Una vida cualquiera

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Mis padres habían salido temprano al arroyo y a inspeccionar diferentes aspectos de importancia para ellos; ya estaban de regreso, en casa de los Ribert, seguro averiguando qué había sido de ellos. Ya para el almuerzo llegaron felices, pues habían visitado las casas, saludando a toda la gente; venían eufóricos y alegres comentando los sucesos y los adelantos de algunos de los hijos de los agregados, que ya eran profesionales muchos de ellos, compañeritos de la escuela, que trabajaban en altos puestos, en diferentes industrias y en varias partes; que algunos de los viejos ya habían muerto y otros estaban mal de salud; comentaban de todo: que los hijos de los agregados casi todos estaban casados, y las hijas eran maestras en el lugar o en el pueblo; de la belleza de todos los nietecitos. Esos fueron los comentarios durante el almuerzo; luego nos recostamos para la siesta y me perdí pensando en lo distinto que se perfilaba el sueño del regreso a la finca. No había sino vacío y, desafortunadamente, una gran duda.

Al caer de la tarde salí al arroyo, me bañé y anduve por muchos de los rincones donde después de nuestras travesuras solíamos reposar y resguardarnos del sol; y sin rumbo fijo, llegué al estanque de los patos en casa de los Ribert. La casa era como un pequeño castillo, toda blanca, rodeada de altos pinos, de dos pisos, balcón de anchos corredores; en la parte alta estaba la pieza de Albert y un amplio estudio; de ahí se divisaba mi casa y la mayor parte de las fincas.

Sin darme cuenta me puse a jugar con los patitos, donde jugábamos con ellos, y a veces los matábamos al tratar de recogerlos, pues son demasiado frágiles. En ese momento los patos y gansos empezaron una enorme algarabía: yo estaba inclinada en la pileta jugando con el agua que salía abierta en regadera: había lotos, y con el agua hacía nadar las matas florecidas y estaba chapuceando con la mano cuando sentí detrás de mí una solemne carcajada de alguien que decía:

—¡Mira quién está por aquí! ¡Hola, Nena!, ¿cómo estás? ¿Desde cuándo por aquí?… ¡Cómo estás de hermosa! ¿Cuándo llegaron? ¿Qué hay de los tuyos? –me acosaba con preguntas y admiraciones–. Pero ¡cómo quedaste de preciosa! ¿Y se demoran? Hablaba como si le dieran cuerda, para averiguar todo lo mío, de mi vida y de mis cosas. Yo lo miraba también sorprendida del cambio que se había obrado en él; era casi un milagro de hombre; me negaba a creer que fuera el mismo muchachito langaruto y feo que ayudaba a su padre en las faenas de la finca, al verlo hoy convertido en un joven tan bien parecido y culto. Yo en mi admiración le dije:

—¡Hola, Jorge! ¡Pero estás inconocible! ¡Cómo quedaste de guapo! ¡Cuéntame, qué hay de los tuyos, de tus viejos, de tus tres hermanas, de tu vida!

Él no se cansaba de admirarme; me contó que su padre había estado grave en Medellín, pero que ya aunque no muy bien, le ayudaba en los trabajos, pues él era el administrador de los bienes de los Ribert; que ya las hermanas se habían casado, eran maestras en otras poblaciones, y que él estaba viviendo con los dos viejos solos. Conversamos de todo lo de la finca, de lo abandonada que estaba la nuestra, de los agregados, de los amiguitos de la escuela, y de muchas tonterías de nuestra niñez.

Ese fue como un recuento de la vida, de esa comunidad que formó una etapa especial de la nuestra. Él era un poco mayor que Albert; no era muy compañero nuestro porque el padre lo mantenía siempre muy ocupado en ayudar a los trabajos de la finca. Seguíamos la conversación a ritmo acelerado. El me preguntó:

—Y ustedes, ¿por qué no habían vuelto?

—Pues, porque desde que nuestro padre se metió a ser alcalde, ya casi ni nosotros lo vemos. Tú sabes lo que son los puestos públicos, con la cantidad de ojos mirando actuaciones, para levantar los gritos cuando hay razón o no.

—Esa es la política –me contestó.

—A mi madre le provocaba siempre volver, pero solas y por estos caminos, era imposible.

—¡Qué lástima! –dijo él–; no te imaginas cómo extrañaron los Ribert la ausencia de ustedes en el tiempo que estuvieron aquí, y cómo lamentaban no tener ninguna noticia, ni dónde poder averiguar por ustedes en Medellín.

—¿Cómo así? Si los trabajadores tenían las direcciones de mi padre y la nuestra en la ciudad.

—Ellos pensaban averiguar en Medellín, pero no figuraban en ninguna parte.

—¡Claro!, el teléfono figuraba con el nombre de quien era el dueño anterior de la casa –le respondí.

—Ellos esperaban que de un momento a otro ustedes podían volver; decían que ese era el compromiso.

—Raro que los encargados de la finca no tuvieran la dirección, si mi padre se las dio muy clara para entregarla a los Ribert, desde cuando nos fuimos. ¿Cuándo estuvieron ellos aquí? –le pregunté.

—Hace dos años y se estuvieron en las reparaciones de la casa más de dos meses –y prosiguió–: Nena, no puedes imaginarte cómo los extrañamos y sobre todo Albert a ti; salíamos siempre juntos y a todas partes te llevaba presente; cómo jugaban en el arroyo, y en cada rincón que descansaba, te recordaba esperando se obrara un milagro de fuerza mental y se aparecieran ustedes aquí, aunque fuera por pocos días. Albert se preguntaba cómo estarías (ahora) y cuántos compañeros de estudio andarían tras de ti. Ellos estuvieron en Medellín diez días y nadie supo darles noticias de ustedes. Albert te extrañaba muchísimo, a pesar de que estaba con Hilda, una compañera de la universidad. Se paseaban por el pueblo montando a caballo y por el arroyo, aunque muchas veces él prefería ir conmigo cuando quería dar vuelta a la finca, donde te recordaba y decía: “No te imaginas cómo quiero estos lugares, es que los llevo dentro de mí”.

—Ya ves cómo se olvidan de rápido las cosas. Albert venía con deseos de verme, pero se vino con su novia, a recorrer los lugares donde jugó conmigo, por todos los rincones que me son tan queridos y que él decía eran nuestros. ¡Claro!, él creería que me quedaría chiquita, o tal vez pensaría que no nos volveríamos a encontrar para recorrerlos juntos otra vez, y trajo con quién hacerlo, aunque yo estuviera aquí, y me tocara verlo recorriéndolos con otra.

Me dolía que hubiera estado con otra en los mismos lugares. Nunca, después de nuestra despedida, en esa tarde en que no nos dijimos adiós, yo me había detenido a pensar en él, ni en eso. Las circunstancias habían cambiado: era Medellín, mi estudio y otras gentes. Pero ahora, esto me dolía y, sobre todo, saberlo tan bien acompañado, ¿qué se iba a preocupar de extrañarme?

—Jorge, ¿crees que solo una amiga se viene con ellos desde Hamburgo?

—No, Nena, no lo juzgues mal; estudian en la misma universidad y están haciendo un trabajo referente a su carrera, y por eso resolvieron venirse juntos, pasaron muy distraídos trabajando y gozando del pueblito, de las bestias, en los paseos a los diferentes lugares; estudiando sobre lo que venían a investigar de los trabajos y cambios en las minas de Colombia. Pero estoy seguro de que él pensaba en ti, porque cuando quería salir conmigo me hacía recordarte, por los comentarios en cada lugar donde descansaba y pienso que para poder recordarte, salía conmigo a los sitios que él quería recordar, por donde ustedes andaregueaban; para recorrer con Hilda siempre salían a caballo a las casas, al pueblo y a las minas.

—Sí, Jorge, pero de todos modos a mí me duele que haya venido acompañado.

—Ellos –dijo Jorge– deben venir dentro de tres semanas, pues Albert ya está terminando su carrera de Ingeniería Civil; va a demorarse porque viene a hacer su tesis sobre la minería en el país y los señores piensan hacer algunas reparaciones mientras Albert hace su trabajo para graduarse.

Yo no le demostré mi emoción a Jorge, pero me sentía feliz, aunque sabía que si venía con Hilda me sentiría en segundo plano ante él, pero me alegraría solo el volver a verle, o mejor, el reconocerle, sin saber cómo resistiría el encontrarnos y no echarme a sus brazos y llorar con él todos aquellos recuerdos, todo aquello que llevábamos tan adentro, en presencia de otra que jamás entendería las expresiones de unos sentimientos que eran únicamente nuestros. Esa amistad con la francesita me dolía; me dolía saber que desde que llegó a Alemania, la francesita estaría siempre a su lado, y que en forma distinta ella estaba ocupando mi lugar. Yo no tenía razón para reprochárselo, pues sería la fuerza de la ruta que el destino nos demarcaba. Ella estaba allí, lo acompañaría a todas partes, como lo había hecho yo, pero en condiciones muy distintas. Las relaciones de ellos nunca serían como las nuestras tan inocentes y limpias; esas ideas revoloteaban en mi mente desde ese momento, mientras Jorge decía:

—Y sabes, Nena: me duele que Albert se gradúe porque ya no lo volveremos a ver por estas tierras; cuando sea un profesional ya no se acordará de nosotros, y ¿a qué va a volver a este país si su trabajo, diversiones y su propia vida no se lo permitirán? Todo en su profesión será muy distinto.

De pronto me di cuenta de que casi oscurecía, y dije:

—Jorge, mañana nos vemos.

—Y todos los días –respondió-–; si no vienes, yo iré a buscarte, preciosa, y gracias por el ratico.

—Gracias por la flor, señor galante –le contesté, mientras caminaba a mi casa, pensando en el extraordinario cambio que se había obrado en su fisonomía de hombre; era un joven alto, en su trato se podía apreciar la influencia del roce con la familia de los Ribert, por su porte, su cultura y todos los ademanes.

Al entrar a la casa, mi madre, que se mecía en una silla del corredor, me dijo:

—Te pasaste toda la tarde en casa de los Ribert, ¿y qué supiste de ellos?

—No, no pasé del estanque; hablé con Jorge únicamente; ¡pero no te imaginas el cambio tan tremendo de su figura! ¿Te acuerdas del flacuchento que nos traía la leche? Es todo un milagro: alto, rozagante, ¡y si vieras qué porte! No entré en la casa, ni Jorge me invitó, yo no quería hacerlo. Pensaba que si pasaba el umbral de esa casa vacía, tendría que hacerlo con lágrimas en los ojos. Mamá, ¿a ti no te daría pesar entrar a verla tan sola?

 

—Claro que sí, hija –me contestó–, por eso no lo he intentado. Para mí, Mr. Richard y Frau Lenny, como los llamábamos, eran tan queridos casi como mis padres: tan cultos, amables y serviciales. Frau Lenny, una dama alta, robusta, humanitaria y querida en toda la región por sus modales y la forma de atender a todo el mundo, sobre todo a aquellas personas con quienes ellos tenían por cualquier circunstancia que tratar. Su hijo Albert era el complemento de la familia, era su vida y su razón de ser. Albert era blanco, de ojos muy azules que enmarcaban bien en una frente amplia; muy bien formado, de cabello claro; desde su niñez era muy amable y cordial con todos los que le rodeaban; muy responsable, pues estaba educado con esa estricta disciplina de la raza germana. Cuando le recomendaban algo, él, aunque pequeño, sabía responder.

Esa tarde, al llegar a la mesa, dijo mi madre:

—¿Ya viste la correspondencia?

—No –respondí.

—Te llegó una carta y ¡a que no te imaginas de quién!

—No. No puedo imaginarme quién tenga esa osadía de escribirme hasta aquí. –Me paré y fui a darme cuenta de quién podía ser, quién sabría que estábamos en la finca.

Efectivamente. Abrí el sobre y, qué desilusión al leer y comprobar que era del profe de inglés y español, que había ido a Medellín y en la casa le habían dado la dirección de nosotros en la finca. Decía que venía a pasar unos días de vacaciones con nosotros, y que, si hubiera tenido que ir al infierno para verme, gustoso lo habría hecho.

—¿De quién?… –me preguntó mi madre.

—Se nos dañó la fiesta –le dije–, pues el adorado profesor Andrés dice que se viene a pasar unos días de vacaciones con nosotros. ¡Qué te parece! Dizque tiene que hablar conmigo en serio, y que al saber que estábamos en la finca le pareció de perlas. ¡Cómo soy de demalas!

Lo menos que yo podía pensar era eso: ¡qué pereza esto, con ese sujeto andando detrás de mí a todas partes donde siempre prefería estar sola! Eso era tremendo para mí, pues se declaraba como un enamorado loco desde hacía mucho tiempo. Yo supuse que a mis padres no les desagradaba la noticia, mientras que yo pensaba que sería mejor así, pues lo despacharía de una vez, con sus aspiraciones infundadas, porque yo jamás alimenté sus pretensiones. Él, en sí, como novio me aterraba, aunque debía de todos modos atenderlo, porque tenía una deuda de gratitud desde el colegio. Para mis padres él era muy buen conversador y, en efecto, sí era muy ilustrado, pero yo me dormía oyéndoles sus largas polémicas mundiales.

Y después de un viaje desde la población de Venecia, tan pesado, no sería justo recibirlo con cajas destempladas desde su llegada; debería ser afable con él, como lo fui siempre, para hacerle la estadía, si no feliz, sí amable, pero haciéndole entender que en la forma en que él pensaba pasar feliz, no se iba a poder, ya que yo en este momento solo pensaba en contar los días que faltaban para las vacaciones de Albert allí, conmigo, si no venía con su amiguita.

Puse la carta sobre la mesa. ¡Qué angustia la que sentía al pensar que Albert regresara con ella!, pero a pesar de todo creía que no pasaba el tiempo para su llegada. Eran tres semanas para soñar dentro de la duda de la sorpresa que tendría él al encontrarnos ahí. Y me di cuenta de las diferencias que ofrece la vida en los distintos aspectos, a veces despiadada y cruel.

Nosotros pensábamos pasar muy felices en ese pedacito de tierra que nos deparó tanta felicidad en otros tiempos, y veníamos a buscar ese mismo calor que había prodigado a nuestras familias y del que habíamos disfrutado juntos. Pero como los designios de la vida nos reservan grandes sorpresas, pasamos dos semanas esperando a nuestro visitante y gozando del agua del arroyo, de las mieles y las moliendas. Mi padre ya había cerrado el negocio de la finca y nos quedaríamos ahí las vacaciones mientras arreglaban algunas cosas y llegaba el resto de la familia para Navidad.

CAPÍTULO 6
LA FUERZA DEL DESTINO

Faltaba una semana para la llegada de Albert, cuando se le presentó a mi madre una neumonía infecciosa y nos vimos en la urgencia de salir con ella en camilla; los caminos eran tremendos, las bestias se atascaban a cada momento, la gravedad de mi madre urgía pronta atención.

Esto se presentó intempestivamente, como a la una de la mañana; había que fabricar la camilla, de modo que mamá no se mojara; salimos mi padre y yo, angustiadísimos, pues creíamos que no llegaba con vida al pueblo, para recibir atención médica.

Al amanecer llegamos al hospital; no nos dejaron pasar de la puerta porque no podían atender casos de neumonía allí. Eran solo dos piezas y estaban ocupadas; y, aunque no lo estuvieran, no la podían atender porque se infectaba el hospital. La dejaron en la puerta, con atención médica hasta que amaneció. Nosotros teníamos una de las mejores casas del pueblo y mi padre fue a pedir a la familia que vivía allí que le facilitara una pieza para atender a mi madre. Le respondieron que ellos tenían niños y que no se atrevían a exponerlos a ese contagio. Mi padre desesperado fue donde un amigo y le expuso la tremenda situación en que se encontraba con mi madre; él le dijo que estaba acondicionando un apartamentico que solo tenía una pieza y servicios, que aún no estaba terminado del todo, pero que la lleváramos allá mientras se podía conseguir algo mejor. Así fue; la llevamos allí y los médicos se pusieron al frente de ella para tratar de salvarle la vida, pero el mal era muy grave. Pidieron a Medellín con un peón las últimas drogas que habían inventado para esa infección pulmonar mortal, con la esperanza de que, con las medicinas que le aplicaron al llegar, pudiera resistir hasta que le trajeran las especiales. Sabiendo la dificultad para obtenerlas pronto por lo malo de las vías de comunicación, mi padre pensó en transportarla a Medellín pero el médico dijo que en las condiciones en que se encontraba, era exponerla más, y otros dos médicos determinaron lo mismo.

Así pasamos el día y la noche con ella en esa camilla; el amigo y otras personas nos prestaron una cama y tendidos para poderla atender mejor; pero todo esfuerzo fue inútil: a las cinco de la tarde murió. ¡Qué desesperación!: en esa incomodidad, desprovistos de todo, donde no teníamos amigos de confianza, solo las personas con quienes mi padre había tenido algunos tratos comerciales. A mi madre le parecía terriblemente feo el pueblecito, y por eso iba muy pocas veces a visitarlo. Mi padre quiso trasladarla a Medellín, pero las autoridades no podían dar permiso para sacar a una persona que hubiese muerto de esa enfermedad; había que pasar la noche allí y había que enterrarla lo más pronto posible.

Nunca podrá el ser humano conocer el porqué de esos designios tan extraños. Vivir en Medellín, con toda comodidad, entre todos los recursos y, sin saber por qué lanzarnos a esas circunstancias, a esas condiciones de imposibilidad; de soledad, de angustiosa desolación y carencia de todo.

Tenían que elaborar la caja mortuoria, para hacerla había que tomar las medidas a la persona fallecida. Tener que dejarla allí donde ella menos pensó, pues lo más terrible que le parecía del pueblo era el terreno colorado y faldudo del cementerio. Ella decía que los muertos de arriba bañaban a los de abajo, por los ríos que corrían cuando llovía; sus aguas bajaban hasta con pedazos de huesos al pueblo. Eso era lo que más nos angustiaba saber que ahora sería su morada definitiva. Más aún, porque ya habíamos vendido lo que teníamos allá y solo volveríamos a visitarla. Pasamos esa noche con tres señoras del pueblo, desconocidas para mí, mi padre, tres amigos y las cuatro velas junto al cadáver; no había luz eléctrica. Le pusimos como adorno una corona que mandamos a hacer, con todas las flores del pueblo. Al día siguiente, en la mañana, se le dijo la misa con la asistencia de diez personas, y luego de terminar el entierro volvimos a la pieza a recoger las cosas y hacerlas incinerar. Mi padre pagó al amigo el valor de la desinfección de la pieza. Papá no quiso que volviéramos a la finca y nos trasladamos a Medellín, pues él tenía que estar el lunes como había convenido con el comprador, para hacer la escritura, y además, no quería volver por allá él solo y en esas circunstancias.

Él estaba destrozado, pero a pesar de eso sabía que tenía un compromiso que cumplir, pues la palabra de los señores de ese tiempo valía más que los papeles que se iban a firmar, o que cualquier documento. Así que regresamos a los tres días a la ciudad, cargados de amargura. La finca había sido vendida con todo lo que contenía en muebles, y mi padre ordenó al mayordomo que recogiera las cosas personales de nosotros y las llevara a la casa en Medellín. El mayordomo había recibido la finca minuciosamente y seguiría trabajando con el otro dueño que no tuve oportunidad de conocer.

Con la venta de la finca se terminaba la historia de ellos dos, de su amor, y de la casa donde se levantaron la mayoría de sus hijos al calor de la comprensión y del respeto mutuo. Ya no éramos sino los dos; había un hijo soltero, pero vivía lejos también. A la llegada de nosotros a Medellín se reunió la familia completa para comentar los sucesos y cómo pasó toda esa tragedia tan inesperada, pues todos soñaban con que íbamos a pasar la Nochebuena reunidos en la finca antes de salir de ella, pues muy pocas veces nos veíamos todos juntos, siempre estaban dispersos en diferentes lugares del país, cumpliendo cada cual su destino. Los mayores para mí eran casi extraños. Solo estábamos los dos solteros, los más pequeños. Eran todos muy buenos, pero yo había llevado una vida muy independiente de ellos, solo veía por los ojos de mis padres y mi hermano menor, pero ya trabajaba en otros lugares. Por eso, cuando ellos propusieron que nos fuéramos a vivir con alguno de ellos, donde quisiéramos, yo me aterré y les dije que no quería salir de Medellín, ni de la casa por ningún motivo; que yo sentía a mi madre en toda la casa, y mi padre accedió a mi resolución y seguimos viviendo juntos.

La vida solitaria y amargada se fue normalizando. El tiempo se encargó de ello. Mi padre volvió a sus trabajos, mientras yo esperaba en vano alguna noticia de La Aurora. Me extrañaba que no hubiera una nota siquiera de duelo, ya que yo misma le había encargado al peón que nos trajo las cosas de allá, con una notica para Jorge, pidiéndole que nos avisara de alguna forma la llegada de los Ribert.

Yo pensaba que habían llegado con la amiga, y que él pensaría que era mejor no contestar nada, para no tener que dar esa noticia. Del señor dueño de la finca no se volvió a saber, pues era de otro departamento y ninguno de los mozos de La Aurora volvió a aparecer por nuestra casa. Ya esa etapa de la vida se veía para todos terminada, a pesar de que siempre esperaba que en cualquier momento los Ribert vendrían a visitarnos al regreso de Alemania, pero eso no sucedió.

Para mí los días pasaban soñando y esperando, mientras mi padre vivía sumido en la soledad, el trabajo y gracias a él pudo sobrevivir solo, con su gran tristeza; venía con frecuencia a Medellín y un día de esos me dijo:

—Hija, me siento muy cansado; a ratos me dan deseos de retirarme.

A lo que yo le respondí:

—Me parece magnífico; tú ya has trabajado lo que te tocaba. Ahora descansa, no tendremos apuros, y en caso tal, los muchachos nos ayudarán.

Pidió una licencia y a los pocos días cayó gravemente enfermo de un derrame cerebral que lo dejó paralizado, en silla de ruedas, y recluido en casa ya para siempre. No éramos sino los dos y la hija de un agregado que vivió desde pequeña con nosotros. Ella se entendía con todas las cosas de la casa y para nosotros era una compañía muy querida, como una más en la familia. Lía era especialísima en los cuidados con mi padre.

Así vivíamos los tres; yo salía para resolver nuestros problemas comunes, leíamos, dormíamos y charlábamos. Sentíamos el mismo frío interior, la misma rebeldía ante los hechos, las circunstancias en que la vida nos había sumido de repente en ese tremendo abandono, y la imposibilidad de cambiar el rumbo ya fijado por el destino.

 
To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?