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96 grados

Y si mi mujer me quiere matar? No sería nada difícil. Le he sido infiel un millón de veces, y soy un alcohólico irredento. Me puede enterrar mi navaja de cazador, o cualquier cuchillo de cocina, o deshacerme la cabeza a martillazos cuando esté dormido.

Si no me mata ella, yo la mato.

Bebo sin que se percate. Nada más para no tener encima sus gritos. Quisiera saber si se da cuenta. Seguro que sí. Sólo una copa.

Cualquier cosa que beba siempre habrá de estar helada. Porque sigo mis reglas. El congelador lo tengo atiborrado de botellas. Los pleitos con mi mujer son constantes. No porque deje yo de beber, sino porque odia que invada sus espacios, que van desde el congelador hasta la recámara —donde tengo alguna botella de reserva—, y más allá, hasta el garage mismo. La casa toda. De la que se ha ido apropiando como una rata de su madriguera.

He envejecido. Lo que quiero decir es que mi rostro, de ser blanco y aduraznado, se ha tornado rubicundo, chapeado como un tomate. No me importa gran cosa, porque a pesar de esta cara que revela ser portadora de un alma proclive a los excesos, a pesar de eso, las mujeres se siguen acercando a mí. Desde luego eso mi esposa no lo soporta. Cuando vamos a comer a un restaurante, lo primero que hace es pasar lista a la concurrencia. Pobre de mí si hay alguna mujer guapa a la redonda, porque entonces me obliga a que me cambie de lugar. Esto no me ocasiona mayor problema, lo que no aguanto es que apenas pido mi aperitivo derrama encima de mí sus insultos y procacidades, y delante del capitán para acabarla de amolar. Generalmente los hombres son empáticos, y todo tienen menos sorna en los labios; quizás en la cocina se burlen de mí, pero su solidaridad me hace sentir bien. Estoy seguro que muchos de ellos viven situaciones semejantes.

Me he vuelto, pues, maestro en el arte del engaño. Que no se de cuenta. Si hubiera tenido hijos, les habría podido enseñar eso. Pero me voy a morir en blanco. Sin hijos, cualquier cosa se la acaba llevando el diablo. Hay que tener una gran meta en la vida, que sustituya la carencia de hijos. Como yo ahora. Que he decidido mi golpe maestro, algo que me saque del abatimiento en el que se ha convertido mi vida.

Matar a mi esposa. Dame fuerzas, Dios mío.

No soporto su dictadura. Todos los días se esmera en destruirme. Soy como su sparring, que conmigo se desquita de todas sus frustraciones, su ira, su estulticia.

La mataré porque de no hacerlo acabará corriéndome de mi propia casa. Es una arpía. Mi única pasión es ver su cuello cercenado por mi navaja de cazador. Pero esta pasión me tiene sumido en la más terrible desesperación. Ya no duermo. No como bien. Escucho su voz, sus risotadas burlándose de mí apenas intento conciliar el sueño, o cuando quiero ver la televisión, o de plano no hacer nada. Incluso he pensado que ella es la culpable de mis achaques: calambres, chasquidos en la mandíbula, reumas. Entre más tiempo pasa, más se agudizan mis males. Con ella muerta, volvería a ser un hombre vigoroso.

Naturalmente que me pregunto cómo matarla. Como ya lo dije, partiéndole el cuello en dos. Sorprenderla de espaldas y sesgar su yugular. Como ella lo haría conmigo si no estuviera yo más alto. He reflexionado los peros de este crimen. En primer lugar, que la policía daría conmigo en forma instantánea: si huyo, por huir, y si no huyo porque no sería capaz de resistir un interrogatorio; me botaría de la risa a las primeras de cambio: ¿cómo podría mantener la sangre fría? Nada más de recordar la sangre escurriéndole a borbotones mientras me estuvieran interrogando, sería imposible conservar el control. Ni siquiera tendrían necesidad de preguntarme ¿usted la mató?

También podría estrangularla, o llenar de agua la tina y ahogarla. Pero aquí el problema es que tendría que mirarla de frente, y esa mirada se constituiría en mi pesadilla. Estoy seguro. La odio a muerte. Ha hecho de mí un guiñapo, pero no quiero que su muerte se convierta en un símbolo de terror para mí. Que me quite el sueño. Soy un cobarde, y de ninguna manera soportaré sus ojos mientras pasan de la vida a la muerte. Dicen que esa expresión es diabólica. Y que si eres cobarde mejor ni lo hagas. ¿Que me acompañen hasta el último día de mi vida? Jamás. Por cierto, hace siglos que no he visto mi navaja. Necesito pulirla. Sacarle filo. Cachondearla. ¿Dónde estará? ¿Y si ella la tomó? ¿Si me quiere hacer lo mismo? No le daré la espalda.

Ya escuché el motor de su automóvil. Lo está metiendo al garage. ¿Y mi navaja?

Bajo el cielo gris

Me paladeo la comida en la fonda de doña Lidia. Trabajo en la Secretaría de Hacienda. Mi jornada es de nueve de la mañana a seis de la tarde, con una hora para comer. Cosa que hago a las dos. Mi centro de trabajo está rodeado de fondas. Las he probado todas. Sin duda, la mejor es la de doña Lidia. El único problema es el cupo. Siempre está lleno. Híper lleno. Así que es de lo más común que un desconocido ocupe un lugar en tu mesa. Luego de musitar un vulgar conpermiso, ¿puedo?

Digo que es de lo más común, pero yo aborrezco que eso me pase a mí. Como ayer. Empezaba a comer, cuando escuché la voz de alguien: disculpe, ¿el señor se puede sentar aquí? Preguntó como cualquier cosa. Y como cualquier cosa yo dije sí. ¿Me ayuda, por favor?, pidió el hombre que estaba a punto de sentarse. El otro ya se había ido. Ayudarlo a qué, maldije para mis adentros. Interrumpí mi crema de calabaza y me volví a mirarlo. Diablos. Se trataba de un ciego. No podía creerlo. Pero en efecto iba a sentarse. Nunca lo había visto en los alrededores. Caminando por ahí. Entrando a la Secretaría. O a una fonda. Qué sé yo.

Extendió la mano en un evidente gesto de buscar mi apoyo. De mala gana me puse de pie, lo conduje hasta la silla, y me volví a sentar.

—¿Puede llamar a la mesera?, ¿es mesera verdad, o mesero?

No contesté nada. Pero sí le hice la seña a la mesera de que se aproximara.

Se aproximó. Y le tomó la orden al ciego.

—¿Hay pan? —preguntó. Pero cometió la imprudencia de buscarlo él mismo. Su mano tropezó con la salsera. La viscosa masa roja se regó estrepitosamente embarrando todo alrededor. ¡Carajo!, exclamé yo.

Él se disculpó cien veces. Perdón, perdón, tiré la salsa, ¿verdad? Sí, repliqué. Con un tono de voz muy lejano de la amabilidad. Ya, ya, alcancé a decir.

—Aquí está su sopa de verduras—le dijo la mesera. Indicándole exactamente dónde la había dejado. Apenas se asombró cuando vio la salsa derramada. La limpió enseguida. De muy buen modo.

Él tomó la cuchara y la hundió en la sopa. Dio un gran sorbo. Está rica, sentenció. Mientras un hilillo de caldo resbalaba por sus comisuras.

—Mejor directamente del plato —se dijo a sí mismo.

Entonces, y con sumo cuidado, sacó la cuchara, tomó el plato como si fuera una jícara, y se lo llevó a la boca. Esta vez el sorbo fue estridente. Si con la cuchara se escurrió un hilillo de caldo, ahora su boca semejó un torrente. Me sorprendió su tolerancia a la sopa, que según yo estaba hirviendo.

Los presentes en torno se volteaban a vernos. Algunos se apiadaban. Otros no podían evitar la risa. De pronto, una señora —tan obesa que apenas cabía en su silla— se puso de pie en una mesa vecina. Traía una servilleta en la mano. Se fue acercando como si fuera la estrella de un desfile. Llegó hasta nosotros y le limpió la boca. Me miró con odio.

—Ya, mi niño, ya —le dijo. Quien le agradeció el gesto con palabras empalagosas.

—¿A poco cuesta mucho trabajo hacer esto?, ¿no se da cuenta que este hombre es discapacitado? Pero hay un Dios —dijo con un tono de reclamación tan ensordecedor que todo mundo se volvió a mirarme. No podían evitar la ira. Si hubiéramos estado en una plaza de la Nueva España, me habrían quemado vivo.

La señora, moviendo cadenciosamente su gordura, regresó a su mesa. Me dio asco el pollo en chile morita que habitualmente era mi platillo favorito. Parecía que estaba comiendo un estropajo.

—Quiero pollo en chile morita —ordenó el ciego en cuanto la mesera le dio a escoger lo que seguía. Se relamió los labios. Y sonrió.

El abuelo

Siempre he detestado la música clásica. Ojalá que a nadie se le ocurra ponerla ahorita. Con mi abuelo en su caja. Con mi padre que dijo ahorita regreso y no ha vuelto. A pesar de que es su papá el que estamos velando. Con mi mamá que no para de fumar. Con mis hermanos que nomás andan de aquí para allá como almas en pena, más bien dicho como despistados. Porque no se ven para nada apesadumbrados.

Cómo no tener presente a mi abuelo toda la vida, que tocó el contrabajo en la Orquesta Sinfónica Nacional. Digo, que toda su vida la pasó como un animal de carga, transportando ese horrible instrumento; y eso que tenía oportunidad de dejarlo en Bellas Artes, pero ante el temor de perderlo él prefería cargar con él a todos lados. Eso lo enjorobó. Allá él. Y conste que cuando se jubiló nos transmitía su tristeza a todos sus descendientes. “No puedo estar sin tocar”, decía. Y mi padre, que por fortuna había elegido la carrera de corporativo en una empresa de zapatos, se reía de él a hurtadillas. Risitas que nos contagió a todos. Nadie tomó jamás en serio a mi abuelo, y yo creo que ni en su trabajo porque cada vez que lo acompañábamos a un concierto —que en toda la vida fueron contadas veces, no más de cinco, porque le regalaban los boletos— lo veíamos parado allá atrás, sosteniendo dificultosamente su instrumento. De verdad que siempre daba la sensación de que se le iba a caer.

 

En cambio veíamos feliz de la vida a su amigo Sebastián Alcocer, también ya anciano, aunque no tanto como mi abuelo, pero que reflejaba optimismo y esperanza. Mi abuelo lo llevaba a comer a la casa cuando menos una vez al mes. Llegaba don Sebastián, y lo primero que hacía era dejar su sombrero y su violín en la mesa del comedor. Porque era mariachi. Había tocado toda su vida en una cantina del centro histórico. Cada vez el contraste entre él y mi abuelo era más marcado. No porque don Sebastián se fuera haciendo más jovial, sino porque mi abuelo se iba haciendo más viejo. Más y más viejo. Don Sebastián se le quedaba viendo y le decía ahora que te jubilen te incorporas a mi mariachi. Pero yo no soy mariachi, decía mi abuelo. Yo he estado en los grandes conciertos de la Sinfónica Nacional. Es como si fuera nieto de Beethoven. ¡Qué nieto ni qué nada! Esos grandes maestros suenan muy bonito pero no te llenan las tripas ni te pagan la renta. Tú lo que necesitas es hincharte las bolsas de dinero. Y reventarte hasta el vómito. Vas a tocar el violín en mi mariachi. No importa si sabes tocarlo o no. Allí aprendes. Nada hay más simple que el violín. ¿A mis 70 años?, preguntaba él, con los ojos tan tristes como los de un perro moribundo.

Pero todo eso fue faramalla. Cuando finalmente mi abuelo se jubiló, Sebastián Alcocer jamás le dijo vente al mariachi. Siquiera para que te entretengas. Nada de eso. A veces hasta llegué a pensar que lo del mariachi era pura mentira. Que don Sebastián se traía algo entre manos que nunca supe a ciencia cierta de qué se trataba.

La jubilación fue más bien como una mala racha que nos cayó a todos. Porque de la noche a la mañana mi abuelo no salió más de la casa. Y se la pasaba oyendo sus discos todo el día. Se compró una silla de ruedas para no cansarse de las caminatas. De ir de su recámara al baño, o de la cocina a la sala. Teníamos que mover los muebles para que no se tropezara. Mi mamá se ponía cada vez más furiosa, y mi padre decidió ir lo menos posible a la casa. Si antes faltaba, con mi abuelo en esas circunstancias terminó por ausentarse casi por completo. Y para acabarla de amolar, Beethoven hasta en la sopa. Yo me escondía todo el tiempo, porque apenas se acababa un disco mi abuelo me ordenaba que pusiera otro.

Estoy seguro que ya ni siquiera mi abuelo invitaba a comer a su amigo de toda la vida. Se había hecho una costumbre que fuera. En la casa vivíamos mi papá, mi madre —que no hacía nada más que fumar y ver la televisión—, mi abuelo y yo, Carlos Agustín, el más chico de la familia. Mis otros hermanos —dos hombres y una mujer— ya se habían ido. Hacía mucho. La casa estaba en la colonia Portales, y, según mi papá, nos iríamos de ahí en cuanto recibiera un préstamo de la empresa; que nunca llegó —aunque una amiga le dijo a mi madre que mi papá le había puesto casa a una mujer descarriada, que la podía llevar para que la conociera, aunque fuera nomás la fachada; mi madre prefirió guardar silencio y dejar que las cosas siguieran como hasta ese momento. Sus razones tendría.

Muchas veces, cantidad de veces, mi abuelo quiso que me gustara la música clásica. Compraba una cantidad increíble de discos, a ver si así. Ven, Carlos Agustín, me decía. Escucha esta música, te va a gustar. Las notas son ideas. Los pasajes musicales son como los párrafos de las novelas. Y provienen del corazón. Todo está concentrado ahí. La música está por encima de la literatura y de todas las ciencias y artes. Y me contaba la vida de los compositores que a él le gustaban, para que a mí me gustaran. Qué flojera me daba todo eso.

Nunca logró que nadie tolerara esa música. A la única que pudo más o menos convencer fue a mi mamá. Que pareció entusiasmarse. Pero que también se dio vuelta en U cuando se enteró del chisme de mi papá. No volvió a aceptar las invitaciones de mi abuelo para sentarse a escuchar al aburrido de Mozart. Como si mi papá hubiera tenido la culpa de algo. Como si se quisiera vengar con eso. Siempre me pareció injusto. Está bien que mi padre fuera el hijo de mi abuelo, pero no era para tanto.

Y hablando de mi papá, ya llegó. Y viene con don Sebastián Alcocer. Borrachos y abrazados. Ya los vio mi mamá. Y ya se hizo la disimulada. Mejor. Si no se arma la grande. Si cuando menos se hubiera traído al mariachi. Para que les tocaran unas piezas al abuelo. Pero para qué. Si a él no le gustaba esa música. Ni modo de traer la sinfónica. Aunque por ahí ya vi a algunos músicos. Andan con sus instrumentos. Todos vetarros. Seguro fueron amigos del abuelo. Quién sabe.

El paquete

Para Renata Legorreta

De manos de su amiga, Pamela recibió el paquete. Se trataba de un paquete de papel estraza, de 75 centímetros de largo por 50 de ancho, y de unos 15 centímetros de grosor. Sin nada en particular, excepto el nombre y los teléfonos del destinatario, un tal Jorge Luis Granados Blanco. Lo único que tenía que hacer Pamela, apenas llegara a Lima, era llamarlo para que lo recogiera. Sabía lo que contenía, porque ella misma había ayudado a su amiga a hacerlo: un par de vestidos de noche y un libro de recetas de cocina. Eso era todo. Al destinatario le urgía recibir el paquete porque un vestido era para su hija y el otro para su mujer. El siguiente sábado, que caía el 20 de julio, se casaba su hijo, y ellas se habían empeñado en estrenar esos modelos que habían visto en una revista. El problema era que la revista era de México y ellos vivían en Perú. Pero se habían logrado comunicar con los dueños de la fábrica, y en uno de esos acuerdos que parecen arreglados por la mano de Dios, quedaron en enviar el material a través de interpósita persona.

Sin complicación alguna, Pamela llegó a su destino el domingo 14 de julio por la noche. ¿Y esto?, le preguntó su marido cuando vio el paquete. Tengo que hablarle a ese señor —dijo, mientras con su dedo índice de la mano derecha señalaba el nombre del destinatario— y entregárselo. Este sábado se casa su hijo, y son los vestidos que llevarán su esposa y su hija a la boda. Pero ya le hablaré mañana a primera hora. Ahorita ya es muy tarde. ¿Nos dormimos? ¿Y cómo llegó a tus manos? ¿Quién te lo encargó? Mañana te cuento, ¿vale?

Bueno, cuéntame qué novedades ha habido por aquí. Estuve fuera casi un mes, y seguro tienes un arsenal de chismes. A ver, suelta la sopa. Claro, agárrate, que le descubrieron una amante a David. Pero ya tenía muchos años con ella. Le tenía casa, imagínate. Nadie lo hubiera pensado. ¿No crees? Siempre quejándose de dinero, escatimando la plata para su familia, y es que todo se lo llevaba la vieja esa. Pero eso no es nada. Adivina quién salió del clóset. No puede ser, ¿alguien salió del clóset? Caramba, me voy unos cuantos días y mira nomás cuántas cosas pasan. ¿Quién?, ¿quién se destapó? ¿Te acuerdas de Virgilio? Él merito. No puedo creerlo, pero si era tan viril. Tan hombre.

Pamela empleó toda la mañana en ponerse al día con el quehacer de la casa. Por más que había dejado instrucciones, bastó con que la criada faltara una jornada para que su marido decidiera despacharla —estorbaba más que ayudaba, por eso la corrí—, y él mismo hacerse cargo. Y por supuesto que no hizo nada. Todo estaba hecho un asco, y no había ni por dónde empezar.

Pero no le bastó con el lunes. También se llevó el martes en la faena. Porque ese día decidió dedicarlo al jardín. Andrés es un desidioso de marca. Ni siquiera pudo regar mis rosales. A la menor oportunidad me voy a vengar. Le voy a bajar una llanta a su vehículo, con eso basta y sobra.

El miércoles resolvió quedarse en la cama. Se sentía molida. Bien podría dedicarlo a ver un par de películas que se habían quedado rezagadas. Las dos eran de George Clooney. Pero ni modo de desaprovechar la oportunidad. Así que se preparó un vodka con jugo de tomate. Y mucho hielo. Por cierto, no había revisado sus correos. Pero ya llegaría el momento. Apenas tuviera un tiempo libre, se ocuparía de esa tarea, que a la larga le resultaba placentera. De paso se metería al feis y al tuíter. No fueron dos películas, fueron cuatro. Y no fue un vodka, fueron tres. Cuando llegó Andrés, la encontró desparramada, dormida como un tronco. Simplemente se desvistió, se metió en la cama y le hizo el amor. Ese truco le encantaba a ella. Se fingía dormida y lo disfrutaba por partida doble.

El jueves habría sido una pérdida de tiempo quedarse en casa. No le había dedicado el menor tiempo a sus amigas. Hizo algunas llamadas, y tomó la determinación de distribuir el día con algunas de ellas: con Alma y Eduviges en la mañana, y con Imelda y Perla en la tarde.

Ya estaba todo armado.

La pasó delicioso. Con Alma y Eduviges habló mal de Imelda y Perla, y con Imelda y Perla habló pestes de Alma y Eduviges.

Apenas abrió su bandeja el viernes por la mañana, se le vinieron encima los correos que le había enviado su amiga de México. En tono cada vez más perentorio, le reclamaba que no se hubiera comunicado con el señor Jorge Luis Granados Blanco, quien a estas alturas ya se encontraba rayando en la locura. ¿Cómo era posible que se le hubiera olvidado? Corrió al comedor, y ahí seguía el paquete: sobre la mesa.

El paraíso

La cosa es que lo hice en mis cinco sentidos. Y punto. Claro, ustedes lo pueden dudar, tienen todo el derecho, diría. Pero no, estaba yo en mis cinco. Quiero insistir en esto porque es muy importante porque siempre que lo cuento me dicen que de seguro estaba yo borracha o drogada, pero no, qué va, yo a esa edad nada de eso, les doy mi palabra. Así estaba yo en mis cinco cuando lo conocí. Ustedes ya saben que era el novio de mi hermana. Lupe hasta me presumía de él. Un día me enseñó unas fotos que él se había sacado en cueros. Ustedes han de decir: ay, si eso es lo más normal, pero no crean... en Guadalajara no, como que esas cosas no son vistas con tanta naturalidad, si yo creo que ni aquí. Pero qué chulote se veía. Tenía un pito bien grande. Mi hermana me decía “ni modo, Mati, así lo hizo Dios”. Bueno, mi hermana Lupe siempre presumía de sus novios, de todos, era una vieja costumbre. Total, con esos ojos tan grandotes y verdes verdes —el verde lo heredó de mi tío Juan porque mis papás los tienen negros pero mi tío Juan bien verdes, bien bonitos. Decía que con esos ojos se conquistaba a cualquiera de los que rondaban en el kiosco los jueves o los domingos por las tardes hasta entrada la nochecita, con la banda que dirigía el Güero González tocando “Cielito lindo” o “Bésame mucho” o “Por un amor” mientras uno por acá se deleitaba con unas palomitas o una dona de chocolate o un raspado de grosella.

Mi mamá bien que sabía que Lupe se iba al ligue. Yo digo que eso todas las mamás lo saben. Mi mamá nomás veía que empezaba a entrar la tarde y órale, nos decía: “Niñas, váyanse a dar una vuelta al centro y cuéntenme si Guadalajara sigue igual de bonita”. Y en menos que se los cuento, agarrábamos un Oblatos-Colonias ya bien peinaditas, bien lavaditas de la cara y con nuestros cien pesos en la bolsa y a lo mucho diez minutos ya estábamos bajándonos en la esquina de Morelos y Colón, donde había un cine muy famoso que se llamaba cine Rex.

Yo siempre la hacía de chaperona. Así no había problema si llegaba mi papá de jugar dominó con sus amigos y preguntaba muy enojado por Lupe. No está orita, le decía mi mamá, se fue con la Mati a platicar con sus primas o a saludar a su abuelita o en fin, cualquier mentirilla que se le ocurriera. Por mí ni preguntaba. A lo mejor porque Lupe era la grande y yo la niña. Total, eso siempre pasaba los domingos, y por la tarde, cuando nadie tiene ganas de hacer nada ni de meterse a preguntar nada. También mi mamá le sacaba la vuelta a mi hermano Jorge, es que él estaba bien dado y era bien duro para los golpes y ya iban como cinco novios que le espantaba a Lupe nada más a punta de puros fregadazos.

Pues fue en una de esas escapaditas a la Plaza de Armas que conocimos al Gus. Lupe se entusiasmó desde un principio cuando lo vio. Yo no. Se me hacía muy chocante, la pura verdad. Llevaba unos pantalones pegaditos, sobre todo de ahí en medio, como para que le resaltara más. También me acuerdo que llevaba una camisa de cuadros rojos, abierta como cuatro botones para que se le vieran tantísimos pelos que tenía en el pecho. Ah, por cierto, también me acuerdo que le brillaba bien bonito una medallita plateada que llevaba colgando, era de la virgen de San Juan de los Lagos. Desde luego a la que le habló fue a la Lupe. Yo tenía no más que unos 13 años, Lupe 18. Hola, les disparo una nieve, ¿quieren? Bueno, porque está dura la calor, contestó la Lupe en el acto. Yo dije, achi, y ora. Qué mosca le picó a ésta, ya no se hace nada del rogar, y más de éste que ni siquiera está guapo. No, yo no quiero, prefiero oír la música, contesté. No, no, vente tú también, me dijo la Lupe, si a ti la música ni te gusta. Y ya se pueden imaginar: dos muchachas comiendo nieve de tamarindo y nieve de guanábana en la Polo Norte con un muchacho. No tiene nada de especial. Yo lo oía platicar y me dije, bueno, pues no es tan tonto. Nos dijo que estaba en el primer año de derecho en la universidad del estado, que ya estaba trabajando con unos licenciados y que su mira era ser gobernador del estado. Que pues él no era de Guadalajara sino de Zapotlán, la tierra de mucha gente talentosa, dijo. Que vivía solo en la Perla Tapatía y que realmente necesitaba alguien, una compañía, alguien con quién platicar, ir al cine, dar la vuelta, pues. N’ hombre. Los 18 años de mi hermana se alborotaron reduro. Luego luego le dio entrada. Para qué decirles que a la otra semana ya eran novios. Mi mamá se enteró porque Lupe le tenía mucha confianza, y a cada ratito, ya se imaginarán: “Mati, acompaña a tu hermana”, “Mati, no te separes, ¿eh?”.

 

Y todo iba muy bien, con los desayunos domingueros en el mercado de San Juan de Dios, las visitas al Agua Azul para ver los animales y los nombres de los músicos, y las escapadas a los Camachos para asolearnos un ratito, hasta que conocí las fotos donde el Gus estaba en pelotas. Tenía un pitón loco, creo que ya se los dije, fácil como de unos veinticinco centímetros. Bien parado. Los huevos se le veían duros, tiesos, bonitos. En la mano izquierda tenía un vaso y en la derecha una botella. Se estaba riendo como diciendo gócenme, miren nomás qué pitote tengo. Mi hermana me llamó al baño y me dijo: “Te voy a enseñar un secreto pero no se lo vayas a decir a nadie, ¿eh?” No, Lupe, por Diosito lindo que no, le respondí. Mira, y órale que me enseña las fotos. Eran dos. Újule, tamaños ojotes que habré puesto porque mi hermana me dijo ¿te gusta?, ¿bien que te gusta, no es cierto? Pues es que, no sé, yo nunca había visto un hombre sin ropa. Ay, Mati, te voy decir lo que me dijo. Que esto es maravilloso, que cuando viera las fotos me pusiera la mano en mi cosita y que sintiera cómo empezaba a palpitar y a palpitar y que me apretara cada vez más duro y que cada vez iba a sentir cómo aumentaban las palpitadas. ¿Y es cierto?, le pregunté. Claro, prueba tú. Y pa qué les cuento. Que agarro la foto, que me bajo los calzones —ay, quién sabe por qué siento tan bonito cuando digo que me bajo los calzones—, y que me empiezo a tallar mi cosita, así, de la manera más natural, una y otra vez, hasta que empecé a perder la cabeza y no podía parar y cada vez me tallaba más fuerte y que suelto la foto y ya nomás con los ojos cerrados imaginándomelo con esa cosota bien parada y tálleme y tálleme y sentía que mis manos se empezaban a resbalar y que mis dedos se me iban para dentro y empecé a gemir Gus, Gus... y entonces mi hermana que me sacude y que me dice ya está bueno, ya está bueno, cálmate... Pufff, sentí que había entrado al paraíso.

A la mañana siguiente fuimos al parque Alcalde. Gus nos llevó a la remada. Le habló temprano a Lupe y le dijo que si iban a la remada, que estaba de exámenes y que iba a salir temprano, como a eso de las diez. Bueno, nos vemos como a eso de las once, en la entrada del parque, chao. Hubieran visto la sorpresa que se llevó cuando me vio llegar con mi hermana Lupe. Preguntó que por qué había ido yo, y mi hermana le respondió que ella sin mí no iba a ningún lado y que además yo ni molestaba porque para eso llevaba mi estuche de costura, para atender eso y no molestar. Bueno, si no hay más remedio, vamos, dijo el Gus. Primero pasamos por el puesto de don Matías, el que tiene ahí siglos, y el Gus se puso guapo y nos disparó un pepino con chile, limón y sal. Después nos sentamos a ver el reloj más grande de Guadalajara, el que está en el piso y está hecho de flores. Yo, como si nada, se los juro, teje y teje. Pero entonces vi que Lupe sacó de su bolsa las fotos y me señaló como diciéndole al Gus “mira, ella también te gozó”. Y pa luego es tarde. Se paró el Gus y nos dijo a las dos, muy encarameladito, que ni qué: “Muchachas, vamos a la remada”. Ahora sí, ahí mero pude comprobar que los hombres cuando quieren cambiar, cambian en serio. Primero nos ayudó a levantarnos, luego empezamos a caminar y él se puso en medio con nosotras a su lado. Pasamos frente al fotógrafo que está a un ladito de la fuente principal y le dije al Gus, nomás pa’ tantearlo, si los tres nos sacábamos una foto juntos. Claro, Mati, Matita, no faltaba más. Fuimos y nos sacamos una donde nuestras caras se ven atrás de las ventanas de un avión. Ustedes a la mejor no las conocen porque no en todas partes hay. Miren, les voy a explicar. Es como un cartón inmenso que tiene dibujado un avión volando entre las nubes y donde van las ventanas tiene agujeros para que uno se pare atrás del cartón y parezca que vas de pasajero, no sé si me entiendan. Hay un surtido a todo dar. Está el hombre fuerte sin cabeza, nomás para que llegue el flaquito y ponga la cabeza en su lugar donde va la cabeza del fuerte y salga retratado como Silvester Stallone con calzoncito de Tarzán. También está el charro con la china poblana y el novio cargando a la novia. Hay de todo para el que quiera un bonito recuerdo.

¿Qué, nos vamos a la remada? —preguntó Lupe. Claro —dijo el Gus. Alquilamos una de a cincuenta pesos la hora. “La número veinticinco”, me acuerdo que dijo el encargado, “está hasta el final”. ¿Qué se imaginan ustedes, que el Gus se iba a poner a remar? Pues no; nos dijo: “Muchachas, remen para su sultán y llévenlo a pasear por el Mar Negro”. El Gus se sentó atrás de nosotras y nos empezó a decir un-dos, un-dos, un-dos, y nosotras ahí, como pudimos, le fuimos dando hasta alejarnos de la gente y quedarnos solitos por la otra orilla. Entonces, en un tono muy galán, que nos dice —y de esto sí me acuerdo muy bien porque estaba yo en mis cinco, como si lo estuviera viendo: “Mamacitas, volteen, muñecotas”. Bueno, y que volteamos y nos llevamos la sorpresa del año: el Gus se había bajado los pantalones y los calzones hasta las rodillas y nos estaba enseñando un pito grande, bien parado y bien tieso. Lupe no supo ni qué decir, nomás suspiró bien hondo. Yo sí. Le dije: ¿me dejas tocarlo? Pero con cariño, mamacita, me dijo. ¡No, yo primero!, y se abalanzó mi hermana. Y lo empezó a acariciar a morir y a mí me entraron una envidia y una desesperación espantosa y le dije que me dejara tocarlo, que por favor, que me estaba volviendo loca. Espérate, mi reina, que tu hermanita lo está gozando ahorita, no estés jodiendo, me gritó el Gus. Y me desesperé más y entonces me dije: debe compartirlo, a fuerzas. Y entonces me acordé y abrí mi estuche de costura, saqué las tijeras y les grité que o me daban chance o que por Diosito que está en los cielos que se las enterraba. Cálmate, espérate, sí, cómo no, dijo el Gus. Tranquila, tranquila, me siguió diciendo, me dijo que soltara las tijeras, que con esas cosas no se jugaba. Apartó a la Lupe y con mucha tranquilidad, sin dejar de mirarme —porque tenía una mirada, así, como que imponía—, se fajó, fue hasta mí, me las quitó y las echó al agua. Y la Lupe como siempre, como burra, sin decir ni hacer nada. Entonces el Gus dijo que había sido suficiente, que ahí moría, que a él no le gustaba tener problemas porque él era un buen chico —así dijo, un buen chico—, y que nosotras dos íbamos a acabar por ser un problema para él y que se le podía venir abajo su asunto de la gubernatura del estado que tenía pendiente. Entonces se sentó y se puso a remar para atrás y mi hermana le preguntó muy quejumbrosa que si ya no eran novios, y el Gus le dijo que qué novios ni qué naranjas, que si mejor no quería su nieve de limón. Y entonces yo me armé de valor y le pregunté que qué pasaba con la promesa del pito y él me dijo que al carajo, que qué pito ni qué madres, y que no lo siguiera molestando que ya había tenido suficiente susto, y que nos lo repetía, que ahí moría, que él era hombre de una sola palabra. ¿Ah sí? A mí me vas a dar porque me das, le dije. Y en un santiamén me subí la falda y me bajé los calzones y n’hombre, orita no, nunca, forgueret, fue su comentario. ¿No?, y que me empiezo a tallar, pero ora sí con más fuerza y más cariño porque lo tenía enfrente y al ratitito noté cómo le empezaron a cambiar los ojos, y yo cada vez más mojada y por fin el Gus que suelta los remos, que dice “hija de tu madre, mira nomás qué buenota estás”, y que me la deja ir hasta adentro, así, sin más ni más. Quién carajos se iba a acordar de mi virginidad en ese momento.

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