Canción del Machichaco

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Por su parte, la herida del castellano no fue atendida hasta un buen rato después. Al retirársele la sotana, se descubrió un corte más profundo de lo esperado por donde había escapado una cantidad de sangre considerable. Fue curado durante un par de horas y a falta de un médico, el mismo obispo, puesto que se daba buena maña en habilidades manuales de todo tipo, se encargó de la sutura de lo que en adelante sería una llamativa cicatriz. Con todo, lo que preocupaba a los presentes era la palidez de su cara y de su cuerpo. Durante la cura de las heridas, Juan de Alanís perdió el conocimiento.

No recuperó la consciencia hasta veinticuatro horas después con su salud fuera de peligro. Mas su barco había partido rumbo a América.

CAPÍTULO 5

El viaje del caballero

Cuando abrió los ojos, Juan de Alanís, hombre de batalla, tuvo la cordura de asumir que se estaba recuperando de un desvanecimiento. Decidió, por tanto, darse unos minutos antes de tratar de comprender en qué parte del mundo se encontraba y qué azares le habían llevado hasta aquella situación, al menos hasta que las paredes y el techo tuviesen a bien dejar de moverse cada vez que abría los párpados. Una vez recuperado, aún era de noche, el padre Bentejuí, acostado en la cama contigua, le puso al corriente, a lo que él respondió con admirable flema:

—Pues si así es, bendito sea Dios.

Volvió a cerrar los ojos, se lamentó y pidió perdón a Dios por haber quitado la vida a un hombre, y continuó durmiendo.

Despertó unas horas más tarde. Bebió agua y el canario le ofreció algo de comer.

—Aquí lo llamamos gofio.

—Pues está excelente este gofio.

Comió a gusto y con tranquilidad, sin ningún plan pendiente de inmediato cumplimiento en su cabeza, quizá por vez primera en años. Bentejuí le informó de que los viajes a Indias solían tener lugar cada cuatro semanas, a veces no tanto.

—¿Puedo tomar más gofio, por favor?

Bentejuí rio ante la evidente mejoría de su amigo.

—Lo hace el padre Leão, que aunque es portugués, es el que mejor mano tiene para el gofio canario.

Sonrió Juan de Alanís. Mas una chispa dio luz a su mente y súbitamente todo su sistema nervioso comenzó a funcionar como un mecanismo bien engrasado.

—¿Portugués?

Y asiendo fuerte de la ropa a su compañero, tanto que le provocó un tirón en la herida, le preguntó:

—¿Sabes si ha partido la carabela portuguesa?

—Pues… no sabría decirte… quizás no. A veces permanece en el puerto unas cuantas jornadas.

Por algún motivo que no alcanzaba a comprender, su corazón aceleró el pulso de manera inusual.

—¿Crees que me dejarían embarcar en ella? Pagando un precio, claro está.

El curilla, desconcertado, no supo qué responder:

—Eeee, no sé. Habría que preguntarlo al capitán o a alguno de los oficiales. Pero no creo que vaya a las Indias… occidentales.

—¡Eso solo lo sabremos si voy a preguntar!

Con mucho dolor en la sutura se levantó cuidadosamente, lo que no impidió que sintiera un vahído. Logró mantener la vertical, dio cuenta de su gofio y, en sustitución del salvoconducto del papa, solicitó otro más doméstico y modesto, pero asimismo efectivo, a uno de los padres: una sotana. La suya había quedado muy deteriorada y necesitada de un buen lavado, por lo que le fue proporcionada otra confeccionada con tela más ligera que, por cierto, una vez puesta parecía hecha a medida, tal como le dijo Bentejuí.

En ocasiones el cuerpo humano sabe cosas de uno mismo que la mente aún desconoce y, como tal, muestra reacciones ciertamente curiosas. Juan de Alanís, un muchacho que inauguró su mayoría de edad destacando en el cuerpo de arcabuceros de los tercios españoles que vencieron en Gravelinas; el joven oficial que comandó una nave contra Ali Pasha en Lepanto; el mismo que cuarenta y ocho horas antes se había enfrentado a la muerte en dos ocasiones, era ahora presa de los nervios y de un temblor frío en sus miembros. Caminó sin percibir dolor ni calor esperando que el emblema portugués aún ondease en el muelle. Desconocía el rumbo que habría de tomar la carabela y apenas era capaz de comprender alguna palabra suelta cuando le hablaban en lengua portuguesa, pero por algún motivo que escapaba a su discernimiento acababa de descubrir una pulsión irrefrenable que surgía directa de sus instintos menos racionales. Esas ansias no aceptaban otra alternativa a la de embarcarse hacia un lugar desconocido para tal vez no regresar, pues así eran aquellos viajes de misión.

En su camino por las calles de Las Palmas su impulso irracional cedió un instante de tregua al pensamiento y al cálculo, lo justo para reconocer que su nerviosismo no se debía a la certeza de que comenzaba una vida nueva alejada del mundo tecnológico, sino a la incógnita de que en unos minutos conocería el nombre de un destino definitivo para el resto de su vida en algún lugar del mundo en el que tal vez jamás había pensado con anterioridad. Con toda posibilidad, se habría de tratar de territorio extranjero desprovisto de la comodidad de un establecimiento jesuítico previo. En ese momento dobló la esquina de un pequeño edificio encalado y allí la vio. Junto al muelle, con su bandera ondeando a los alisios, la carabela portuguesa, imponente y ligera, semejante a un gran felino que dispuesto a la carrera se agazapa para tomar impulso, lo esperaba bajo el azul y el sol. Y en ellos, con inmenso júbilo, vio el padre Alanís sendos símbolos de eternidad.

Con la expectación de un niño que va a descubrir en qué consiste su regalo de Navidad, se acercó al navío sin apartar la mirada de él. Lo anduvo de popa a proa y esta vez sí le concedió la importancia que le había negado al llegar a la isla. Un castillo de popa bien cuidado y de factura casi escultórica llamó su atención tanto como la maraña de cabos que parecían arropar los tres mástiles. No era la embarcación más moderna, pero continuaba siendo más rápida que las carracas y los lentos galeones modernos y además permitía una vasta capacidad de carga.

Sobre la proa, un hombre blanco de raza aunque no de piel, colgaba de la verga de trinquete, donde se hallaba aplicando algún tipo de brea a la madera. Juan de Alanís tuvo que realizar un esfuerzo para evitar que la emoción asomase a sus ojos en el momento en que leyó el rótulo que le daba nombre: Estrela de Belém.

El sacerdote alzó su voz pronunciando muy despacio, ya que desconocía si aquel hombre hablaba su idioma.

—Disculpad, señor. ¿Me sabéis decir hacia dónde va a partir esta carabela?

El hombre detuvo su labor, miró al sacerdote y voceó una sentencia larga en portugués de la que el padre Juan no entendió ni media palabra. Como viera que el sacerdote hacía mueca de no haber comprendido, añadió en una mezcla de español y portugués:

—Cabo Verde… Um dia… e depois Africa: Angola. ¡Muito lejos!

Y en una sonrisa a contraluz ofreció la vista de una dentadura bajo un bigote y la sombra de una visera, lo que equivalía en la distancia a un punto blanco en el centro de una sombra oscura.

El padre Juan sintió una emoción incontenible. ¡Jamás se le había ocurrido pensar en África! Desde ese momento, América ya no era una posibilidad en sus planes. No sabía nada de la colonia portuguesa de Angola, mas se encontraba poseído por el espíritu de aventura, que suponía para él una nueva vocación. Se trataba del lugar más ignoto del mundo, así que ¿qué mejor lugar para llevar la palabra de Dios?

—Os ruego me disculpéis de nuevo, señor. ¿Cuándo zarpáis?

La sonrisa se borró de súbito en el rostro del portugués devolviéndole la apariencia de lejos de una sombra oscura. Hizo el hombre un movimiento con el brazo para indicar que hablase con el capitán. No le hizo a este ninguna gracia saber que un pasajero quería embarcarse con ellos. Simplemente no estaba previsto. Se necesitaría un suplemento de agua y comida para ello, pues tenían hecho el cálculo aproximado para los siete tripulantes que habían traído de Lisboa junto a una gran carga de mercancía de todo tipo destinada a Cabo Verde. Mas la presencia de un sacerdote a bordo podía ser beneficiosa y de utilidad y además Juan se ofreció para realizar cualquiera de los trabajos de a bordo.

—Con que traigáis un barril de agua para uso de vuestra merced es suficiente —le dijo el capitán en castellano—. Zarpamos esta misma noche, en cuanto se calmen estos malditos vientos de calima africana que ya nos tienen aquí parados demasiados días. Si todo va bien, en cuatro jornadas estaremos en Cabo Verde. Allí descargamos el Estrela de Belém y en veinticuatro horas retomamos la navegación hacia el sur, circunnavegando el golfo de Guinea hasta el puerto de Luanda. ¿Cuánto tardaremos? Eso nunca se sabe, depende de los vientos, que en esa latitud son impredecibles, pero con las bodegas vacías, serán aproximadamente unas dos o tres semanas. Padre, os va a tocar trabajar duro.

Evidentemente, Juan no dijo palabra de su herida recién cosida.

Después de algunas idas y venidas en la gestión, se las apañó para que dos padres llevasen un barril con agua al Estrela de Belém en una tartana tirada por un burrito canario propiedad de una de las parroquias. Despidiose el sacerdote no sin antes haber regalado a sus colegas la experiencia inenarrable de una interpretación a la vihuela de una pieza que, por su propio bien, no requería esfuerzo de su inmovilizado hombro izquierdo. Casi todos los sacerdotes de la ciudad se encontraban en el palacio episcopal para conocer al singular héroe sevillano y fueron testigos de cómo los techos de la capilla se abrían sobre sus cabezas para dejar que la antesala del cielo invadiese terreno humano. La armonía, esa gran desconocida aún para tanta gente, se mostraba ante sus almas a través del oído, como la belleza más pura, sin duda una manifestación del amor del Padre. La pieza se basaba en la melodía de un himno conocido y frecuentado en sus oraciones, cantado sobre el texto del Ave Maris Stella. Y todos descubrieron que, si bien las palabras de la oración cantada constituyen el lenguaje de los hombres para alabar a Dios, la música instrumental, sin letras, ha de ser directamente la voz de Dios.

 

Cuando el padre Juan flameaba con el brazo derecho en alto su pañuelo desde la popa, el último rayo de sol del día resaltaba su blancura ante la penumbra. Varios de los padres lo vieron alejarse, un puñado de ellos con un nudo en la garganta, porque hacia lo desconocido y quizá para siempre partía un hombre tan lleno de vida que en solo dos días había dejado en la isla dos sucesos que cambiaron la manera en que afrontaron sus sermones en adelante. Habría sido un colega admirable llamado a lo más alto de la jerarquía por su inteligencia y su desenvolvimiento, pero sobre todo ello, habría sido un líder y un amigo. Bentejuí lloró, mas no por su herida de la espalda.

Al anochecer, cuando se calman los vientos del día y los navíos tienen posibilidad de aprovechar una brizna de brisa modificando la orientación de alguna de sus velas, la navegación de altura puede conmover los ánimos del más rudo marinero durante una mar llana. La imposibilidad de conciliar el sueño sobre el jergón condujo a Juan a visitar la cubierta. Las emociones de los últimos días ejercían mayor peso hacia el lado positivo de la balanza, a pesar de los sobresaltos. El aire era tibio y se respiraba con verdadero placer. El menguante de la luna se encontraba tan alto que el cielo estrellado parecía más extenso que el de Castilla.

—Según naveguemos al sur, la morena y el rubio estarán más altos en el horizonte —le dijo el capitán, que hacía la primera guardia—. Preparaos, padre, para tener el sol en vertical sobre la mollera cuando pasemos Cabo Verde.

Apenas debió de cerrar los ojos un par de ratos de media hora en toda la noche. Y en todas aquellas horas ocupó su mente en varias cosas: rezar, recordar música, pensar en su pasado y simplemente respirar.

Amaneció el primer día de travesía y el dolor de la herida se había agudizado. En su cura comprobó indicios de infección. Los tripulantes, que lo vieron, hicieron malas caras.

—Lave, senhor, com água do mar. A água do mar cura tudo.

Había trabajo para todos a bordo, mas una vez vista la herida, la tripulación no quiso asignar ninguna actividad manual al sacerdote. Preguntado por la forma en que se había lastimado, respondió sin dar detalles que había sido atracado por un maleante en Las Palmas. No obstante, a oídos de alguno de los marinos había llegado el día anterior en el puerto la anécdota que circulaba por la ciudad acerca de un cura forastero que en defensa propia dio su merecido por dos veces a un famoso salteador y que incluso había acabado con la vida de un segundo bandido. A partir de entonces todos procuraron admiración hacia el sacerdote, cuyo estado de salud no iba a ser en toda la travesía mejor que el actual, pues su empeoramiento estaba a punto de ser un hecho. Desde la segunda noche a bordo, tuvo que compartir su catre con la fiebre, una compañía cuya principal virtud consiste en no detenerse jamás a pensar si el momento de su visita pudiera resultar inoportuno para el anfitrión.

Tres jornadas más tarde, tras la escala del Estrela de Belém en la isla de Santiago, Cabo Verde, la fiebre atacó con toda la rabia que había estado reservando hasta entonces.

Los días que aún conservó cierta capacidad para el raciocinio logró escuchar en su cabeza la polifonía del salmo de su maestro Cristóbal de Morales En mi angustia invoqué al Señor y comprendió que era Él quien había trazado el plan. No llegó a Canarias por casualidad, ni fue casualidad el ataque del Joraique y el espadazo de su hombro; mucho menos cosa del azar fue perder el barco a las Américas y encontrar dispuesto para zarpar el Estrela de Belém. Dios no había encadenado todas estas circunstancias para hacerlo morir en altamar olvidado y anónimo. Los designios del Padre lo encaminaban a su destino. Así que se encomendó a Él y quedó en paz. Enfermo y febril, pero en paz.

Rebasada la duodécima jornada de travesía, el capitán, viendo que su salud no mejoraba un ápice, tomó la decisión de desembarcarlo en la isla portuguesa de Santo Tomé, donde en un hospital de tierra firme podría ser atendido con mayores garantías que a bordo.

—No aguantará las cinco o seis jornadas que quedan para Luanda —dijo.

Desenrolló el portulano de a bordo sobre la mesa de su camarote y al cabo subió las escaleras, desde las que gritó antes de llegar a cubierta:

—Vinte graus para o bombordo!1

Un día después, al alba, la carabela entró en el puerto de la hermosa bahía de Santo Tomé, al noreste de la isla, desde la que una alfombra verde de vegetación se veía interrumpida por un mar de nubes que dejaba ocultas las altitudes montañosas. Él mismo y cuatro tripulantes lo llevaron en persona al hospital de los franciscanos capuchinos.

—Padre Alanís: ¿podéis oírme? —le susurró al oído.

Un gesto en los labios del cura indicaba una respuesta positiva.

—Padre, estáis muy grave. Hemos atracado en la isla de Santo Tomé, una colonia portuguesa. Aquí os vamos a dejar en el hospital, donde seréis bien atendido. En el Estrela de Belém no podíamos hacer nada más por vuestra merced. Todas vuestras pertenencias y vuestro dinero están aquí. Yo mismo lo he revisado.

El padre, con un esfuerzo ímprobo, asió la mano del capitán y logró articular unas palabras:

—Coged una parte de mi dinero. Es de justicia.

—No, padre. Creed que no lo merezco.

—Bendito seas, amigo. Bendito sea Dios.

Varios padres capuchinos, algunos de la metrópoli portuguesa y otros originarios de África, atendían una modesta construcción con función hospitalaria dotada de unas pocas camas que, al estar junto a la bahía en su extremo sur, recibía y distribuía aire fresco entre sus estancias de modo que casi nunca se sentía calor excesivo en el interior. Durante todo el día le fue lavada la herida con antiséptico a base de agua de tomillo y sándalo, y entre cura y cura, con el fin de combatir la infección y favorecer el proceso cicatrizante, los frailes se organizaron para aplicarle emplastos de caléndula y arándano.

Al atardecer tuvo lugar un primer síntoma esperanzador que no había ocurrido en las últimas jornadas: por propia iniciativa, Juan pidió agua para beber. Durmió aquella noche un sueño extraordinariamente profundo y prolongado contando con los cuidados de varios frailes que se afanaban con diligencia en sus guardias.

Empapado en sudor, despertó con el nuevo día. Palpó su herida y miró alrededor. Un fraile negro que llevaba una paloma sobre la cabeza trajinaba de acá para allá entre las camas de los enfermos. Tan pronto intuyó algún movimiento en el camastro de Juan se dirigió hacia él.

—Bom dia, padre Juan. Estáis mejor.

En efecto, la fiebre era mucho más atenuada y en otras veinticuatro horas habría desaparecido definitivamente. En este tiempo trató de interesarse por el lugar en que se encontraba, por las características geológicas de la isla y por sus habitantes. No le fue permitido ponerse en pie, debido a la debilidad extrema provocada por tantas jornadas sin apenas alimentarse. El segundo día pudo hacer sus necesidades sin ayuda por vez primera en casi dos semanas y, ya sin fiebre, quiso caminar hasta el porche. De cara a la bahía, permaneció sentado sobre el tocón de un antiguo palmito, mas no sentía mayor interés por deleitar sus sentidos con tan hermosa vista. Lo que estaba deseando era conocer el lugar y su gente, saber quiénes eran los hermanos a los que estaba dispuesto a entregar su vida. Desde el primer instante en que, agotado, sentó su cuerpo en la madera tropical, supo que miraba en dirección contraria: no estaba su destino orientado al noreste sino al suroeste. Por ello, al día siguiente, sintiéndose con más fuerza, pidió dar su paseo al lado contrario del hospital, para contemplar el interior y, sí, entonces tuvo la sensación de estar mirando al lado correcto. La isla estaba muy poco poblada y nunca había trasiego de personas. Tan solo una parte exigua de la población era aún de raza blanca, judíos sefardíes descendientes de exiliados españoles integrados entre los portugueses provenientes de la península. Casi todas las personas que veía eran negros que caminaban en grupo sin mezclarse entre hombres y mujeres. Negros y negras que no se trasladaban por voluntad propia sino que lo hacían en todo momento bajo la mirada de un europeo armado con espada y arcabuz. En numerosas ocasiones antes de aquel día, Juan de Alanís había reflexionado de este modo:

—¡Dé Dios mal galardón a quien tal arma inventó! Cuántas veces, pecador de mí, la empuñé en variadas empresas creyéndolas justas, y aún hoy sigo creyendo que justas fueron sus causas, que por eso me confieso pecador. Mas no considero el arcabuz un ingenio diabólico por la potestad que otorga a quien la porta para defender lo que es justo de ataques viles y malintencionados, sino porque cualquier villana mano puede en cualquier momento con el movimiento de un dedo arrebatar la vida y los pensamientos de una persona justa y noble, sin siquiera ofrecer batalla a cuerpo, de la más ruin y cobarde forma.

El padre Mbongo se encargaba de procurarle todos los cuidados y de darle conversación en un español medianamente comprensible. Era este capuchino un monumento a la paciencia con el mejor y más bondadoso corazón que podía existir, y sin embargo le resultaba sencillo imponer respeto a quien no lo conociese, pues como no era muy proclive a la sonrisa, el rictus tan hierático que poseía de natural en un cuerpo compacto de más de seis pies de estatura daba la impresión de no admitir bromas por parte de extraños. Su gesto más característico era el de sujetar entre los labios un colgante sencillo consistente en una moneda de cobre horadada que dejaba caer cada vez que se disponía a hablar. Le puso al corriente, además de su afición a la cría y adiestramiento de palomas, de la colonización de la isla por parte de los portugueses cien años atrás, a finales del siglo XV. Sefardíes y portugueses, a base de mano de obra esclava, sacaron adelante grandes plantaciones de azúcar que proporcionaban importantes ingresos a la corona portuguesa. El azúcar y el estatus de la isla como puerto del comercio de esclavos entre África y América suponían las principales actividades económicas sobre las que se sustentaba el progreso de Santo Tomé. Juan de Alanís iba tomando conciencia de la misión que estaba llamado a cumplir en su vida sacerdotal.

—En territorios españoles —dijo al padre Mbongo, el principal confidente de su nueva vida—, la esclavitud está prohibida. En la ciudad de Burgos el rey católico Fernando firmó las leyes de colonización que protegen la vida de los indios de América. Cada persona es considerada hijo de Dios y como tal es merecedora de bautismo y libertad.

—Aquí no —respondió cortante en aquella ocasión el capuchino.

Había perdido mucho peso el padre Juan y mostraba un aspecto tan depauperado que los primeros días, vestido tan solo con la camisola del hospital, parecía que sus huesos se le iban a quebrar al caminar. Cierto día, de esta guisa ataviado y dispuesto a tomar algo de conocimiento de los alrededores, la curiosidad lo llevó a alejarse unos cuantos pasos del hospital. Su debilidad era aún muy acentuada y precisaba sentarse a descansar cada minuto. Un hombre blanco de aspecto macilento y frágil, retrepado bajo una acacia al borde de un camino constituía una presa fácil, una cría de gacela que llamaba a gritos a los depredadores cercanos. Varios negros comenzaron a acercarse cada vez en círculos más cerrados. Veíase acosado en un inminente peligro cuando de entre aquellas personas surgió el padre Mbongo sin aliento y con expresión desencajada:

—Mpangi, mpanti! —le gritó, ayudándole a incorporarse—. Avo ye ko mkongue! Make, make!

Las personas que allí se habían congregado perdieron su apariencia de peligrosas ante los gritos del franciscano, que tomando por el brazo al jesuita, lo acompañó de regreso al hospital.

—Hay muchas cosas que debes conocer de esta isla —le dijo, volviendo a tomar la moneda entre los labios—. La más importante es que un blanco al que nadie conoce es más que sospechoso de ser un negrero. Todos los blancos que estas personas han visto en su vida, a excepción de los pocos sefardíes que van quedando y algunos frailes, se dedican a separarlos de sus familias y de su mundo para llevarlos y traerlos como mercancía. No los culpes por responder a sus instintos.

 

Quedó pensativo Juan, algo que no pasó desapercibido para Mbongo, quien añadió:

—¿Qué motivo crees que llevaba tu carabela con la bodega vacía a Angola?

—Pero… el capitán es una persona generosa… doy fe de ello.

—¿Le preguntaste acaso qué negocio lo llevaba hasta Angola? ¿Cuántos negros crees que caben en su bodega? Créeme: en unos años, alguna de las islas de América estará totalmente poblada por negros africanos y será aquello una nueva África. Igual que Santo Tomé. Si viajas al suroeste, a menos de cincuenta leguas se encuentra una isla pequeña, Annobón, a la que también denominan San Mateo, que estaba despoblada hasta la llegada de los portugueses a finales del siglo XV. Hoy son todos negros, esclavos e hijos y nietos de esclavos y ya ni los portugueses quieren llevar allí ningún destacamento ni civil ni militar.

Y añadió dejando caer de sus labios la moneda de cobre de su colgante:

—Cuando quieras caminar fuera del hospital, viste el hábito si quieres sobrevivir. A los religiosos blancos sí se los respeta. ¿Ves esta monedilla? —añadió, simplemente para dar conversación a aquel pobre jesuita blanco—. La robó mi padre a un negrero antes de escapar. Él me la dio a mí antes de morir y solo tiene un significado: sobrevive.

El corazón de Juan de Alanís se había ausentado de la conversación y volvió a palpitar como aquel día en Canaria.

—¿Annobón?

Mbongo vio claro el interés en la expresión, la actitud y el tono de voz de Juan.

—Annobón. Se llama así porque se desembarcó en ella por vez primera un día de Año Nuevo. Era el año del Señor de 1472. Desde entonces, la isla se convirtió en un puerto ideal como escala segura para el comercio de esclavos negros traídos del continente y posteriormente fue empleada como prisión. Pero, como te digo, afortunadamente para ellos, sus habitantes viven desde hace décadas sin la presencia de blancos en su pequeña África.

—Pero, ¿no han sido cristianados?

—Tal vez alguno de los mayores, pero no la mayoría.

Hasta el anochecer, vio Juan pasar las horas puesta su imaginación en las gentes de Annobón. Se alimentó sin sentir gana con el fin de recuperar su vitalidad. Pensó en la isla también durante la noche y posiblemente soñó con ella. Los ratos de actividad del día siguiente los empleó en informarse sobre los misioneros que vivían en Santo Tomé. Mbongo le puso al tanto de la fundación de la diócesis, habida en 1534, y del censo de siete padres capuchinos que se sumaban a tres sacerdotes diocesanos y cuatro de la Orden de San Agustín.

—El mismo obispo, Gaspar Cão, pertenece a los agustinos. Es portugués. En total somos siete blancos y siete negros.

Tras una semana en el hospital, Juan de Alanís, tenía en el cuerpo metido el cizañero virus de la intranquilidad, ese que le hace pensar a uno que está perdiendo su tiempo y que debería encontrarse ya asentando los fundamentos de su misión. La visita del obispo al hospital supuso el golpe de espuela que estaba esperando para poner en marcha el plan que ya había decidido seguir.

—¿A Annobón? Son muy pocos los habitantes de aquella isla y carece de infraestructura de casi todo —le respondió el obispo.

—Pero, Su Excelencia, que sean pocos no significa que no sean de Dios, sino que son los más pobres de entre los pobres al no contar con una boca que les hable de Él. Aunque no seamos muchos sacerdotes aquí, parece que de momento somos suficientes. Os ruego me permitáis cumplir allí mi vocación.

El obispo, admirado por la determinación del padre Juan, señaló un humilde letrero de madera en el que se leía en portugués una máxima del fundador, San Francisco de Asís: Donde hay caridad y sabiduría no hay temor ni ignorancia. Y le dijo:

—Francisco era sabio. Y estas palabras sabias son toda la respuesta que puedo daros. Id con Dios y que Él os ilumine. Os admiro, padre Juan.

El padre Mbongo sonrió aliviado al comprobar que la locura de su amigo era refrendada por el obispo, pero su grado de preocupación, lejos de atenuarse, aumentó al pensar qué tipo de navío podría utilizar Juan para viajar. Ningún barco iba a Annobón. Nadie recordaba el último que zarpó con ese destino, por lo que tendría que alquilar alguno y eso supondría un buen desembolso monetario. Por otro lado, las pequeñas yolas de pescadores que se dejaban ver en la bahía, frágiles y endebles ante la marejada, eran totalmente desaconsejables para la navegación de altura.

Juan tomó la decisión de no demorarse en el traslado a Annobón por no criar apego a la tierra y cariño a Santo Tomé, con sus personas y sus montañas, según avanzasen los días. El viaje lo comenzó con el padre Mbongo casi un mes después de haber llegado moribundo a la isla, pero antes de hacerse a la mar en la última etapa de su viaje, dedicó buena parte del tiempo a organizar la travesía. En primer lugar, consciente ya de que un blanco puede no ser bien recibido en un lugar cuya existencia se desarrolla libre de amenazas exteriores, consideró que no debía aparecer allí con las manos vacías como una boca más a la que alimentar. Recorrió varias explotaciones de la isla para comprar dos docenas de gallinas y dos gallos, así como cuatro cabras y dos chivos, hachas, sierras y herramientas que pudieran servir de utilidad en los trabajos de la selva. El problema más serio era el de la travesía en sí. Cincuenta leguas por alta mar implican un enorme riesgo cuando se trata de alcanzar un minúsculo punto del mapa. Las posibilidades de que la navegación hacia el suroeste partiendo de Santo Tomé terminase en una tragedia eran ciertamente muy altas, ya que cualquier variación del rumbo en menos de un grado podría hacer que un navío pasase de largo a escasa distancia de Annobón sin reparar en la isla. Una ráfaga de viento imprevista o un descuido mínimo podían llevar a un marino a la deriva, haciéndole dar vueltas sobre un punto erróneo del océano en busca de un islote que se hallase varias leguas en otra dirección. Aconsejado por Mbongo, Juan desechó la opción de embarcarse en una de aquellas yolas. La solución apareció en la bahía un buen día en forma de una modesta balandra, un navío de un solo palo con envergadura suficiente para enfrentarse a travesías de varias jornadas.

—¿Que si he ido alguna vez a Annobón? —exclamó el patrón de la balandra, limpiándose con el dorso de su diestra los restos de un reciente salivazo—. Nadie ha ido a Annobón. ¡Quizá ni existe!

Y rio abiertamente, lo que le produjo un ataque de tos. Mbongo se ocupaba de traducir del portugués como bien podía lo que aquel hombre de voz aguardentosa afirmaba primero para negar después, diciendo una cosa y su contraria media docena de veces en cinco minutos. El padre Juan le mostró un mapa, del que el tal patrón, quien dijo llamarse Ventura a secas, aseguró en cuanto lo vio que era peor que el que él poseía en su barca. El cálculo realizado allí mismo de unas cuarenta y cinco leguas de distancia podría ser cubierto por la balandra en algo más de veinticuatro horas. De tal modo que, si todo se desarrollase según lo previsto, guardando un día en Annobón para recuperar horas de sueño, en cuatro jornadas la balandra estaría de regreso en Santo Tomé. Marcaron una fecha de partida que no perturbase los planes al patrón y solo quedó un fleco por determinar. Como era previsible, el precio impuesto por el dueño fue absolutamente desorbitado, y así lo hizo saber Mbongo a Juan con vehemencia a la vez que mordisqueaba su colgante, mas este, tomó cuatro escudos de oro españoles y se los mostró: