Za darmo

La vieja escuela

Tekst
0
Recenzje
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

El último tango en París

Una mañana de invierno en París, un hombre de mediana edad (Marlon Brando) se encuentra por casualidad con una muchacha (Maria Schneider) en un departamento vacío que se arrienda. Examinan por separado las amplias habitaciones, sin aparentar interés el uno por el otro. Pero repentinamente se produce un primer contacto, el cual produce una explosión física que los lleva a hacer el amor apasionadamente.

Cuando elegí el título de El último tango en París pensé más bien en inglés (Last Tango in Paris, sin el artículo) que en italiano o francés, no sé por qué. Encontré la explicación a posteriori leyendo esta frase: el tango es un modo de caminar en la vida. Esta consideración de su autor, Bernardo Bertolucci (Parma, 1940), permite comprender el alcance que logró con este film tan controvertido en su época -sólo en Chile alcanzó veinte años de prohibición- .

El camino solitario de Paul, ascético aún en su perversión, corresponde a la sensibilidad de un artista cuyo último trabajo es vivir, subvirtiendo la existencia con el misterio y la autenticidad. Aparece así en El último tango en París la relación Eros-Thanatos (amor y muerte) que ha teñido toda la obra de Bertolucci. Lo irreversible de esta condición, y por tanto, la tragedia que implica, aparece prontamente determinando a los dos protagonistas. Desenfrenadamente, en encuentros sado-masoquistas, la pareja se va adentrando en una cadena de juegos guiados por el hombre, en los cuales la enajenación y ciertos elementos violentos e improvisados van trazando una sucesión de pruebas sin límite, tendientes a la aceptación total de su naturaleza.

Se podría ver también esta película como una versión actualizada, visceral y dominada por el inconsciente, del mito de Pigmalión (o sea, el profesor y la alumna, que la literatura y el propio cine han resumido en la obra de G.B. Shaw). Lo que equivaldría a poder imaginar al Sr. Higgins lavando el cuerpo desnudo de su bella dama, Freud y Marx reconocidos. De todas maneras, lo extraordinario es que la sinceridad y el trabajo in extremis con los actores por parte de Bertolucci, así como la belleza plástica -puro sentimiento cromático- que transfiere su habitual iluminador Vittorio Storaro, junto al espeso y crepuscular saxo de Gato Barbieri, hacen de El último tango en París un film hondo y reflexivo de una época, el fin del neo-romanticismo, contando la historia de ese hombre en vía de desaparición.

J.I. Corces

El último tango en París Título original: Last Tango in Paris Director: Bernardo Bertolucci País: Italia- Francia Año: 1972

Brazil....la película

En la tradición crítica y de humor del absurdo que introdujera en el cine británico Lindsay Anderson (Britania Hospital) y que tiene sus raíces en la literatura satírica y del “nonsense”, Brazil constituye un ejercicio de reducción esperpéntica de los sistemas represivos en las sociedades contemporáneas.

¿Por qué el “BraziI”, así, con “z” a la manera anglosajona se transforma en símbolo de una sociedad futurista pero anacrónica, reglamentada pero ineficiente, dominada por oscuras fuerzas represivas, pero ostentando la apariencia del progreso?

Tal vez nuestra hermana república representó durante muchos años el estado policial por antonomasia que institucionalizaba las apariencias de legitimidad, como el modelo que nos presenta el filme. Pero aparte de la irónica utilización de la conocida canción de Ary Barroso (usada en el mismo sentido al final de Bye Bye Brasil, de Diegues), el Brazil de Terry Gilliam es un lugar enteramente imaginario.

En forma similar a 1984, la célebre novela de George Orwell, con la cual Gilliam reconoce directa filiación, se trata de una sociedad estrictamente reglamentada: todo pasa por las computadoras y cada ciudadano está permanentemente vigilado por los servicios de seguridad. Precisamente la falla del sistema, que conduce a la detención y posterior desaparición de un ciudadano equivocado, desencadena el conflicto principal.

San Lowry, el protagonista, al igual que el de la novela de Orwell, es un funcionario no muy sumiso del sistema que termina por rebelarse en un gesto personal y aislado, en el que el amor tiene una decisiva importancia.

Pero a diferencia de Orwell, Gilliam transforma a su personaje en un soñador, un hombre que se refugia en un mundo de aventuras decididamente pueril, en cuya visualización e iconografía está presente la influencia de los “comics”: paladines, indefensas princesas y monstruos de una moderna mitología pueblan los sueños de Lowry y lo ayudan a soportar a una madre posesiva obsesionada por la cirugía plástica y un trabajo burocrático cuya opacidad disimula su carácter represivo.

Pero al contacto con la violencia del sistema, los sueños heroicos del joven se van transformando en una pesadilla. La “realidad” deviene historieta, con personajes como Tuttle, el proscrito y la intrépida Jill, una doble de la princesa de los sueños feéricos de Lowry.

A medida que la acción progresa y el protagonista se va involucrando en el conflicto que suscita un desaparecido que ha sido detenido por la policía y la persecución de que es objeto Jill, los personajes se movilizan por laberintos kafkianos en los que la realidad y el sueño se entremezclan haciendo perder pie constantemente al espectador.

Los decorados y objetos que rodean a los personajes recuerdan los que, con similar humor, utilizara Truffaut en Farenheit 451, en su sofisticado anacronismo: computadoras y aparatos telefónicos hechos de extraños injertos.

Como en los sueños, la acción es vertiginosa, regida por una remota lógica y sujeta a desvaríos que combinan el horror y el humor, como en la alucinante escena del final de Tuttle o el último retorno de Lowry a la realidad.

José Roman

Brazil… La película Título original: Brazil Director: Terry Gilliam País: Reino Unido Año: 1985

Riff-Raff

Ken Loach aparece en el cine contemporáneo como ejemplo de realizador atento a la observación social y dotado de conciencia crítica. Tan sólo esos rasgos -contrastantes con la marea conformista y evasiva que ha invadido el cine reciente- bastarían para señalar la importancia de su trabajo. Pero el cine de Loach no consiste solamente en buenas intenciones y sensibilidad social. Sus filmes (Agenda secreta, Tierra y libertad, Como caídos del cielo, entre otros) están construidos con suma inteligencia y con un rigor que queda inadvertido bajo la apariencia estrictamente realista, casi documental, de los relatos.

Riff-Raff habla de la vida cotidiana de un grupo de trabajadores de la construcción, en pleno auge del capitalismo salvaje impuesto por Margaret Thatcher. La cinta presenta una estructura coral, mostrando las motivaciones y conductas de los diversos miembros de la cuadrilla, aunque incide con mayor detalle en la historia de uno de ellos: un albañil que tuvo problemas con la justicia y su relación con una joven cantante semi marginal.

Sin énfasis melodramático, incluso con sentido del humor, Loach va develando una realidad, la del neoliberalismo, que impresiona por los niveles de miseria y alienación a que han sido reducidos numerosos contingentes del otrora poderoso mundo proletario inglés. La amenaza permanente de cesantía, las condiciones degradadas de la vida urbana, la prepotencia y explotación de los patrones, son el sustrato sobre el que se construye la prosperidad de los poderosos.

Ese sistema queda representado en el principal espacio del filme: la construcción de un inmueble característico de las modernas aglomeraciones urbanas, edificado por hombres que no tienen acceso a una vivienda. Un elemento dramático: el peligro de accidentes fatales, adquiere importancia progresivamente, creando una tensión subterránea. Finalmente, cuando culmina el conflicto, Loach cierra el filme con una metáfora lúcida y terrible. Las imágenes de ratas pululando entre desechos y escombros (con que se había [ini]ciado la película) son la representación perfecta de los fundamentos sobre los que se construye un orden social inhumano.

Sergio Salinas R.

Riff-Raff Director: Ken Loach País: Reino Unido Año: 1991

París, Texas

Era previsible la conjunción que habría de producirse entre el cine del alemán Wim Wenders y el espacio físico y humano de los EE.UU. Sus otros filmes lo anunciaban: referencias, evocaciones, citas, viajes, música norteamericana.

La fascinación del realizador germano por temas como el desarraigo, la transitoriedad, el largo trayecto, sólo podía hallar su necesaria culminación en las extensas autopistas de Norteamérica, en sus inmensos espacios, en el desierto texano. Ahí sus servicentros con luces de neón, sus multicolores letreros luminosos entrevistos en la penumbra del atardecer, dan lugar a cabalidad a esa poética del espacio y la luz que caracteriza el cine de Wenders.

El protagonista de París, Texas, al igual que el proyectorista de El transcurso del tiempo o el escritor de Movimiento falso, es un ser errático, que ha perdido la brújula e identifica su itinerario vital con el itinerario físico de la ruta. Pero la enfermedad existencial que aquejaba a esos otros, así como el antihéroe de El Miedo del Arquero ante el Penal, en el protagonista norteamericano de París, Texas se traduce en un trastorno clínico: amnesia, mudez, errática indiferencia.

 

En ese viaje silencioso, enigmático, en que Travis, el protagonista es conducido por su hermano Walt en un viaje de retorno a la vida, a la realidad que su conciencia ha rechazado, Wenders nos habla casi sin palabras de las grandezas y miserias de la sociedad norteamericana: de las personas y su hábitat, de los espacios que han creado para desplazarse velozmente, instalar sus afiches publicitarios y vivir de paso.

En estos espacios Wenders va descubriendo las señales de vida del cariño filial, el afecto fraterno y el amor desesperado que se nos revela al culminar la historia.

Como en sus películas alemanas, Wenders retorna al tono reposado, de observación de comportamientos, de lenta asimilación de lo que transmite una mirada o un gesto, de prolongación de situaciones capaces de revelar más que las palabras, como la larga secuencia inicial, sin diálogos o aquella en que Travis, junto a su pequeño hijo Hunter, busca a su esposa; o, en fin, las sucesivas etapas del trayecto que nos van entregando, con un laconismo ajeno a todo sentimentalismo, el proceso de recuperación del cariño filial.

Pero así como el realizador sabe integrar esos paisajes despojados a la desolación interior de sus personajes y equiparar la geografía urbana a los laberintos del alma, en una dinámica de desplazamientos, cambios del paisaje y contemplación de la arquitectura, también es capaz de entregar momentos de especial intensidad en un espacio cerrado, inmóvil, casi neutro, como en la escena de la confesión que hace Travis a su esposa Jane, en un recinto que simboliza toda la incomunicación y las barreras emocionales que separan a la pareja.

Escaso optimismo puede encontrarse en el cine de Wenders. Como el protagonista de El Amigo Americano, que aparecía condenado desde un comienzo, en París, Texas, Travis es una especie de Holandés Errante, destinado a vagar eternamente por las carreteras de su país para expiar sus culpas. Pero las similitudes de estos filmes van más allá. En ambos se trata de un hogar en crisis en que la figura patriarcal se ha derrumbado irremediablemente y un niño observa en silencio el desastre. En ambos, un proyecto se trueca en fracasado espejismo (el retorno a los orígenes, a ese París, Texas, un lugar mítico) y en ambos sus personajes sucumben a las múltiples caras de la fatalidad.

José Román

París, Texas Título original: Paris, Texas Director: Wim Wenders País: Francia, Alemania Año: 1984

Sueños

Experiencia probablemente única en la historia del cine, este filme de Akira Kurosawa nos entrega una faceta del artista japonés que hace gala de una libertad y una voluntad de exploración que sólo se permiten los pintores y los poetas. Sin la imposición comercial de la clásica progresión dramática ni la sujeción al realismo psicológico, el filme no es sino lo que indica su título: el relato de un conjunto de sueños del realizador, visualizados con una estilización que los transforma en notable materia estética. Cada sueño constituye un episodio autónomo, con su propio desarrollo, con un final a menudo abierto y una lógica que se inscribe tanto en los ámbitos de lo onírico, como en el de símbolos y metáforas más o menos elaboradas. Es como si el autor nos recordara constantemente que ha escogido lo más significativo de su bagaje onírico, lo que le ha parecido digno de ser elaborado como materia comunicacional.

Las angustias del Kurosawa niño ante lo terrible y su deslumbramiento ante lo maravilloso (Llueve y hay sol, Huerto de duraznos), el joven Kurosawa estudiante de pintura y su visión de la obra y el destino de Van Gogh (Cuervos), la aterradora síntesis con que se presenta la guerra y la mentalidad militar (El túnel), las premonitorias visiones del desastre ecológico y el holocausto nuclear (El demonio quejumbroso, El Fujiyama al rojo), son la materia de estos sueños que se construyen tan pronto en maravillosa coreografía, como en sombría amenaza, dando libre juego a la creatividad del Kurosawa artista plástico y permitiendo al Kurosawa cineasta enhebrar sus imágenes visuales y sonoras con la libertad semántica de un auténtico poeta.

Es posible discernir, sin embargo, una preocupación central que anima estos “sueños” y que en algún momento los vertebra y los hace unitarios. La relación del protagonista con la naturaleza, una constante visual del filme, se nos presenta como una propuesta de armonía, de paraíso perdido, de equilibrio roto que va conduciendo progresivamente a la catástrofe: a los árboles cortados del edénico jardín se sucede la oscura aridez del túnel transitado por los muertos. Después del sueño de la explosión nuclear asistimos al de los monstruosos mutantes que pueblan un planeta devastado. Sin embargo, el realizador pareciera no querer dejarnos con la terrible advertencia de sus sueños apocalípticos y cierra su filme con la delicada y hermosa metáfora de la Aldea de los molinos.

José Román

Sueños Título original: Yume Director: Akira Kurosawa País: Japón Año: 1990

CINE LATINOAMERICANO Y CHILENO

Hijos de la Guerra Fría

Un nuevo largometraje chileno es siempre un acontecimiento que precisa ser encarado con atención. Dadas la inexistencia de una industria, de una continuidad de producción, de un público numéricamente suficiente que garantice la recuperación de la inversión, se tratará siempre de una aventura riesgosa que pone en juego diversas variables: la confianza de quienes aportan sus capitales, la posibilidad de que el realizador pueda reincidir en su experiencia creativa, el reconocimiento por parte del público de la existencia de un cine nacional digno. Hijos de la Guerra Fría reúne varios de los rasgos que han caracterizado al cine chileno de los últimos años; es el primer largometraje de un joven realizador, fue hecho en precarias condiciones económicas y llegó a imponerse, contra viento y marea, como un producto técnicamente bien logrado y como un serio empeño de bucear en nuestra identidad.

El filme narra la historia de Gaspar y Rebeca, dos opacos chilenos de la clase media que viven un encuentro amoroso dominado por la banalidad, los lugares comunes, las mutuas reservas y prejuicios, pero también por una cierta ternura y una cómica ingenuidad. Encandilado por un ilusorio ascenso económico y social, derivado de los años del pretendido boom económico chileno, Gaspar se casa con Rebeca, dispuesto a conquistar un mundo que parece ofrecerse a todas sus expectativas.

Sin embargo, no tarda en estrellarse contra la realidad, una realidad tan típica como la representada por los espejismos del proyecto económico nacional: la empresa en que trabaja es sólo una gran estafa en la que se ve envuelto a su pesar. Su futuro -otra constatación documental de nuestra realidad- queda marcado por la cesantía y la búsqueda infructuosa de un nuevo empleo.

Hasta este momento del filme, en el relato predomina la constatación documental y la aproximación a una cierta antropología cultural, cercanos en sus rasgos más externos a las de Tres tristes tigres (1968), de Raúl Ruíz. Pero en la medida en que la búsqueda de Gaspar, el protagonista de Hijos de la Guerra Fría, va perdiendo poco a poco sus objetivos concretos y transformándose en la errática persecución de un utópico destino, el filme va adquiriendo ribetes azarosos, menos preciso en sus objetivos.

En su relato, el director y guionista Gonzalo Justiniano no asume un tono realista que se pretenda ejemplarizador o estrictamente testimonial. Su tratamiento acude a la ironía, el comentario distanciador, los sucesos oníricos y las paradojas propias del humor del absurdo. El amor de Gaspar y Rebeca es una relación de telenovela, con su sentimentalismo barato, diálogos afectados y peripecias vulgares. El súbito ascenso de Gaspar es tan propio del folletín, como falsas son sus expectativas. Aquí, en este Chile de hoy, la vida no imita el arte, sino a los melodramas más triviales. La acción transcurre en ambientes realistas, reconocibles en nuestro entorno urbano de restaurantes populares, mezquinas oficinas, sórdidas casas de pensión.

Pero las circunstancias folletinescas van derivando hacia un espacio onírico, enrarecido, simbólico, como en la escena en que Gaspar invita a Rebeca al teatro. (El teatro se llama “Chile” y se encuentra cerrado hace tiempo. En su interior encuentran sólo fantasmagóricas figuras inmovilizadas).

Después del estallido de rebeldía de Gaspar, en la oficina del burócrata de la oficina de empleos, la línea de acción se concentra en el absurdo peregrinaje de Gaspar y sus amigos, traducido en sucesivas frustraciones y desencuentros. El paisaje se va haciendo cada vez más desolador y el personaje se ve empujado hacia una especie de tierra de nadie. Este itinerario de Gaspar se alterna con el recuerdo de su boda con Rebeca, grabado en video y reproducido por el realizador con las rayas e imperfecciones técnicas de ese medio, como un segundo nivel de lectura del relato, expuesto como un documento crudo de los acontecimientos en que se origina su crisis (es allí donde se entera brutalmente del gran engaño de que ha sido víctima).

El relato de Justiniano se apoya en una acertada ambientación y en el trabajo de una pareja protagónica que logra transmitir el patetismo en tono menor de sus personajes. Probablemente sus principales logros estén en su aproximación cruel y a la vez compasiva a seres de nuestra realidad, situados en un contexto reconocible y enfrentados a situaciones que nos resultan familiares, así como en su tratamiento humorístico y patético que recoge una cierta tradición en el cine chileno de los últimos años.

José Román

Los hijos de la Guerra Fría Director: Gonzalo Justiniano País: Chile, Francia Año: 1985

La historia oficial

El actual auge alcanzado por el cine transandino coincide con la conquista de la democracia y los espacios que esta abre a la cultura. Las heridas dejadas por la dictadura no podían sino ser el tema principal de la nueva cinematografía, buscando desentrañar, como todo gran arte, una verdad a partir del dolor y los desgarramientos.

El tema de la película de Puenzo es una requisitoria de carácter moral, un propósito urgente destinado a sacudir la conciencia colectiva. Tal opción pudo haber derivado con facilidad hacia el panfleto simplificador y admonitorio. Sin embargo, la densidad dramática que el realizador logra conferir a su historia, la aparta de ese riesgo y su impecable ejecución narrativa le permite entregar su verdad como una acertada síntesis en que toma de conciencia, circunstancia histórica, compromiso ético, derivan estrictamente del relato y sus implicancias, sin que emerja la tesis ni la autoridad opinante de sus creadores.

En este sentido, la peripecia personal de Alicia, la protagonista principal, constituye una lograda particularización de un fenómeno de conciencia que llegó a involucrar a toda una clase social y que en la dinámica política argentina aparece aún como una contradicción no resuelta.

¿Hasta qué punto la llamada “guerra sucia” llegó a afectar a un sector de la burguesía argentina aún en el terreno de sus afectos más íntimos? ¿Hasta dónde los llevó en esa disyuntiva entre la tranquilidad de su vida privada y la necesidad de la verdad?

Es este el dilema de Alicia, dilema que según los testimonios de las “Madres de la Plaza de Mayo” ellas no encontraron en la realidad y que el filme asume conscientemente como un proceso ideal, como una síntesis artística (“hay cuatrocientos casos de niños desaparecidos, de los cuales sólo hemos recuperado veintisiete … y no ha habido el caso de una sola mujer que tenga a alguno de nuestros niños y que haya mostrado un gesto solidario”, declaraban integrantes de esa organización en un debate sobre la película).

El filme recoge entonces una realidad testimonial para proyectarla como una ficción en la que los valores puestos en juego trascienden la circunstancia histórica específica hacia un fenómeno de conciencia tanto individual como colectivo, hacia una crisis necesaria a la salud moral de una sociedad.

Tal vez por esta circunstancia el registro elegido por Puenzo es intimista, centrado en la evolución de una conciencia desde la cómoda ignorancia, hacia la indagación de una verdad que se va definiendo como aterradora.

Alicia ignora el origen de su pequeña hija adoptiva. Ignora que su marido comparte sus actividades de próspero empresario con oscuras complicidades con el aparato represivo de la dictadura. Ignora también lo que se oculta tras la estabilidad de un régimen que le asegura una vida tranquila y holgada. Repite en sus clases de historia esa «verdad oficial» que se acomoda a sus intereses.

 

La progresión del filme se centra en el proceso de toma de conciencia de Alicia, alentado por el medio: sus alumnos, un colega progresista, la confesión de una amiga que ha sufrido la tortura y el exilio.

La puesta en escena del realizador se adecúa también a este intimismo: encuadres cerrados que privilegian el uso del primer plano, con su revelación de gestos y expresiones traduciendo un proceso interior y sus diálogos confidenciales y directos.

En ese delicado equilibrio entre la emoción que entrega una imagen despojada y el estallido melodramático, Puenzo aprovecha al máximo las dotes de sus actores protagónicos. Si por una parte, el filme “es” Norma Aleandro, la cual confiere a su personaje una intensidad derivada del ejercicio de sus mecanismos más sutiles, no es menos desgarradora la imagen de Roberto, interpretado por Héctor Alterio, con su desesperación y su metamorfosis brutal, ni la muda presencia de la pequeña Gaby, interpretada por Analía Castro, cuya imagen cierra el filme en una patética interrogante.

José Román

La historia oficial Director: Luis Puenzo País: Argentina Año: 1984