Pichón de diablo

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3

Dos semanas después de su encuentro con el doctor y en función de su nuevo empleo fue a recoger a casa de su abuela tres pares de zapatos, dos piyamas, un atado de camisas y pantalones y cuatro trajes con sus corbatas. La ropa, herencia de un tío que había fallecido hacía poco y un primo recién casado que había renovado su clóset, le servía para el día a día laboral, la mayoría de sus prendas todavía eran deportivas, trajinadas, con historia, como si negarse al vestido formal le garantizara la juventud y la gracia eterna. En la sala, cuando varios familiares se terminaban de repartir el botín, Mauro se encerró en el cuarto de huéspedes para medirse sus nuevas vestimentas, pero ante la presión de Mercedes y otras tías para que desfilara tuvo que salir cada vez que se cambiaba de muda, Hay que mandarle coger el ruedo, Las mangas del saco le quedan grandes, Se va a lucir, Se nota que es prestada, Qué papacito, Con una camisa clarita le combina bien, Hay que cogerle de cintura, fueron las expresiones que tuvo que escuchar de sus variopintos familiares. Tiene que ir bien vestido, siempre de corbata, insistían, y entre todos recogieron trescientos mil pesos para que completara la herencia con ropa de empleado serio, Vaya a Everfit Indulana, mi amor, allá venden cachacos muy buenos. Pero Mauri, los viernes podés ir sin corbata, más sport, le dijo una prima mayor ya curtida en las aguas del sector público como para darle una buena noticia.

La mamá de Mauro observó al modelo medirse la ropa y se limitó a aprobar los comentarios, Sí, Ajam, Bien, Sí. Sabía que su hijo estaba achicopalado, que odiaba vestirse así, que el nuevo trabajo lo atormentaba. Sin embargo, con la crueldad que nos asiste para los seres más amados, y también para estar a tono con la sensación que flotaba en el ambiente, le dijo a hurtadillas a su hermana Mercedes, ¡Se ve hermoso con esa ropa!, asegurándose de que Mauro oyera. Él conocía bien estas agresiones y en venganza se despidió antes de tiempo con un pico de alacrán, sin tomarse la tradicional sopa de arroz con la excusa de tener que ir a hacer vueltas para poder posesionarse.

Salió a pie de El Poblado y caminó hasta Barrio Antioquia con botas de siete leguas, Qué luquiada tan hijueputa, pensaba durante el trayecto y cada tanto palpaba el bultico de billetes que llevaba encaletado en el resorte del calzoncillo. En el barrio, en la misma cuadra legendaria donde el tío Gabriel mercaba pacos de marihuana envueltos en tubos de papel periódico, compró un proveedor con diez baretos de cripi, una variedad más potente que estaba desplazando el moño de toda la vida. Mauro había visto desde su infancia que el barrio era la plaza oficial de la ciudad con la venia de las autoridades y cuando iba de niño a acompañar al tío, que trabajaba en el F2, se sentía seguro, pero ahora no solo le parecía un lugar tranquilo sino que le encantaba pasearse por la avenida principal, sembrada de negocios, ver las caras de las gentes, sentir cierta vitalidad tensa pero pacífica. A sus compras añadió una cajita de cueros quitacalzones, como los llamaba un amigo, papel de arroz para liar con sabores a uva, coco y piña muy propicios para endulzar las trabas amorosas. Antes de continuar su camino entró a El montañero, un granero de paredes naranjadas que tenía dibujado en su fachada un campesino altanero de poncho, sombrero y carriel, machete arriba, listo para decapitar al que se atravesara. Sediento se bogó una cerveza y compró un encendedor y dos frascos de aceitunas criollas que nunca hubiera esperado encontrar allí.

Durante los días siguientes el futuro funcionario estuvo a media caña o borracho, dedicado a la fiesta y al esparcimiento con diferentes amistades. Metió pérez hasta que los cornetes se le irritaron y a partir de ahí pidió a sus amigos que le dieran escopetazos, una modalidad inspirada en indígenas ancestrales para absorber el pase a través de las mucosidades bucales después de que alguno soplara con fuerza. El sábado a mediodía, cuando trataba de calmar la tembladera con un caldo de pescado que cocinó Kike, volvió a pensar en el organismo y quedó con la mirada perdida, dilatada, frente al consomé lechoso y humeante. Estás trapiao, dijo con voz cremosa otro pana que había amanecido en la casa. Y lo que falta, contestó Mauro afónico, con los ojos en el plato. Se estaba dando duro, como si quisiera matar ese Mauro rumbero que no había pelechado a tiempo como hombre de creación. Pero esto no lo comentaba con sus amigos, ellos no estaban ahí para eso, ni eran un muro de las lamentaciones, ellos seguirían ahí pasara lo que pasara y eso era lo que importaba, ofrecían energía pura y honesta, un mundo cerrado que ellos mismos se habían encargado de construir desde el colegio y que era tan fuerte que funcionaba como una salvación, como un antídoto a los demás mundos agrestes y mezquinos que componían sus vidas. Más que analizar el panorama que se le abría, lo que buscaba era evadir la realidad, anularla, desfallecer en la farra alucinante y resucitar el lunes como un hombre nuevo. Sin embargo, en la noche del sábado en plena rumba en el dúplex sus pensamientos se le adelantaron.

La fiesta estaba en su cenit, la gente bailaba “La tortuga” del Joe Arroyo y de repente comenzó a vibrar, desmadejado en el puf; recibió unos plones que le ofreció alguien y su boca o lo que respiró le supo a flores amargas. De una mesita agarró un cuadro que conservaba de su infancia enmarcado en vidrio y bordes de aluminio con una de sus primeras obras de arte, el Cuatrocaballo, un dibujo infantil grabado sobre un fondo negro de yeso. El cuadro, por su cómodo tamaño de veinte por veinte centímetros, y también por su valor, por ser un objeto personalizado que había sobrevivido a más de dos décadas, era el preferido de sus amigos para meter perico; ociosos delineaban el Cuatrocaballo o hacían rayas cortas o largas o curvas que desaparecían con el paso de las narices, fuaa, fuaa, se mandó otro trago y en un estado de borrachera total, con todos los efectos mezclados en su cerebro, empezó a ver cómo ondulaba sobre las luces y oscuridades de su rumba el revoltijo de cosas vivientes que había tenido que digerir a la brava: el baúl abandonado, sus intentos por escribir poemas, la ropa heredada que no había mandado a arreglar, la que no había comprado y para la que ya no tenía plata, los mechones de pelo en el piso de la peluquería, el casting reciente en el que olvidó su parlamento, los aciertos en clase de actuación con el maestro, y de tanto en tanto, como estaba en medio de la juerga, se colaba en el trencito de pensados la tortuga del Joe emergiendo bajoelagua bajoelagua, y luego el doctor en su posición desparramada, Te ves hermoso con esa ropa de muerto, el lunes, ¡el lunes! Mañana me muero, le dijo a Kike en el balcón, ¿Ah?, El lunes entro a trabajar, marica, dijo y soltó una risa malvada pero falsa. Kike dijo cualquier bobada, relacionada o no con lo que había dicho, no importaba, estaban en una frecuencia en la que iban a mil. De pronto su amigo le dio un palmadón eufórico en el hombro, Ah, güevón, verdad, ¿cuándo empezás a trabajar? Mauro respondió parco y desinteresado, con el bareto humeándole los dedos, como para no perder tiempo en pendejadas y disfrutar el segundo aire de la noche.

Salieron a la calle, había llovido y Mauro miraba al suelo y tomaba a pico de botella sin que le llamaran la atención los poéticos charcos de la calle húmeda, iluminados por las inocentes luces de la ciudad mortífera, ni los árboles que a esa hora adoptaban siluetas de animales prehistóricos, ni la luna empañada por el aliento cósmico. No sabía si empezaba a ver superiores a sus amigos o si ellos ya lo veían como alguien inferior, sin valentía ni carácter por haber sucumbido a la fácil, aprovechar la rosca de los tíos sin ser capaz de desviar esa naturaleza sino aferrándose a ella. No lo juzgaban pero de lo que sí estaba seguro era de que gozarían con su desgracia, no en lo profundo de las cosas sino en lo superficial, en lo cotidiano: cumplir horario, encorbatarse a diario, mantener una imagen seria, relacionarse con oficinistas. Disfrutar la desgracia ajena y regodearse en ella era un acto revitalizante del que sus amigos no se podían privar, y eso era legítimo dentro de los códigos del humor. El mundo de los amigos también tenía crueldad y su situación servía además para que ellos se consolaran con su ejemplo. Igual podía sobrevivir en el fracaso y hasta realizarse, como si la última aceituna del frasco, anegada en salmuera, germinara de repente para dar vida al olivo de la fuerza renovada.

4

El espejo del baño reflejó un improvisado vendedor de biblias. Todo iba mal con el largo de la camisa, no tan grave era pisar la bota del pantalón. El dúplex, después de dos días de rumba y gente, lucía como si acabaran de abandonar la fiesta, como si los enfiestados de repente, hace un segundo, se hubieran lanzado al vacío desde el onceavo piso en homenaje a Los buques suicidantes; la escenografía estaba intacta, con ceniceros rebosados de cuscas, cascos de limón exprimidos en el piso, colillas, botellas, huesos de aceitunas, copas, cunchos, chicharras, regueros, huellas de tenis que pisaron regueros, cidís, prendas de quién sabe quién, el Cuatrocaballo en el puf. Mauro miraba con asco y desprecio este cementerio silencioso de piltrafas que apenas se interrumpía por el rugido de los vehículos que subían y bajaban por San Juan. A pesar de un dolor de cabeza tipo picahielo tenía la actitud para sobrevivir a este día que pintaba eterno. En el reblujo de su habitación buscó un rollo de cinta masking que guardaba desde la época de universidad y le pegó dos lorzas a las mangas de la camisa. Las botas del pantalón las dobló hacia adentro y las aseguró con un par de cintas enroscadas. La cirugía quedó perfecta en las botas, pero pensó que lo mejor sería tener el saco puesto durante toda la jornada. O si hace mucho calor me lo quito y me remango la camisa, recapacitó. No manejaba la versatilidad del traje y se sentía raro con los zapatos, caminó por la sala, salió al balcón, recorrió el camposanto de la rumba, colgó el Cuatrocaballo en su lugar. Me van a salir ampollas, vida cagada, pensó con una fuerte presión en los dedos de los pies. Se quitó los zapatos y descubrió una bola arrugada de papel periódico en cada punta, Este sí es güevón, se dijo y salió del dúplex.

 

Un bus de San Javier lo llevó a La Alpujarra en un par de minutos. Podía tomar otro bus pero prefirió caminar por Carabobo con las gentes que iban y venían. Era un peatón por naturaleza. Los locales subían sus rejas y ese ruido de arrastre metálico le confirmaba que el día estaba decidido a comenzar. El pueblo pasaba recién bañado hacia sus destinos, los gamines y los locos soñolientos buscaban desayuno en las canecas, obreros de andar ágil, con sus tulas a la espalda, se dirigían a los paraderos de bus. Él se sentía un empleado responsable y moderno por llegar a pie al trabajo y disfrutar del centro en sus horas tempranas, cuando se puede apreciar por separado antes de que se convierta en una sola amalgama urbana de bochorno, pitos, motores, multitud y ventas.

Llegó serio al edificio, algo inseguro, no tanto por haberse masturbado en la mañana como porque se notaba a simple vista que esa ropa no era suya y temía perder el respeto en caso de que descubrieran sus remiendos. Se subió al ascensor y la ascensorista le regaló una mirada, ¿Para qué piso va, joven?, Talento Humano, respondió y bajó la cabeza en lugar de mantener el contacto visual para darle chances de que lo reconociera. La diosa de nariz felina hundió el botón del piso siete, giró la palanca del viejo pero bien mantenido aparato y volvió sus ojos egipcios al libro que sostenía en el regazo: La Elección, de Og Mandino.

En Talento Humano se sorprendió cuando supo que no iba a trabajar en el edificio, Participación Ciudadana es la única dependencia que no funciona aquí, le dijo Vanegas, un calvo cejón y lengüisopa que lo miraba fascinado, Ah, ¿cómo así?, Preséntese donde el jefe de Participación para que usted mismo lo notifique, aquí está la carta de nombramiento, después se pone a hacer las vueltas que le faltan, tiene que traer el certificado médico, el certificado de antecedentes penales, el registro civil, Vanegas escribía en un papelito los ítems, ¿Y dónde queda la oficina de Participación Ciudadana?, la pregunta contenía curiosidad y algo de resignación, En la antigua estación del ferrocarril, respondió Vanegas y volvió a sacar la lengua trémula entre las muelas para seguir anotando, su letra era despegada pero tan acostada y junta que parecía pegada, como una letra infantil que quiso volverse adulta a la fuerza y quedó truncada en el camino. Bienestar Laboral está organizando el torneo interno de microfútbol, ¿vos jugás?, a Mauro se le abrieron los ojos, Sí juego, claro, dijo con la emoción contenida.

Subió al octavo piso y buscó a la funcionaria del cartapacio pero las áreas administrativas eran un desierto de cubículos, con los computadores apagados y las sillas organizadas, Están en capacitación, le informó la señora del aseo. En comunicaciones tampoco estaban y se quedó con las ganas de ver la oficina para la que ya no iba y a la chica de la escarapela en el cinto. La suya se demoraba, primero tenía que reunir la documentación, la noticia era que ya había firmado y estaba posesionado como provisional, grado profesional universitario, con un generoso e inédito sueldo que lo tenía absorto.

Al salir del edificio, con la presión de haber encarnado ya un funcionario, se debatió entre desayunar con calma o presentarse de inmediato en su nueva oficina para ponerse al servicio de su jefe, el doctor Alberto Quinchía, a quien estaba dirigido el oficio que lo adscribía a la oficina de Participación. El hambre voraz que lo asaltó, tras días de mala alimentación, le ayudó a tomar una decisión. Pidió dos empanadas de carne y papa y dos presas apanadas de pollo con gaseosa en un local frente a la iglesia de La Veracruz. Desde allí vio cómo una puta robusta de pocas prendas dejó hablando solo a un borracho que parecía pedir una rebaja. Mauro miraba y comía despacio, disfrutando el gas explosivo de la Coca-Cola fría en su garganta. Era un empleado público enguayabado desayunando fuera de la oficina en horas laborales, pero tenía razones para considerarlo circunstancial, Algo tengo que comer, pensó atenazando el pollo con extremo cuidado de no engrasar el saco. Los espejos del local le mostraron lo ojeroso y machacado de su rostro, pero se sentía bien del estómago y eso lo animaba. Para bajar el desayuno, decidió caminar hasta el sector de La Alpujarra, la mañana ya había madurado, lo sabía por el vapor sofocante y dulce que emanaba del suelo. Bluyines, bluyines, ¿qué tallita buscaba? Joven, ¿va a comprar tenis? Mauro recordó que tenía que resolver lo de su ropa, Con el primer sueldo compro unos cachacos, pensó con una estructura económica mental distinta, contando por primera vez en su vida con plata que no se había ganado.

5

El fortín del sector público, la selva artificial de los tiranosaurios con corbata, el epicentro de las vueltas y las decisiones, santuario de los necesitados, mina de los tramitadores, palacio de los Césares, cuna del orgullo y la vanidad. ¡Dios mío, qué es esto! Mauro era una hormiga más en medio del hormiguero que cruzaba en distintas direcciones por la inmensa plaza encementada y bañada de sol. Le parecía un privilegio que su futuro lugar de trabajo quedara al lado, en la antigua estación del ferrocarril, y no en una de las moles que emergían del descampado gris: las colmenas gigantescas de alcaldía y gobernación, cientos de oficinas atarugadas hacia arriba y hacia los lados, Qué pereza ese par de paquidermos encallados con sus crías gordas y sedentarias del concejo y la asamblea. En cambio la restaurada estación del ferrocarril, rodeada de jardineras, bancas y cafeterías con mesas al aire libre, se levantaba apenas dos pisos y en su plazoleta exhibía un viejo vagón que invitaba a la contemplación del pasado. También se erigía una estatua de Francisco Javier Cisneros, el cerebro del ferrocarril, y pensó si ya reencarnaría, ¿O qué tal que las almas de los hombres inmortalizados en estatuas permanezcan atrapadas como fósiles en resina? Mauro alargaba los minutos con tal de demorar el último paso.

La oficina de Participación quedaba en el segundo nivel. Se desabrochó el saco para subir las escalas y desde el rellano vio una fila de hombres bucólicos con documentos y sobres de manila, mujeres ojerosas con bebés en llanto o pegados de una teta, campesinos de sombrero con escapularios en el pecho y las camisas manchadas de plátano. Creyó que eran ciudadanos que esperaban ser atendidos en Participación, pero luego supo que se trataba de clientes del Banco de los Pobres, ¿Será que me hacen un préstamo para mi pobreza de espíritu, para mi falta de carácter? Bien podría hacer fila con estas nobles y pacientes personas que todavía creían en los créditos del Estado. Bordeó la hilera de pobres, que era infinita, y a medida que avanzaba invocaba un agujero negro, el dedo que aprieta el botón, el fin del mundo, una abducción, la muerte súbita del escritor escribiendo esta línea, ¡un milagro que lo salvara!, pero un pendón del organismo le indicaba su destino.

Bienvenido a Participación, joven, le dijo la secretaria, una mujer menuda envuelta en un saquito de lana, de cabeza redondita y valonada, anteojos y nariz en forma de pico, una presencia que lo llevó a pensar en un tierno perico australiano, ¿Viene a poner una queja o a pedir asesoría?, Busco al doctor Alberto Quinchía, Mauro blandió el oficio, Siga, está en el despacho, la pequeña ave señaló con su lanudo brazo el despacho del jefe y bebió del pitillo de su termo. Mauro echó un vistazo a los cubículos de los funcionarios, a quienes imaginó trabajando tras los paneles, y una vez llegó a la puerta entreabierta del despacho se asomó y se sobresaltó al encontrarse de frente con la calva morena del doctor Quinchía, que estaba de espaldas con la prensa desplegada. Por un instante contempló la calva, las canas lacias caían débiles sobre la piel lisa de la coronilla, con dos o tres cicatrices que podrían ser pedradas recibidas en la infancia.

El doctor percibió una sombra energética que no provenía de sus súbditos, pues giró del todo la silla y se asomó agresivo por un borde del periódico: no entendía por qué un ciudadano venía directo a su oficina a interrumpirlo, para eso estaba la secretaria y los funcionarios en los módulos, para atender sus quejas, sus denuncias o lo que fuera. Él era el último eslabón, el que manda y firma, Usted debe ser el doctor Alberto Quinchía, buenos días. El doctor lo observó ahí parado y Mauro sintió que lo veía como un vendedor o un aprendiz de juzgado que venía a hacer alguna averiguación y se le había colado a la secretaria, ¿No están los funcionarios para que lo atiendan?, ¿cómo entró hasta acá? El doctor sentía vulnerada su privacidad, su sistema de seguridad le había fallado.

Mauro le estiró el oficio y el doctor lo empezó a leer sentado pero sin hacer contacto con el espaldar de la silla, a punto de pararse. Era delgado y bajito como un pigmeo, con la cabeza más grande que el resto del cuerpo. Si bien ni lo conocía, ya sentía un respeto extraño hacia él, una compasión fraterna, una conexión humana; contemplar su calva tal vez le había generado una nueva consciencia de la fragilidad de la especie. Además, los unía algo muy fuerte: ambos eran retrognáticos, Hacemos parte del mundo de los cumbambipequeños, de los sufridos retrógnatas, pensó mientras el doctor se acomodaba los anteojos incrédulo ante lo que leía. De repente se puso de pie y desenfundó su brazo de niño con la palma abierta, ¡Felicitaciones!, acaba de llegar a una gran entidad, le dijo y se estrecharon las manos; la de Mauro, que tenía porte de escultor y dedos de pianista, engulló de un bocado la manita de Quinchía, Si jalo le disloco la muñeca, pensó el nuevo funcionario en medio del cortés apretón.

El doctor convocó con gran entusiasmo a la gente de la oficina, era claro que estos trabajos le gustaban, vainas sencillas, a la mano, como presentar al nuevo servidor. De la zona de módulos salieron tres personas con paso de tortuga asoleada: un cuarentón alto y carón con aspecto de centauro por sus largas piernas y alta correa; una señora morena de caderas anchas y trapecio estrecho con el pelo picado como una futbolista de los ochenta y una mujer más joven, de falda, piel muy blanca y cabello negro azabache, malacarosa, tal vez fastidiada por haber tenido que suspender lo que sea que estuviera haciendo para atender el repentino llamado, Los he reunido aquí, en este preciso momento, porque tengo una noticia para ustedes, una noticia que nos va a poner muy contentos, Quinchía hablaba con ambages y una emoción fuera de lugar, Se trata, señoras y señores, de un muy nuevo amigo, señor aquí presente él, señor Mauricio Castañeda Roldán, nombrado como provisional él, comunicador social y periodista él, ¿no cierto?

Dicha la palabra periodista, la de níveas pantorrillas arrugó la nariz en un gesto inequívoco de desprecio y miró de reojo a sus dos compañeros como si ser periodista fuera sinónimo de traicionero y hubiera que estar alertas. Aunque logró amilanarlo, Mauro hallaba complacencia en mirarla, su rostro le despertaba un deseo enquistado, quizás el aparato dental con cauchos que la hacía ver como una bachiller, su capul, su blancura exótica, su sonrisa agria, sí, porque cuando él saludó y agradeció, Luisa sonrió sin mostrar los dientes, dio media vuelta y se fue a su módulo. Quinchía pareció incomodarse con el desplante y le dio un palmoteo amigable en la espalda, Hay dos puestos libres, escoja el que más le guste, le dijo y encargó a Rober, el funcionario que más tiempo llevaba en Participación, la tarea de contarle a la nueva adquisición lo que hacían en la oficina.

Marta se dio cuenta de que Mauro se iba a inclinar por el módulo con vista a Carabobo, entonces se le acercó y le habló al oído, como marcándolo a presión en un tiro de esquina, Aquí no, este puesto es de Osvaldo, él no está pero este es de él, Ah, bueno, bueno, Mauro se apartó intimidado y eligió un puesto al fondo, frente a Rober. Cada módulo tenía un amplio escritorio en ele con una batería de cajones y un compartimento horizontal en la parte de arriba con llave. Los paneles y el piso estaban tapizados de un gris sobrio combinado con franjas aguamarinas. Eran cubículos diseñados para oficinistas activos, empapelados, que rayan, hablan por teléfono, atienden a alguien en persona y sobre el escritorio tienen su café, el del ciudadano y mil cosas más. El suyo se veía desolado como un apartamento días antes del trasteo y por ahora lo único que tenía para guardar era un sobre con documentos de su posesión. De pronto apareció Marta para darle un saludo más personal, Cualquier cosa a la orden, le dijo con la boca torcida y le dejó la mano impregnada de un fuerte aroma almibarado y limonudo de origen confuso.

 

Voy a orinar, ya vengo, anunció Rober y le mató el ojo a Mauro, que entendió el gesto como que a su regreso le iba a dar la charla informativa. Salió revoleando las llaves del baño con un meneado de pelvis hacia adelante y una parsimonia digna de alguien que ha pasado sentado la mayor parte de su vida. A su regreso efectivamente lo invitó a su módulo y le contó sobre la participación de la comunidad en los asuntos públicos, Hay que sembrar la semilla de la participación en los colegios, fortalecer las veedurías ciudadanas, Sí, ajá, muy importante, La gente no puede seguir dormida mientras se roban la plata de sus impuestos, Ajámñ, sí, a Mauro lo fue agarrando un sueño pesado y por instantes se iba y volvía y no sabía si había dormido una milésima de segundo o un segundo y como podía se tragaba los bostezos. Lagrimeado miraba la cara de Rober, que modulaba con su nariz enorme, porosa y triangular, derretida como la de un cuadro de Dalí, con las manos más grandes que las suyas mostrándole las cartillas con las que educaban al pueblo, Damos charlas en los colegios, recibimos quejas y denuncias, capacitamos los líderes, Ajámñm, excelente, qué bueno, y así, en esa batalla contra el tedio se acercó la hora de almuerzo.

Mauro salió a las doce y media y se dedicó a hacer vueltas pero el tiempo no rindió y volvió sudado y colorado, con el saco todavía puesto, pasados treinta minutos de la hora de entrada, ¡Tranquilo, hombre!, váyase ya y tómese el día de mañana para que termine de hacer sus vueltas, le dijo Quinchía y le dio una palmadita en la espalda. Él quiso darle un abrazo, Yo le agradezco mucho doctor, dijo y se despidió avergonzado con los compañeros, pues no regresaría hasta el miércoles. Una vez afuera sintió caer en su estómago la angustia por la obligación latente de tener que dar charlas y hablar en público. El recibimiento seco de algunos en la oficina tampoco ayudaba. Cabizbajo agarró un bus para la casa, se encerró en su pieza, cerró las cortinas haciendo del día una penumbra, como un licnobio invertido, y durmió tieso y parejo el sueño de los justos. Su cuerpo lo imploraba.

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