Canción del Machichaco

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—Uno por cada día de trabajo. Tres os daré al zarpar y el cuarto lo hallaréis en el hospital al regreso. El padre Mbongo os lo dará.

Ni en sus mejores sueños había imaginado ese Ventura cruzarse con cuatro monedas de oro juntas, ni españolas ni de las Molucas.

—Dadme uno ahora, y lo demás como queráis.

El padre Juan era joven, pero había tenido tiempo de conocer mucha canalla en el ejército y en la vida.

—Tres al zarpar —zanjó.

Ante las protestas del capuchino por la estafa que Juan se había prestado a sufrir frente aquel blanco apestoso, el jesuita sonrió y le quitó importancia, entusiasmado ante la idea de hallarse a punto de conocer esa pequeña isla de San Mateo:

—Es posible que no vuelva a necesitar dinero.

Durante las jornadas previas a la partida, el padre Juan sufrió también sus tentaciones del desierto bajo la forma de duda. ¿Tal vez estaba confundiendo lo que él consideraba una sólida vocación misionera con su propio espíritu aventurero? Desde niño había experimentado esa doble inclinación por el mundo religioso y por el afán de conocer lugares y gentes lejanos. Su infancia eran recuerdos entreverados del canto piadoso en los seises de la catedral de Sevilla con las travesuras infantiles de capa y espada en las que soñaba con sultanes, princesas y largas travesías por el mar océano. No obstante, podría decirse que venció la debilidad unos días después al alcanzar la conclusión de estar culminando ambas tendencias de espíritu en un único afán: servir a Dios a través de los más pobres, los más apartados de la civilización, aquellos que vivían sin Él en el confín del mundo al que nadie quería llegar.

El día de la partida la balandra asemejaba el arca de Noé, algo que no parecía agradar a su patrón, que protestaba cada poco:

—¡Esto parece un corral asqueroso!

Además de las gallinas y cabras, una jaula de unos tres pies de alto, fabricada con ramas de sauce, contenía media docena de palomas. Desde que abrió los ojos en Santo Tomé, Juan había recibido de Mbongo enseñanza sobre el arte milenario de la paloma mensajera que, ciertamente, inauguró el mismísimo Noé. Esas seis palomas estaban en condiciones de aparearse y criar en Annobón donde la humedad y el clima eran prácticamente iguales.

—Con suerte, en unos meses nacerán algunos polluelos —le explicó Mbongo—. La paloma mensajera, cuando se ve en libertad vuela a su lugar de cría, por lo que todas ellas serán capaces de regresar si las sueltas en Annobón. Si están bien entrenadas podrían en un solo día cubrir el equivalente a cuatro veces este trayecto. Por el contrario, las nuevas palomas nacidas y criadas en Annobón no sabrán volar a Santo Tomé, salvo si realizan el trayecto siguiendo a otra paloma con la que mantengan lazos de convivencia. Si las aves annobonenses son capaces de seguir a la paloma adulta a Santo Tomé, también yo dispondré de palomas para enviarte mensajes.

—¡Qué maravilla de animal! —se admiraba el padre Juan—. Con suerte podremos enviarnos cartas que recibiremos de manera casi instantánea.

La cubierta de la balandra ciertamente asemejaba un corral. Los dos gallos se encontraban en sendas minúsculas jaulas; las cabras atadas en corto, dispuestos los nudos a lo largo de la borda y guardando una distancia entre sí; las gallinas quedaban sueltas por la cubierta y finalmente el palomar ocupaba un lugar en la proa.

El patrón recibió las tres monedas de oro y mirándolas como quien contempla un harén de concubinas, escupió al suelo. Los dos sacerdotes fueron despedidos en el muelle por la congregación de capuchinos al completo, quienes habían recibido la generosa donación de la fortuna de Juan de Alanís. Mbongo insistió en acompañar hasta la isla a su colega blanco por motivos evidentes:

—¿Crees que esas gentes, cuyos padres y abuelos fueron sacados de sus tierras y separados de sus familias por los únicos blancos que habían visto hasta la fecha, van a darte una bienvenida amistosa? Por lo menos te serviré de intérprete, para que puedas expresarles que tus intenciones no son las de un negrero. Yo regresaré con el blanco cuando tenga seguridad de que vas a ser aceptado.

Ambos consideraron que, si los annobonenses mostraban abiertamente una actitud hostil, el martirio no era la opción que buscaban, al menos no de manera tan inminente, por lo que regresarían juntos a dedicar su vida misional en Santo Tomé.

Con ligerísimo viento favorable, ejecutaron la maniobra de salida de la bahía y, tras rodear la isla hacia el sur, fijaron el rumbo suroeste-sur. Aquel blanco de aspecto innoble resultó ser más profesional de lo que esperaban y se mantuvo despierto y sereno las treinta horas de travesía. Cada media hora realizó una medición y tomó nota de su posición sobre el océano. Incluso apuntó el momento en que navegaron sobre la misma línea del ecuador. Era fundamental no desviarse ni un solo grado durante media hora si querían avistar la pequeña isla y no quedarse perdidos y desorientados. Habían calculado el tiempo de navegación para llegar a destino con el día, ya que, si lo hacían de noche, era muy probable que ninguna luz sobre la isla delatase su presencia provocando que pasaran de largo.

El patrón Ventura, tal vez debido al cansancio, comenzó a dar muestras de inquietud superada la vigésimo cuarta hora en alta mar. Una primera maldición salió de su boca después de varias horas de silencio por su parte. Una segunda, más agresiva, llegó un rato más tarde acompañada de un porrazo en el timón y, paulatinamente, la distancia temporal entre juramentos fue estrechándose hasta que una nubecilla al frente, la única en todo el cielo del mediodía, le hizo callar mientras se dejaba los párpados al entornarlos todo lo posible tratando de otear la lejanía.

Quiere la naturaleza, sin duda más por capricho que por ciencia, que la isla de Annobón permanezca invisible en lontananza ante ojos inexpertos y, con esa intención, vela su presencia con una discretísima masa de humedad condensada que oculta sus elevaciones principales. Sobre el horizonte, emplazada con tino en el mismísimo centro de la tierra, donde no existe latitud ni longitud, bajo el propicio parasol de una nube algodonosa, se hallaba por fin la isla olvidada por todos que ni esperaba ni deseaba recibir visitas en los siglos venideros.

—¡Ja! —gritó Ventura con alborozo y casi descoyuntando la espalda del padre Juan de una violenta palmada—. ¡Allí está vuestra isla!

El lugar al que apuntaba el patrón no significaba nada para los sacerdotes, pues no veían estos otra cosa que la nubecilla, pero se dejaron guiar por la intuición, la experiencia y la actitud positiva de aquel hasta que, finalmente, pudieron distinguir una silueta de tierra bajo la nube. Según fueron acercándose, Ventura cavilaba la manera de atracar en un lugar desconocido donde no habría ni un muelle. El padre Mbongo pedía a Dios una recepción amistosa por parte de los annobonenses al tiempo que no podía evitar considerar la locura de su amigo como un malgasto de su talento en un lugar tan poco poblado. Por la mente de Juan de Alanís habían circulado hasta entonces muchos proyectos, pero reconocía que solo una vez en tierra descubriría si era posible llevarlos a término. Ahora, al divisar la isla, su imaginario planeaba sobre cada una de las cabañas que se iban poco a poco distinguiendo y sobre los múltiples desasosiegos e inquietudes de supervivencia diaria a los que cada familia isleña se enfrentaba al anochecer bajo su tejadillo en Annobón.

CAPÍTULO 6

El canto del caballero

Benito Pérez Galdós portaba sobre una bandeja decorada con motivos canarios una segunda ronda de naranjadas para sus invitados.

—No recuerdo haber escuchado ese nombre antes. Annobón —dijo Morante Serna—. ¿Existirá de verdad?

—¿Cómo no? En la Guinea española —replicó Galdós—. No creo que sea ni la mitad de grande que la isla de El Hierro, pero sí: es un lugar real.

—Quien esto escribió, entonces —intervino José María de Pereda—, debía de estar bien documentado, y más teniendo en cuenta que lo redactó hace más de dos siglos, cuando los conocimientos de geografía de las gentes eran muy inferiores a los actuales.

—Puede ser que se trate de una historia verídica, entonces —inquirió Morante.

—Tengo que contrastar —Galdós siempre aportaba datos interesantes—, ese nombre del morisco al que hacen referencia, el tal Joraique. Creo recordar que es un personaje histórico relacionado con la revuelta de las Alpujarras, que tuvo lugar hacia el último tercio del siglo dieciséis. Buena pieza estaba hecho desde chavalín.

Marcelino Menéndez Pelayo escuchaba a sus amigos sin intervenir, como solía hacer en tantas ocasiones.

—Hemos llegado más o menos a la mitad del manuscrito —dijo—. Aún nos queda más de una hora de lectura. ¿Quieren que siga leyendo yo?

—¡Con uno que lo diga, vale! —concluyó Morante.

—Adelante, pues. —Pereda brindó con su vasito de naranjada.

*****

El islote de Annobón constituye la más austral entre las alturas emergidas de la cordillera oceánica proveniente del Camerún de la que, en rigurosa línea recta y en dirección sur-suroeste, forman parte las islas de Fernando Poo, Príncipe y Santo Tomé.

Posee un perímetro rocoso de acantilados y tan solo unas pocas playas, de las cuales, la de mayor entidad, se encuentra en el extremo norte de la isla al ser este el único emplazamiento llano. Unos seis kilómetros de largo por tan solo dos de ancho y una altitud máxima de unos seiscientos metros inducen a pensar en un origen volcánico, dato que se ve confirmado por el color negro de sus rocas, de la arena de sus calas y en especial por el lago que ocupa la altura central como el cráter del antiguo volcán que posiblemente dio origen a la isla. Con la excepción de la mínima llanura norteña, toda la superficie de la isla se encuentra en pendiente, por lo que para desplazarse a cualquier lugar inevitablemente hay que salvar desniveles. Precisamente por este motivo, la mayor parte de su población se ha establecido siempre en la playa norte, el mayor de los dos únicos arenales dorados, junto a un generoso curso de agua potable que surge directo de los hontanares de la montaña. Se podría decir que el lugar es tan minúsculo que la escasa población no vive junto a la playa, sino en ella.

 

Los pensamientos recelosos del patrón Ventura sobre el lugar en el que se podría desembarcar se mostraron bien fundados, pues pudo darse cuenta de que el acceso a Annobón por el norte era una trampa mortal para las embarcaciones debido a los arrecifes rocosos que apenas sobresalían de la superficie y que eran delatados por algún que otro espumarajo aislado. El ancla fue liberada a un vuelo de perdiz de la playa, antes de alcanzar un cinturón de madréporas y algas calcáreas que parecía rodear la isla y que desaconsejaba por completo un mayor acercamiento. Por entonces, unas cuantas figuras desnudas de niños y adultos ya fijaban desde la costa su mirada en la balandra con una mezcla proporcionada de curiosidad y suspicacia. Casi ninguno de los annobonenses recordaba haber visto un navío semejante, pero todos ellos conocían las historias de esclavitud y de hombres blancos transmitidas por sus padres y abuelos de cuando fueron traídos a la isla, algunos como esclavos, otros como prisioneros, hasta que, afortunadamente, el resto del mundo debió de perder el interés en ellos.

Los niños preguntaban a sus padres qué era aquello, pues para ellos no existía otro mundo poblado más allá del suyo.

—Padres, quedan un par de horas de sol —expuso Ventura—. Podemos intentar circunnavegar la isla por ver si hay algún lugar más accesible, pero se nos hará de noche antes de poner pie en tierra.

—No —respondió el padre Juan—. Entablaremos ahora un primer contacto y veremos cómo se desarrolla todo para descargar.

Un par de cayucos construidos en tronco de ceiba rondaban la balandra con un joven al mando de cada uno. Pero vieron seres humanos sobre el barco y dejaron de remar. Varios minutos transcurrieron entonces sin pronunciar palabra hasta que uno de ellos, al parecer el más resuelto, alzando su arpón de madera como quien muestra al enemigo el arma más poderosa y destructiva lanzó su grito:

—Ngueye nani! Vye ku kombo! Make! Ngami towi lueto!

Mbongo tomó aire un tanto aliviado, no ante las amenazas del annobonense sino al comprobar que su idioma continuaba siendo muy similar a su propio kikongo, una de las lenguas bantúes habladas con miles de variantes en el centro y occidente de África. Respondió el sacerdote dejándose ver por la borda.

—Mono i Mbongo! Mpangi Mbongo!

Desde sus cayucos, los muchachos no bajaban sus amenazantes arpones. Mbongo añadió:

—En nombre del único Dios, mi amigo, el padre Juan, os trae animales y herramientas que facilitarán vuestra vida, para fabricar nuevos cayucos y cocinar con huevos y leche de cabra.

—¿Por qué? —gritó aquel.

—Porque los habitantes de esta isla sois hermanos nuestros. El padre Juan ha venido desde muy lejos, mucho más que yo, porque quiere que conozcáis la verdad.

El muchacho más intrépido aproximó su cayuco a la balandra y sorprendentemente hizo ademán de querer subir a bordo. Le fue lanzado un cabo y trepó por él como si la gravedad tuviera suspendida su ley. Una vez arriba, miró al hombre blanco con su barba cobriza y Juan sintió que le observaba con cierto desprecio, como se mira a un ser desagradable a la vista. Ventura permanecía ausente de la escena, sentado en el rincón más alejado de popa, sin ninguna intención de mezclar un minuto de su vida con aquellos negros.

El jesuita le ofreció sus manos en señal amistosa.

—Dios te bendiga. Soy el padre Juan —le dijo en español.

Y añadió dirigiéndose a Mbongo:

—Dile que me gustaría quedarme en su isla; que tú y el patrón regresaréis al lugar del que vinimos; que si me permiten vivir como uno de ellos, trabajaré como uno más y respetaré a todas las personas y sus costumbres.

Habló y escuchó la traducción con una ligera sonrisa relajada y actitud de sumisión. El negro miró esas manos blancas y velludas, examinó la vestimenta eclesiástica de ambos sacerdotes mientras escuchaba a Mbongo y se fijaba maravillado en el colgante de la moneda de cobre. Por fin tomó al sacerdote de las manos y este procedió a realizar una especie de reverencia, casi una genuflexión. Cuando Mbongo finalizó la traducción, el annobonense dejando caer su arpón al suelo alzó una de las cabras con las dos manos gritando hacia la orilla:

—¡Badre Juam! ¡Badre Juam!

Quienes estaban en la playa se movían expectantes ante aquellas palabras pronunciadas en lengua desconocida.

—¡Ha traído muchos animales! ¡Son para nosotros!

Desató la cabra, un animal que nunca había visto y, tras comprobar que, a pesar de la resistencia que mostraba, no mordía ni hacía daño, la puso en los brazos de Mbongo y saltó por la borda con la misma agilidad con que volvió a montar en el cayuco.

—¡Pásamela, Mbongo!

Este obedeció. La cabra quedó en el cayuco mientras él volvía a asir el cabo con el que encaramarse de nuevo al barco. Una vez arriba persiguió una gallina y luego otra, a las que tomó por una pata y voló una vez más por la borda. Se situó en el centro del bote, entre la asustada cabra y las gallinas, y comenzó a remar con el orgullo de llevar a su gente algo que ninguno conocía. Unos minutos más tarde se encontraba remando de regreso hacia la balandra. Mbongo le entendió perfectamente gritar a sus paisanos, refiriéndose a los animales:

—¡Hay muchos animales más, pero no los matéis aún! ¡Venid con todos los cayucos!

Paulatinamente, el trayecto entre la embarcación y la playa fue poblándose de pequeños troncos ahuecados que partían de vacío y llegaban con algún animal, con calderos de metal y con herramientas. El muchacho que había tomado la iniciativa también había perdido la timidez, si es que alguna la vez mostró, dijo llamarse Muzombi y coordinaba la labor de descarga de los animales. Aún quedaba mucho material por llevar a la orilla, pero fue el propio Muzombi quien por señas hizo entender al padre Juan que le acompañase en el cayuco hacia la isla. Este se despidió del patrón:

—Llevad mañana a Mbongo a Santo Tomé y él os dará la moneda de oro que os he prometido. Solo él está autorizado a dárosla. Gracias, patrón. Dios os ilumine.

El sacerdote negro permaneció en el barco ayudando a desembarcar todo a bordo de los toscos cayucos que se cruzaban sin mantener orden ni preferencias de paso. El último de los viajes fue el que él mismo realizó con las herramientas más grandes y potencialmente peligrosas repartidas en dos botes. Con el fin del trabajo, hallábase el patrón descorchando con las muelas una botella de licor:

—En veinticuatro horas partimos, padre. Mañana al anochecer estad aquí y no me falléis. Me importa poco si os rebanan el pescuezo con uno de esos cuchillos que habéis traído a estos salvajes, pero sí me importa ese cuarto escudo de oro.

Cuando Mbongo llegó a la orilla, Juan ya había atado una cabra a una toza de cocotero y fue imitado por otros hombres, que hicieron lo propio con las demás. Él les enseñó allí mismo cuáles eran las hembras y cuáles los machos y por qué estos debían estar separados, todo lo cual le permitió entablar una primera relación entre iguales. Un segundo que tuvieron los dos padres para cruzar sus miradas les bastó para comunicarse y comprender que aquellas gentes no los veían como negreros ni invasores. Los niños, en particular, se arremolinaban en torno al padre Juan solicitando tocar su barba y carcajeando alegremente por ello. Mbongo se ocupó de comunicar qué era cada uno de esos animales y para qué servía. Aleccionó con especial hincapié en no matar a las criaturas. El padre Juan, en una hábil treta de acercamiento social, ordeñó una de las cabras directamente sobre su propia boca e invitó a los niños a acercarse para imitar la maniobra, con lo que terminó de ganarse su confianza. Allí tuvieron lugar intercambios de risa y de los primeros contactos físicos en forma de caricias, entre risas de los pequeños que no acertaban a ordeñar y otros que no atinaban con la leche en sus bocas, pero sí en ojos o nariz. Evidentemente todos los niños y adultos querían probar, por lo que Mbongo les indicó cuándo debía ordeñarse un animal y qué hacer para la conservación de la leche. Con las gallinas ocurría algo similar. El uso alimenticio de consumo de carne era el único que sabían dar a un ave, por eso necesitaban aprender cómo tratarlas para que pusieran huevos. Durante la noche, Mbongo pudo dar todas estas instrucciones y más aún a los annobonenses, mujeres y hombres, y vio cómo estos mostraban un interés especial en las armas y herramientas. No obstante, habiéndose puesto el sol no parecía ya buena hora para enseñar estas cuestiones y menos bajo el chaparrón con el que la isla quiso obsequiarlos a su llegada. En el extremo izquierdo de la playa según se mira al mar desde ella, una amplia oquedad en la roca ofreció lugar de cobijo a los hombres y a las mujeres jóvenes. No así a las madres, que se retiraron con los niños a sus chozas, en las que las hojas de platanera de la cubierta los mantenían secos.

—Esto es yuca —explicó Mbongo—. El padre Juan os enseñará a cultivarla. Si hay suerte y arraiga, dará un tubérculo muy rico. ¡Ñam, ñam! ¡Comer! —dijo frotándose el estómago.

Todos ellos, que no conocían otra comida que el pescado, el plátano y el coco, recibieron estas palabras con alegría y nerviosismo. Mientras, una jovencita llamada Ngonda curioseaba en la bolsa de tela de la que Juan no se había separado desde su llegada. Le había llamado la atención el celo con que había protegido su contenido de la lluvia. El sacerdote no tardó en darse cuenta y sacó la vihuela de su funda, hecho que provocó el silencio total por vez primera desde su llegada. En el exterior, la lluvia golpeaba con intensidad la arena de la playa. Cuando la vibración involuntaria de una de las cuerdas envió sus ondas a la piedra de la cueva, los oídos de los presentes recibieron el sonido enriquecido con su resonancia y al instante tornaron su curiosidad en verdadera expectación por un acontecimiento nunca antes vivido en aquel lugar. Al primer sonido le siguieron varios más de las cuerdas al aire siendo templadas por el sacerdote con cuidado, pues no quería tensarlas con brusquedad y arriesgarse a romper alguna de ellas. El pueblo compartió varias risas de nerviosismo.

—Vihuela —dijo mostrando el instrumento—. Música. Mú-si-ca. En el lugar del que vengo hay quien cree que la música es el lenguaje mediante el que Dios se comunica con las personas.

Mbongo lo tradujo.

—Nani Nzambi? —preguntó Muzombi, el muchacho que subió el primero a la balandra, dando voz al pensamiento de cada uno de los presentes.

Antes de que Mbongo pudiese traducir, Juan, que había comprendido la pregunta, respondió:

—Nzambi. ¿Así es como se dice Dios en kikongo? Os hablaré de Él mañana.

Y comenzó a tocar en su vihuela una de las múltiples piezas que conservaba en su memoria prodigiosa. Los annobonenses escuchaban y miraban cómo del movimiento de aquellos dedos blancos sobre el extrañísimo artefacto surgía un sonido nuevo y diferente que se proyectaba por la cueva. No obstante, la percepción de un mismo estímulo auditivo siempre ha excitado mecanismos diferentes en distintas personas. Algunos sintieron una paz profunda que les impulsó a amar su tierra y su familia; otros fueron presa de un sobrecogimiento del corazón que tendía a recordarles a sus antepasados ya fallecidos; y muchos de ellos, casi todos, sintieron una intensa gratitud por el mar y el viento que habían traído a esos hombres a su mundo. Juan tocaba y al tiempo sonreía mirando a los ojos de su público. Y en la expresión de muchos de ellos, en sus retinas, en las posturas que habían adoptado, en la mano que Muzombi le había impuesto en su propia cabeza mientras tocaba, sintió que, por fin, había llegado al destino que Dios le tenía reservado. Le dio gracias según avanzaba en las Diferencias sobre el canto del caballero, una obra muy nueva que, posiblemente apenas se había interpretado en un par de países fuera de España. Así pues, al coincidir su llegada con el día de San Antonio y haber interpretado música del compositor Antonio de Cabezón, decidió en adelante referirse a esta pieza en concreto como Variaciones de San Antonio. Por extensión, otorgó también el nombre del santo a la pequeña población del norte de la Isla.

 

Cada persona en Annobón no quería otra cosa que ver al blanco, tocarlo, hablarle diciéndole sus nombres imposibles para que él los repitiese, lo cual provocaba grandes carcajadas. Ante los exagerados agasajos en forma de agua de coco y trozos de pescado seco a todas horas, tuvo que ponerse serio para organizar el proyecto de un gallinero y de un corral rudo pero suficiente para las cabras. Al parecer, las gallinas no acusaron demasiado el cambio y en pocas jornadas ya empezaron a poner con regularidad. Los primeros días fueron fundamentales en cuanto a consejos sobre el cuidado de los animales. En este sentido, el padre Mbongo, con su colgante de moneda de cobre que todos los annobonenses se proponían fabricar para sí mismos, se mantuvo ocupado desde el amanecer hasta el momento final en que las olas solapaban sus gritos desde el cayuco al anochecer.

—¡Acordaos de traer verde a las cabras todos los días! ¡No las soltéis o será difícil recuperarlas! ¡Limpiad el gallinero para que no huela! ¡Mucho cuidado con los cuchillos: son muy peligrosos!

Se dio cuenta entonces de que no había regalado al padre Juan un colgante con una monedilla de la supervivencia como la suya y se lamentó por ello.

En el suspiro de la mayor parte de los annobonenses por su partida se hallaba la certeza de que no habría de regresar. En cuanto al padre Juan, raro fue el día de su vida en que se olvidó de rezar por Mbongo, el padre con el colgante de la supervivencia en los labios.

El pueblo lo vio desde aquel primer día como un trabajador incansable y cumplidor. Fue aprendiendo a desenvolverse en el manejo del cayuco y en el oficio del arpón, y si bien la aparición de un primer huevo en el gallinero supuso un motivo de celebración de la mañana a la noche, no fue menos festivo el día en que por vez primera regresó a la playa con un pez colorado atravesado en su arma pescadora. Los niños, que lo adoraban, se le echaron encima antes de que acertase a desembarcar, arrojándolo fuera del cayuco y vitoreando su nombre entre chapoteos:

—¡Badre Juam! ¡Badre Juam!

Una fiebre de actividad se apoderó de la isla desde las primeras semanas. Alentados primero por las virtudes del visitante y poco después por los resultados inmediatos de las novedades, visibles en primer término en la leche de las cabras y los huevos, se organizaron diferentes oficios entre la población. Las mujeres se afanaron en la siembra de la yuca, más preocupadas por comprobar que la planta agarraba y salía adelante en tierra volcánica que en comprender el poco misterio que encierra su cultivo. Hubo que lamentar varios accidentes con las herramientas y metales, algunos inevitables y otros causados por un uso incorrecto o imprudente. Se creó un pequeño taller de construcción de cayucos con una cadena de trabajo bien establecida consistente en la tala y transporte del tronco de ceiba, el corte aproximado de la madera, el vaciado en bruto del habitáculo y un acabado tanto del interior como del exterior en una especie de pulido final. Evidentemente, las nuevas herramientas no solo facilitaron el trabajo reduciendo los períodos de tiempo empleados en cada labor, sino que mejoraron de forma sustancial la calidad de los botes en cuanto a su navegabilidad y comodidad. Pronto hubo un maestro entre ellos, una persona que pasó a supervisar los trabajos de los demás en función de una destreza superior y cierta inclinación en la comprensión de su labor como un arte.

Annobón había despertado tras el día de San Antonio de 1562. Su población, dejada de la mano de Dios desde varias décadas atrás, o por expresarlo con mayor exactitud, afortunadamente olvidada por los comerciantes de esclavos que los llevaron allí, se había visto recluida en una minúscula porción de tierra alejada de cualquier punto del continente. No contaban con cultivos ni formas de alimentación que no fuesen autóctonas. No había en la isla mamíferos ni aves de tierra. Desconocían la tecnología para malear metal y carecían de ese mismo metal como materia prima. Al fin y al cabo, no eran sino la segunda y tercera generación de habitantes de la isla, descendientes de unos esclavos que fueron abandonados allí sin ciencia ni arte de ningún tipo, en el más profundo primitivismo.

Ahora bien, muchas décadas sin que un extranjero pisase su terreno provocaron de manera natural el recelo en algunos de los pobladores: no existe una Troya sin su Casandra. El respaldo y la admiración por el sacerdote no fueron reacciones unánimes. Junto al cariño con que era tratado por casi todos, una minoría procuraba no dirigirle palabra y apartarse de su presencia. Juan podía percibir algunas miradas que denotaban con claridad cristalina lo que esas personas guardaban en su mente.

—¡No necesitamos que ningún blanco venga a enseñarnos oficios de fuera!

—¡Si ha venido un blanco, vendrán más!

—¡En nuestra isla estábamos a salvo! ¡Nuestros abuelos no permitirían quedarse al blanco!

En todo tiempo y mitología, pesará sobre Casandra la maldición de no ser escuchada. La evidente e inmediata prosperidad que floreció en el ordinario de vida de los annobonenses se asentó como el firme pilar de apoyo para la corriente de simpatía y aceptación creada hacia el sacerdote. No obstante, como uno de los universales de la antropología humana, la premonición de Casandra es acertada y la tragedia de la esclavitud en Annobón, frisando el postrero cuarto del siglo XVI, aún no había firmado más que su prólogo.

CAPÍTULO 7

El vuelo de la primera paloma

Annobón

Día del apóstol Santiago. Anno Domini 1562

Mi muy querido amigo, padre Mbongo:

Recién pasado el primer mes de mi estancia en Annobón no he querido esperar más tiempo para enviarte esta carta, a pesar de perder así una de las palomas. Si todo se desarrolla de acuerdo con los planes que trazamos en Santo Tomé, no volveré a escribir hasta dentro de varios meses. No quisiera extenderme, pues como me enseñaste, el espacio de que dispongo es limitado con el fin de que el bendito animal que ha de transportar la misiva hasta Santo Tomé pueda hacerlo por el cielo sin sufrir el peso ni el rozamiento del aire.

El recibimiento por parte de estas gentes ha sido afectuoso y hospitalario. Sienten terror ante el hombre blanco y no les censuro por ello, pero han visto que yo no tengo nada que ver con los negreros de las historias de sus abuelos. Comprenden que mi intención es noble y desinteresada. Te pido que mantengas discreción respecto a mencionar la existencia de este lugar. Annobón es hoy tan solo un punto en el mapa carente de toda importancia. Permite que continúe siéndolo mientras siga existiendo comercio de esclavos.

Voy haciendo progresos con el idioma, tan diferente al nuestro que incluso las palabras que en todas las lenguas europeas muestran similitudes, aquí son totalmente distintas. También voy tratando de introducir la doctrina cristiana aprovechando el hecho de representar para ellos una personalidad influente. La cueva de San Antonio hace las veces de capilla y de pequeño parlamento. Allí toco música para ellos y les hablo de Dios padre, Nzambi, y trato de hacerles comprender que todos somos hermanos.

He visto con horror que entre ellos existe una especie de poligamia permitida, pues parece que hay algunos hombres que poseen varias esposas. No quiero, por el momento, atacar o indicar mi desagrado hacia sus costumbres, ni siquiera en relación a esta tan denigrante para los que hemos tenido la fortuna de nacer en una civilización cristiana. Su curiosidad por saber más de ese Dios que ama por igual a blancos, negros, hombres o mujeres, no ha hecho más que aumentar. Creo que ven en mí alguien que ha conocido mayor progreso que el que tienen en la isla y por ello consideran la palabra de Dios como un mensaje asimismo de prosperidad.