Pichón de diablo

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9

El Lenis Castro se iba a disputar en el último piso de un centro comercial cerca del parque Bolívar. Era una construcción reciente que compartía cuadra con varios negocios, en especial dos estriptisiaderos que a la una de la tarde captaban sus primeros clientes, Solo peluche, solo peluche, le susurró un tipo que custodiaba una de las entradas; Mauro le recibió por educación la tarjetica de una vieja en bola pero su único interés en ese momento era debutar ante la gente del organismo y demostrar que si era bueno para algo en la vida, apasionado y entregado en cuerpo y alma, era para el show del balón. Iba expectante porque no conocía cancha alguna dentro de un mall comercial y menos en el centro de la ciudad. Al llegar se sorprendió con las instalaciones, cafetería, bar, pista de baile, mesas de ping pong, ajedrez y billar. La cancha, digna de coliseo, tenía la superficie verde y lisa y la demarcación blanca; para el público, a lo largo de una de las laterales, se levantaban tres amplios escalones a modo de tribuna.

Pasó entre los funcionarios de ceño fruncido, con la mirada de un gran crack antes de su faena y el caminado entre gareta y desparpajado que adoptaba cuando iba a jugar fútbol. Buscó a Vanegas volteando la cabeza como si todavía tuviera el pelo largo y lo vio vendándose un tobillo en una esquina de la grada. Se sentía realizado por la posibilidad de jugar en horario de oficina y pensó, sin dejar de sentirse ridículo, que lo que albergaba era el bienestar que le producía Bienestar Laboral, dependencia del organismo que al parecer sí tenía presupuesto para cumplir sus funciones con creces: doce equipos uniformados, árbitros y planilleros de la liga antioqueña de fútbol sala, trofeos, premios, Mijo, un campeonatico con todas las de la ley, programación los viernes, Qué maravilla. Vanegas le presentó a los jugadores del equipo, Este es Mauricio, de Participación Ciudadana, Mauro saludaba y daba la mano sin saber de qué dependencias eran los simpáticos colegas.

Sentado en una banca que fungía de camerino rasgó la bolsa que contenía las prendas del uniforme: camiseta naranja, calzón azul y medias a rayas azules y naranjas, ¡Eh, avemaría, qué bocadillo!, pensó y censuró el comentario para no parecer criticón. Luego se llevó la camiseta a la nariz y aspiró hondo el olor a satín sintético, la levantó abierta contra la luz y la giró para ver su dorsal: de entrada lo sintió lejano, defensivo, pero recordó que no era el número lo que hacía al jugador, sino que era este el que le daba la dimensión al número, cuatros que parecían ochos por su despliegue, cuatros que se proyectaban a sietes y ganaban la raya, cuatros que se desdoblaban a nueves para inflar las piolas, cuatros que se convertían en dieces como por arte de magia, Como Zinedine en el Real, sí señor. Una algarabía lo sacó de sus reflexiones, cinco personas acababan de subir a alguien en silla de ruedas y la gente les daba la bienvenida con aplausos y vítores. Entre la multitud vio a un negro calvo y sonriente en la silla de ruedas, Venga para que conozca a Lenis, le dijo Vanegas, ¿Qué, Lenis Castro?

Hasta donde había entendido el hombre estaba muerto y por eso el torneo llevaba su nombre, pero algún error hubo en la comunicación porque ahí estaba pelando sus enormes y blancos dientes a pesar de estar desahuciado, radiante por ese homenaje en vida que le brindaba el organismo, Mucho gusto, Lenis, campeón, le dijo Mauro con firmeza, ¿Qué pasa, mi muchacho?, divina juventud, respondió Lenis y trató de reír: primero movió su caja torácica y luego emitió la risa porque no podía hacer ambas cosas a la vez. Su rostro se le parecía al del actor negro de Depredador, ojos saltones y redondos, cabeza grande y brillante, párpados tristes, ¡Dios mío, Lenis Castro está vivo! Mauro agradeció el milagro como si Lenis hubiera resucitado para alcanzar a verlo jugar. Su actitud positiva aun cuando la muerte le echaba su gélido aliento en la cara lo llenó de buena energía, esa que había escaseado en la oficina en su primera semana, Ey, equipo, ¡vamos a ganarnos esto pues!, aplaudió y azuzó a sus compañeros mientras tecniquiaban.

El fútbol representaba un campo de la vida donde se desempeñaba a otro nivel. Si allá afuera era individualista y retraído, en la cancha, con las gónadas bien puestas, encarnaba el núcleo de lo colectivo. En el baloncesto, el voleibol, el ciclismo, pensaba Mauro, la superioridad deportiva inclinaba siempre la balanza y honraba el significado y el valor del deporte, mientras que en el fútbol no siempre ganaba el mejor equipo y eso a sus ojos era lo más parecido a la magia; no era un deporte sino un lienzo, un templo para buscar la redención. Como la suerte de los héroes, el fútbol también es manejado por los dioses del Olimpo con sus vicios y sus mañas, por eso un equipo de troncos unido y solidario comandado por un solo crack tocado por el rayo divino derrota en la guerra a un atlético ejército troyano abandonado por su deidad el día del juicio. Por eso jugaba con las vísceras, mentalizado, sacrificado, así desfogaba presiones y vencía miedos, y solo así su tensión y su frustración se convertían en sudor y sangre, los materiales del artista.

Desde el primer minuto demostró su técnica y descrestó a la grada con su despliegue. Todavía estaba el partido en sus albores cuando de un cargazo tumbó al suelo a un rival, enfrentó al arquero y gol. De la misma forma que un actor de doblaje, cuya materia prima es la voz, acude a posturas para lograr los matices de cada parlamento, Mauro utilizaba cada parte de su cuerpo al máximo y la ponía al servicio de su juego: era una sola danza imparable que defendía, recuperaba el balón, lo cubría con los brazos abiertos, atacaba, ganaba los rebotes, habilitaba los compañeros, proponía paredes, remataba y hasta le cuchicheaba al árbitro, ¡No se deje manejar!, le gritaban al de negro.

En el segundo tiempo vino el mejor gol que verían los funcionarios. Atrás se paraba un gordito que conducía uno de los vehículos del organismo. Tenía unos muslos esplendorosos, carne pulpa que casi no le cabía en la pantaloneta. Si se arrodillaba de lado sellaba la portería y su jugada preferida era sacar de meta con un pase aéreo y esponjado: clavaba la punta del botín debajo del balón para que este saliera en globito buscando algún compañero. Como era un chute en el que debía controlar la fuerza, los muslos se contraían y temblaban como gelatina dura. Y así vino el gol soñado, Mauro se desmarcó de su rival y corrió por la banda izquierda, pegado a la lateral donde estaba la hinchada funcionaria. Los muslos del cancerbero se sacudieron en cámara lenta, el balón surcó los aires, Mauro redujo la velocidad del pique, recibió el balón de pecho y sin dejarla caer sacó un sablazo diagonal directo al arco; sin saber por dónde había entrado la bola, la tribuna se levantó y gritó como si fuera un gol decisivo: Mauro sintió tocar el cielo, el llamado divino de la red, con ese golazo. ¡Golazo, Artista! ¡Qué artista!, gritaba Lenis emocionado desde la silla de ruedas. En otro contexto el artillero se habría quitado la camiseta para celebrarlo a rabiar, pero simplemente una vez se sintió flotar en las nubes del paraíso levantó el puño derecho y corrió hacia el tiro de esquina para recibir allí a sus compañeros como el ángel ungido. Lo abrazaron y él los cubrió con sus alas, ¡Qué golazo tan hijueputa!, ¡Eh, avemaría, qué golazo!, decía la gente y aplaudía de pie, anonadada porque había sido un gol de mundial en cancha de futbolito y eso lo hacía heroico y surreal.

Mauro miró extasiado a la grada con la mano empuñada como si tuviera un grillo adentro, Lenis le volvió a gritar, ¡Artista, qué golazo! Como aterrizando apenas del vuelo, el Artista liberó el índice del puño y señaló a Lenis agitando la mano. El gesto se entendió como si le estuviera dedicando el gol, pero había sido algo improvisado y natural, ¡Qué golazo!, repetía el desahuciado y a él le gustaba escucharlo, la sensación de hacer gol era enviciadora, si inventaran una sustancia que reemplazara el orgasmo en el alma que produce hacer un gol, un golazo, sería la droga más dura, ¿Cómo será vivir a toda hora con la sensación de haber acabado de hacer el gol de la vida? Lo más parecido podría ser un chute de heroína al travesaño de las venas.

Otra de sus características era que jugaba con vehemencia, al borde del reglamento; para él, el fútbol tangible era democracia e igualdad, por eso se fue ganando el respeto de funcionarios rasos que eran condescendientes en el juego con los jefes o los compañeros de más alto rango. Como el Artista no trabajaba en el edificio, después se enteraría de que en ese primer partido le había entrado durísimo y había borrado al prestigioso doctor Jaime Gaviria, o que al segundo partido se había manoteado con el doctor Botero, que era el que manejaba Control Interno; que había tumbado de un cargazo al doctor Alejandro Tobón, que tenía cuerpo de torta de matrimonio; que había alegado maluco en una calentura de juego con el doctor Pineda, que era del mismo partido político del tío Mario y mano derecha de la concejala, Ah, qué va, que coman mierda, así es el fútbol y el que juega apasionado lo sabe, lo que pasa en el templo del sacrificio, allá queda, luego recogemos juntos los muertos.

Molido y prendo bajó las escaleras del centro comercial. Se había tomado varios aguardientes con funcionarios que casi lo obligaron, ¡Salud, Artista!, ¡Un guarito con el Artista!, ¡Dele pa dentro!, ¡Tómese el último!, y así brindó con Lenis, con Vanegas, con el arquero muslón y otras personas desconocidas. La embriaguez por el triunfo 4-0 le duró todo el fin de semana y a cada instante se sorprendía recreando la repetición de ese gol alunado en su pantalla mental, los muslos templados sacando la bola, esos muslos que transpiraban oro y en los cuales podría apoyarse el universo entero, fuerza pura, perfectos dinamizadores del cuerpo, soporte e inspiración egipcia. De esos muslos había salido el sol, la energía de la jugada; luego cómo amortiguó la bola y la empalmó con el empeine para fusilar, y la celebración de Lenis, ¡Golazo, Artista! ¡Artista!, le retumbaba el eco de esa palabra en la cabeza. A él le placía, era acertada para definir su espíritu rebelde, libre y creativo que no combatía en la vida pero sí en la cancha.

 

10

Las semanas siguientes a su debut, con el golpe anímico que significó compartir con otros funcionarios, se dejó llevar por su personaje oficinista. Con la primera catorcena (en el organismo pagaban cada catorce días para completar un pago más en diciembre) compró dos trajes combinados, tres camisas, dos corbatas y varias prendas menores. Con ropa nueva y la que había llevado al sastre, más la escarapela alrededor del cuello, ganó en garbo y seguridad. El manual de funciones de su cargo estaba pendiente de aprobación en Planeación pero eso no era obstáculo para ejecutar algunas labores como la atención al público.

Por esos días, Fabiola frecuentaba la oficina, ¿Qué me ha llegado?, le preguntaba con sequedad y Mauro, a falta de respuestas, le mostraba acusos de recibo o anuncios de investigación, Recuerde los quince días hábiles, hay que esperar, ya programaron la visita a la obra, ¿Y qué pasó con lo que le dije de las amenazas?, Doña Fabiola, aquí me dicen que el caso ya está en manos de la fiscalía... Cualquier respuesta que el funcionario ofreciera a sus preguntas la hacía renegar y en venganza instauraba otra larga e intrincada denuncia de malversación de fondos en otro colegio o de lo que fuera, Los líderes siempre tienen una queja a la mano, decían en la oficina. Poco a poco, esa mujer ciclópea, de cabello crespo reblujado, saco de lana amarrado a la cintura y baguis cafés, se convirtió en su obcecada bestia negra. Siempre se la chutaban a él y ella nunca perdía la oportunidad de atormentarlo. Al final se despedía con la mirada torva y lo dejaba fatigado, enchicharronado y culpable. Entonces, para inyectarle tranquilidad a su ánimo, atendía lo mejor que podía a los demás ciudadanos, tramitaba todo a tiempo y advertía que el organismo estaba en transición, Usted sabe cómo es esto cuando hay elecciones, Las respuestas pueden tardar, Prometo que haré lo que esté a mi alcance. Era poco, pero honesto y suficiente para que confiaran en él.

Una tarde, cuando se disponía a estudiar la ley de veedurías ciudadanas, se presentó en su módulo un señor alto y moreno, peinado hacia atrás como su abuelo paterno. El ciudadano tomó asiento y Mauro creyó que lloraba, pero al mirarlo bien se dio cuenta de que dos carnosidades casi le colgaban de los ojos, entre la esclerótica y el iris, como diminutos callos sangrantes, Buenas tardes, soy Ignacio Alzate, del barrio Esfuerzos de Paz, el líder estiró su mano sarmentosa con los dedos hacia abajo y él sintió estrechar una pata de gallina recién cocinada. Más que poner una denuncia, el macilento hombre quería tramitar un permiso con el municipio, dueño de un terreno en las laderas del cerro Pan de Azúcar, para construir una escuela que a juicio de la comunidad hacía falta en el sector. Con pesadumbre le explicó que las escuelas asignadas al barrio quedaban muy lejos, Mire, doctor, nuestros niños y nuestras niñas tienen que recorrer trochas y caminos muy largos para ir a estudiar, y de un tiempo para acá que llegó una gente rara al barrio se están exponiendo a acosos, violaciones, atracos, imagínese que a los pelaos de quinto de primaria ya los quieren poner a trabajar con ellos, Ignacio trataba de contener el dolor y la indignación para entregar bien el mensaje. Mauro apretó los labios en un gesto de impotencia, ¿Qué sabe del terreno?, Es del municipio, doctor, secretaría de hacienda y bienes inmuebles son los que tienen que dar el permiso o ceder el terreno, No me diga doctor... El funcionario se quedó pensativo tocándose la barbilla, Los que tienen el poder no colaboran pero ¡ay donde fueran sus hijos!, dijo el líder permitiéndose un desahogo. Mauro miró sus ojos encarnados y comprometido por fuera de su resorte le prometió que iba a oficiar a hacienda con copia a bienes inmuebles, Esperemos que nos ayuden, dijo. Al parecer involucrarse desde el lenguaje le dio el impulso a Ignacio de invitarlo al barrio, a las laderas del Pan de Azúcar, y Mauro, instigado por la culpa que anidó en sus desencuentros con Fabiola, aceptó la invitación.

Al sábado siguiente se encontraron en la iglesia de Buenos Aires, Para evitar problemas con los muchachos lo mejor es que llegue y ande conmigo, le había dicho el líder. En Ayacucho desayunaron palito de queso con café con leche y luego se montaron a un bus de Enciso. A medida que devoraban lomas y lomas más se sorprendía Mauro de lo poblada que estaba la montaña, atiborrada de ranchos con techos de hojalata calcinados por los rayos del sol, Me imagino que usted no había venido por aquí, le dijo Ignacio, Sí, señor, vine cuando era pelao, Mauro frenó en seco como si fuera a meter la pata, ni de fundas quería contarle que había venido a ensuciar estos barrios con afiches de los Roldán Builes, ni mucho menos que era sobrino y cuota de ellos, políticos que tal vez representaban para él la clase dirigente incapaz de construir un país justo, ¿Y a qué vino por acá, doctor Mauricio?, Hombre, un tío me trajo a ver de cerquita las letras gigantes del Coltejer, yo veía ese letrero desde mi casa y era como el de Hollywood, pero con las letras verdes y encendidas como si fueran de kriptonita, ¿Kriptonita, doctor?, Sí, esa roca verde que doblegaba a Supermán, y que no me diga doctor, hombre, tranquilo.

Se bajaron del bus y Mauro solo reconocía el Pan de Azúcar. Todo ha cambiado mucho por acá, comentó Ignacio, ha llegado mucha gente nueva. Subieron a pie a Esfuerzos de Paz y allí conoció la gente afectada por la falta de la escuela; las niñas lo miraban como si viniera de otro planeta y se burlaban con timidez; las madres lo trataban con pleitesía y él intentaba desenvolverse lo más natural posible, respetuoso pero con cierto desparpajo al hablar para demostrar que era como ellos, que por cosas del destino trabajaba en el organismo. Las callejuelas eran de barro y en la caminada los tenis y las botas del bluyín se le ensuciaron. Es que aquí la mayoría somos desplazados de la violencia, venimos del campo, le dijo alguien cuando alabó las huertas que florecían en cualquier pedacito de tierra. La gente le rogaba que ojalá pudieran hacer la escuela y algunos pensaron que había ido a mirar el terreno para aprobar la construcción. Pero muy bien sabía él que lo único que podía hacer ya lo había hecho, y para evitar que se esperanzaran les tuvo que explicar que no era empleado del municipio, al contrario, trabajaba en un organismo que lo vigilaba, ¿Si lo vigilan por qué se siguen robando la plata?, le preguntó una señora, Son muchos recursos, muchos contratos, se hace lo que se puede, respondió Mauro incómodo, a ciencia cierta no sabía por qué los organismos de control no funcionaban como debían.

En la caminada le mostraron una empresa casera de arepas hechas a mano, tomó aguapanela con arepa y quesito, y como estaba comiendo solo como un embajador, para no ser el centro de atención, se le ocurrió pedir una hoja en blanco para que la gente firmara, Por si de pronto enviamos otro oficio, Ignacio, para que vaya con firmas. Antes de despedirse algunas madres le contaron de necesidades puntuales, entonces le pidió al líder que fuera a la oficina martes o miércoles que iba a donar unos guayos para un pelao que jugaba fútbol en la liga antioqueña y ropa en buen estado. Al mediodía salieron del barrio bajo algunas miradas vigilantes y Mauro se montó a un bus rumbo al centro. A bordo lo asaltó la imagen de las niñas sonrientes, los niños que lo habían despedido entre el barro, como un ídolo, pero entre más lomas bajaba, más se preguntaba si había hecho lo correcto, o si este teatro, cuyo escenario había sido la vida misma, era un producto de su improvisación y poco carácter.

A mitad de semana apareció Ignacio con dos paquetes de arepas que la comunidad le había enviado de regalo. No era un canje planeado pero el funcionario le tenía a su vez dos bolsas de ropa que había recogido el fin de semana en casas de amigos; también había incluido prendas suyas y un par de guayos casi nuevos, Mi dios le pague, Ignacio tenía los ojos palpitantes de colorada felicidad, el Artista lo invitó a sentarse y preparó dos cafés para acompañar unas galletas. A la gente de la oficina le pareció rara esa cercanía y por el diálogo que sostuvieron se dieron cuenta de que Mauro conocía o había ido a Esfuerzos de Paz, ¿Ya tenemos algo?, preguntó el líder en voz alta y él le explicó en un tono más bajo que las entidades tenían quince días hábiles para responder, Seamos pacientes, le dijo.

Ignacio salió de la oficina con suficiencia, sin determinar a los demás funcionarios, un comportamiento que hirió egos y motivó a Rober a retar a Mauro, que para no entrar en los terrenos de la mentira declaró que el sábado había visitado Esfuerzos de Paz por invitación del líder, ¿Usted sabe que por eso le pueden hacer un proceso disciplinario?, eso es a lo menos irresponsable, ¿de cuándo acá los funcionarios de Participación tenemos la obligación de aceptar invitaciones personales de la comunidad? Quinchía se sumó a la reprenda, Si a usted le pasa algo por allá, nos jodemos, usted no estaba autorizado para hacer esa visita, pilas con eso, el jefe levantó las cejas como diciéndole, Ojo pues, hermano, no me haga quedar mal. Euri, que hacía poco se le había quejado porque estaba escribiendo oficios muy largos, negaba con la cabeza mientras Luisa y Marta se miraban con una satisfacción retorcida, cada vez más felices por la decepción que les causaba La flor del trabajo, como le habían empezado a decir en secreto al nuevo compañero, a quien no le importaba esa repulsa a sus labores, el jefe lo apoyaba y se llevaban bien. Quinchía, sin embargo, representaba el tiranosaurio inactivo que él quería combatir, pero tal vez el menosprecio de los funcionarios hacia ellos los había unido en lo humano y fundamental.

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