Muerte en coslada

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—¿Y qué formación académica es esa que dices que tiene, si se puede saber? —se extraña Leire.

—Veterinario.

La respuesta provoca un evidente gesto de sorpresa en la inspectora.

—Todo un licenciado en Veterinaria —continúa Martina—. Y además, por lo que cuentan, durante su periodo como sanaperros se especializó en dermatología, de ahí su pasión por la investigación. Dicen que no se cansa de repetir que en esa especialidad hay que ser como un detective y que, para llegar a un diagnóstico, hay que buscar pistas donde nadie las imagina. También comentan que basta con le pongan delante un microscopio para hacerle feliz, ya sea para perseguir asesinos o para diagnosticar enfermedades de la piel de los perros, porque creo que compagina sus dos pasiones y que todavía colabora con muchos de sus colegas veterinarios.

—¡Bueno! —exclama todavía algo sorprendida la inspectora—. ¿Y dónde tenemos al inspector Vich?

—Está viniendo desde Barcelona —aclara Martina—. Es de allí, y cuando puede se escapa a su tierra. Está avisado desde esta mañana a primera hora, y su tren debe estar a punto de llegar a Atocha.

—Perfecto. Pues entonces, Lamata —no se atreve todavía a usar el mote de Abuelo para dirigirse al agente— y Eli, id a buscarle y le lleváis a Coslada.

Los aludidos asienten.

—Y nosotras nos vamos directas a la biblioteca donde nos deben estar esperando. Cid, ¿nos guías?

Leire se gira y, siendo la que está más cerca de la puerta, sale la primera del despacho. El equipo la sigue al instante, contentos de iniciar una nueva investigación. Una vez más, la inspectora se percata de que le falta algo: no ha previsto si se ha solicitado un vehículo para ellos. Se vuelve a mirar a su segunda, temiendo tener que admitir esa falta ante sus nuevos compañeros, pero Martina capta su duda y, antes de que ella diga nada, le enseña una llave que tiene en su mano.

—Si le parece, inspectora, conduzco yo. Me encanta el coche que nos han asignado.

Cada uno va entonces hacia su destino y, en pocos minutos, los tres policías que van directos a localidad vecina de Madrid están sentados en un moderno BMW serie 1 de color azul metalizado —seguramente, de la flota requisada a algún capo de la droga— y salen del garaje de la comisaría. La conductora, que no ha dado opción alguna a su compañero, en cuanto accede a la Gran Vía coloca la sirena en el salpicadero del vehículo, la enciende y pone el coche a una velocidad bastante más rápida de la aconsejada para el tráfico de esas horas. Por si no bastaba con el ruido que emite el distintivo policial, conecta la radio, sube el volumen para poder escucharla por encima del aullar de la sirena y se pone a cantar junto a Pablo Alborán —este lo hace bastante mejor que ella— su famoso tema «Te he echado de menos». Leire va de copiloto intentando concentrarse en los pasos a seguir cuando lleguen a su destino. Cid va en el asiento trasero mirando distraído su teléfono móvil, como si tanto escándalo no fuera con él.

Capítulo 3

El trayecto hasta Coslada, que según el navegador se debería hacer en veinte minutos, lo culminan en poco más de diez. Por la M40 Leire pasa algo de miedo debido a la velocidad que impone la subinspectora y, cuando se incorporan a la desviación que indica la salida al famoso estadio del Atlético o hacia Coslada y bajan la pronunciada cuesta que accede a la localidad, agradece que su compañera decida reducir la marcha.

El acceso no es precisamente bonito. Pasan por debajo de unas vías de tren que alojan varios vagones de transporte de mercancías y desembocan en otra rotonda; la cual, gracias a unas letras de granito, les indica que han entrado en Coslada.

Sin saber nada de su destino, les llaman la atención dichas letras, la gran bandera de España que preside el nombre de la localidad y lo cuidada que está la vegetación de esa rotonda, muy decorada en comparación con lo descuidado del acceso que acaban de atravesar.

Enseguida y sin que se lo tengan que pedir, Cid localiza en el navegador de su móvil la ubicación exacta de la Biblioteca Municipal y activa el manos libres para que Martina pueda seguir las indicaciones hasta su destino. Leire baja la radio y silencia la sirena. Martina se la pasa para que la guarde en la guantera delantera del coche.

La voz mecanizada que emite el teléfono de Cid les dirige hacia la inevitable avenida de la Constitución, presente en todas las poblaciones satélite de cualquier ciudad; la recorren en su totalidad y dejan atrás el Ayuntamiento y multitud de comercios que a esas horas ya bullen en actividad. Al final de la travesía llegan, cómo no, a otra rotonda, donde una gran escultura que representa el busto de una mujer desnuda de cintura para arriba parece vigilar su paso.

—Es «La mujer de Coslada» —lee Cid la indicación del mapa de su móvil.

Pero, quizá por defecto profesional, más que en la escultura se fijan en las instalaciones de la comisaría de la Policía Municipal que se encuentran a la espalda de dicha mujer.

—¡Vaya tela! —exclama Martina—. Si pilláramos nosotros ese edificio para nuestra comisaría. ¡Qué envidia!

Sus compañeros asienten en silencio, dándole la razón, y se lamentan de las diferencias de presupuesto que por desgracia ostentan los diferentes Cuerpos de Seguridad del Estado; de todos modos, como es algo que tienen asumido hace tiempo, no malgastan ni un minuto en tratar ese tema.

La subinspectora saca el coche de la rotonda hacia donde le ordena la sugerente voz del navegador y, nada más hacerlo, la presencia de varios coches de la policía local con las luces de sus sirenas encendidas y bloqueando el acceso a la calle por donde parece que tienen que ir les confirma que han llegado a su destino.

El equipo de policías se acerca con el BMW hasta la cinta policial que les impide el paso. Allí les detiene el gesto enfadado de un agente local, que visiblemente molesto se acerca a la ventanilla de Martina y, eso sí muy educadamente, se dirige a ellos:

—Buenos días, señoras —está claro que no se ha fijado en Cid, sentado detrás—, por aquí no se puede seguir.

Sin esperar respuesta, el policía local levanta la mirada hacia un compañero que controla la salida de la rotonda por donde acaban de acceder —y que les ha permitido pasar sin decir nada— y le chilla:

—¡Coño, Paco! ¡Corta ahí, joder, que ahora tienen que dar la vuelta por prohibido!

Leire se baja del coche y, antes de que se pueda dirigir al agente municipal, recibe una nueva reprimenda de este:

—¡Señora! ¡Espere a que le indique, no se me baje del coche aquí!

La inspectora saca su placa y se la planta delante al funcionario municipal; el cual, enfrascado en su tarea, tarda unos segundos en entender que está delante de una policía nacional. Leire le ayuda presentándose:

—Soy la inspectora Sáez de Olamendi. Vengo con mi equipo para hacernos cargo de la investigación.

El municipal vuelve a mirar el vehículo, extrañado de que no tenga ningún distintivo oficial, y solo parece confirmar la identidad de su interlocutora cuando ve a Cid, vestido con el uniforme corporativo. Se vuelve entonces hacia Leire y cambia radicalmente su actitud:

—Perdone, inspectora, es que al no ver nada en el coche… —enseguida echa mano de la radio y avisa a su superior—. Jefe, los de la Nacional están aquí, se los mando.

El agente levanta la cinta policial que les había detenido y espera paciente a que Leire vuelva a subirse al vehículo para avanzar hacia la zona acotada que les señala con la antena de la radio. Mediante esas señas les indica adónde tienen que dirigirse, vuelve a bajar la cinta policial y se da la vuelta para volver a increpar al tal Paco que, según su opinión, no está haciendo bien su trabajo.

Martina acerca el BMW hasta donde les ha dirigido y lo estaciona a los pies de un señor menudo, trajeado, visiblemente estresado, y a quien, por su manera de dirigirse a los demás, identifican como el jefe aludido por quien les ha permitido pasar. Los tres policías nacionales se bajan del coche y se quedan delante de su nuevo interlocutor. Este, sin tener claro a quién de las dos no uniformadas tiene que dirigirse, les habla en plural.

—Soy el subinspector Díaz, de la Policía Municipal de Coslada. Me van a perdonar, pero el inspector no se encuentra hoy aquí y soy yo el encargado de recibirles.

Leire se adelanta a sus compañeros:

—Hola, subinspector. Soy la inspectora Sáez de Olamendi, encargada del caso. —Y, sin ganas de dilatar más las presentaciones, va directa a su objetivo—: ¿Nos diriges?

El subinspector Díaz la mira de arriba a abajo con poco disimulo, mostrando extrañeza, quizá porque se había hecho otra idea del responsable que se iba a encargar del muerto aparecido en su territorio. Hace un gesto de evidente resignación y, consciente de que eso no le incumbe, decide seguir con la misión que le han encomendado sus superiores directos:

—Por supuesto. Acompáñenme por aquí, por favor.

Gira sobre sí mismo y, mientras habla por la radio que sostiene en su mano derecha, echa a andar en dirección al edificio de enfrente.

Leire le sigue en primer lugar y, ya a la entrada a la biblioteca, hace una señal a Martina para que la acompañe dentro, le pide a Cid que espere allí la llegada de sus compañeros junto al inspector de la científica, para que les pueda franquear el acceso hasta la escena del crimen.

La inspectora, pendiente de todo, se hace una rápida composición del lugar antes de entrar. El edifico está bien señalizado con unas grandes letras corpóreas colocadas en la parte superior que indican que es la Biblioteca Municipal de Coslada. Es una construcción moderna, de dos alturas además de la planta baja, acristalada casi en su totalidad y perimetrada por una valla de hormigón que, desde donde se encuentran, solo permite el acceso al interior por la entrada principal. Es un bloque aislado de los colindantes, con zonas verdes a su alrededor, excepto por uno de sus flancos en el destaca otra edificación decorada con una curiosa pintura, muy colorida, y que se le antoja como una pobre imitación de un cuadro de Miró.

 

Una vez en el interior de la biblioteca —porque el subinspector Díaz no les da tiempo a que fuera observen nada más— se encuentran con una decoración austera y unos espacios excesivamente amplios y muy bien iluminados gracias a la claridad que dejan pasar los enormes ventanales. La inspectora no se había imaginado un espacio tan atrayente para alojar un templo de la lectura.

Entre la nube de policías que protege el lugar, Leire se fija en una mujer sentada detrás del mostrador de recepción: claramente abatida y agitada, intenta serenarse con los cuidados de dos sanitarios del SUMMA1. No puede pararse a ver más si no quiere perder la pista del subinspector Díaz, quien, cual camarero guiando a sus clientes hacia la mesa reservada, parece que lleva prisa y no se detiene ante nada, ni siquiera para comprobar si sus invitadas le siguen.

Por una ancha escalera ascienden a la planta superior, donde comprueban que el acceso a las salas de lectura está perfectamente controlado, ya que no hay nadie al otro lado de la cinta policial puesta justo al final de los peldaños. Por fin, el subinspector Díaz detiene su andadura para, algo jadeante, dirigirse a las policías nacionales:

—Aquí es.

Y, tras recuperar un poco el aire que le falta por las prisas, sigue explicando:

—Tras comprobar que estaba muerto, hemos aislado la planta. De todos modos, a estas horas de la mañana no creo que haya pasado nadie antes que nosotros; salvo la bibliotecaria, claro, que es quien nos ha avisado.

Leire y Martina observan la sala mientras el municipal sigue relatando:

—El cadáver está en el cuarto de baño —señala una puerta cerrada—. No hemos encontrado nada más, ni objetos personales ni nada que no debiera estar aquí.

La estancia, efectivamente, está como debería estar: sillas, mesas y libros perfectamente ubicados en su sitio; incluso los carros, destinados a almacenar los ejemplares pendientes de distribuir en sus estanterías, vacíos y perfectamente aparcados junto a una pared, donde no molestan el paso de nadie. La puerta del aseo que les indica el subinspector Díaz permanece cerrada, presumiblemente guardando la intimidad del difunto que está tras ella y a la espera de que las dos policías nacionales descubran lo que hay.

Leire está deseando pasar a la escena del crimen, pero no podrá hacerlo hasta que no llegue el inspector de la científica; sabe que ya han pasado por allí la bibliotecaria y los policías que hayan acudido ante la denuncia de esta, por lo que la contaminación de la escena y la destrucción de pistas ya habrá sido suficiente como para que ellas la incrementen aún más. Mientras se ven obligadas a esperar, Leire pide al subinspector que le explique los acontecimientos acaecidos allí esa mañana.

—Nosotros hemos recibido la llamada de la bibliotecaria a primera hora, serían pasadas las ocho y media. Por lo visto, ella ha llegado pronto, como dice que suele hacer últimamente, porque los recortes de personal la obligan a hacer tareas que antes no ejecutaba. Nos ha dicho que siempre es la primera en llegar y que se encarga de comprobar si sus compañeros del turno anterior lo han dejado todo en perfecto estado para los usuarios de la biblioteca. Los lunes como hoy, al estar cerrado desde el sábado a mediodía, hace una ronda más exhaustiva. En esa ronda es cuando se ha topado con el cadáver. Ha debido de pasarlo fatal hasta que ha conseguido llamarnos. Aunque hemos tardado menos de diez minutos en llegar, nos la hemos encontrado aquí en esta planta, sentada en el suelo delante de la puerta cuarto de baño y con una crisis de ansiedad de la que, como habéis visto abajo, todavía no se ha recuperado.

—¿Os ha contado qué es lo que ha visto? —interviene Leire.

—Nos lo ha contado, y lo hemos comprobado —responde el subinspector extrañado por la pregunta—. Lógicamente, los agentes que han respondido a la llamada, cuando han conseguido entender lo que les decía la bibliotecaria, han pasado a la escena del crimen. Ahí dentro —lo dice señalando con la cabeza una vez más a la puerta cerrada del baño— hay un hombre retorcido.

—¿Perdón? —la inspectora se extraña de la expresión usada por el municipal.

—Es como si hubiera muerto con espasmos —continúa este—. Su postura resulta artificial: tiene la espalda arqueada hacia atrás, con una postura tensa… no sé cómo explicarlo, mejor que lo vean ustedes mismos.

—Lo veremos, pero debemos esperar a los de la científica, que estarán a punto de llegar. ¿Podemos mientras…?

Ella no puede terminar la frase porque una voz que derrocha gran energía le hace girarse y centra toda su atención.

—¡Hola, hola, hola!

El pequeño grupo se vuelve y ven llegar a Cid, Lamata y Eli, acompañados de otro hombre: más bajo que ellos pero mucho más vivo en movimientos, pelo escaso, moreno y peinado hacia atrás; sus oscuros ojos no pueden evitar fijarse en todo lo que les rodea; va vestido elegantemente con pantalón de pinzas y una pulcra camisa blanca, completa su atuendo un voluminoso maletín metálico cogido con su mano izquierda, con el que les ha saludado de esa peculiar manera. Leire se imagina que es Carlos Vich, el inspector de la científica, pero no le da tiempo a confirmarlo, ya que él mismo se presenta a la vez que le estrecha firmemente la mano que tiene libre.

—Tú debes ser la inspectora Sáez de Olamendi, ¿no? He oído hablar mucho de ti. ¡Eres la Agatha Christie del asesinato en el tren! ¡Qué pasada! Enhorabuena por aquel caso, compañera.

—Y tú debes ser el inspector Vich, de la científica —confirma Leire respondiendo al saludo y manteniendo la presión del apretón de manos—. Puedes llamarme Leire si quieres —le facilita el trato como policías del mismo rango que son.

—Claro que sí. Leire, mucho mejor —responde jovial el inspector Vich—. A mí llámame Carlos, o Sabueso, que estos se piensan que no conozco mi mote —añade soltando la mano de la inspectora y dando con ella una palmada cariñosa a la gran espalda de Cid.

—Carlos, mejor —decide Leire—. ¿Te han puesto al día mis compañeros?

—¡Y estoy deseando pasar ahí dentro! Tienes un equipo excelente, compañera, y para colmo lo vas a completar con los mejores de la científica, a quienes lidero y que están a punto de llegar. Pero mientras viene mi caballería, si te parece, vamos a ir echando un vistazo ahí dentro.

Al tiempo que dice esto, el inspector Vich deja su maletín en el suelo, lo abre y saca de su interior dos bolsas de plástico que contienen sendos equipos completos de aislamiento para poder acceder al escenario del crimen sin contaminarlo. Entrega uno a Leire, y ejecutan los dos el ritual de colocarse el mono de plástico, calzas, guantes y hasta un gorro que a él le cubre con facilidad el escaso cabello —a la inspectora le cuesta más colocárselo—. Una vez preparados, el Sabueso completa su atuendo con una pequeña cámara de fotos y, visiblemente contento, se dirige a Leire:

—Los pequeños detalles siempre son importantes —explica señalando la cámara de fotos—. ¿Vamos?

1 El SUMMA 112 tiene asignada la misión de la atención sanitaria a las Urgencias, Emergencias, Catástrofes y Situaciones Especiales, en la Comunidad de Madrid.

Capítulo 4

Los dos inspectores levantan la cinta que impide el paso a la zona de la biblioteca que mantienen acotada. Vich delante, Leire detrás siguiendo sus pasos, no quiere alterar el estado del escenario del crimen y llevarse la reprimenda del Sabueso. Sabe por experiencias anteriores que los policías de la científica, por muy sociables que parezcan —como es el caso de su recién conocido compañero—, se transforman en cuanto se ponen en acción y pasan a ser tremendamente exigentes con los protocolos… lo mejor es dejarlos trabajar respetando sus normas. El resto de los policías nacionales y municipales permanecen al otro lado de la cinta, observan el avanzar de sus jefes dispuestos a esperar sus órdenes.

La sala de lectura donde pasan Leire y Carlos Vich se aprecia totalmente normal, no hay nada que a simple vista les llame la atención: mesas limpias, sillas colocadas en sus sitios, estanterías de libros ordenadas… Aun así, el Sabueso va despacio, toma unas cuantas fotografías de la estancia y, al pasar al lado de una columna de libros, se detiene un momento a admirarlos.

—Libros de viajes —comenta—. Curioso… ¿Serían del interés de nuestro muerto?

A la inspectora le sorprende tal observación. Ella tiene tanto interés en entrar al cuarto de baño, donde les espera el cadáver, que no se ha parado a pensar en los posibles motivos de por qué ha aparecido el muerto en esa planta o incluso esa zona de la biblioteca. «Tengo que ir más despacio», piensa, «no puedo dejarme llevar por las prisas, o se me pasarán por alto cosas importantes».

Por fin, el Sabueso se planta delante de la puerta que franquea el acceso al aseo. Leire observa cómo se prepara antes de entrar: mueve el cuello hacia los lados, suelta aire y estira los brazos, cual atleta que calienta antes de iniciar una carrera. Sin darse la vuelta para ver si su compañera está preparada, Carlos Vich abre con cuidado la puerta y accede al interior; eso sí, sujetándola un poco para que Leire pueda entrar tras él. Una vez dentro los dos, dejan que se cierre la puerta y se quedan con la espalda pegada a ella, observando en silencio el cuerpo del hombre que, tirado en el suelo, y efectivamente retorcido de manera incómoda los ha llevado hasta allí.

En la estancia no hay nada que demuestre violencia, o que justifique la muerte de esa persona. Es un cuarto de baño colectivo normal, hasta demasiado limpio para ser de uso público; por no tener, no tiene ni el suelo sucio, parece recién fregado. Solo una de las puertas que dan paso a un váter está medio abierta, y es porque parte del cuerpo inerte del hombre impide que se cierre. Leire aprovecha que Vich no se mueve todavía para observar al muerto con precisión. Intenta grabarse todo lo que ve en la memoria; aunque luego tenga acceso a las imágenes que tomarán los de la científica, considera muy importante esa primera impresión.

El cadáver está tirado en el centro del aseo; a la vista, el cuerpo entero menos la pierna que tiene dentro de la pequeña estancia del inodoro. Se aprecia perfectamente que es un hombre de mediana edad, quizá un poco pasado de peso, con el pelo moreno, moteado por alguna cana y ligeramente rizado; va vestido de manera cómoda: vaqueros y una camisa de cuadros algo pasada de moda que debía de llevar por dentro de los mismos, pero que la caída ha exteriorizado por uno de los laterales. Lleva gafas de montura metálica y clásica que se mantienen sorprendentemente fijas en su posición a pesar de que la postura del varón refleja, como ya les habían advertido, una muerte convulsa: tiene la espalda arqueada incómodamente hacia atrás y la cabeza, siguiendo la forzada línea de la columna vertebral, intenta girar noventa grados hacia una posición antinatural del cuello, como si quisiera tocarse la zona de los hombros con la coronilla. La inspectora, respondiendo a una indicación del Sabueso, se fija en la zona genital del muerto, manchada seguramente de orina, aunque la tela vaquera ha absorbido todo el fluido porque al suelo no ha llegado ni una gota.

Carlos Vich, tras escanear la escena en silencio y con los ojos semicerrados, de repente reanuda la actividad y parece volver de otro mundo; se activa y empieza a tomar fotos del cadáver desde todos los ángulos posibles. Con cuidado se acerca al cuerpo y, sin tocarlo, lo observa despacio, mirándole directamente a la cara, como preguntándole en silencio la causa de la muerte que tiene que averiguar. Leire le deja actuar, indecisa sobre qué se supone que debe hacer ella mientras su compañero está trabajando; es la primera vez que colaboran juntos y, en ese punto inicial de la investigación, la labor del de la científica es vital para el futuro desarrollo del caso. La inspectora permanece absorta, siguiendo los movimientos del Sabueso, cuando le sorprende el golpe que le da en la espalda la puerta de acceso al aseo en la que estaba apoyada. Se gira algo enfadada, dispuesta a reprender a quien haya osado invadir la estancia sin su permiso, pero se ve superada por tres figuras, vestidas con el mismo mono de plástico que ellos, que acceden joviales al interior del cuarto de baño.

 

—¡Jefe, lo quería todo para usted! —exclama uno de los intrusos—. ¡Ni nos ha esperado para entrar!

El inspector de la científica se yergue y sonríe abiertamente.

—¡Si sois así de lentos, mal vamos! Que yo vengo de Barcelona y ya llevo aquí un rato.

Los dos primeros, cargados con sendos maletines muy parecidos a los de su superior, acceden al interior; y es la tercera figura, claramente femenina a pesar del mono que la recubre, quien se fija en la inspectora:

—¿Y esta?

Leire va a responder, pero el inspector Vich se le adelanta:

—Os presento a la inspectora Sáez de Olamendi. —A la aludida le sorprende que se acuerde de sus apellidos, algo poco frecuente—. Es la responsable del caso —sigue el Sabueso—, así que poneos a sus órdenes.

Los tres recién llegados se vuelven hacia ella y la miran con curio­sidad.

—Inspectora, te presento a los agentes Sanchidrián, Vigo y Zorita —dice orgulloso el Sabueso—, mi caballería. Lo mejor de la policía científica en este país.

Leire les saluda en silencio, con un movimiento de cabeza dirigido a cada uno de ellos, y de vuelta recibe el mismo gesto de saludo. Basta con esa introducción para que el equipo allí reunido se olvide de los formalismos y, dando la espalda a Leire, se pongan a trabajar junto a su líder, como si ella ya no estuviera allí.

—¿Así que este es el difunto?

—Este no se ha muerto en paz, jefe, ¡está retorcido!

—A ver si es que no le daba tiempo a mear… —añade el último de los agentes señalando la mancha de los vaqueros.

Leire observa cómo los cuatro de la científica se vuelcan sobre los maletines —que han depositado, y abierto, en el suelo— y empiezan, sin dejar de hacer comentarios, a realizar lo que es su rutina de trabajo. La inspectora se sabe entonces fuera de lugar. Sale del aseo y los deja solos para continuar con su propio equipo y su parte de la investigación: identificar al muerto, buscar e interrogar a los posibles testigos y empezar a colocar las piezas del puzle que le han ordenado resolver.

Se quita el molesto mono de plástico y demás accesorios, vuelve con sus compañeros y los reúne en un círculo íntimo, un poco apartados del resto de policías municipales, que siguen por allí —excepto el subinspector Díaz, quien seguramente ha desaparecido para dedicarse a otros menesteres—.

—¿Tenemos algo ya?

—Poca cosa, inspectora —responde Martina como interlocutora del grupo—, solo lo que nos han contado los municipales que les ha dicho la bibliotecaria que se ha encontrado el pastel esta mañana. Por lo visto, el muerto venía regularmente por aquí, pero ella dice que no lo conoce personalmente, que era alguien que acudía siempre solo y que no se relacionaba con otros visitantes.

—¿No está identificado todavía?

—Nada, no se han atrevido a tocarlo hasta que no diéramos permiso o hasta que diera orden el juez que, por cierto, creo que ya está en camino.

—Pues entonces tenemos mucho trabajo por delante —suspira Leire—. Martina, tú vente conmigo a hablar con la archivera. Lamata, tú esperarás al juez para ponerte a su disposición, y ya sabes: nos tenemos que llevar bien con él. —El aludido asiente—. Y vosotros —dirigiéndose a Eli y a Cid—, os quedáis esperando a los de la científica y en cuanto salgan les sacáis toda la información posible y pasáis al escenario del crimen para ver lo que observáis. Nos vemos todos luego en la comisaría.

El equipo agradece unas órdenes tan claras y se disgrega. Leire busca a su segunda con la mirada, se sorprende un poco de lo feliz que parece de ir con ella, pero no le da más importancia, y bajan las dos al mostrador de la entrada, donde sigue siendo atendida la bibliotecaria.

Se encuentran a la mujer un poco más tranquila. Parece que el equipo del SUMMA ya no le hacen demasiado caso. Están charlando en un corrillo a su lado, quizá esperando a que alguien se haga cargo de ella para irse tranquilos. La bibliotecaria permanece sentada en uno de los sillones de detrás del mostrador —allí pasa muchas horas a lo largo de su jornada laboral— con la cabeza recostada en el respaldo y los ojos cerrados. Es una mujer relativamente joven que rompe el estereotipo de una bibliotecaria: su pelo, de color rosa, corto y peinado hacia delante, es lo primero que llama la atención, lo lleva dejando despejado un rostro agradable aunque quizá con más maquillaje del necesario; va vestida con pantalones anchos de lino, camisa blanca y un fular enrollado en el cuello. A pesar de estar sentada, es evidente su escasa altura, característica que intenta compensar con unos zapatos negros de gran plataforma para realzar su figura.

Las dos policías se colocan a su lado, y es la subinspectora la que se dirige a ella:

—Buenos días, nos gustaría hablar un momento con usted, si fuera posible.

La bibliotecaria abre los ojos, asustada por la voz que la saca del descanso. Por su gesto, Leire piensa que se había quedado dormida, es muy probable que los sanitarios la hayan sedado o tranquilizado con algún fármaco. La mujer mira a las dos policías, intentando entender quiénes son, o quizá qué hace ella allí, y no en su casa, saliendo de los brazos de Morfeo. Martina se da cuenta de su desconcierto y hace las presentaciones:

—Soy la subinspectora Rojas, y esta es la inspectora Sáez de Olamendi. Nos vamos a hacer cargo de la investigación.

—Hola… —dice algo perdida.

—¿Usted es? —sigue Martina.

—Eva… Eva Rosiñol. Soy la encargada de la biblioteca.

Leire se adelanta a su segunda y toma las riendas de la conversación:

—Hola, Eva. ¿Puedo tutearte?

La aludida asiente a la pregunta de la inspectora, aunque su mirada permanece en Martina.

—Perfecto, Eva —sigue Leire, atrayendo, ahora sí, la atención de la mujer—. Tenemos entendido que eres tú la que has encontrado el cadáver esta mañana. ¿Es así?

La bibliotecaria asiente en silencio, intentando evitar que vuelva a brotar el llanto que ya ha exhibido en demasiadas ocasiones a lo largo de la mañana.

—¿Te importaría repetirnos cómo ha sido, Eva? Entiendo que ya habrás hablado con los municipales, pero sabemos que la versión directa de un testigo siempre es mejor que la transcrita por un tercero. ¿Puedes hacer ese esfuerzo, por favor?

—Claro —responde ella con dificultad—. Esta mañana he llegado la primera, como siempre. Soy la encargada principal de esta biblioteca, y los lunes tengo que abrir y asegurarme de que esté todo recogido y a punto para los usuarios. Desde los recortes provocados por la crisis del coronavirus el fin de semana no viene personal de limpieza, por lo que mis compañeros y yo intentamos dejarlo todo preparado los sábados antes de cerrar; a pesar de eso, a mí me gusta dar una vuelta por todo antes de abrir. Esta mañana, cuando he llegado a la planta de arriba…

Tiene que hacer una pausa para ahogar un sollozo. Se nota que le cuesta rememorar otra vez la escena, y la mano de Martina sobre su hombro le hace saber que agradecen su esfuerzo.

—Estaba todo como siempre —consigue continuar—, nada fuera de lo normal hasta que he entrado al aseo… ¡Ha sido horrible! Ese hombre estaba allí tirado, retorcido… Con esos ojos desencajados…

La bibliotecaria, incapaz de aguantar más la entereza, hunde la cara entre sus manos; aun así, Leire decide obligarla a continuar. Sabe que es el momento en el que va a describirlo todo con más realismo; cuando más tarde vaya a prestar la declaración oficial, más mezclará escenas reales con otras magnificadas por el impacto emocional, y eso les aportará una interpretación sesgada de la realidad.