se le abran las puertas. Son los bebedores que no están acostumbrados a causar problemas, es más, que odian tener problemas. Los mesurados. Y al revés, cualquiera se preguntaría: ¿qué chiste tiene para un bebedor desastroso que la luz lo sorprenda con un vaso en la mano, en un bar de mala muerte o en una casa desconocida, a las 7 horas y 19 minutos de la mañana? Ahí no habría el menor mérito. Conoce la rutina. Sabe los guiños, domina los trucos para hacer de esa briaga una jornada más. No sólo él administra a su antojo los trucos; también su esposa; tan así que no lo extrañará a la hora de conciliar el sueño, y menos se asombrará cuando lo vea entrar por la puerta con las pupilas encendidas, el aliento a ron añejo, desfajado y sin corbata. Para un beodo de calibre .45 aquella noche no le dice nada en especial, salvo que está en el camino correcto. En la bolsa interior del saco trae el anuncio de una chamba “que seguramente me darán”, y con un par de huevos a la mexicana y una cerveza helada todo regresa(rá) a la normalidad. Se dice.

7:28 hrs

El otro bebedor es el que de veras interesa. Ese hombre cauto, a quien le atrae el placer de beber, no los excesos; ese individuo rígido, que suele cumplir las promesas hechas a su mujer de llegar a buena hora, para no sembrar un mal ejemplo, apunta, en los hijos, para no ser amargo caldo de cultivo de sus vecinos; ese tipo que no está dispuesto a tener un altercado por un par de copas más. Pero he aquí que no se trata de un simple altercado. La falta de destreza nocturna será la peor consejera. ¿Cómo impedir que le tomen el pelo, que se haga escarnio de su persona, de él, que es tan recto?

7:40 hrs

La luz de las siete cuarenta de la mañana que se filtra por las ventanas superiores, le agrieta el pensamiento. A su lado un hombre le ruega que le invite la caminera. Él quiere decir que no, pero de su boca sólo escurre un “encantado”. Cada tenue rayo de sol que acaricia su cara lo hunde más en la depresión. Jamás había visto el sol desde esta perspectiva. No es un sol cómplice sino un sol enemigo. Distingue las facciones de una mujer que no está más ahí. Pero estuvo a su lado, está seguro. Esa mujer tenía nombre. Y una voz peculiar, no cualquier voz —cree acordarse que arrastraba las eses—, que acaso podría distinguir aunque no sabe exactamente cómo. Él la invitó. El sol de las 7 cuarenta, que a estas alturas se ha convertido en su peor enemigo, le trae una angustia más que le provoca un estremecimiento cercano al pánico: ¿la mujer le habrá dejado impregnado su perfume?, ¿olerá a mujer?, y la camisa, ¿la habrá dejado embarrada?, ¿por qué le haría eso si se enamoró de ella, si le declaró abiertamente su amor?

7:51 hrs

Aún con dinero en la cartera, sale a la calle. Qué suerte que traía un billete doblado en uno de los compartimentos, de lo contrario el mundo se le habría venido encima como el techo de una casa. O como este sol que ahora ya ilumina cada rincón, cada recodo de la calle. La gente se agolpa para entrar a los andenes del metrobús. Los autos respetan el paso de peatones, aunque algunos cofres semejan fauces dispuestas a engullir a los transeúntes. Las madres arrastran a sus hijos con la mochila a la espalda. Los voceadores gritan a todo pulmón el nombre del periódico. Alguien por ahí se tropieza. Otro insiste en ganarle el taxi a un anciano. Él permanece atónito. En su boca sobrevive un sabor agridulce. El ron sube como por oleadas de su estómago a la lengua. La nuca le suda a chorros. También las axilas. La camisa está empapada. Se imagina la frente: perlada como un pétalo de rocío matinal. Claro, en su pasmo se considera un hombre matinal.

7:59 hrs

Toma un taxi. Saluda con palabras exageradamente corteses al conductor y le ordena que lo lleve a su casa. ¿Dónde?, pregunta aquél. “A la Escandón. A la esquina de Martí y Astrónomos. Si pasa delante de una vinatería me espera tantito”, dice. Quiere conversar, pero ningún tema sobreviene. ¿El tráfico?, ¿el calor?, ¿los asaltos? Menos con esa dicción suya. Las palabras brotan entrecortadas, pastosas, como dichas por un tartamudo. Mejor cerrar la boca. Mejor quedarse dormido.

 
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