¡Es la guerra, camarada!

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Kurt se precipita, como loco, pero ante la evidencia, impotente, se da por vencido.

El tren atraviesa los campos por la noche. Algunos consiguen adormilarse pero enseguida la claridad se cuela por las ventanas: se hace de día y la intranquilidad se apodera de nosotros de nuevo. Conocemos bien las instrucciones, mil veces nos las han repetido: mantener la calma, la seriedad, no hacer ruido, no llamar la atención. Pero al acercarnos a los Pirineos ya no podemos estarnos quietos.

La velocidad del tren disminuye, primero imperceptiblemente, luego, progresivamente desaparece el efecto de tracción, pero por inercia continúa moviéndose a gran velocidad, sin trabas, ligero, libre; sí, esa es la palabra: libre.

Hace ya rato que Kurt, en voz baja, ha dado sus instrucciones:

–Al bajar del tren, nos separamos en grupos pequeños, dando la impresión de que no nos conocemos, hablamos en voz baja, o mejor aún, nos callamos.

Una vez más la misma canción: no hay que llamar la atención, sed discretos, pasad desapercibidos, especialmente allí, en Perpiñán. Al pie de los Pirineos, tan cerca de la frontera.

Por fin llega la hora. En el andén, todos fingimos indiferencia y despreocupación, mientras avanzamos, con los ojos puestos en el gran Kurt. Menos mal que es alto y se le ve de lejos. Está hablando con alguien que nos estaba esperando, informado de nuestra llegada. Enseguida nos pasamos la consigna:

–Seguirse sin perderse de vista y sin formar tampoco grupos.

La columna se estira por las calles de la ciudad. Al doblar la esquina de un callejón, Kurt y el guía entran en una puerta cochera. ¡Uf! Por fin vamos a poder relajarnos. Dentro, en un gran patio, nos explican: no será posible pasar la frontera hoy; según parece habrá que hacerlo por la noche. Mientras tanto, habrá que descansar y prepararse, el paso será difícil y tal vez a pie.

Por lo menos podemos salir, pasear en grupos pequeños… (etcétera), pero no hay que alejarse. Después de haber recorrido mil kilómetros metidos en el compartimento de un tren, no tenemos ganas de descansar. Como es natural, algunos no conocen la región o la conocen un poco, no quieren exhibirse, pero a los parisinos no habrá forma de encerrarlos en el corral. Además, la ocasión de visitar Perpiñán no se presenta a menudo. A lo mejor es una ciudad bonita, con chicas de buen ver. Eso, eso, no nos alejaremos, nos quedamos cerca, dando una vuelta por el barrio. El paseo por las calles de Perpiñán, con los brazos sueltos como los marineros de Tulón,1 es bien recibido.

¡Vaya! Ese restaurante tiene muy buena pinta. En el tren solo hemos comido bocadillos, y en la granja, con un poco de suerte, encontraremos ratas. Estamos mejor aquí. Además, cuando crucemos al otro lado, habrá menos ocasiones como esta.

–¡Buen provecho, caballeros! –nos dice el dueño al servirnos en la terraza de su establecimiento.

El pobre no sabe nada. Él no ve lo mismo que nosotros. A lo lejos, el valiente Ilia nos mira con ojos desorbitados y se acerca tan rápido como su tosco cuerpo le permitía, mientras intenta disimular haciendo que pasea.

–¡Rápido! ¡Contraorden! Nos vamos inmediatamente. Reuníos en la casa que ya conocéis.

Efectivamente, delante de la puerta cochera de la casa en cuestión esperan dos autocares, ocultando todo lo posible el interior del porche y del patio. Reina la agitación, nos vuelven a poner en grupos, nos cuentan para que los autocares no vayan demasiado cargados, para que parezcamos turistas… ¡Seguro…! La primera tanda sube al autocar. Los asientos son mejores que los del tren; se va mejor en todos los aspectos; se puede mirar por la ventanilla y parece verdaderamente un paseo.

Qué bonitos son los Pirineos. Nos recuerda al monte Vitocha al pie del cual se encuentra Sofía, nuestra ciudad natal. Pero en Sofía no había autocares ni carreteras. Por la mañana temprano tomábamos el tranvía hasta Boyana o Dragalevtzi, y desde allí, por caminos de cabras, escalábamos la cima hasta el refugio Aleko. Y al llegar arriba, qué espléndidas vistas de Sofía. Qué ganas de saltar con los pies juntos y aterrizar sobre las cúpulas doradas de la catedral Alexandre Nevsky. Por la noche, imposible encontrar sitio en el refugio, más aún los domingos, así que dormíamos al fresco, muy pegados unos contra otros. Al principio las luces de la ciudad nos fascinaban: los faroles bien alineados en cada calle parecían un plano, un mapa geográfico luminoso. Entonces, calle por calle, barrio por barrio, las luces desaparecían. Intentábamos adivinar los distintos barrios hasta que casi todas las luces se apagaban. Ante nuestros ojos solo quedaba una amplia cortina de niebla semejante a unas olas gigantescas y desmesuradas. Entonces nuestros jóvenes pulmones adolescentes, rebosantes de aire fresco de la noche, se embriagaban de pureza. Y diminutos bajo la inmensidad de la bóveda brillante nos sumíamos en la nada.

Aquí, en pleno día, hace un sol resplandeciente. La montaña parece domesticada, atada por una carretera lisa y nítida, que juega a esconderse en el recodo de cada colina. Pero después de cada giro la carretera reaparece, jugando después de una travesura. Y se estira hacia lo lejos, hasta la siguiente curva.

Al doblar una colina, algo insólito interrumpe el juego. Algo descabellado. En plena naturaleza atormentada y salvaje, donde la carretera es de por sí indeseable, hay algo aún más retorcido. En plena montaña, atravesando la carretera, aparece un poste abigarrado, flanqueado por una cabaña tan abigarrada como el primero. Entre ambos, un hombre con un buen barrigón, con la guerrera abotonada hasta el cuello, y en lo alto de la cabeza, un quepí.2 Verdaderamente es el colmo de lo grotesco. Peor aún, qué contrariedad. El autocar se detiene dócilmente ante el esmirriado obstáculo.

Nuestro guía se gira hacia los pasajeros del autocar y pregunta:

–Entendéis el francés, ¿verdad?

Un entusiasta: «¡Sí! ¡Sí!» –le responde.

–Bien –continúa con una mezcla de severidad e ingenuidad–. Cuando vuelva, si os digo algo, haced como si no entendierais. ¿De acuerdo? Que nadie meta la pata. ¿Entendido? Bien.

Se baja y se pone a charlar alegremente con el de la panza. Pronto regresa enfadado, fuera de sí, seguido de cerca por el gordinflón, que hace gestos con los brazos y no quiere saber nada más. Es la negación personificada. Entonces el guía, furioso, abre la puerta del autocar y con un tono seco nos grita:

–Dadme una maleta, la que sea… ¡Venga, dadme una maleta, cualquiera, da lo mismo!

Aunque estamos avisados, el asombro nos deja helados en nuestros asientos. Basta muy poco para meter la pata debido a la naturalidad con la que finge el guía. Pero disciplina, camaradas, ¿verdad? Nos hemos formado en la mejor escuela. Pese a que cada cual se inclina hacia su maleta, interrogando al otro con la mirada. Y es que la repentina improvisación nos sorprende a todos, pero exceptuando algún «Eh…» acallado el plan funciona y no hace aguas. Lo de no hacer aguas es una forma de hablar, porque nuestras camisas estaban empapadas.

–¡Lo ve usted! –exclama el guía triunfante dirigiéndose al guardia–. Nadie habla francés. No son de aquí, son españoles que vuelven a su casa.

Al final, la ira del gordo, fingida o no, se calma, y nuestro guía le lleva otra vez hasta la garita, donde se ponen a tramar algo misteriosamente. Enseguida vuelve relajado, se pone al volante tranquilamente y suelta: «¡En marcha!».

Se abre la barrera y el autocar entra en el «No man’s land». En ese momento, el guía, medio girado hacia sus protegidos, les ordena callar en voz baja, con un largo «Shhhhhh».

El silencio colectivo le responde: mensaje recibido. Pero el corazón nos late como si fuera a estallar. ¿Será verdad? ¿Es real lo que está pasando? Es tan increíble, totalmente inesperado. En lugar de escalar picos vertiginosos, o bien de ser azotados por las aguas embravecidas en una barca de pesca decrépita, cruzamos la frontera cual turistas, bien sentaditos en nuestros mullidos asientos. No nos lo podemos creer.

A pesar de lo cómodos que son los asientos, estamos con el alma en vilo, sintiendo la tensión en la nuca y sin atrevernos a mirar atrás, por si aquel hombre cambiaba de idea. El «Shhhhh» del guía nos mortifica, ¿y ahora qué pasa?

La carretera, ajena a nuestros tormentos, se estira de nuevo a través de la montaña. Poco después la maldita barrera desaparece, al tiempo que a lo lejos, ante nosotros, se divisa otra. Pero esta no nos asusta, todo lo contrario. Entre la asistencia se propaga el bullicio.

El guía, como siempre impasible, nos vuelve a echar un jarro de agua fría:

–¡Silencio! Ahora también hay que callarse.

–Pero si ya estamos en España; son españoles.

–Sí, pero estos son anarquistas, y como saben que nosotros somos más o menos comunistas, pues mejor no arriesgarse. ¡Así que a callar! ¿Estamos?

El autocar se para de nuevo delante de un poste abigarrado. Esta vez con los colores españoles. Más allá, unos hombres jóvenes, armados con fusiles, cubiertos con una especie de capota extraña. Es como si fuera una manta con un agujero en el centro para sacar la cabeza. La manta cuelga por delante y por detrás como si fuera una túnica.

Los hombres nos miran con simpatía, sonriendo con timidez. ¿Acaso es la influencia del guía lo que nos condiciona? Son reservados, eso es verdad. ¡Pero estamos en España! ¡Son españoles!

El autocar atraviesa la barrera y avanza perezosamente. ¡Por fin hemos entrado! Una sensación eléctrica nos invade hasta la punta de los dedos, hasta el cuero cabelludo. El corazón late como si se fuera a salir del pecho; la garganta, atenazada por el esfuerzo de tener que callar. Pero es demasiado: disciplina, razón y órdenes vuelan en pedazos por la espontaneidad que caracteriza los grandes momentos. En una especie de trance colectivo (el responsable incluido), las válvulas ceden y dejan escapar un alboroto estrepitoso; las gargantas liberadas al fin dejan que brote el himno de la venganza y la esperanza.

 

Seguimos el viaje, pero esta vez en territorio español. El autocar circula por una carretera mal empedrada, pero española. Ya hemos llegado. Nos lo repetimos unos a otros, como para convencernos. Es tan lejano, tan increíble. Y sin embargo estamos en tierra española. Los árboles, inmóviles al borde de la carretera, tontamente nos miran pasar. Pero ahora son árboles españoles. La gente nos mira con avidez. A nuestro paso esperan que les hagamos una señal. En cuanto levantamos el puño se produce la exuberancia: los rostros se iluminan, los puños en alto, se desgañitan: «¡Salud, salud, salud hombres!».3

Llegamos a una población española con su plaza a lo lejos, rodeada de árboles, y la gente, viejos, jóvenes, muchachas, deambulando alrededor. Parece una representación del teatro de Châtelet. Solo falta la orquesta. ¿Vamos a interrumpir un espectáculo tan bien organizado? No, el autocar gira a la derecha por un camino que conduce a la salida del pueblo. A lo lejos, divisamos los muros de un fuerte de estilo medieval, con su foso y su pasarela. En la entrada, un joven carabinero y otros que no llevan uniforme juegan al tejo. A nuestro paso, se apartan y nos saludan con la mano con simpatía y sencillez, como si nos conociésemos de toda la vida. Y nosotros, como viejos amigos, nos adentramos en el Fuerte de Figueras, punto de encuentro y primera etapa de todos los «internacionales».

En el patio inmenso, algunos edificios de otra época ya han sido ocupados por los que llegaron antes que nosotros. El dueño del lugar, vestido de civil, nos conduce a nuestro local, un inmenso dormitorio alargado, con camas y lineales de estanterías. Henos aquí convertidos en soldados, aunque solo aceptemos el título de combatientes. Todo esto me recuerda al cuartel de la Barolière en Lunéville, dominio del 8.° Regimiento de Dragones, donde un antimilitarista nacido en Bulgaria se doblega de mala gana a los ejercicios del tercer escuadrón. Tras haber recibido, a disgusto, la instrucción en el pelotón de suboficiales, y haber sido ascendido a brigadier del cuerpo de fusileros, termina subyugado por la estrategia militar y la perspectiva de que habría que utilizarla para la lucha de clases durante la revolución.

Da lo mismo, me recuerda al cuartel de Lunéville, pero solo estamos de paso, y además, esta vez no solo habrá maniobras de tiro al blanco, sino la verdadera, el inicio de la verdadera lucha final. Se acabaron las «corridas» de las noches parisinas, con las manos desnudas contra las porras de la policía y las cargas de la guardia móvil. Ya no recibiremos golpes de culatas o de porras sino de balas mortales. Esta vez nosotros también tendremos fusiles y balas reales, y podremos batirnos con armas iguales o casi iguales. Ya veremos quién cede el primero. No seremos nosotros.

El responsable del fuerte, con una amplia sonrisa de compromiso, se acerca a avisarnos de que podemos instalarnos, descansar y dormir. Como no nos iremos hasta pasados unos días, nos presenta este intervalo como si de un favor se tratase. Contra toda previsión, estalla una protesta general ensordecedora: ¿Qué? ¿Esperar, dormir aquí, otro día más? Pues no hemos recorrido todo este camino para esperar y dormir… De tanto esperar, a lo mejor llegamos al frente después de la batalla… En cambio los fascistas no esperan. Ellos tiran y avanzan, y están a las puertas de Madrid. Mientras nosotros dormimos aquí.

Sin inmutarse, con gran amabilidad, nos explica que para luchar con armas más o menos iguales a las de los facciosos habrá que enfrentarse a ellos con un verdadero ejército estructurado y disciplinado y no con combatientes en orden disperso.

–Entended, camaradas. ¡Es la guerra!

Precisamente. ¿Para qué se supone que hemos venido si no?

1. En referencia a una canción popular.

2. El quepis o quepí es un gorro cilíndrico, con visera horizontal, usado como prenda de uniforme por militares o gendarmes franceses o de otros países.

3. En castellano en el original.

Capítulo 2

ALBACETE

Voluntarios de la libertad o ejército estructurado.

Volvemos a subir a un tren, pero esta vez no tenemos por qué estar callados, al contrario. Este inmenso tren con innumerables vagones solo va cargado de amigos. El exterior de los vagones está pintarrajeado con todo tipo de palabras relacionadas con la República española y su ejército republicano. En el interior se arma un gran alboroto, aunque nos parece que el tren no va bastante rápido.

Al poco, el tren disminuye la marcha, se adentra en una estación y se detiene. Estamos en Barcelona, todo el mundo se baja. En filas, bien apretados, nos conducen hacia un cuartel rebautizado con el nombre de Carlos Marx.

Nos están esperando. A pesar de los innumerables milicianos1 españoles que se agolpan en el patio cansados de esperar, a nosotros nos invitan a entrar en un agradable salón donde varias mesas están ya preparadas con cubiertos y un plato humeante para cada uno. De menú: tomates rellenos. ¡Delicioso! Ningún tomate relleno del mundo, ni de lejos, puede competir con estos tomates.

Una vez acabada la comida, para hacer la digestión, vamos paseando hasta la estación, donde de nuevo el convoy emprende la marcha. Dejamos atrás el Mediterráneo y nos adentramos en la árida campiña aragonesa.2 Los campesinos3 nos saludan al pasar. ¡Más deprisa! ¡Más deprisa! Este tren no va nada rápido.

En el tren nos enteramos de que a partir de ahora formamos parte del batallón Thaelmann. Este grupo ya ha participado en varios combates de forma autónoma, siguiendo el mismo funcionamiento que las demás formaciones combatientes. Nos cuentan sus hazañas. Los efectivos son en su mayoría alemanes, pero también checos, rumanos, húngaros y polacos. Entre ellos hablan alemán. En nuestro grupo solo Kurt puede comunicarse con ellos.

El tren llega, jadeante, a la estación de Albacete. También allí nos estaban esperando. En filas nos conducen hasta la plaza de toros,4 donde nos darán de comer. Quién sabe, tal vez algún toro de la última corrida. Somos muchos los que esperamos. Algunos están ya en la mesa; nosotros nos impacientamos fuera. Después de una larga espera, llega nuestro turno, nos sentamos a la mesa. La mesa está puesta, pero… Pero los platos están vacíos. Aun así nos sentimos afortunados, ya que los que vienen detrás no han tenido tanta suerte, todavía siguen fuera. Nosotros, los dichosos, estamos a la mesa, sentados o de pie, qué importa, con tal de poder llenarnos la panza. Pero por el momento seguimos esperando, prudente, tranquila y pacientemente, esperamos.

Algunos responsables circulan, se chocan, se cruzan, se adelantan a toda velocidad. Parece ser que uno tiene más prisa que el resto. Los otros, sus subordinados, intentan abordarle, pero es imposible, va con prisa, se aparta del asedio, se apresura. Quién sabe, tal vez haya un incendio en su casa. Entonces uno de los subresponsables consigue arrinconarlo y, bien juntitos uno contra el otro, intercambian secretos altamente importantes. El primero se aleja pero el segundo le vuelve a alcanzar, tiene prisa, pero no tiene escapatoria, el segundo insiste, intercambian conciliábulos terribles a juzgar por las miradas furibundas que lanzan en todas direcciones.

Finalmente, el subresponsable, lentamente y con aire de solemnidad, se sube a una mesa, y con los brazos en cruz, en medio de un silencio religioso, predica (la escena me recuerda a una similar, al borde del lago Tiberíades, hace dos mil años):

–Camaradas, es la guerra, debéis entender que hacemos todo lo posible pero…

Después de larguísimas explicaciones, concluye:

–No queda nada de comer.

Y las puertas del templo vuelven a abrirse. Al ver la cara de los que salen, los que entran se dan por enterados, y en un silencio impregnado de serenidad, dos columnas de hombres se cruzan con dignidad. Los que salen están decepcionados, los otros entran aunque solo sea para echar un vistazo, nunca se sabe, pero se confirman sus sospechas, no era una equivocación. Fuera nos partimos de risa: «A ver, el subresponsable del responsable de la subsección de la sección balcánica, ¿es así como cuidas de tus hombres?».

El susodicho se defiende de los reproches, se escabulle, atraviesa la calle, se mete en una especie de colmado, con la mirada pasa revista a toda la tienda, ve unos salchichones colgados del techo.

–¿Qué desea usted? –pregunta la vendedora.

El responsable podría haber contestado en su judeo-español natal. Más expeditivo, señala con el índice hacia el cielo. «¿Cuántos quiere?», le pregunta ella. Con la misma actitud expeditiva, le mete una moneda en la mano y recibe dos salchichones enteros. Visto lo visto, le da algunas monedas más y se encuentra en la calle con una ristra de chorizos.5 Los hombres le reciben con los brazos abiertos, solo falta encontrar pan, pero no hay pan a la vista. El buen humor va ganando terreno: «¡No tendremos pan, pero tenemos un responsable con salchichón!».

Con los carrillos llenos, nos dirigimos hacia la gran plaza situada a la salida de la ciudad. Todos vamos comiendo, a excepción de Kurt, que «sin salchichón y sin reproche» dirige a sus hombres a la vez que reprende al subresponsable:

–Pero tú que eres el responsable, en vez de dar ejemplo, en vez de instruir a los demás, te largas del cuartel a comprar, sin órdenes de ningún tipo.

Estamos en la gran plaza, es casi tan grande como los campos de maniobras de Lunéville. Allí estamos todos organizados formando cuadros, como es debido. Están los alemanes del batallón Thaelmann, los italianos «garibaldini», los franco-belgas y los polacos, naturalmente, junto a los balcánicos. Estamos todos, perfectamente alineados. Él también está allí, justo en el medio, como es debido. Grande, seco, vestido de azul oscuro, el bajo de los pantalones bombachos ajustado a sus borceguís bien encerados, una chaqueta corta ajustada ceñida por un talabarte sin arma. Tiene la expresión seria, pálido, una nariz larga aguileña calzada por unas gafas redondas, una mirada de águila… o casi.

La orden resuena a la redonda: «¡Atención! ¡Firmes!».

Y el universo se paraliza mientras el gran jefe grita: «¡Los comandantes de grupo, preséntense aquí!». Con serenidad, los comandantes se precipitan desde todos los horizontes y se colocan firmes a su alrededor a una distancia oportuna.

En las filas se oyen diferentes lenguas:

–Pero ¿qué dice? ¿De qué está hablando?

El momento es solemne y, desde luego, poco propicio para dar explicaciones. El gran jefe ha dicho alguna cosa que no hemos entendido, y los interesados, como flechas, deshacen el camino, como si un director de cine hubiese anunciado que la toma ha salido mal, y hay que volver a empezar. Y vuelve a empezar.

–¡Los comandantes de grupo, preséntense aquí!

Y las flechas se lanzan de nuevo hacia el sol… y vuelven bruscamente.

Pero esta vez, es el sol en persona el que se desplaza, a grandes zancadas se dirige hacia nosotros, se acerca, está allí, nos deslumbra. Lanza sus rayos por encima de nuestras cabecitas:

–¿Qué tenemos por aquí?

Kurt, compungido, farfulla:

–Yugoslavos, búlgaros, turcos, griegos, armenios…

–Bueno, está bien. ¿Quién ha sido oficial en su país?

–Teníamos uno, pero lo han destinado como motorista.

–Claro, los responsables se mantienen en la dirección política. Bueno, ¿y los suboficiales?

Le responde un clamor de incomprensión. Hay que traducir. Algunos valientes salen de la fila y se sitúan, inmóviles, a los seis pasos reglamentarios del jefe.

 

–Bueno, a ver, que salgan también los cabos, y los soldados rasos. ¿Y los demás? ¿No habéis servido nunca en el ejército? ¡Madre mía!

Con altanería, vuelve a su lugar en el centro. A partir de ahora no habrá centurias, acabamos de formar la primera, es decir, la XI Brigada Internacional.6 Ahora somos combatientes, soldados del embrión del nuevo Ejército de la República Española.

Eso quiere decir que somos parte integrante de este ejército. Hasta la fecha, los diversos grupos combatían de forma dispersa, cada uno a su manera, según las directrices de sus sindicatos o partidos respectivos, lo cual creaba muchas confusiones, malentendidos e incluso rivalidades. Además, gran parte del antiguo ejército español escogió o se encontró en el bando contrario. Para luchar contra un ejército regular, nosotros también debemos contar con un ejército estructurado, disciplinado, unificado.

Esta creencia nos la machacan muy a menudo, tal vez demasiadas veces; y es que a la larga nos fastidia saber que somos un ejército como los demás, cuando nosotros nos consideramos combatientes revolucionarios.

Algo en nuestro interior nos dice que efectivamente el ejército tiene sus exigencias y que… «¡Es la guerra, camaradas!» es una realidad que hay que tomarse en serio. Sí, pero ¿qué ejército? ¿Y qué guerra?

Volvemos a estar de nuevo en el patio del cuartel de Albacete. ¡Qué fastidio, la palabra cuartel resuena constantemente en nuestros oídos! Allí estamos, en el cuartel, divididos en unidades estructuradas: batallones, compañías, secciones, escuadras. Con cabos, sargentos, tenientes, capitanes, etc.

Aquí está nuestro general.7 Tirando a pequeño, barrigudo, aunque dinámico, incluso ágil. Le vemos circular nerviosamente por el patio. Los iniciados saben que viene de «allá arriba», ¡pero chitón! Digamos que viene de México,8 que es de origen húngaro y que participó en la Comuna de Budapest con Bela Kun.

Así pues, somos soldados, y el soldado es en gran parte el uniforme. Los jefes de sección con dos hombres van a recoger los uniformes nuevos y la impedimenta. Vestidos con uniformes nuevos, con cartucheras pero sin cartuchos, morral y manta. En un rincón del patio, hay una pila de cajas de madera, cajas más bien largas, como ataúdes.

Pasamos en fila india por delante de las cajas que los funcionarios van destripando y, poco a poco, a medida que las vacían, nos hacen un regalo deslumbrante, un fusil nuevo o casi nuevo, de los que disparaban los soldados ingleses durante la Primera Guerra Mundial, que por aquel entonces se consideraba como la guerra que pondría fin a todas las guerras. Fusiles del periodo de 1914 a 1918, respetuosamente conservados con grasa, y que van a ser desengrasados y limpiados por el camino por jóvenes, algunos de los cuales no han tocado jamás un arma.

Una vez vestidos y armados, con un pequeño maletín con nuestros efectos civiles en la mano, retomamos la marcha en fila india hasta el montículo de maletines. Por turnos, con un extenso gesto de agricultor en plena siembra, cada cual lanza su maletín al montón. Por supuesto, volveremos a recogerlos a la vuelta…

De nuevo estamos en los bancos de madera del tren interminable, con numerosos vagones, tirados por dos locomotoras; atravesamos innumerables estaciones haciendo paradas de duración indeterminada. Por más que las locomotoras intentan no perder el resuello, el tren avanza a duras penas a través de la árida campiña.


Voluntarios internacionales en el Cuartel de la Guardia Nacional Republicana de Albacete.

El sol calienta la piel bronceada de los paisanos que nos saludan al pasar. En todas las estaciones, los andenes están abarrotados. Por suerte nadie se monta en el tren. La gente simplemente chismorrea e intenta ver de cerca a quienes, desde el interior de los vagones, cantan, gritan y saludan en una lengua extranjera y extraña, que aun así resulta cercana, cálida e incluso familiar.

Evidentemente, estos españoles no están aquí por casualidad, no. Han venido a ver y a sacar en claro alguna cosa sobre los comentarios, quizá contradictorios, que han oído, y como gente que se toma las cosas en serio han venido a ver con sus propios ojos. El sol, las canciones y la calurosa amabilidad se conjugan para resecarnos la boca. «¡Algo de beber! ¡Por favor, algo de beber! ¡Nuestras cantimploras están vacías!».

Está vez es Ángel el encargado de ir a por agua. Las cantimploras del grupo cuelgan de sus hombros, y en la primera parada salta al andén. Al cabo de un buen rato vuelve desconcertado y con las manos vacías.

–No entiendo nada. He dicho lo que tú me has dicho, que dijera «agua, agua»,9 y no me han dejado pasar, diciéndome: «Chinchilla, Chinchilla». Así que no se pide como tú me has dicho, se dice «Chinchilla». ¡A ver si aprendes español antes de hacerte el listillo!

El tren emprende la marcha con más ahínco, mientras los combatientes balcánicos, prudentes y aplicados, repiten a cual mejor «Chinchilla, Chinchilla», para no olvidarlo antes de llegar a la siguiente estación. Rápidamente perfeccionan el sistema, por turnos, uno a uno, toman el relevo repitiendo la palabra mágica, y así uno detrás de otro hasta la siguiente parada, para no volver con las manos vacías esta vez.

El tren reduce la marcha, pronto se detendrá en una nueva estación. Antes de que el tren haya parado del todo, Ángel se lanza al andén. Por seguridad, el responsable le sigue. Los mismos españoles de piel bronceada siguen allí. Los dos combatientes sedientos gritan «¡Chinchilla!, ¡Chinchilla!». Los españoles, al unísono, les dan la razón: «Sí, sí, Chinchilla, Chinchilla».

Pero bueno, ¿qué es esto? No puede ser, lo están haciendo adrede, se están riendo de nosotros, quieren que nos muramos de sed.

Los españoles rodean a los dos hombres, y se les acercan cada vez más, dándoles un golpecito en el hombro repiten sonriendo: «Bien, bien, camarada, bien».10 Pero los dos hombres no ríen, tienen sed. Exasperados, chillan con desesperación: «¡Chinchilla, Chinchilla!». Uno de los españoles se separa del grupo y, como para calmar el nerviosismo de unos niños impacientes, señala con el índice la fachada del edificio de la estación, y repite: «Sí, sí, Chinchilla, Chinchilla».

Es eso, pues, la gente nos ha dicho que abrevásemos en la siguiente estación, Chinchilla, donde la parada es más larga. Está muy bien saberlo, pero seguimos teniendo sed. Les enseñamos nuestras cantimploras vacías: por favor. El grupo de españoles se moviliza: «¿Agua? Bien, hombre, bien, venga».11 Nos empujan al interior de un edificio. ¡Eh! Pero no hace falta que vayamos los dos, con que entre Ángel bastará. El responsable, en su calidad de jefe que conoce las argucias de los conspiradores, espera en el andén, se mantiene en guardia. Desde que Ángel ha sido engullido por la multitud que entra en el edificio, el responsable vigila y se impacienta. La locomotora silba con insistencia, también ella se impacienta; pronto va a partir el tren y Ángel no da señales de vida, ni rastro de él en el horizonte. ¿Será posible? ¿Le habrá pasado algo al compañero? Kurt nos había advertido de que no todos los españoles eran republicanos, también hay franquistas que se esconden, que merodean, hay que ir con cuidado, ser prudentes. Por lo visto Kurt tenía razón. Tenemos que advertirle. Habrá que detener el tren, este tren inmenso con innumerables vagones, con dos locomotoras. Tenemos que registrar la estación y encontrar a nuestro compañero, vivo o muerto. Pero en el momento de mayor desesperación vemos el cielo abierto, Ángel aparece en lo alto de la escalera de entrada. Ni vivo ni muerto: parece que las cantimploras que cuelgan de sus hombros pesan toneladas. Va dando tumbos hacia la derecha, hacia la izquierda. A su alrededor los «franquistas» le ayudan a avanzar, tomándole el pelo. El responsable estalla:

–¡Ya estás aquí, por fin! ¿Tanto tiempo has necesitado para rellenar las cantimploras de agua?

–¿De agua? No hay agua, farfulla Ángel con la lengua pastosa, y explica: ¡No han querido!

–¿Cómo que no han querido?

–No han querido darme agua y ellos me han rellenado las cantimploras. Y mientras las llenaban, estábamos todos en la barra, y no podía decir que no, me iban rellenando el vaso, ya me entiendes…

No es tan difícil de entender, está muy claro. Esperemos que Kurt no esté en los alrededores, y los otros tampoco, habrá que pasar desapercibidos, no llamar la atención… y ayudar a avanzar a un Ángel vacilante con sus cantimploras repletas de vinazo, salpicando al chocar unas contra otras.