¡Es la guerra, camarada!

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–¿Te das cuenta? ¡Nosotros, combatientes responsables, que queremos cambiar el mundo, mejorar el género humano, vamos al combate con cantimploras llenas de vino que nos mantienen alejados de nuestra misión!

–Pero, oye, ya sabes que el vino es bueno para el dolor de barriga…

–Sí, sí, claro, ya sé, ya sé, lo mismo me dijiste del coñac…, pero no te das cuenta, es la guerra, camarada…

Ahora que el vino ya está en las cantimploras, habrá que bebérselo, ¿no? He ahí el dilema, como combatientes lúcidos y consecuentes que somos, deberíamos tirarlo. ¿Entonces qué hay que hacer, vaciar las cantimploras en el váter? De entrada no tenemos agua para beber, y además sería una falta de consideración hacia los españoles. El responsable recuerda la lección de la escuela del Partido en París sobre los conceptos marxistas-leninistas: Todo producto o herramienta de producción que procede de la labor de los trabajadores es digno de respeto, no debe ser menospreciado. Dado que el vino es el producto de los trabajadores de los viñedos, continuamos el viaje haciendo honor al producto de la labor del proletariado español.

La siguiente parada es Chinchón; todo el mundo se baja. Aquí nos dan la munición. Morrales de tela ligera, compartimentados, con dos cargadores de cinco cartuchos en cada compartimiento. Todo ello sujeto por una cinta en bandolera. Es fácil de llevar y de utilizar. Así, con las cartucheras rellenas y un pequeño morral a cada lado, ya estamos preparados para luchar como verdaderos combatientes.

Ahora, que se aparte el enemigo, pero ojo con sus contraataques, y sobre todo con aquellos de los nuestros que por primera vez en su vida van a cargar un cartucho en un fusil. Habrá que enseñarles a desarmar el percutor por seguridad. Y enseñarles todo sobre la marcha…

En formación militar, como es debido, desfilamos por la calle hasta la salida del pueblo, donde nos esperan camiones nuevos. Camiones nuevos pero de marca desconocida. Encima del radiador hay tres letras en cirílico, que algunos de nosotros conocemos bien, ¡pero chitón! Vienen de por allí arriba… «de México»…

Los camiones, abarrotados de hombres de uniforme, se ponen en marcha por las últimas calles del pueblo. Ya por fin nos ponemos en ruta. A partir de este momento y de ahora en adelante somos verdaderos combatientes, o casi, porque en los camiones en marcha, a pesar del traqueteo y el movimiento, hay que explicarles a los jóvenes inocentes cómo desmontar un fusil, limpiarles la grasa y cargarlos con cartuchos antes de enfrentarse al enemigo.

Entre nosotros están Tonev y Christov, dos viejos veteranos que han luchado en otras guerras y que vienen de «allá arriba». También hay un fulano, un tipo curioso, que resulta un tanto sospechoso. Con los búlgaros habla y se hace pasar por búlgaro. Con los yugoslavos lo mismo. Hasta aquí nada extraño, puesto que a menudo los macedonios de la zona fronteriza suelen actuar así. Pero lo más sorprendente es que hace lo mismo con los turcos y los griegos. Habla con fluidez todas estas lenguas, y también español y francés. Cuenta que, como ha sido marinero toda su vida, ha tenido que alternar con marineros de diferentes orígenes. Parece lógico, pero es que este charlatán tiene una actitud extraña. De hecho, a partir de Chinchón, donde nos han dado las municiones, deduce que nos acercamos al frente. En el camión, se sitúa siempre en el mismo sitio, delante, justo detrás de la cabina del conductor, siempre de pie, y lo más desconcertante es que le ha cortado el ala a su sombrero de fieltro, de forma que solo lleva puesto el casquete, y alrededor lleva anudado un pañuelo blanco. Es curioso, no pasa desapercibido. Después de todo, quizá simplemente sea una persona original.

En un alto, en un pueblucho, nos paramos a estirar un poco las piernas, y nos distraemos por el pueblo. En el bar de la esquina, Ángel entra en una trifulca con uno de los griegos. Se desencadena una pelea; tan pronto empieza, con una espontaneidad sorprendente, se forman dos grupos: en un lado Ángel y algunos yugoslavos, y en el otro los griegos, los turcos y, sobre todo, el más violento de todos, el hombre del sombrero sin ala y pañuelo blanco.

A pesar de su edad, es el más vivaz, violento y agresivo. Salta de unos a otros injuriando a «los que han acaparado la dirección de la compañía»; incita constantemente al odio, al descontento de aquellos a los que califica como subalternos, hace que buena parte del efectivo le siga, aduciendo que no quieren seguir soportando la dictadura de los «jefecillos».

Así estan las cosas hasta que llega Kurt. Kurt el discreto, Kurt el silencioso, Kurt con su eterna libreta y el bolígrafo en la mano, Kurt el invisible, el reservado. Kurt siempre está cuando se le necesita. Él lo ha visto todo desde el principio, ha oído todo, ha comprendido todo y ha anotado todo en su libreta; a diferencia del resto, a él no le sorprende. Sabe muy bien cómo poner las cosas en su sitio, empezando por el principio. Reúne a los comunistas yugoslavos y búlgaros para ponerlos al corriente. Cuenta con los miembros del Partido y en el peor de los casos con los simpatizantes. Le echa un rapapolvo a Ángel, que con el enfado pasado, avergonzado, se encorva al recibir el rapapolvo propinado por el comisario político.

–No sé quién ha empezado ni quién tiene la culpa. Pero lo que sí sé es que un comunista le ha levantado la mano a un antifascista que ha venido aquí libremente para combatir con el pueblo español. Ahora bien, el comunista debe dar ejemplo, buen ejemplo, demostrando tanto su valentía como su camaradería, siempre y en todo lugar.

Acto seguido, ante toda la compañía, y después de una breve alocución, le da la palabra a Ángel, mientras que el protagonista griego, con las piernas arqueadas, los puños cerrados en los bolsillos, apenas contiene el genio, preparado para la pelea como una fiera antes del ataque. Ángel habla:

–Como comunista, considero que he reaccionado mal dejándome llevar por la ira, en perjuicio del buen nombre del partido al cual pertenezco. Espero que el Partido me perdone. Siento también haberle levantado la mano a mi camarada, le pido perdón, porque no estamos aquí para esto…

El final de la frase se ahoga entre un guirigay provocado por las muestras de cordialidad de su antagonista, cuya cólera, contenida durante largo rato, se ha fundido súbitamente como un pedazo de hielo al sol, y, con gestos desordenados por la excitación, rodeado de sus partidarios, se precipita hacia Ángel exclamando: «¡No, no, por supuesto que estás perdonado, somos camaradas, ha sido también culpa mía!».

Los dos adversarios se abrazan. Entre la concurrencia, las caras, tensas hasta hace un instante, se iluminan y se tornan felices, todos contentos se congratulan unos a otros. Todos, salvo uno, el viejo marinero charlatán que de repente ha perdido su seguridad; viéndose abandonado por aquellos a los que consideraba suyos, se ve obligado a mendigar la simpatía de todos. Esgrimiendo una vaga sonrisa, camina sin cesar ofreciendo cigarrillos a todos. Al verse finalmente desamparado, y para disimular su orgullo herido, coge una especie de escoba que estorbaba por allí y se pone a barrer con fervor y torpeza la tierra del local, que tampoco lo necesitaba.

La alegría es generalizada. Todos están felices de constatar que comparten el mismo objetivo, que están aquí por el mismo motivo, que tienen un único enemigo: los otros, los de Franco. El incidente queda zanjado. Para todos, salvo Kurt. A él no le ha sorprendido la disputa. Tampoco la reconciliación. Sabe que todavía no se ha dicho la última palabra. Desde que estamos en España, le hemos ido dando a Kurt las cartas para nuestros allegados en Francia. Convinimos en que, en toda la guerra, la correspondencia debía pasar por la censura y pensábamos que no podría verificar todo el correo. Pero Kurt es ingenioso: ha localizado las cartas del famoso marinero. En el sobre la dirección estaba redactada con letra de primaria, casi de analfabeto, pero dentro el texto estaba escrito con una letra normal, aunque misteriosa. Va siendo hora de que el personaje se explique. Sin duda tendrá muchas cosas que contar. A pesar de sus visibles muestras de fidelidad, se lo llevan al puesto de mando para investigarle. Y como el batallón está a punto de partir, la compañía emprende la marcha sin esperar el desenlace.

1. En castellano en el original.

2. El tren hacía el viaje a Valencia por la costa, por lo que no se adentró en tierras aragonesas.

3. En castellano en el original.

4. En castellano en el original.

5. En castellano en el original.

6. En realidad se trataba de la XII Brigada Internacional.

7. Se trata de Máté Zalka, que en España fue conocido como el general Lukacs. En la Primera Guerra Mundial luchó como suboficial en las filas del ejército austro-húngaro y fue capturado por los rusos. En 1919 se escapó del campo de prisioneros y se integró en las filas del ejército bolchevique, donde prosiguió su carrera militar, que compaginó con su vocación de escritor.

8. La expresión ser mexicano es un eufemismo; se empleaba para denominar a los rusos presentes en el ejército de la República.

9. En castellano en el original.

10. En castellano en el original.

 

11. En castellano en el original.

Capítulo 3

CHINCHÓN

Que empiece la fiesta.

Los camiones bajan prudentemente las estrechas calles tortuosas y mal pavimentadas de la pequeña población situada en la ladera del cerro. Una vez en la plaza mayor, el convoy se abre paso con dificultad a través de las casitas que lo rodean, y llega hasta la carretera de montaña que se aleja del pueblo.

En ese punto, a la salida del pueblo, aunque el camino sube tanto como baja, el convoy, liberado de todos los obstáculos, comienza a remontar la cuesta que lleva a la cumbre. Los potentes motores rugen con rabia, los tubos de escape petardean sobre el polvo, las ruedas danzan sobre la carretera empedrada como los cascos de un semental en libertad, despidiendo a lo lejos las piedras vagabundas.

Por fin nos alejamos de ese pueblo donde se respira el olor de la leña humeante de los braseros. Nos alejamos de aquella plaza donde las tiendas apestan a fruta fermentada. Aquí el aire puro nos golpea la cara, el frescor de la noche nos arranca unos suspiros.

Detrás de nosotros, el valle queda sepultado en las tinieblas, a lo lejos el horizonte nos promete la luz. La noche nos pisa los talones y los camiones galopan por la montaña como animales bien alimentados. Con los rostros bañados en luz, llegamos al horizonte para asistir a la puesta del astro que, a lo lejos, clava sobre las nubes de fuego sus monstruosas flechas de esperanza.

La carretera sigue su curso sin la menor emoción. La planicie del lugar nos permite ir más deprisa, pero de repente un silbido, como el grito de un animal en plena noche, nos deja clavados en el sitio. Oímos la voz del comandante:

–Todos abajo. En marcha. Carguen fusiles.

Al bajar caemos sobre unas piedras desiguales que nos hacen perder el equilibrio. Un atisbo de claridad basta para guiarnos por la pálida carretera, mientras que, a ambos lados, la sombra de la noche difumina el paisaje. Avanzamos en silencio, a empujones y respirando en la oscuridad el aire fresco, impregnado de angustia en la inmensa soledad. Muy de vez en cuando se escuchan órdenes en voz baja:

–Alto. A la derecha. Suban al talud junto a la carretera.

Para llegar al talud debemos bajar a la cuneta. Las zarzas nos reciben con un quejido ahogado y nos aprisionan los pies. Nos libramos de ellas con miedo y rabia, nuestras rodillas chocan unas con otras en medio de una agitación lamentable… Con la ayuda de las zarzas que nos arañan la piel, remontamos la tapia vegetal. Nuestros esfuerzos dan resultado. Con los codos clavados en lo más alto del talud, nos parece estar asomados a una muralla.

Ante nosotros se extiende una gran pantalla negra sin fondo. Con ayuda de las bayonetas cavamos un hueco para colocar las rodillas. En la noche sombría, nos llega desde la lejanía, como una ondulación en el aire, un rugido de motores. ¿Qué será? ¿Quién viene? La incertidumbre se apodera de nosotros y nos aterra. Los motores se acercan, casi podemos oír cómo las ruedas aplastan las piedras. Es nuestro convoy. «¡En marcha!».

Recibimos órdenes desde la oscuridad fantasmal. Nos encontramos apiñados como borregos sobre las ruedas recauchutadas, cuyo movimiento nos causa un ligero escalofrío en las tripas. Seguimos comentando lo ocurrido con frases cortas y en voz baja.

–Un gallina que ha dado la alerta… Una falsa alarma para coger el tranquillo… Hay algunos que nunca han hecho el servicio militar, ¿sabes? Tengo las piernas en carne viva… Nada mejor que esto para aprender el oficio.

En el fondo, todos estamos felices de que solo haya sido un susto, porque por muy impacientes que estemos por entrar en combate, el primer contacto con la realidad no deja indiferente a nadie. El bautismo de fuego sacude el carácter de los más aguerridos, y con más razón el de aquellos jóvenes que no han recibido ni una mínima instrucción militar. En el momento de iniciar el combate, a todo novato le sale instintivamente un movimiento de retirada.

El camión, brincando sobre las piedras, nos lleva hacia la noche. Las ruedas, liberadas de la tracción del motor, circulan en silencio durante el descenso. En algún lugar debajo de la carretera, el agua a borbotones lucha contra las piedras. El motor vuelve a rugir, las ruedas trepan despidiendo piedras hacia el guardabarros. El movimiento nos adormece, las sacudidas nos arrullan, la consciencia se nubla. Agarrados al fusil, la niebla hace las veces de sueño, de sueños…

Una brusca sacudida. Nos paramos en seco. Levantamos el mentón que reposa sobre nuestro pecho. Qué frío hace fuera. Los motores rugen delante de nosotros y se alejan. Otros llegan desde atrás, nos adelantan con precaución y nos dejan solos. Hace mucho frío. El conductor mete mano en el capó del motor maldiciendo. Sentimos el frío en la espalda.

–No queda agua en el radiador, pasad los bidones.

Por fin volvemos a ponernos en marcha. Qué divertidas son estas sacudidas: más rápido, más rápido, estamos solos. El motor debe resentirse igualmente; tose, se desgañita, también él está enfermo. A lo lejos, advertimos un destello rojo. Nos acercamos al convoy que nos espera y retomamos nuestro sitio. Buff… Por suerte tenemos una manta para hacer una cabañita alrededor del fusil: la manta nos rasca la nariz, pero al menos respiramos al calor. Está muy oscuro. El conductor, apoyado sobre su volante, abre bien los ojos para no perder al convoy; él también sufre, pero no podemos hacer nada, tendrá que apañárselas…

El aire nos pellizca los párpados y la frente, todo lo que llevamos al descubierto. Parece que hace más frío. Pero no, es el aire que sopla con más intensidad. Un viento suave nos acaricia en la noche, avanzamos al mismo ritmo monótono. Subimos. A la derecha, la noche profunda sin fondo. Lo que se ve a lo lejos debe de ser el valle. A la izquierda, un bulto oscuro muy alto parece descender para unirse con la carretera. En efecto, tras una leve curva, allá arriba, delante de nosotros, el bulto oscuro se une a la carretera, un resplandor pálido se tiende encima. ¿Es el día? ¡No! ¿La luna? No hay luna. ¿Quién sabe…? Una ilusión…

De repente el camión se detiene, las ruedas se bloquean brutalmente, la carrocería sorprendida por la frenada se inclina hacia delante, los sólidos amortiguadores la recolocan hacia atrás, la carga sigue automáticamente el vaivén amplificándolo. Los pulmones han hecho lo propio, un retortijón en el estómago se hace eco. Un murmullo en la noche, ensordecido por la distancia, desciende por la carretera. Pronto se convierte en una avalancha de sombras que irrumpen y gesticulan señalando a lo alto de la carretera. Mil bocas repiten angustiadas:

–Los moros, los moros, los moros…

Nuestro conductor, contagiado por el pánico, da un violento volantazo y empotra la parte delantera del camión en la cuneta. A golpe de acelerador, saca el coche hacia el lado opuesto. Y mientras nos preparamos para salir volando por donde hemos venido, la voz del comandante acalla el tumulto en plena oscuridad:

–Todos al suelo: una ametralladora aquí, aquí la otra ametralladora…

En cuanto da la orden, todo el mundo salta del camión en un santiamén y se dispersa desordenadamente por la ladera que domina la carretera, justo enfrente de esta. En un abrir y cerrar de ojos el lugar se vacía, los camiones desaparecen, la pendiente de la colina queda sembrada de hombres tumbados boca abajo con la mejilla contra la culata, inquietos, ateridos, decididos. La menor sombra de sospecha desencadenaría una ráfaga infernal. Tumbados en el suelo, nos percatamos de la situación estratégica favorable y de la eficacia de la dispersión; nos sentimos fuertes, recobramos la confianza, el coraje.

–No pasarán.1 Los minutos suceden a los segundos, ni una sombra, ni un ruido, nada, silencio. Un ligero murmullo, la orden se va transmitiendo poco a poco:

–Quédense donde están. Compañía balcánica: a patrullar la carretera.

La compañía se va rehaciendo como buenamente puede. Faltan dos hombres, qué se le va a hacer. Avanzamos en columnas de a uno, a ambos lados de la carretera, con el arma empuñada, los ojos y las orejas al acecho. Nos seguimos a ojo. A la cabeza del grupo, el viejo capitán marca el paso. Llegamos al final de la carretera, la noche recubre la superficie de una luminosidad engañosa y delante percibimos un paisaje, más bien lo intuimos. La carretera gira a la izquierda y es engullida por lo desconocido.

El informe de la patrulla apacigua los ánimos, no hay peligro inminente. Se le ordena ir un poco más lejos y vuelve alarmada: la carretera que sale hacia la izquierda da un giro en forma de herradura y, tras un terraplén, llega justo enfrente del lugar donde estamos. Allí, a la izquierda de la carretera, sobre un cerro, hay hombres, sin duda muchos hombres. Están enfrente, separados por un barranco, en una colina que domina nuestra posición.

Tras haber debatido una y otra vez, los estrategas del destacamento deciden analizar la situación, pero no es fácil. Tumbados en el suelo y con una manta por encima de la cabeza, los especialistas de guerra se ponen a estudiar el mapa con ayuda de una linterna. Parece que sus conjeturas no dan resultado, pues finalmente se decide pasar la noche allí. Para más seguridad se enviará a la colina que circunda la carretera, frente al cerro amenazador, una compañía que tome las medidas necesarias para atajar cualquier contingencia. Los centinelas patrullan de un lado a otro de la carretera, hasta la famosa curva, con la consigna de disparar a todo aquel que no responda a la primera advertencia.

En la retaguardia, los hombres tumbados, más bien estirados, con los pies en la cuneta, un codo sobre la grava y la culata entre las piernas, luchan contra el frío de esa noche de noviembre, juntándose lo más posible unos a otros y cubriéndose con todas sus mantas. Pero como la noche es larga y la angustia inmensa, decidimos finalmente enviar una escuadra. Así que la primera escuadra de la primera sección de la primera compañía subirá la pendiente de enfrente y hará averiguaciones sobre el destacamento que está acampado, puesto que la primera patrulla no ha encontrado ningún centinela.

La escuadra en cuestión se pone en marcha bajo la dirección de un jefe de sección, pero de repente el cabo recuerda que los zapatos le hacen daño, y que esto le impediría correr en caso de necesidad. De hecho, él es uno de los dos hombres que faltaban cuando se dio la voz de alarma en el momento de pánico. Creyó que sería útil proteger la retaguardia del convoy. El cabo de segunda ocupa su lugar y nos ponemos a subir la cuesta. El resto de la compañía avanza, cubriendo a la misma altura, por la carretera.

Un pálido resplandor se refleja sobre el polvo del camino; es suficiente para guiar los pasos de los caminantes, pero en lo alto las tinieblas enturbian el paisaje. Avanzamos a tientas, tropezándonos en el más mínimo relieve del terreno, arañándonos en cada matorral. Por suerte no perdemos la dirección: el grupo avanza en silencio, consciente de que cada paso le lleva hacia lo desconocido. El teniente se devana los sesos pensando en las decisiones que tomará ante una u otra situación, pero no consigue despejar la incógnita: ¿En qué situación nos encontraremos?

Al cabo le viene a la cabeza, muy oportunamente, un recuerdo del regimiento. El oficial, tras haber expuesto varios casos de resistencia heroica durante la Gran Guerra,2 explicó cómo defender una posición cueste lo que cueste. Al final, como intentando averiguar el grado de conocimiento de sus hombres, interrogó a uno de ellos. El interpelado, intimidado, quiso explicar su visión, pero antes quería saber si cuando se acerca el enemigo es mejor huir o entregarse. Naturalmente ahora no se trataba de rendirse o de huir, sino de saber a qué atenerse, de lo contrario, toda la columna permanecería alerta.

Tras subir y subir durante largo rato, pasa un periodo de tiempo inconmensurable. El destacamento llega a una meseta ligeramente iluminada. A lo lejos se vislumbra un bulto compacto. ¿Un bosque? ¿Unos matorrales? ¿Hombres? Más allá, el vacío. No nos queda otra elección, vamos directos hacia esa dirección. A medida que nos acercamos, vamos descubriendo que se trata de personas, pronto oímos el eco de sus voces. Un zumbido de abejas que deja escapar algunas voces, en grupos o aisladas. Aprovechando que somos un grupito pequeño, conseguimos acercarnos sin levantar la liebre, nos acercamos aún más sin peligro inminente, sabiendo que cada paso nos aleja de los nuestros. Pasará lo tenga que pasar, pronto lo sabremos.

 

El bosquecillo se convierte en un bosque de matorrales, matorrales que esconden innumerables cabezas, de las que sobresalen los cañones de los fusiles. Sin duda son hombres, muchos hombres, hombres armados. Acercándonos más, distinguimos formas sueltas que, apartadas del grupo, orinan de pie. Se oyen algunas exhortaciones, órdenes, ahogadas en un guirigay que demuestra la poca disciplina y espíritu militar. Rápidamente aquel bulto oscuro se apretuja, se encoge y se llena de puntos claros por arriba. No hay duda, nos han visto, nos hacen frente, las voces se vuelven más estridentes, más nerviosas. No hay otra salida, hay que ir de frente, sin equívoco.

Es un solo grupo formado por miles de hombres, de indumentaria desaliñada, sin ninguna instrucción militar y claramente sin ninguna disciplina. He ahí el mayor infortunio que le podría sobrevenir al enemigo que surge de la nada. ¿Quién de entre ellos podrá y querrá parlamentar? Y sobre todo, decidir. ¿Quién podrá hacerse entender, hacer que le obedezcan? ¿Quién podrá gobernar a esa muchedumbre variopinta de hombres armados y abandonados a su suerte como salvajes? Suponiendo que sean de los nuestros, cómo estar seguros, cómo averiguarlo y convencerles de ello. Confianza y lealtad… Por desgracia, no son términos que suelan abundar por aquí.

Un pájaro, sobrevolando desde las alturas, los habría percibido como un puñado de gusanos desplazándose sin orden ni concierto en un espacio limitado. Ese es el aspecto que debe de tener este ejército desvaído. Constantemente en movimiento pero sin llegar a desplazarse nunca.

–¿Quién va?

Un vago ruido, como el murmullo de un monstruo, nos responde. El escuadrón boquiabierto espera a pocos metros de la multitud inquieta, agitada y vocinglera, como moldeada por unas manos gigantes invisibles. Imposible sacar algo en claro, hay que acercarse más. Ahí están como estrellas fugaces, como cometas, como astros vagabundos. Calzados con alpargatas, vestidos con harapos, acicalados sin ningún tipo de esmero, con la escudilla colgando del cinturón, una manta al hombro, con la cabeza cubierta con alguna prenda y bajo el tocado, la tez negra como el betún, los dientes como una fila de teclas de piano y en vez de ojos dos brasas encendidas. El fusil al hombro, en bandolera o empuñado, el cañón al aire o en tierra, o incluso en horizontal. Dan la impresión de ser marroquíes, pero hablan español, así que podemos intentar conversar. Pero cómo hacernos entender; a la que avanzamos, se forma un vacío constante delante de nosotros. La muchedumbre errática nos rehúye. Nos adentramos en su territorio como si fuese manteca, manteca negra.

Parecen atónitos y asustados de ver acercarse un puñado de hombres, venidos de quién sabe dónde, amigos o enemigos. La escuadrilla, contando con sus camaradas que se desplazan en camiones por la carretera, se acerca tranquilamente sin correr, ni gesticular ni gritar, pronunciando a duras penas algunas palabras de resonancia española. Nos rodean por completo, no vemos más que sus rostros sombríos y el cielo. Se interpelan entre ellos, dándose empujones unos a otros consiguen empujar hacia delante a alguien que acepte parlamentar:

–¿Quiénes sois?

–Y vosotros, ¿quiénes sois?

–¿Sois republicanos?

–¿Y vosotros? –con picardía–, ¿sois de Madrid?

–¿Y vosotros?

Podríamos continuar un buen rato con esta cantinela, pero los más débiles siempre acaban siendo vencidos. Cuando uno se mete en la boca del lobo más vale ir a por todas. Más vale una catástrofe con fin que una polémica interminable.

–Somos internacionales que venimos a ayudaros, venimos de Albacete por Chinchón. Somos republicanos antifascistas.

La suerte está echada, no va más. Los segundos parecen horas y ellos siguen sin soltar una palabra. ¿Qué más quieren? No es que guarden silencio, pues el murmullo continúa, pero no pillamos nada de su jerga entrecortada intencionadamente. De repente surge una voz autoritaria:

–¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? ¿A dónde vais?

La agitación de la multitud, que se va apartando, deja paso a un hombre de voz austera, con un habla cortante. Cuando toma la palabra, los demás milagrosamente se callan; se percibe que la individualidad de cada uno se repliega, empequeñece, una sensación de alivio envuelve a nuestros anfitriones. Ahora, que se las apañen –parecen decirse a sí mismos–; pues que así sea, arreglémonoslas.

–Sí, comprendo, comprendo.3 Pero ¿cómo estamos seguros de que lo que decís es cierto?

Menos mal… Son de los nuestros. En cuanto a la confianza, eso siempre tiene arreglo, a menos que se enfaden. Nunca se sabe con este maldito ejército. Aunque este hombre parece equilibrado y enérgico. A menos que estén disimulando.

–Y nosotros, ¿cómo sabremos quiénes sois?

Un hombre se acerca a nuestro interlocutor y le dice algo; aunque lo dice en voz alta es incomprensible.

–¡A ver, venid por aquí!

Es una invitación, no una orden, pero pronunciada de forma que no hay escapatoria. ¿De qué nos serviría escapar? De nuevo nos encontramos en mitad del campo, acompañados por el mismo hombre. Otros, a distancia, forman un semicírculo y nos siguen con desenvoltura, como por simple curiosidad. Poco a poco se hace el silencio, la distancia que nos separa del grupo ahoga el guirigay de la muchedumbre. La noche es negra, la noche es fría. Seguimos a nuestro guía y llegamos a una hondonada, o a un lugar rodeado de alta vegetación. Allí nos esperan algunos hombres, de pie, separados entre sí. Al acercarnos nos rodean en silencio.

–¿Dónde está el Gallo?, pregunta nuestro guía.4 –No está –responde una voz hostil, como si estuviese esperando la pregunta y la oportunidad de iniciar una disputa–. ¿Qué pasa? –prosigue.

–Ven.

–No, yo no pienso ir. Ven tú.

Claramente es el más malo de todos, y también el de menor tamaño, el más ancho y rechoncho. Nuestro guía se acerca dócilmente y le habla en voz baja. El hombre, aparentemente sin hacerle caso, se acerca hacia nosotros. De nuevo empezamos con el interrogatorio: ¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? Y luego, ¿cómo podemos estar seguros? Como último recurso, les sugerimos que envíen una delegación a nuestro campamento. Aceptan la propuesta inmediatamente, así que nos ponemos en marcha. Partimos con ese hombre y con algunas de las sombras que ha elegido. Antes de alejarse, le suelta a uno de los tenientes:

–Esos de ahí son unos desconfiados, diles a los hombres que descansen sus armas apuntando al enemigo –dice señalando con el dedo en dirección opuesta a la nuestra.

¿Utilizan un lenguaje en clave? En todo caso, se trata de un hombre que no da su brazo a torcer. No es una escuadra cualquiera, está compuesta por él mismo con parte de su Estado Mayor y nosotros al completo. ¡Hay que tener confianza en uno mismo para arriesgar tanto! ¡Vaya carácter! Solo un hombre de su talla puede dirigir un ejército así.

Siguiendo la leve pendiente que lleva a la carretera, la escuadra armada con fusiles parece más bien un destacamento de prisioneros, si no fuese por la formación demasiado dispersa y sobre todo por el paso desenvuelto de nuestros anfitriones. Tras pasar por una elevación, llegamos a la carretera, a la altura de los nuestros, siguiendo a nuestro guía.

Uno de nuestros camiones realiza una maniobra cortando la carretera y, durante un segundo, enciende las luces. Los destellos nos ciegan. Como fantasmas sorprendidos por la claridad, las sombras vuelven al campo sin hacer el menor ruido con una simultaneidad mecánica. Los ojos eléctricos barren la montaña y se pierden en silencio. ¡Vaya panorama para alguien que desde la carretera haya seguido nuestra trayectoria! Pero, ocupados en otros menesteres, nos esperan en el camino del cual habíamos partido.

Henos aquí en la carretera polvorienta, junto al camión desesperado al cual el jefe del destacamento da órdenes antes de que emprenda el camino de vuelta.

–Qué sorpresa, empezábamos a preocuparnos. Pero ¿por dónde habéis venido?

Acto seguido, dirigiéndose al sargento más cercano, le dice: