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La vieja escuela

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Archipiélago

Un arquitecto participa en una reunión política clandestina. Al irrumpir las fuerzas de seguridad y allanar el lugar, recibe un balazo en la cabeza. Su agonía hará brotar una sucesión de fantasías, recuerdos y delirios.

Aquí se bate en retirada la narrativa clásica, con su habitual progresión argumen[tal] y dibujo de personajes. En Archipiélago no hay sicologías en juego, predominando un grupo de figuras difusas que aparecen y desaparecen de la pantalla. El nivel emotivo de la cinta está en los primeros planos del arquitecto, quien en muchos pasajes se desplaza con la frente sangrante. La brutalidad del allanamiento, alude a un período negro de la historia chilena. Pero las imágenes sólo nos entregan la física del horror, sin los discursos o la retórica correspondiente.

De pronto nos trasladamos a Chiloé, donde el arquitecto llega a restaurar una iglesia. Pero también viajamos aún más atrás en el tiempo, al tomar contacto con una tribu de Chonos, víctimas de la agresión de los conquistadores españoles. Perelman no se detiene en su propuesta de semejanzas, conectando dos épocas a la luz de la dialéctica oprimidos-opresores. Para llevar adelante este desafío formal, hay un empleo preponderante del montaje. La deuda con el lenguaje publicitario es evidente y así vemos una seguidilla de planos de brevísima duración.

La tragedia de los Chonos y el encuentro con esqueletos de restos humanos, nos remiten a una cruda realidad mortuoria. La vida no parece posible en esos territorios insondables. El director tampoco las tiene todas consigo y, en vez de certezas y afirmaciones, prefiere comunicarnos sus desasosiegos y dudas.

En el último momento, Archipiélago ofrece una secuencia de lograda intensidad cinematográfica. Cesan los ruidos del espanto y un silencio cómplice impregna el instante. Es la muerte. Y no queda más que caer y disolverse en ella.

Alfredo Barría

Archipiélago Director: Pablo Perelman País: Chile Año: 1992

Profundo carmesí

La obra fílmica del mexicano Arturo Ripstein es una de las más importantes del cine latinoamericano contemporáneo. Profundo carmesí testimonia el refinamiento de su estilo y la radicalidad de su mirada, que toma como base los códigos del melodrama para subvertirlos, llevándolos a un límite que los trasciende.

Aquí aborda un hecho de la crónica roja, ya filmado antes por el norteamericano Leonard Kastle, en 1969 (Amantes sanguinarios, también una cinta muy interesante). La historia de una pareja de amantes malditos, verdaderos parias de la sociedad que cometen una sucesión de asesinatos de mujeres, es tratada por Ripstein en un estilo barroco, de visualidad envolvente. Ripstein propone una visión de intensidad inusual acerca de la marginalidad, la pulsión de la muerte y una forma de amor que no por excesiva y monstruosa deja de ser auténtica. Es tal vez allí donde radica la dimensión más perturbadora de esta obra.

Hay también una mirada que apunta a los condicionamientos sociales del subdesarrollo y la alienación. El registro elegido por Ripstein es el del melo más desaforado, con toques de grotesco y humor negro. El relato progresa hacia ámbitos de terror y atrocidad que terminan desbordando los límites del género, para alcanzar los dominios propios de la tragedia.

Sergio Salinas R.

Profundo carmesí Director: Arturo Ripstein País: México Año: 1996

Hombre mirando al sudeste

En su segundo largometraje, el director argentino Elíseo Subiela trata un tema atractivo por varios conceptos. El protagonista, Rantés, es un paciente de una clínica psiquiátrica que dice provenir de otro planeta. El misterio que rodea al personaje se manifiesta a partir de la influencia que ejerce sobre los restantes reclusos, así como por algunas habilidades insólitas (su aptitud para la música, sus poderes telequinéticos).

A partir de este argumento, Subiela superpone con habilidad varios niveles de significación. Los más relevantes refieren a la relatividad del límite que separa la locura de la normalidad, a la afirmación de lo esotérico y a un discurso anti psiquiátrico (como, por ejemplo, el de Atrapado sin salida, de Forman) que alude a las clínicas y tratamientos psiquiátricos como reproductores de relaciones sociales caracterizadas por el ejercicio del poder y la intolerancia.

Un aspecto especialmente interesante viene dado por la relación compleja que se establece entre Ranté con el escéptico psiquiatra Dennis, un médico entregado al sistema, quien también es influido por el extraño paciente. Subiela logra balancear las diversas líneas temáticas, realizando un relato sin duda atractivo, que no llega a ser opacado por cierto tono un tanto presuntuoso y discursivo. Juega a favor del filme su capacidad de generar un clima de misterio e inquietud con una puesta en escena sobria, sin recurrir a la parafernalia de efectos especiales con que las producciones norteamericanas suelen abordar temas similares.

Sergio Salinas R.

Hombre mirando al sudeste Director: Eliseo Subiela País: Argentina Año: 1986

Fresa y chocolate

Desde sus primeros filmes, Gutiérrez Alea propone construcciones narrativas cuyos elementos se implican en un juego de oposiciones que permite al espectador extraer sucesivas conclusiones, con lo cual se resuelve el conflicto desde lo periférico a lo central, hasta una gran síntesis final: una imagen que cierra el sentido global de la historia.

Apoyado esta vez en un texto literario, y co-dirigiendo con Juan Carlos Tabío, Gutiérrez Alea opone dos verdades al parecer irreconciliables: la de un fotógrafo homosexual con inquietudes artísticas e intelectuales, y la de un joven militante del partido comunista motivado por la curiosidad de conocerlo. La evolución de esta relación, suerte de anecdotario tragicómico capaz de sorprendernos a cada instante por su humanidad, permite una doble lectura, y con ello dos miradas complementarias entre sí: aquella que el cubano obtiene de su realidad, y aquella que actualiza para el extranjero la maniquea visión que, en el exterior, se fomenta de la isla.

El filme propone un espacio de comprensión y afecto ligado a una realidad compleja. No es casual que David, el militante, sienta curiosidad por Diego y este haga primar su necesidad de comunicarse. O que David sufra por amor mientras Diego busca un compromiso afectivo más allá de lo sexual. Por cierto, la oportunista sensatez de la novia que abandona a David contrasta con el carácter impulsivo de la vecina de Diego, una paria del sistema capaz de acoger al muchacho sin condiciones. Esta galería de personajes nos muestra una situación traspasada por la intolerancia y el prejuicio, resultando afortunado que la responsabilidad de revisarse recaiga, a fin de cuentas, en el joven David, representante de una generación clave a [la] hora de juzgar cualquier proceso social.

Edgardo Viereck

Fresa y chocolate Directores: Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío País: Cuba/España Año: 1993

Amelia Lopes O’Neill

La trama de esta cinta dirigida por la realizadora chilena Valeria Sarmiento no habría sido posible en una ciudad distinta a Valparaíso. Tal como explica el narrador, en el puerto se dan cita extraños personajes. La muerte misma ronda por las calles y en las viejas casonas que resisten el paso del tiempo, los espectros tienen más entidad que los vivos.

En una de estas antiguas mansiones, Ana (Laura Benson) es una inválida que se encierra en su cuarto. Su hermana Amelia (Laura del Sol) en cambio, acostumbra salir a caminar por los alrededores. El médico Fernando Marín (Franco Nero) se interpone entre ambas, como un personaje del destino.

La directora lleva adelante una puesta en escena de cuidado diseño de producción, destacando el trabajo de vestuario y decorados. Los elementos pasionales que laten en la historia están tratados con evidente distanciamiento, Lo que se muestra es muy inferior a aquello que imaginamos. Como en la mejor tradición melodramática, lo morboso tiene lugar. Fernando sólo puede amar a las mujeres que sufren algún desajuste con la vida. El personaje más conmovedor es Amelia, mujer que pone en primer lugar el valor de la fidelidad, aún sacrificando el amor. Como telón de fondo irrumpe el paisaje de Valparaíso, un puerto fantasmagórico y de ensoñación. En los bares porteños, las prostitutas y marineros bailan viejos boleros al calor de una orquesta. Es un Valparaíso de otro tiempo, perdido en la nostalgia y la añoranza.

La forma narrativa es muy singular, lo que no debe extrañar si tomamos nota del coguionista Raúl Ruiz. Hay un mago, figura habitual de la bohemia nocturna, que acostumbra contar relatos increíbles. Quien recibe estos cuentos es el escritor Joaquín Edwards Bello, legendario cronista identificado con el Valparaíso mítico. La difusa figura de Amelia desaparece en la soledad de la noche, quedando la duda acerca de su verdadera existencia. La directora Sarmiento volvió a las calles y rincones de su ciudad natal para ambientar una ficción que escapa de la crónica realista para ingresar a un ámbito de ensueño y magia.

Alfredo Barría

Amelia Lopes O’Neill Directora: Valeria Sarmiento País: Chile, Suiza, Francia y España Año: 1990

CINE NORTEAMERICANO

Apocalipsis Now

 

Buscar en el filme de Coppola un testimonio realista sobre la guerra de Vietnam resultaría tan vano como pretender extraer de la novela de Conrad en la que se basa, un documento sobre la dominación colonialista. Tanto Apocalipsis Now como El Corazón de las Tinieblas son obras casi abstractas sobre el horror y la locura del poder. El punto de vista adoptado por ambas es el de la subjetividad, las dos concebidas como un itinerario doble: uno exterior, a través del río; otro interior, por los vericuetos de la conciencia.

La compleja estructura narrativa de la novela es simplificada por Coppola mediante un reforzamiento de la narración en primera persona: la voz en off que relata, en un tiempo subjetivo, mezcla de pasado, presente y futuro y que se basa en un texto de Michael Herr, el autor del testimonial Dispatches. Esta subjetividad es reafirmada por Ia perspectiva visual, siempre el punto de mira de Willard, un capitán de inteligencia militar enviado a asesinar a Kurtz; un coronel decidido a hacer la guerra a su manera.

Al separar la historia de su contexto histórico-geográfico (el Congo a comienzos de siglo originariamente) y situarla en la reciente guerra de Vietnam, Coppola ha corrido el riesgo de hacer dos filmes superpuestos. Y en alguna medida ha sucumbido a ese riesgo.

Para quienes vieron el conflicto como la guerra de liberación de un pueblo enfrentado a un colosal imperio, esta tentativa de reflejarlo en poéticas digresiones sobre las miserias y grandezas de ‘’naturaleza humana’’, puede parecer, al menos, sospechosa. Sin embargo, Coppola trata de eludir toda ambigüedad en la primera parte del filme. Las imágenes de los bombardeos están elaboradas con tan estremecedor realismo, que no alcanzan a transmitir esa dimensión de una guerra abstracta, resumen y límite de todas las guerras, que pretendió conferirle Coppola. No bastan para ello las alusiones algo obvias al historial del exterminio con que Norteamérica edificó su imperio (los helicópteros ex-caballería. conducidos por un nuevo Custer, igualmente insano, al toque de trompeta que rememora las masacres de indios), ni los sones wagnerianos que homologan la acción norteamericana a la de Hitler. En estas escenas las imágenes funcionan a un nivel casi visceral y el infierno de napalm desparramado por los B-52 nos remite a una guerra única en su género.

Coppola conduce su inmersión en la pesadilla en forma progresiva. Lentamente los contornos realistas se desdibujan y la mano del escenógrafo Dean Tavoularis se carga hacia un expresionismo de oníricos ecos (la estación USO, iluminada en medio de la selva, un puente fantasma reconstruido y destruido sucesivamente, una trinchera de espectros enloquecidos). Esta estilización gradual coincide con la inmersión en la Iocura. El mismo Willard es un ser salido de su centro (desarraigo de la vida civil, alcoholismo, solitarios rituales, de autodestrucción). La conducta del coronel Kilgoret, con su práctica del ‘’surfing’’ en medio del bombardeo, no deja lugar a dudas de su insania; los tripulantes de la lancha ostentan, casi todos, algún rastro psicopatológico, que se desencadena en la escena de la matanza en el sampán; y así sucesivamente, hasta llegar a ese ‘’corazón de la locura’’ que es el reino de Kurtz. Y todavía allí tenemos una anticipación, en el periodista, eco de [ilegible] y expresión extrema del desarreglo de una conciencia.

En el mundo de Kurtz y sus montañeses empieza el segundo filme, de ritmo lento y solemne, con su acumulación dantesca de cráneos, cadáveres y horrores y su iluminación de claroscuro.

Kurtz es un personaje plenamente de Conrad. Perseguidor de una imposible y equívoca idea de lo absoluto, perdido para el resto del mundo, derrotado, aprisionado por un destino ineludible que trata de torcer, incluso en contra de sí mismo. En esta secuencia final Coppola descifra también las claves del filme.

Sucesivas sobreimpresiones desentrañan y asocian, subrayan la atemporalidad de la historia, descubren su trasfondo mítico (la relación Buda-Kurtz nos da de este un doble negativo: la edificación del poder para la destrucción). El mismo vínculo de Willard con Kurtz es el del doble. La muerte de Kurtz, alternada con el sacrificio ritual del toro, ha sido anticipada en la agresión, también ritual, de Willard contra su imagen en el espejo en el hotel de Saigón. Willard, con sus cabellos apretados al cráneo y su cara pintada, se parece a Kurtz en el momento de matarlo.

En los libros que vemos junto a Kurtz aparecen subrayadas estas referencias culturales: Del Ritual a la Fábula, de Weston; La Rama Dorada, de Fraezer (en el que se describe la transferencia totémica del alma de la víctima al ejecutor). En el filme, el personaje de Kurtz se distancia rápidamente de la idea del militar que se nos ha descrito al comienzo. Su recapacitación de Los Hombres Huecos, de T.S. Eliot, retrucada por las incoherencias del periodista, es casi un número aparte en el que, junto con revelarnos el sentido profundo de la aventura, Kurtz alcanza una grandeza surgida de su misma locura.

Poco a poco, Vietnam ha quedado atrás y lo que resulta es el triunfo del mundo de Joseph Conrad sobre las ideas iniciales de Coppola, quien se confesará atrapado por la ‘’irresistible fascinación’’ de esa dimensión de la historia.

José Román

Apocalipsis Now Título original: Apocalypse Now Director: Francis Ford Coppola País: Estados Unidos Año: 1979

Vestida para matar

El argumento de esta cinta contiene elementos de suspenso, violencia y sorpresa característicos del cine de De Palma. Más que a una intención de efectismo, estos rasgos se orientan a configurar un relato altamente estilizado, en que la forma visual genera significados que rebasan el nivel anecdótico de la intriga.

Los temas del doble y de la disociación de la realidad y sus apariencias son relevantes en este film. El desfase entre lo que los personajes aparentan ser y lo que realmente son, el sentido ambiguo de las conductas, inducen un sentimiento de terror expresado con gran riqueza por la puesta en escena. De Palma encarna en la propia forma cinematográfica una noción de inseguridad, que transmite al espectador una impresión de desasosiego y ansiedad respecto de lo que ve.

Esta representación corresponde a la percepción de una realidad incierta, de un mundo cuyos valores están en crisis. En especial, De Palma utiliza las pulsiones del erotismo para orientar los mecanismos de proyección e identificación del espectador desde un principio de gratificación hasta una mirada que es todo menos complaciente. Manifestaciones como el travestismo, la prostitución, la ninfomanía y la transexualidad aluden a una sociedad en que lo sexual, bajo la apariencia del liberalismo en las costumbres, está relacionado con vivencias sombrías, con signos de culpa y de muerte.

Como en Hitchcock, el pesimismo de la visión es hasta cierto punto atemperado por la elegancia del estilo y la maestría narrativa. Es ilustrativa al respecto la secuencia del museo: sin una línea de diálogo, con un manejo magistral del tiempo y el espacio, el director configura el museo como un laberinto de la subjetividad, donde las emociones de ansiedad, deseo, temor, ilusión, están jugadas a fondo entre los personajes y el espectador. Por su dominio del lenguaje, su virtuosismo y su precisión, ese fragmento bien puede resumir el aporte creativo de uno de los estilistas del cine norteamericano contemporáneo.

Sergio Salinas

Vestida para matar Título original: Dressed to Kill Director: Brian De Palma País: Estados Unidos Año: 1980

Hannah y sus hermanas

Si hay un autor realizador en que la coherencia de su obra pasa necesariamente por el mejor aprovechamiento de sus experiencias precedentes, ese es Woody Allen. Su trayectoria podría graficarse como una espiral en que cada vuelta hacia sus temas y obsesiones implica una superación, un ascenso en la depuración de sus mecanismos expresivos. Es así como se hace difícil explicar Hannah y sus hermanas sin considerar la existencia previa de Interiores y Manhattan. En la primera, está el núcleo familiar como base de un conflicto; en la segunda, la mirada humorística, tierna, corrosiva, de la intelectualidad neoyorquina y de ese pequeño judío lúcido, vulnerable y autoindulgente que expresa, en diversas medidas, el ego del realizador. Estaba también allí una visión estilizada del entorno urbano, de ese New York que puede ser otra cosa que los suburbios de la violencia. En ambas, podíamos ya apreciar la perfección estructural de relatos en que cada elemento encaja en el lugar que le corresponde.

Sin la gravedad de Interiores, ni la levedad de Manhattan, Hannah y sus hermanas parece convocar lo mejor de ambas, exorcizar las influencias demasiado evidentes (especialmente la huella de Bergman en Interiores) y decantar un estilo personal.

También el relato del filme evoluciona como una espiral. Se inicia con la fiesta hogareña del Día de Acción de Gracias que reúne a un grupo familiar y termina con una celebración similar. Pero entre una y otra, sus personajes principales han atravesado por experiencias que han provocado en ellos cambios significativos en el conocimiento de sí mismos y de quienes los rodean.

En esta familia, Hannah es el núcleo, la solidez de afectos y convicciones, frente a la cual se miden las carencias de todos los demás. Mientras su hermana menor Lee no ha alcanzado aún su madurez emocional, su otra hermana, Holly, es su contrapartida, casi una caricatura de inseguridad, temores y fracasos. Pero frente a Hannah, son los hombres los que resultan peor parados: su actual marido, Elliot, sucumbiendo ante la juvenil seducción de Lee, incapaz de definir claramente sus sentimientos; el ex esposo, Mickey, un inseguro, egoísta e hipocondríaco productor de televisión, en un estereotipo que Allen ha encarnado en casi todos sus filmes; y el presuntuoso, amargado y dependiente Frederick, pareja de Lee.

Los padres de Hannah también están lejos de la armonía; tras la cómica conducta de esa pareja del espectáculo se alude a infidelidades, resentimientos y un presente de desmoronada tolerancia.

Tal como en sus filmes estructuralmente más complejos, como Interiores y Comedia sexual en una noche de verano, Allen sigue la trayectoria de sus diversos personajes, articulando sus encuentros y desencuentros e influencias recíprocas con gran equilibrio, de modo que a menudo el comportamiento de cada uno repercute en los otros y su interdependencia sostiene constantemente la trama.

Tal vez nunca antes como en este filme el humor exterior deja traslucir la seriedad de las inquietudes de Allen. Están allí desde sus preocupaciones religioso-metafísicas, hasta su reflexión sobre la sociedad y la vida de relación, la relatividad de los afectos y la inconstancia de los sentimientos. ¿No es la hipocondría de Mickey sino una expresión caricatura del miedo existencial y su búsqueda a través de la religión una manifestación del desamparo y la precariedad del hombre, aún del de las sociedades masificadas, fetichizadas y éticamente devaluadas como la de este ejecutivo de la televisión neoyorquina?

Otra inquietud de Allen, la precariedad de los afectos, eje de su obra desde Annie Hall, surge corroyendo la estabilidad de esa armonía familiar inicial. Elliot traiciona a Hannah, Lee abandona a Frederick, Holly va de tumbo en tumbo emocional, los padres están unidos por una suerte de amor-odio que es sólo un acostumbramiento.

Está también el tema de la búsqueda de un lugar en la sociedad, traducida en esa despiadada escisión entre “ganadores y perdedores” que la jerga yanqui ha elevado a términos ontológicos. Dejando de lado a Hannah, que es casi un símbolo ideal de estabilidad y unidad, nuevamente Allen busca en sus “perdedores”, después de evidenciar la ridiculez y vanidad de sus afanes, una suerte de rescate de su cualidad de soñadores, en una sociedad en que no hay tiempo para los sueños, a menos que sean también un buen negocio.

El descubrimiento recíproco de Mickey y Holly, después de los rodeos que les ha impuesto la vida, nos propone una conclusión cercana al optimismo de Manhattan. Nos atrevemos a creer, sin embargo, que ese reencuentro familiar del nuevo Día de Acción de Gracias, no es sino parte de un juego en que el escepticismo fundamental de Allen se disfraza en un final de fábula que sólo termina siendo parte del chiste.

 

Como las soluciones figurativas del filme, con el paisaje neoyorquino visto con las luces, formas y colores del arte moderno, ritmado por la música de Bach y de Count Basie, la historia que nos cuenta es también, en última instancia, un minucioso mosaico de comportamientos vistos con humor, benevolencia y piedad.

José Román

Hannah y sus hermanas Título original: Hannah and Her Sisters Director: Woody Allen País: Estados Unidos Año: 1986