Canción del Machichaco

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Fue mi sorpresa cuando estándome yo tomando por almuerzo un mendrugo de pan de a real con una frasca del buen vino que se despachaba en la venta, el hombre, que apareció sobre el umbral del portón que daba al patio ajustándose unos greguescos tazados, llegose hasta mi mesa dispuesto a dirigirme la palabra.

—Dios os guarde, padre. ¿Tendríais, por ventura, la bondad de acceder a escuchar a este pobre siervo de Dios en confesión? No por pecador mortal ni venial, sino por extrema necesidad, pues es posible que no vuelva a tener oportunidad de confesar en los días que me quedan de vida.

—Siempre, hijo, es ocasión de dar el sacramento de la penitencia a todo aquel que lo requiera y, aun tratándose de otra persona que menos mereciese atención que vuestra merced, a quien sin conocer cuna ni fortuna supongo hombre de bondad y de justicia, también dejaría cuantos menesteres hubiera entre manos para ofrecer de parte de Nuestro Señor el don precioso de la gracia sacramental.

Retireme en busca de discreción a algún rincón en el sombrío de una de las cámaras de la venta que no eran empleadas ni como estancia ni como alcoba, pero en la que hallé un recodo digno para la confesión, pues no hay lugar que no sirva para dispensar cristianamente el perdón de los pecados si la intención es piadosa. Allí escuché a aquel hombre, de cuyas palabras sin duda sinceras ante Dios colegí que no había errado en mis suposiciones acerca de su alta cuna y mejores mores. Compartimos posteriormente la mesa del almuerzo, que aunque no era él hombre de alimentarse a manteles encontrándose en viaje, sí demostró la gentileza de acceder a compartir una conversación que mantuvo nuestro entretenimiento cerca de una hora, después de la cual, por mor del camino que le aguardaba desde la puesta de sol, retirose para tratar de adelantar la holganza de que no habría de gozarse en toda la noche. Mas en lo que hallaba favor del cielo para serle concedido el sueño, su consuelo fue una guitarra que el ventero conservaba precisamente en esa alcoba y que rara vez era sostenida por una mano sabia. Con prudente lentitud para no forzar el quebranto de ninguna de las cuerdas, algunas de las cuales carecían de toda tensión, se afanó en templar el dicho instrumento como es menester según los cánones de las antiguas escuelas de vihuela. Y ocurrió que a todos los rincones del patio de la venta y a no pocas de las estancias comenzaron a llegar los sones de una música tan suave y extremada que los unos cesaron en sus conversaciones, los otros en sus risas, juegos y labores, para quedar todos paralizados como la esposa de Lot vuelto su rostro para contemplar el fuego sobre Sodoma. Mas no era fuego lo que provocó la inmovilidad estatuaria de aquellos bultos humanos, que en tal caso no podría ser sino el de las beatíficas llamas de Pentecostés sobre cada uno de ellos. No quería ninguno de los venturados pícaros y estudiantes, ni nadie entre los muros de la venta, que diera fin el caballero a sus armonías, pues con tan suavísimas notas tañía el viejo instrumento que todos hallaban placer en ello. Como necesitada de asiento, una mujer que a pesar de unas manos inequívocas de campesina poseía una luz especial de educación en la mirada, vino a sentarse en el mismo poyo desde el que yo miraba lo que del azul del cielo dejaban ver las ramas de dos frondosos álamos allí bien crecidos y, en un susurro con el que confesaba la necesidad de compartir su gozo, alcanzó a decir:

—Música de reyes, suavísimas notas. Un ciego insigne enseñó estas mismas armonías al rey Carlos y a su hijo Felipe en la real capilla. Música que fue llevada a las Indias para hacer el regocijo de los nuevos cristianos. La dama le demanda… La dama le demanda…

Era la segunda vez que escuchaba esa misteriosa expresión, cuyo significado había aprendido del caballero en nuestra charla del almuerzo, el cual no era otro que el título de aquella composición, que junto a otras obras de los músicos místicos españoles del siglo pasado, fue enseñada a los indios de México y del Perú.

Cuando finalizó la música, la venta había quedado amansada como si el mismísimo Orfeo hubiera tañido su lira desde el balconcillo primero. No escuchábase ni una voz, ni una risa, ni una carrera. Sobre todos nosotros había caído el don de la catarsis, una absolución de los pecados que afectó hasta a las piedras que formaban los muros, de las que emanaba la paz más auténtica que hubiéramos experimentado ninguno. Quién sabe el tiempo que se prolongó el estado de ensoñación, el silencio gozoso, la alegría del espíritu y la gracia santificante inmerecida y concedida gratuitamente por Dios para acercar nuestras almas a Él. Muchos minutos… tal vez casi una hora… Lo que sí recuerdo con nitidez fue la manera en la que, de un plumazo, acabó el efecto del milagro, pues fue cuando el villano aquel a quien el caballero había marcado un punto en el cuello con su espada al amanecer, el maldito Escarramán, daba entrada en el corral con sus calzones a medio caer, señal de que habíase aliviado a gusto en la trasera, regoldó como cabrón o más bien como cien sapos de torrente transformando así la santidad de los muros en una inmunda, canallesca e infecta resonancia. La vida vio así cerrado el paréntesis con que había obsequiado a sus pobres actores y por voluntad o sin ella, continuó en su tragicomedia como si nada.

La tarde avanzó como un día más en la venta, con sus escenas de costumbres, conversaciones de pícaros, dueñas, estudiantes, caballeros y la sombra siempre vigilante del ventero sobre sillas y platos rotos, alfalfas de menos y frascas de más, pues cierto es aquello que se dice: hacienda, tu amo te vea, mejor lo que avizora de cerca el ojo propio que lo que fíe de lo que le cuenten otros.

No quiso el sol de Santiago ocultarse hasta hora tardía, momento en que se produce un trasiego grande de gentes que llegan y otros que se parten. Disponíame también yo a partir con mi mula hacia Argamasilla de Alba, donde me requerían mis quehaceres, cuando se llegó a mí el ventero con la cara pálida como si le hubieran sacado de ella hasta la última gota de sangre.

—Antes de partir, tenga vuestra merced la caridad de acompañarme, pues es menester la actuación de un ministro de Dios.

Seguí sin interrogar al buen ventero y yo mismo debí de palidecer como merina por San Juan al ver sobre la cama el cuerpo inerte del caballero.

—Padre, por la sangre de Cristo, dispénsele la santa unción, que por llevar muerto poco tiempo y no haber sido posible antes, aún ha de ser válida ante los ojos de Dios misericordioso.

Acerqueme al catre y en comprobando la ausencia de pulso en el corazón y de respiración en sus narices, no pude sino lamentar la muerte de aquel excelente hombre que tan hondo habíame impresionado con su hacer, su pensar y su decir. Cerré sus párpados, que conservaba abiertos y también su mandíbula, apagando así una tétrica mueca con la que la muerte parecía burlarse de los que quedábamos vivos. Tras bendecir agua, al no llevar hisopo encima ni otra cosa similar, empleé mis propios dedos de la diestra mano como aspersorio para rociar al buen caballero y marcarle en varias ocasiones la señal de la cruz en la frente y en el pecho. Dije entonces al ventero:

—Mi señor dueño, a fe mía que este hombre no necesita extrema unción ni nada que se lo parezca, salvo la cantidad de oraciones que es cristiano y piadoso dedicar a cualquier muerto, ya que tan solo hace unas horas que le he oído en confesión y créame que si no faltase yo al mandato del santo secreto podría decirle tan solo que sus pecados ni siquiera eran de los veniales, que este hombre es más santo de lo que podría yo alcanzar en varias vidas si las viviera seguidas.

Miré el cadáver y fijeme en todos los detalles por tener el entendimiento pleno de cómo habíase producido el fallecimiento y al no hallar sangre ni violencia solo pude concluir que se había tratado de una muerte natural, mal que casara poco adecuadamente la tal teoría con la idea de un hombre tan lleno de vitalidad, y reparé que el único objeto que parecía fuera de lugar era un almohadón de lana caído en el suelo junto a la pata de la cama. Bien dicen que más sabe el diablo por viejo que por diablo y lo mismo aplícase a un cura como yo, que en esa época era joven, y no había tenido experiencia en las oscuras mañas de los asesinatos, pero aun así y con todo figuróseme que la única manera de morir en esa cama, no siendo por causas naturales de la raza humana, era el haber sido asfixiado con el almohadón caído. Imaginé por un momento al caballero con la cara aplastada bajo la fuerza de la lana, y reconocí en la mueca del cadáver el gesto que podía haber adoptado también durante el asesinato, si tal hubiese sido; pensé en la actitud defensiva del morituro y no pude menos que notar la tensión que aún denotaban sus manos ya inertes, con las que sin duda trató de herir a su agresor; mas fue un último detalle lo que turbó mi ánimo más que ninguno, y aún sigue haciéndolo hoy muchos años después, cual era la presencia de varios cabellos claros, entre sus dedos de la mano diestra. Para mí era evidente que ninguno de esos cabellos pertenecía al caballero, ni por largura ni por color, lo cual no podía evidenciar otra cosa que la presencia de otra persona en la alcoba en el momento de la muerte, la cual sería la dueña de los dichos cabellos que el caballero debió de arrancar en defensa legítima y, poniendo mis pensamientos en claro, troqué mi primera conclusión en esta otra, clara como el agua de Daimiel: el íntegro y virtuoso caballero había sido asesinado.

Allí fue entonces el más ruin acto de cobardía de los días de mi vida. No viéndome capacitado, ni por seso ni por autoridad, negué toda posibilidad de investigar el asesinato, pues estaba seguro de que de ello se trataba. ¿Con qué autorización civil o del Santo Oficio, podía yo obligar a los huéspedes de la venta a que permanecieran allí hasta la llegada del alguacil? ¿Quién era yo para erigirme en protagonista de nada? Un cura de pueblo se debe a su parroquia, a sus feligreses y a su púlpito, mas no se atribuye funciones de magistrado, no se erige en corregidor ni pretende mostrar apariencia de lo que no es. Viendo que lo más que podía sacar de todo ello era salir manteado si no corrido entre el escarnio del populacho, decidí que no era aquella mi misión en este mundo y que lo tuerto no tenía ya enderezo, por lo que me compadecí del buen hombre y con grande pesar dispúseme a la ruta de Argamasilla.

 

Venía el caballero, según él mismo me había dicho junto a otras muchas aventuras de las que daré cuenta a continuación, de poner en orden las cosas de su hacienda en Toledo para llegar al Guadalquivir, donde habría de embarcar rumbo a un lugar que, a mi entender, le haría santo aunque nadie nunca lo llegase a saber. Sin dar parte a ninguno de los huéspedes, pues fue deseo de los dueños otorgar la máxima discreción al asunto, tras haber rezado un responso entre los cuatro allí presentes y haber cuidado las cosas de los funerales, despedime de Maritornes, el ventero y su esposa y monté en mi mula Generosa, cargué mis numerosos enseres y adminículos en la otra, la Castellana, y, antes de traspasar el portón, cobré la mirada turbia y burlona de aquel rufián de cabellos rubicundos, el llamado Escarramán, que mostraba un reciente arañazo, largo y profundo, en el lado siniestro de su cuello. Al punto, mi celebro ató los cabos que por mi modestia de entendimiento no había sido capaz de discernir hasta entonces y vi claro que solo esta persona en la venta podía tener alguna inquina hacia el caballero debido al encontronazo de la mañana, pues de nadie más era conocido. Fue entonces en mi interior esa pugna entre el diablejo que me indicaba el camino adelante para cumplir mis obligaciones contraídas dejando en paz a los muertos y a los menesteres de juez y ministril que no me correspondían, y la obligación moral de investigar si había en la venta más huéspedes que tuvieran los cabellos claros como los de ese Escarramán con el fin de hacer justicia para finalmente encerrar en prisión al culpable. No obstante, ensimismado en estos pensamientos, cuando quise ser consciente de la decisión que había de tomar, me hallaba ya sobre la puente del barranco que llamaban del moro, a una legua alejado de la venta. Lloré desconsolado sin buscar alivio a mi culpa; sería mi penitencia de por vida cargar con el oprobio de mi propia cobardía.

Hoy, viejo y próximo a la llamada del Señor, muchos años han pasado desde mi encuentro de un solo día con aquel caballero que tan profundamente marcó mi existencia. Mi recuerdo de aquellas horas, no obstante, se mantiene intacto, pues como siervo de Dios no me he permitido incumplir mi penitencia de sentir la culpa de no haber actuado como debí. Me dispongo por ello a dejar por escrito en su recuerdo la narración de solo algunas cosas que me contó el venturoso caballero sobre los años de su mocedad, sobre el gran viaje en que se embarcó por mor de su fe y de la caridad que movía su bienaventurada alma.

Juan de Alanís fue su nombre.

*****

Pérez Galdós, que había relevado a Menéndez Pelayo en la lectura, realizó una pausa, bebió un sorbo de su naranjada y pidió a alguno de sus camaradas que tuviese la amabilidad de tomar la voz en el relato. En ese instante, don Marcelino se encontraba en pie con la vista puesta en un vapor que se disponía a hacer entrada en la bahía de Santander franqueando la isla de Mouro y las cien mil gaviotas y cormoranes que aún habitan sus acantilados. Morante Serna, sentado justo a su derecha, con el debido permiso tomó con cuidado el manuscrito y, tras un sonoro carraspeo, se dispuso a leer.

Un motivo para el entretenimiento era la mejor terapia que podían encontrar cuatro amigos cualesquiera que se hallasen en Santander. Durante varias horas de lectura compartida en voz alta, la tarde transcurrió casi a placer con los refrescos, una agradable temperatura y, en fin, la mente distraída tras casi dos durísimas semanas de trabajos físicos y de horrible conmoción.

No obstante, para uno de ellos, aquello no constituiría solo una lectura en voz alta, sino un punto de inflexión en su vida que condicionaría a su descendencia durante cuatro generaciones.

CAPÍTULO 4

El caballero Juan de Alanís

Sevilla, 1562.

—Con todos los respetos debidos a vuestra excelencia, la intención de este servidor al tomar los hábitos no fue la de empuñar la espada, sino la Biblia, a pesar de lo cual he cumplido como el primero de vuestros hombres con mi deber militar. Nadie puede poner en duda ni mi compromiso con la corona de España ni mi arrojo en el combate. Creo que es momento de cumplir mi vocación verdadera dentro del sacerdocio, aquello a lo que fui llamado por Nuestro Señor: en todo amar y servir, como nos enseñó Íñigo, nuestro fundador. Permita vuestra merced mi partida a la evangelización de los nuevos mundos, se lo ruego, y de esta forma ofreceré tanta gloria al cristianismo como la lograda en Lepanto, pues si con tal irrepetible victoria los miles de valientes que me acompañaban alcanzaron a librar a los europeos de la amenaza turca, la misión en lugares paganos debe ser establecida antes de que sean otras religiones las que primeramente lleguen allí.

Estas palabras pronunciadas por Juan de Alanís fueron todo lo que este necesitó para convencer al padre provincial de la Compañía de Jesús de que su intención era firme y sincera. El joven sacerdote había mostrado sobradamente su valor al servicio de la armada española de la Liga Santa, motivo por el que contaba con amplio crédito para alzar esta solicitud ante la autoridad de la congregación. Su valía intelectual como uno de los alumnos de la primera promoción del colegio de San Hermenegildo de Sevilla era conocida por los círculos jesuíticos de las provincias de Andalucía y Toledo, ciudad en cuya catedral contó con la protección del maestro de capilla Cristóbal de Morales, un sacerdote levantisco con quien era poco menos que imposible mantener buena relación personal, pero cuya influencia tras su estancia en Roma era enorme en todos los ámbitos eclesiásticos. Después de haber hablado durante cinco minutos seguidos, el provincial finalizó su perorata con tono paternalista:

—Mi joven amigo. Precisamos de nuevos valores que tomen el testigo de nuestros fundadores Íñigo y Javier, pues a pesar de habernos dejado con su partida un vacío irremplazable, nos han mostrado que su ejemplo es el verdadero camino que debemos seguir. Emprenderéis viaje con mi bendición en cuanto recibamos un salvoconducto firmado y sellado por su santidad Pío IV, que os reconozca como ministro de los Estados Vaticanos. —Y con un gesto de complicidad añadió—: Os proporcionará libertad de acción y movimiento por cualquier lugar del mundo civilizado.

Eran los comienzos del mes de abril cuando su carraca española de tres palos atracaba en Gran Canaria como escala en su ruta a las Indias. Una carabela portuguesa se encontraba amarrada en el muelle contiguo.

—¡Ved esa preciosidad! —le indicó a grandes voces, como era su costumbre, un contramaestre que ya pisaba tierra firme—. ¡Eso es una yegua lusitana de paso ligero! ¡Seguro que salió de Lisboa más de un día después que nuestro percherón!

—Disculpe vuestra merced: ¿me sabría indicar por dónde queda el Tribunal del Santo Oficio? —le preguntó el padre Juan.

El suboficial, algo cohibido al conocer el destino del pasajero, pues tuvo que recopilar sus recuerdos por ver si había jurado en exceso durante la travesía, no tardó en contestar:

—Es muy sencillo. Id al centro de la ciudad, hacia allá donde indico a vuestra merced, y una vez allí no encontraréis más que un par de edificios de entidad. Lo veréis en cuanto esté cerca.

El escudo portugués ondeaba orgulloso sobre el palo mayor de la carabela desafiando a otras embarcaciones a superar esa ligereza en la navegación con la que dichas embarcaciones habían conquistado los ultramares. El padre Juan lo observó un instante y continuó su paso hacia el interior de la muy noble y muy leal ciudad de Las Palmas, como indicaba un letrero en la entrada del puerto.

—Ruego me disculpéis, padre de Alanís, soy el padre Bentejuí. —Un curita más joven que él descendía precipitadamente unas escaleras penumbrosas con aspecto apurado—. No tenía constancia de vuestra llegada y no he previsto ninguna cama de más. No tenemos en este momento lugar, pero si no os causa enojo, puedo acompañar a vuestra merced al Obispado de la Diócesis Canariense, que, si bien queda un poco más alejado del puerto, encontraréis en él mucho mejor acomodo que aquí.

Palmeando el hombro del joven para tratar de aliviar su azoramiento, Juan recogió el coleto ligero en el que llevaba lo necesario para un día junto a sus documentos de valor y una buena suma de dinero, además de las botas que en ningún modo dejaría una noche en el barco por miedo a un robo y su vihuela de mano envuelta en una bolsa de tela fina, y le conminó a caminar con él. Parece que no les resultó difícil hablarse entre ellos con cierta familiaridad, pues no eran sino dos jóvenes con bastantes cosas en común. Juan le contó su intención de cruzar el Atlántico hacia el oeste para establecerse en algún lugar cuyo emplazamiento aún desconocía y que se decidiría a su llegada en función de las necesidades de evangelización. La confianza que el castellano le procuraba dio pie a la curiosidad del canario por el instrumento musical cuyo mástil sobresalía del bolso.

—Es una vihuela, un instrumento que inventamos los españoles. En otros lugares de Europa el laúd es más popular, pero debido a su origen árabe aquí no ha triunfado y en su lugar tocamos la vihuela de mano.

Lo que estaba a punto de suceder a continuación desencadenó un giro radical en la presente historia.

Juan sacó de la bolsa el instrumento y lo mostró a su colega pulsando las cuerdas al aire justo en el instante en que recibió un violento choque por detrás que le hizo empujar a su vez a su compañero y por el que ambos perdieron el equilibrio. En un abrir y cerrar de ojos, una sombra le había arrebatado la bolsa, otra se había hecho con la vihuela y ambas corrían cada una en direcciones opuestas.

—¡Son moriscos! —exclamó el canario.

Don Juan de Alanís ya se había levantado del polvo y estaba a la carrera con su sotana al viento detrás del primero, el que llevaba la bolsa, pues por muy cura que se hubiera ordenado, seguía siendo un militar en plena forma. El morisco, fácilmente reconocible como tal no por sus atavíos, pero sí por sus cabellos vistos desde atrás según lo perseguía, se desenvolvía con soltura entre los callejones y con liviandad una vez alcanzado el campo, barranco arriba y barranco abajo. Asumiendo la inasequible ligereza con que se le escapaba, echó un vistazo rápido al lugar por el que le perdió la pista al descender uno de esos ribazos y se detuvo a pensar no como una víctima de robo sino como un estratega. El morisco no podía seguir recto en aquella dirección, pues era en adelante todo un desierto de roca. Así pues, solo cabían dos posibilidades para escabullirse: o regresar a la ciudad por la izquierda y exponerse a ser visto o dar un rodeo hacia la derecha. La primera opción sería la elegida por un pícaro castellano, pero la segunda era la manera en que un morisco lleva en la sangre cómo escapar: un recorrido más largo para la huida, pero más seguro. Juan respiró, se persignó y se lanzó a la carrera en dirección a su derecha para atajar entre el pedregal, dejando atrás rocas, arbusto bajo y siempre con la vista hacia su izquierda por si en lontananza viera aparecer al ladrón.

Cinco minutos después se hallaba oculto tras un talud al borde del camino por el que suponía que había de pasar el ladrón. Paciencia y espera.

Un ruido de pisadas sobre el pedregal le hizo tensar los músculos y contener la respiración. Sin duda era el morisco. En cuanto consideró que el individuo se encontraba justo a su lado se lanzó como un demonio oscuro sobre su cuerpo sin apenas tiempo para reparar en que este portaba un pequeño alfanje al que se afanaba en quitar algo de mugre de la empuñadura. Ambos rodaron por el suelo y forcejearon tratando uno de hacer uso del alfanje y el otro de hacérselo soltar. El sacerdote golpeó la muñeca del bandido contra una piedra del suelo en repetidas ocasiones hasta que el arma quedó libre. Este, viéndose trabado de manos, escupía cuanto le era posible en la cara del infiel y se defendía sin fortuna tratando de alcanzar a rodillazos los testículos del cristiano. Juan decidió no prolongar la brega y, reconociendo que no era situación aquella para miramientos, en cuanto tuvo posibilidad le asestó un puñetazo duro y certero en la sien. El cuerpo del malhechor perdió al instante todo vigor y quedó inmóvil. Se limpió la cara, se irguió, respiró hondo varias veces, todo en este orden, comprobó que el ladrón tenía pulso y lo trasladó a la sombra del talud para protegerlo de la insolación, donde con su pulgar le dibujó la señal de la cruz en la frente y lo dejó a la espera de que recobrase el conocimiento. Acercóse entonces a recoger su bolsón, en el que no halló ningún papel, aunque sí la ropilla que había guardado, las botas y algunos altramuces que traía desde Sevilla. Al no encontrar el dinero volvió la vista hacia el morisco y lo recuperó de uno de sus bolsillos, donde este lo había escondido para sí.

 

—¡Maldito!

Y zarandeándolo gritó:

—¿Qué has hecho con el salvoconducto? ¿Dónde está?

El bribón solo pudo darse media vuelta y mascullar algún sonido gutural.

Anduvo el camino que había tomado el morisco por ver si encontraba el valioso documento y lo desanduvo hasta llegar de nuevo al lugar de la emboscada, donde ya no estaba el indeseable merodeador. Aún lo recorrió una vez más antes de entrar en la ciudad. El salvoconducto quedó perdido.

Sediento, preguntó por el emplazamiento de la sede episcopal, cuyo edificio encontró sin mayor problema. Fue recibido con gran expectación y casi con júbilo. El padre Bentejuí, tras presentarlo a los demás, le devolvió la vihuela que el segundo granuja había arrojado al suelo, sin conseguir romperla, para poder escapar. Cuando contó su aventura y describió el aspecto y las trazas del atracador, varios de ellos lanzaron su sospecha de conocerlo. Según ellos podría tratarse de un joven fanático apodado el Joraique, originario posiblemente de la zona del Almanzora. Desde unos meses antes, cuando llegó a la isla, delinquía con cierta frecuencia y se ocultaba en el interior, junto a otros moriscos, muy posiblemente esperando una oportunidad para embarcarse hacia la península.

Una vez hubo descansado, entre la cena y el rezo de las completas, quiso el padre Juan caminar para conocer los principales lugares de la pequeña y nueva ciudad a la que los lugareños denominaban simplemente Canaria. El joven Bentejuí se ofreció para acompañarlo. Juntos llegaron al puerto, donde se encontraban atracadas la carraca y la carabela.

—Y aquí veis, padre de Alanís, la hermosa catedral de Santa Ana, aún inacabada.

Bentejuí se interesó por el instrumento musical que Juan había traído consigo y, después de una apasionada respuesta de este, le preguntó:

—Con todo lo que os interesa esta vía musical, ¿cómo no habéis esperado a completar estudios doctorales antes de partir?

A lo que el sevillano respondió:

—Amigo Bentejuí: la música es cosa de Dios, puesto que a él nos acerca, como decía ya San Agustín. Pero también son de Dios todas aquellas criaturas en el confín del mundo que viven sin saber siquiera de su existencia. ¿Dónde mejor podría cumplir mi vocación que haciendo hablar al Padre a través de su música entre esas gentes? No es la música un don otorgado por Dios a unos pocos para disfrute de algunas minorías, sino que los músicos son los tocados por Él para hacer que mediante el lenguaje divino de la armonía la humanidad entera pueda hallar esperanza y alimentar la fe.

Las palabras de Juan de Alanís, de arrebatado sentimiento místico, consiguieron humedecer los ojos de Bentejuí. Juan sonrió y, según su costumbre, palmeó el hombro de su nuevo amigo, pero al mirarlo pudo percibir un movimiento rápido detrás de sí. No tuvo tiempo más que de escuchar un grito potente y profundo de una figura que se lanzaba a sus espaldas y de tratar de esquivarlo al tiempo que propinaba un violento empujón al curita canario. La trayectoria de un alfanje morisco erró en su intención de seccionar el cuello de su acompañante, pero no pudo eludir aquel una puñalada bajo el omóplato. Cayó al suelo Bentejuí y Juan quedó frente a frente con los dos moriscos de la mañana. El tal Joraique tenía la parte izquierda de su cara gravemente amoratada, pero aún podía abrir el ojo derecho, del que salía toda la ira que puede contener un ser humano. Los dos moriscos se lanzaron a un tiempo a por él blandiendo también el otro una navaja más pequeña, de factura cristiana. Juan esquivó la primera embestida haciéndose a un lado y rotando sobre sí para quedar agarrando el brazo del segundo moro, al que propinó acto seguido un rodillazo en la cara. Mientras este caía al suelo, el Joraique acertó a abrir de un mandoble una herida en el frontal del hombro izquierdo del sacerdote. Este se retiró un instante, pues todo había ocurrido demasiado rápido como para poder pensar y trazar un plan de ataque. No había tiempo para nada. Se trataba de una refriega callejera que requería de la improvisación. En esto llevaban ventaja los moriscos. El padre Bentejuí se dolía sobre el polvo, apartado a un lado de la calle. El segundo moro se mantenía de rodillas apoyada una mano en el suelo y sangrando abundantemente de la cara. Juan tuvo medio segundo para pensar que era capaz de vencer en rapidez de movimientos al Joraique, a pesar de su juventud, pues era casi un adolescente. Así que decidió no lanzarse a por él, sino esperar su inminente acometida. Al hacerlo esquivó de milagro la punta del alfanje, que descosió la sotana a la altura de un pectoral y atacó con una patada directa al estómago, tras la cual volvió a acertarle con su puño bien cerrado en el mismo lado izquierdo que aquel tenía ya herido. En ese mismo instante, el morisco que sangraba por la nariz saltó hacia su cuello empuñando su navaja. El sacerdote, con reflejos felinos, logró golpear la mano del moro con su antebrazo izquierdo y, recogiendo el alfanje del suelo con la diestra, antes de que aquel pudiera lanzarle una nueva puñalada, le atravesó el costado dejando el arma hundida en su cuerpo. El Joraique se incorporó, gritó unas palabras en árabe y escapó de allí, verecundo y lacerado en cuerpo y alma.

El padre Juan se arrodilló junto a su amigo. Rasgó su sotana para ver la herida y, al comprobar la gravedad de la misma aún tuvo dos segundos para teñir su pulgar derecho con aquella sangre cristiana y realizar la señal de la cruz en la frente del pagano, que si aún no era cadáver lo habría de ser en cuestión de minutos. Hecho lo cual, tomó en brazos al cura, lo que hizo brotar su propia sangre del hombro como de un surtidor, y lo llevó al Obispado, el único lugar donde sabía que sería atendido adecuadamente.

En unos días, el padre Bentejuí estaría prácticamente recuperado y tendría una buena historia para contar. Unas horas en compañía de Juan de Alanís constituían un recuerdo inigualable para toda la vida. Dos de los sacerdotes del Obispado fueron enviados a dar parte a la autoridad civil. El cadáver del moro fue recogido y puesto a disposición de quien lo reclamase. El alfanje, en una modesta operación provinciana nostálgica de la ocasión del pendón de las Navas de Tolosa, fue recuperado como pequeño trofeo y permaneció en la sede episcopal. Unas décadas más tarde quedaría expuesto en uno de los muros de la catedral como recuerdo de una hazaña que se encaminaba al grado de legendaria.