Gusanos

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Mi madre

Mi padre era un borracho consumado. Todo lo que yo logré en la vida, lo hice por quitármelo de encima. Murió a dos calles de la casa. Un policía vino a darle la noticia a mi madre. Yo tenía once años. Mi madre me ordenó que la acompañara. Pero me negué. Inventé cualquier pretexto.

Han pasado muchos años desde entonces. Hasta el día de ayer, el nombre de mi padre estaba proscrito en la casa. Mis hijos crecieron sin abuelo, y, lo que es peor, sin memoria de él.

Pero hoy en la mañana me encontré una carta de mi madre que arroja luz en este asunto. No suelo escombrar cajones ni hurgar en los bolsillos de la ropa. Nunca lo he hecho. Y mi esposa menos. Esta carta me la encontré en un libro, El mundo de ayer de Stefan Zweig. No soy aficionado a la lectura, y ni el autor ni el título me dicen nada, pero mi madre lo ocultó toda la vida en el cajón de su buró, y, aunque me duela, quiero compartir el documento. Por la memoria de mi padre.

La carta está fechada hace cinco años y está dirigida a mí, el único hijo que tuvo. Y dice.

Mi hijo adorado: El diagnóstico del médico que visité ayer en la noche fue trágico. No me dio ni un mes de vida. Podría despedirme de ti y partir. Pero no tengo valor. Desde la muerte de tu padre —hace ya veinte años—, dejé que el tiempo pasara con el corazón hecho pedazos. Te di una carrera. Tuve suerte y las cosas se inclinaron a mi favor. Pero conforme tú ascendías en la vida, la figura de tu padre se volvía más y más oprobiosa. Por mi culpa él se convirtió en un alcohólico incorregible. Fíjate lo que te digo, que yo soy la culpable de su vicio. Tú no lo recuerdas, pero él no siempre fue así. Quizá si rascas en la corteza de tu memoria, lo recuerdes como un hombre alegre y trabajador, además de un excelente proveedor. Nunca dejó que el mundo se nos viniera encima, que nada nos faltara. Y así hubiéramos seguido. Pero la vida nos jugó una mala pasada. Y el solo hecho de contártelo hace que la cara me arda de vergüenza. Pero tengo que hacerlo. De una vez y para siempre. Tengo que sincerarme porque no puedo más con esta carga, y qué mejor que con mi hijo. Quiero decirte algo que me he venido guardando: yo traicioné a tu padre. Y él lo descubrió. Si te nace el impulso de romper esta carta, te suplico que aguardes hasta el final. Para mí representa la entrada al infierno, para ti el perdón a este ser inmundo que soy yo, y a tu padre, que no se merece el desprecio que sientes por él. Me acosté con tu tío Luis, el hermano de tu papá. Lo hice por amor, pero lo hice. Venía muy seguido a la casa. Con cualquier pretexto. Con tu papá o sin él. Aún recuerdo aquella vez que se presentó a cumplir una encomienda de tu padre. Un paquete que tenía que entregarme o algo así. Sé que llevo ese pasado a cuestas, pero déjame decirte, en descargo de nosotros dos, que no lo planeamos. Que no hubo dolo. Que fue espontáneo, como la caída de una hoja seca en el otoño. Después, pasó lo que tenía que pasar. No podíamos detenernos. Como si un frenesí se hubiera apoderado de nosotros. Un frenesí que no fue para siempre. Porque el día menos pensado tu papá nos descubrió. ¿Qué podíamos hacer? A partir de ese momento tu padre no hizo más que beber. Alguna vez me lo dijo: Si te hubiera matado a ti o a mi hermano, no bebería. Entonces murió. Y la historia ya la conoces. Pero una sola cosa te digo. Cuando enterramos a tu papá, le juré sobre su ataúd fidelidad absoluta. Tu tío Luis me rogó que nos casáramos, pero ya no quise ni siquiera verlo. Reconozco que fue un modo de castigarme. Pero no me quedaba de otra. También lo admito. Vivimos en una sociedad que señala y castiga, que te inyecta sentimientos de culpa. Y que exige pagar un precio. A costa de lo que sea. Lo único que tengo claro es que mi amor por ti no cambió un ápice; más bien aumentó. Se multiplicó hasta la bóveda celeste. Fuiste mi único hijo y eres mi adoración. No sé lo que pase de aquí hasta el día de mi muerte. Pero me urgía que supieras la verdad de las cosas. No juzgues con dureza a tu padre. Piensa en lo que habrá sufrido. Te escribo esta carta porque lo único que quisiera es que haya paz en tu corazón. Y de paso, perdones a tu madre. Si es que para ti, merezco perdón.

Mi mujer odia a los borrachos

Tengo dos enemigas a muerte: la diabetes y mi esposa. Y con ninguna de las dos puedo. Padezco una diabetes que no es precisamente lo que podría llamarse mortal. Es decir, sí me va a matar pero no en forma inmediata. Le va a llevar su tiempo. Creo. No soy insulino-dependiente; se manifiesta a través de lo que los médicos llaman neuropatías. Las padezco hacia la altura del estómago, debajo de las tetillas, de un extremo a otro de los costados, y son verdaderamente dolorosas, y hoy por hoy, ni el médico alópata ni el homeópata han logrado curarme. Ni modo, cada vez que me dan —son una especie de agujas por debajo de la piel— tengo que detenerme de una pared, de un mueble, o de lo que esté más cerca para no caer. Y según me aseguraron, mientras

beba tendré alta la azúcar, y mientras tenga la azúcar alta padeceré este castigo divino. La otra enemiga, digo, es mi esposa.

Desde antes que yo padeciera diabetes, odiaba el trago. Como mi madre. Que hizo un guiñapo de mi padre, y de cuya tiranía yo jamás pude librarme. Sin que hubiera mayor pretexto, mi esposa se ponía iracunda desde que me veía dirigirme hacia la cocina, donde tengo mis botellas. “¿Ya vas a emborracharte?”, me gritaba.

Y la verdad no estaba muy equivocada.

Siempre he considerado el trago como el placer por antonomasia de la condición masculina. Ningún otro —sea la mujer, el cigarro, la droga o el juego— provoca tanta aceptación. Y aun a pesar de que cada uno de aquellos individuos sepa los riesgos del acto de beber. Que son muchos y que no voy a repetir, por no ser estas palabras parte de una encíclica.

Mi mujer odia a los borrachos porque los considera los tipos más estúpidos del universo. Dice que la humanidad se divide en mitad hombres y mitad mujeres. Y que de la mitad correspondiente a los hombres, 95 por ciento son borrachos —es decir estúpidos—, y 5 por ciento individuos dueños de conciencia y principios —es decir aburridos, apuntaría yo. ¿Pues de qué otro modo se puede calificar a los borrachos, que a sabiendas de las consecuencias que provoca el alcohol beben como locos?

Eso dice.

Se la pasa horas en el Internet. Es como una detective cibernética. Y no tanto por seguir pistas absurdas sino para prohibirme beber —aunque en su descargo tengo que reconocer que de la invitación paso a la prohibición. Prohibición que llegó muy lejos. Al punto de que para mí resultó más un motivo de entretenimiento que de nerviosismo. Porque entre más me prohibía beber más lo hacía, y ese solo hecho inoculaba mi vida de valor. Me sentía un héroe. Mientras fuera así de testaruda yo me sentía a gusto en casa.

Pero en ese estira y afloja que significa todo vínculo matrimonial, las cosas se pusieron de cabeza. Tengo muy presente el grito que di cuando abrí la despensa de la cocina, y donde antes había botellas —de whisky, vodka, tequila y mezcal—, ahora sólo veía aceites de cocina, especias, vinagres y saborizantes de colores.

—¿Y mis botellas? —le pregunté azorado a una mujer sonriente que me contemplaba desde uno de los extremos del comedor, como se mira a un elefante mover la trompa en el zoológico.

—No hay más botellas. Se acabó el vino en esta casa. No voy a dejar que envenenes tu organismo por una estupidez —¡tenía que decirlo!—, ¿entiendes? Lo hago por tu bien. No me voy a quedar con los brazos cruzados mientras tú te emponzoñas.

—¿Emponzoñarme? Si no estoy tomando veneno de mamba negra —¿de dónde saqué la palabrita?, de un programa que había visto la víspera en Discovery. Punto a mi favor.

Como sea, me quedé pasmado. Jamás me imaginé que ella, mi mujercita linda, hubiera sido capaz de llegar a ese grado. No importaba que mi salud estuviera de por medio. Guardé silencio y me senté en mi sillón favorito. Sentí que las lágrimas sobrevendrían en cualquier momento. Silbé la primera melodía que me vino a la cabeza, con tal de quitar de mi cara esa expresión idiota que acompaña el llanto. Necesitaba hacerle creer que tenía la sartén por el mango. “Por fortuna quedan las cantinas”, dije, “el dinero que me gaste en la calle lo voy a tomar del gasto. Tú te lo buscaste. Y recuerda que en ese gasto van tus maquillajes y tus medias, y alguna que otra chuchería que siempre se te antoja”.

—No te vas a atrever a hacer eso.

—¿No? Tú serás la primera testigo.

Ahora la que se quedó callada fue ella. De pronto, entreabrió su exquisita boca y dijo: —Está bien. Creo que me precipité. Escondí las botellas en el clóset.

—Por mí puedes dejarlas ahí. Ya vi que supiste aprovechar el espacio —dije, y salí a la recámara por una de whisky. Qué sed tenía.

En una esquina de la ciudad de México

Apenas se puso el alto, el niño caminó entre las filas de los automóviles. Extendía la mano y pedía limosna. Él hubiera preferido lavar parabrisas, pero su madre se lo prohibió: “El día que te vea lavando los cristales de los coches te rompo el hocico. Y sabes que te lo cumplo”. Claro que lo sabía. Ya lo había hecho varias veces, siempre por situaciones que no se volvían a repetir.

 

Vino una a su mente.

Sucedió un par de años atrás, cuando él tenía seis años. En lugar de pedir las acostumbradas monedas, su mamá lo descubrió jugando al yoyo. Es hora de trabajar, le gritó al tiempo que le quitaba el juguete. Y antes de qué pudiera explicarse qué estaba ocurriendo, le soltó un golpe en la cara que lo aventó un par de metros más allá. Se tentó la boca y sus dedos se empaparon de sangre. ¿Por qué su madre no lo quería, si todas las madres querían a sus hijos?, no dejaba de preguntárselo. ¿Porque era feo?, ¿porque siempre andaba mugroso?, ¿porque tenía piojos? Pero si muchos niños andaban todavía más cochinos y sus mamás los besaban como si estuvieran recién bañados.

Nunca tendría respuestas para eso. Como las tenía para el juego. Porque de todo lo habido y por haber, lo que más lo atraía era el juego. Y aprovechaba cualquier momento que se encontrara lejos del campo de visión de su madre para jugar. Traía los bolsillos repletos de juguetes, que iban desde canicas y un trompo hasta corcholatas y suelas de zapatos. Todo le resultaba útil. En cualquier cosa hallaba la diversión. El juguete perdido. Que se había descuidado con el yoyo era un hecho. Le ganó el impulso. Sabía de sobra a lo que se exponía, pero aun así decidió atarse la cuerda al dedo índice y hacer el cochecito, una de sus suertes favoritas. Porque era bueno. Sobre todo con los lups. Vueltas y vueltas que describían una trayectoria parabólica, y así hasta el infinito. Que había suertes que le salían con maestría, nadie podía discutirlo. Como el perrito, la vuelta al mundo, el columpio...Ya había jugado el yoyo con los amigos que de pronto se cruzaban con él, y no sólo había salido airoso de la prueba; veía en aquellos ojos infantiles el asombro, o, más que eso, la incredulidad. Y su espíritu se hinchaba.

Se puso de pie y vio a su madre arrojar el yoyo a una alcantarilla, y dirigirse hacia su escondite. Ahí hacía lo que le venía en gana: emborracharse, aspirar solventes, escuchar el radio, leer periódicos atrasados, quedarse dormida. Muchos de los vagos del rumbo deseaban ese lugar, pero ella lo defendía como una hiena la carroña. Entre cartones de cajas, pedazos de tapetes de automóvil y trozos de papel periódico, lo había acondicionado a su gusto. Como estaba al pie de una de las columnas gigantescas que sostenían aquel paso a desnivel, el sol jamás le daba. Aspiraba el monóxido de carbono de los miles de autos que circulaban a unos metros, pero eso le daba igual; es más, lo agradecía. Porque gracias a eso, una vez al mes iba al Hospital General donde le obsequiaban medicamentos para despejar sus vías respiratorias, que luego ella vendía.

De pronto, una idea cruzó por su cabeza.

Su madre le estaba dando la espalda. No lo veía. Era la oportunidad de oro. Contó hasta tres.

Uno.

No sabía leer ni escribir. A sus ocho años, le daba vergüenza confesárselo a quien fuera. Siempre lo ocultaba. Cualquier mentira era buena para salir del paso. Ya lo había hecho innumerables veces. Y también había golpeado por esa misma razón. Si alguien se atrevía a hacerle un comentario burlón, soltaba un golpe despiadado. Ya había dejado a más de uno babeando sangre.

Dos.

Su madre aún distaba un par de pasos, más o menos, para llegar hasta su escondrijo. La vio caminar y la recordó panzona, o, más que eso, mucho más, con una panza enorme. La recordó porque durante esa etapa, ella no admitía siquiera que él le dirigiera la palabra. Ni siquiera que la mirara. Había sido la peor época. Cuando menos no recordaba ninguna otra tan atroz. Tan llena de miedo.

Tres.

Apoyó el pie derecho como si en eso le fuera la vida, y echó la carrera. Precisamente en el momento en que su madre volvía la cabeza. Escuchó su nombre, la orden de que se detuviera, pero no obedeció. Como si sus oídos estuvieran tapiados. Sentía en sus labios la sangre ya reseca, como pedregosa. Corrió aún más duro. La voz imperiosa de su progenitora no le hacía mella; al contrario, lo impulsaba a poner tierra de por medio.

Por fin el cansancio lo venció. Había llegado hasta un camellón. Aminoró el paso. Su madre había quedado muy atrás. Aquel crucero se había perdido sin más.

Se volvió cautelosamente. Nadie venía por él. Mucho menos su madre, quien con dificultad daba un paso tras otro. No como él, que era un verdadero tigre —así se veía. Un tigre pleno de vigor y juventud.

Era libre.

Caminó relajado por completo. Con una calma como no sentía hacía mucho. Se entretenía mirando los árboles que franqueaban el camellón. Uno de ellos le llamó particularmente la atención. Desde donde estaba, distinguió un corazón trazado en la corteza. Era un corazón de amor. Se aproximó. Por un instante se le olvidó de que no sabía leer, y quiso saber qué decían aquellas palabras. Sabía que en un corazón se escribían los nombres de las personas que se amaban. Puso los dedos en aquellos signos. Los acarició. ¿Y si era el nombre de su madre?, ¿y si era el nombre de él? Acarició la silueta del corazón, la flecha que lo cruzaba.

Se descubrió llorando.

—Podríamos pensar en un martes. —O en cualquier otro día.

Mi trabajo consiste en contratar gente para la empresa que me paga. O en despedirla. Tengo una oficina ad hoc. Sobria y dura, es decir, que refleje mi carácter. O mejor todavía, el carácter de la transacción que está a punto de realizarse.

Sé lo que significa una entrevista de trabajo. Y precisamente la delicadeza de mi trabajo estriba en no crearles expectativas a los candidatos. De ahí que no exista en mi oficina el menor detalle humano o personal. Nada de fotografías con la familia —ay, se ve que es una buena mujer—, menos referencias que le revelarían intimidades a un buen observador. Como por ejemplo, un suéter tejido a mano, un bolígrafo demasiado femenino; en fin, las personas que entran a mi oficina deben tener en el acto la idea de que no habrá un trato personal sino estrictamente profesional.

Con las personas que despido, las cosas toman otro cauce. Para empezar, procuro ser lo más precisa posible —la precisión obliga al futuro desempleado a admitir que se merece ser puesto de patitas en la calle. Si, por ejemplo, traigo una blusa, antes de abrirle al fulano me pongo un blazer y me recojo el pelo. Que sienta de este lado a una mujer enemiga de la amabilidad y comprensión. Una mujer severa, sin complacencias, a quien no va a resultar nada fácil convencer. Naturalmente que siempre hay quien se sale de control. Como un chofer de sesenta años —el chofer del señor Castillo— a quien corrí con especial elegancia. Lloró. Dijo que con su salario mantenía a sus nietos. Que vivían con él —aquí fue donde derramó sus lágrimas sebáceas—, y que de dónde iba a sacar dinero. Le ofrecí un klínex, me puse de pie, le indiqué que pasara a recursos humanos por su finiquito y abrí la puerta. Dejó impregnada la habitación de un perfume maloliente.

Como sea, tuve una ocurrencia —iniciativa, la llamaron algunos— que fue aplaudida en la última junta con el señor director y las cabezas de la empresa. Yo, Sonia Cantú Cantú, me entrevistaría con las candidatas a un empleo en un restaurante cinco estrellas. Y la coyuntura que se avecinaba era ideal, pues a la brevedad el señor Castillo —director general— requeriría una secretaria. Pero no la invitaría a comer ni mucho menos, sino nada más y únicamente valoraría su comportamiento en una situación comprometida. Porque ser secretaria del director general no es cualquier cosa. Hay que ser muy sutil e inteligente para decir mentiras, o bien de lo más atenta y dulce para engatusar a un posible socio. Pero para eso se requiere de una malicia peculiar, algo que no enseñan en las academias para secretarias.

Así pues —proseguí mi explicación en la junta—, no es difícil imaginar la situación. Digamos dos de la tarde; digamos el restaurante Les Moustaches; digamos que ahí la entrevistada se sienta enfrente de mí —para esto tiene que llevar su mejor atuendo, Les Moustaches no es cualquier restaurante, y ahí es donde yo empiezo a calificar. Porque vean. Imagínense que yo como una deliciosa sopa de ajo, o una ensalada mixta, o ya de plano una trucha almendrada, y que la probable secretaria —luego de haber esperado en el vestíbulo más de una hora— se le queda mirando a mis platillos, se me queda mirando a mí mientras los devoro, hasta que empieza a ponerse nerviosa. Notablemente nerviosa. A simple vista. Tache. No sirve. Inmediatamente yo le pongo tache a su solicitud. Que para que este cuadro funcione bien, lo mejor es que la entrevistada no haya comido; que a las dos de la tarde es lo más probable. Y si ya comió, tache. Aunque mi obligación —por mera cortesía— es invitarla. Nadie con la cabeza sobre los hombros, aceptaría. Por supuesto, la prueba se repetiría hasta que me topara con la candidata ideal. Bastante dinero se fuga en personal contratado que no da los resultados esperados...

Por cierto, la iniciativa no fue aprobada por unanimidad. Una sola voz se levantó en contra, la de Samuel Corona, el jefe del área de proveedores. Le pareció demasiado cruel, dijo que era una estrategia de abuso y prepotencia, típica de una mujer subvalorada. Iba bien, pero cuando pronunció esos dos vocablos se ganó una rechifla general. Nadie estuvo de acuerdo con él. Lo tildaron de antiguo y de previsible. Y así se lo hizo ver mi jefe.

Pues bien. Ahora mismo estoy esperando a la primera candidata. Ya me lo hizo saber el capi. Pobrecita. La tengo ahí desde hace veinte minutos. No son muchos en la vida de una persona si en cambio va a salir con un trabajo que le dará seguridad y solvencia.

Pero la gracia será entrevistar a varias. De lo contrario qué chiste tendría esta estratagema.

Bajo el agua

No hace mucho, me invitaron a la presentación de un libro —“de la novela más ingeniosa de los últimos tiempos”, decía la publicidad que me llegó vía Internet. Confieso que en mi condición de enfermero no soy afecto a ir a presentación alguna, concierto, exposición ni nada que se le parezca. Pero esta vez la situación era diferente porque justo un paciente era el autor de la dichosa novela. Se había establecido un click entre él y yo, y cuando dejó el hospital me preguntó si tenía correo electrónico, se lo di —que su esposa apuntó con letra grande y de imprenta en una bolsa de papel estraza—, y hete aquí que en un par de semanas me llegó el anuncio.

Fui a la presentación y me pareció lo más aburrido del mundo. Si la novela era tan ingeniosa, por qué los presentadores tenían que ser tan monótonos, me preguntaba yo, ¿o así serían todas las presentaciones? Tal vez.

Estaba a punto de ponerme de pie y marcharme cuando mis ojos se detuvieron en los ojos de una mujer que estaba sentada a un par de lugares, y que de casualidad se volvió a mirarme. Era evidente que venía sola.

Todo lo que para mí era aburrido, a ella parecía llamarle inmensamente la atención. ¿O no demostraba eso su cabeza que iba de un lado a otro, para no quitarle la mirada a quien en ese momento tuviera la palabra?, ¿o no delataban ese interés sus piernas, que las cruzaba de izquierda a derecha y a la inversa, con tal de tener una posición más cómoda?

En la misma medida sus facciones, su piel, su sedoso y brillante pelo me atrajo. Yo tengo 27 años —cinco de casado— y ella andaría por los 40 o los 45. No sé, siempre he sido malísimo para calcular edades. Pero de inmediato sentí el jalón de la carne —que fue exactamente lo que sentí cuando conocí a mi mujer, y que es exactamente lo que ha hecho que ella sea el monstruo de los celos personificado.

Decidí pues esperarme a que la presentación terminara y acercarme a la cuarentona. De vez en cuando un poco de adrenalina no está mal. Cada vez la veía más atractiva y deseable. Ella se percató de mi nerviosismo, se sonrió conmigo y me dirigió la palabra. Me preguntó si ya había leído la novela y le respondí que no —iba a responderle que en la vida había leído ni una sola, pero temí decepcionarla. Y enseguida investigó si el novelista era mi amigo. Claro que sí, hemos estado juntos en las buenas y en las malas. Oh, qué maravilla, ¿me contarías acerca de él?, estoy tomando un diplomado de literatura mexicana y me encantaría incluirlo. Por supuesto, yo la llamo, dije, extendí la palma de mis manos y escribí los números. Qué romántico, dijo ella, tenía siglos que no veía a nadie escribir en su propia piel.

 

Entonces la conversación comenzó a fluir. No soy casado, respondí. Y dije, muy quitado de la pena, que era subdirector de una clínica que se ubicaba en Polanco, en la esquina de Eugenio Sue y Ejército Nacional. Cuando me preguntó mi especialidad le dije que era ginecólogo, y que lo que yo perseguía era una suerte de misión imposible: atender a mujeres carentes de recursos que estuvieran embarazadas, que las había por miles en los cinturones de miseria de la ciudad de México. Qué maravilla, dijo, y entornó los ojos.

Pronto sirvieron el vino. Distinguí a lo lejos a la esposa del novelista. Ella también me vio, y a las claras me dio la espalda. Claro, mi profesión de enfermero seguramente no representaba para ella ningún atractivo. Yo tampoco insistí en mirarla. Al contrario, mejor que siguiera su vida y yo la mía. Lo único que me preocupaba era que mi acompañante tuviera su copa llena. Ser enfermero me permitía saber de las enfermedades. A simple vista identificaba a quien entraba con el coma diabético a punto de atacarlo, o con el infarto en puerta, o al que estaba a unos centímetros de la congestión alcohólica. Pero con la misma facilidad —cinco años de enfermero titulado y en activo me autorizaban— sabía las propensiones de cada quien. Y la mujer que estaba a mi lado —de nombre Alicia— no podía disimular su simpatía por el alcohol; ni creo que le hubiera interesado hacerlo.

Salí con el ánimo hasta arriba. Llegué a casa y mi esposa aún se encontraba despierta. Cuando me oyó salió a recibirme con la mejor cara. Te hice tu costilla a la mexicana, dijo. Quítate la chamarra y ve a lavarte las manos. Quiero que me cuentes todo, detalle por detalle.

Me miré al espejo mientras el agua escurría del grifo. ¿Ése era yo? ¿Un cobarde que pondría aquel teléfono bajo el chorro con tal de que su mujer no lo notara? Sí, ése era yo. Un antihéroe.

Los números finalmente habían desaparecido.