Una vida cualquiera

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

CAPÍTULO 3
LOS HIJOS DEL MÍSTER

“Los hijos del míster” nos decían y de ellos nos ocuparemos especialmente de ahora en adelante. Yo terminé primaria en la escuela del pueblo y Albert ya iba en segundo de bachillerato. Mientras, los adultos ya no querían trabajar en la mina, los Ribert alistaban viaje para Alemania por los estudios de Albert. Alfredo Fernández había sido nombrado alcalde para la población de Yolombó, y por esto deberíamos trasladarnos a la ciudad de Medellín, lo que afectó muchísimo a mi madre, pues ella era feliz en La Aurora y ahora debería separarse de mi padre para establecerse en la ciudad, donde yo empezaría mis estudios de bachillerato.

Una tarde salimos Albert y yo como siempre a uno de nuestros paseos al río; nos sentamos en el hueco de un viejo búcaro, en donde descansábamos después de nuestras excursiones; estábamos rendidos por la pesca y la caminada y mirábamos cómo un par de pichones saltaban cerca de nosotros, tratando de alzar sus primeros vuelos, mientras escribíamos bobadas en la arena con la punta de palos que nos servían de bordones unas veces, y otras, de caballitos de palo.

Fuimos dos chiquillos levantados en un ambiente de inocencia, sin más compañía que el uno para el otro, y todas las casas de las fincas eran como nuestras. Nuestras casas eran de quienes las necesitaran, ya que la convivencia en ellas era como de una familia grande. Todo lo que pasaba en la comunidad era sentido y auxiliado por todos; por eso nosotros vagábamos por todo el territorio de la mina sin Dios y sin ley, porque cada trabajador y sus hijos cuidaban de nosotros como si fuéramos de su propia casa.

Nosotros, la parejita del míster, salíamos a paseos cotidianos esa tarde; estábamos recordando cómo peleábamos cuando salíamos a coger mariposas o animales para los álbumes; cómo nos agarrábamos del pelo, nos dábamos de trompadas y nos insultábamos; muchas veces también en las pesquerías peleábamos en el río, y nos íbamos a las manos, a veces nos caíamos al agua y teníamos que llegar a la casa a escondidas de los viejos, para cambiarnos de ropa. Esto sucedía cuando el uno no quería cederle al otro lo que pedía; llegábamos a la casa furiosos, jurando no volvernos a juntar nunca; pero al otro día, el uno salía en busca del otro, como si no hubiera pasado nada. Habíamos repasado ya los años anteriores de nuestras maldades, y esa tarde, cuando nos dimos cuenta de que era pasada la hora, nos alistamos para regresar a la casa, y me dijo Albert:

—Nena, ¿tú no estás muy aburrida con ese viaje para la capital?

Yo no sabía nada del viaje; había oído hablar a mis padres algo de eso, pero estaba en esa edad en la que a uno no le importaba nada de lo que lo rodea, solamente los sucesos que directamente le golpeen. Albert y yo éramos un par de pichones a los que iban a lanzar a dar sus primeros vuelos.

—Yo no sé nada –le dije–; y ¿cuándo será?

—Creo que en estos días, porque nosotros salimos al fin de esta semana; mi padre dijo que saldríamos para Alemania la otra semana, y creo que ustedes también salen por esos mismos días. Estoy muy triste –lo dijo en voz muy baja–; duele dejar todo esto que ha sido tan nuestro; cómo me iré a sentir de solo, sobre todo cuando piense en esta tierra, en nuestras casas, en todo esto que lo hemos hecho nuestro desde pequeñitos, y saber que no podemos rebelarnos, hay que continuar estudios; ya la vida será otra para nosotros. De nada serviría decir que no queremos ese cambio porque para nuestros padres también la vida va a ser muy distinta, pero yo presiento que voy a extrañar muchísimo todas estas cosas que han conformado nuestra vida…, nuestra niñez…, ¿y tú no?

Estábamos a punto de llorar, cuando Albert sacó del bolsillo una navaja y se puso a hacer un círculo grande en la corteza del árbol, al tiempo que decía:

—Tú puedes volver aquí con tu padre cuando quieran, pero yo no podré volver sino con el pensamiento, porque eso es lo que llevo de Colombia: esta finca y estas casas; pero vamos a hacer un pacto: el que venga primero escribe en este pelado que hice en el árbol; solo nosotros sabemos para qué lo hicimos; no importa lo que se escriba, el asunto es que el último que venga sepa que se cumplió la promesa, ¿oyes?

Nos llamaron, y sin decirnos nada, corrimos a internarnos en nuestras casas sin un adiós; pero estábamos seguros de que ya jamás nos podríamos olvidar de estos lugares ni de esas cosas que estaban tan metidas en lo profundo del alma y de nuestras vidas; esos serían recuerdos que morirían con nosotros, aunque no volviéramos a vernos nunca.

Al entrar en la casa vi que en verdad mis padres estaban empacando; me pusieron a recoger cosas, a limpiar y organizar otras que quedarían en la casa. Mientras iba poniendo las cosas en los sitios que indicaba mi madre, yo estaba muy lejos, pensando en los nidos, en la quebrada, en las culebras que toreábamos en los rastrojos, en los sapos del ordeñadero, en los terneritos, en eso que ya no serían nuestros ideales al levantarnos por las mañanas, y de lo que no volveríamos a gozar nunca.

Dos días pasamos organizando viaje, y efectivamente, a la madrugada de un jueves, salimos con rumbo a la capital. El tren solamente llegaba a Amagá. Los Ribert saldrían al lunes siguiente.

Como mi padre tenía criadero de bestias finas en la finca, durante todo el viaje iba concentrada recordando cómo nos divertimos montando las bestias en pelo, es decir, sin riendas. Nosotros teníamos dos amigos íntimos: la Paloma (la yegua) y un sapito verde, con unas patas largas, al que llamábamos Pepe. Cuando llamábamos a la Paloma y cuando le tocábamos la cabeza, arrimaba los belfos a nuestras caras, ella relinchaba y resoplaba como queriéndonos besar; y el sapito, que nos esperaba en los charquitos cerca al ordeñadero y a veces nos perreaba, se escondía en el rastrojo de la orilla, y cuando lo llamábamos golpeando en la yerba, él saltaba de adelante hacia atrás, croando de charco en charco. Él sabía que le hacíamos saltar de uno al otro, chuzándolo muy suavemente con la punta de una varita, y luego nos acompañaba hasta la quebrada. Los peones se burlaban de nosotros y nos decían: “Saludos al sapito Pepe”. En las bestias sin riendas recorríamos las fincas y las casas de los agregados, donde nos ofrecían mazamorra con leche y blanquiado hecho en los días de molienda. Nos querían muchísimo.

Llevaba aglutinados todos esos recuerdos en mi mente; no hablé ni una palabra en el viaje, porque me embargó una gran nostalgia. Todos teníamos nuestra bestia señalada; la mía era la Paloma. Recuerdo que esperábamos ansiosos un potrico que nos regalaría, pero se cayó en un zanjón cuando iba a criar, no pudo salir, se murió allí, y quedó desnucada en tal forma que el potrico pudo mamar y se salvó. Como estábamos esperando la valiosa cría, todos los días salíamos a mirarla; cuando notamos su falta en el potrero empezaron a buscarla. Volví a sentir la tristeza que me acosó en los días de ese suceso; se demoraron tres días para encontrarla, y eso porque los gallinazos revoloteaban en torno del potrico y llevaron a los peones al sitio donde ya los animales se daban su opípara comida. Se me empañaron los ojos por las lágrimas al ver de frente otra vez ese cuadro tan terrible; los animales le habían sacado los ojos, y unos comían de las heridas que le habían hecho por todos lados y peleaban encima de ella, y cuando llegué, al ver la pelea de los gallinazos sobre mi Paloma, me desmayé y pasé tres días gritando: “No, no, no se coman a mi Paloma”, presa de una fiebre nerviosa. Al potrico lo criaron con tetero y viajaba con nosotros. Todos íbamos muy tristes, los unos por unas cosas, los otros por otras. Mi madre presumió al mirarme que por mí pasaba algo y me recostó a ella, diciéndome:

—A que sé qué estás pensando; apostaría que en Albert.

Y casi llorosa le respondí:

—Ya ve que no, mamá.

En eso llegamos a una parada del tren y al ver un horizonte diferente me entretuve mirando un paisaje más amplio que los de los pueblos anteriores, y empecé a pensar en cómo sería la nueva vida, en la ciudad. Tendría tres meses libres para conocer a Medellín, las vecinas, las que de ahora en adelante, algunas de ellas, irían a ser mis compañeras de colegio. Casi sin darme cuenta sentí el pito del tren que anunciaba su llegada.

Empezó el movimiento de la gente en busca de sus objetos de mano; yo seguía como una autómata los pasos de mis padres al salir de la estación, cuando esta apenas era un rancho grande. Tomamos un carro y nos dirigimos a nuestra casa; eran ya como las ocho y media; allí nos esperaba Lucía, mi hermana mayor, maestra en una escuela cerca a la casa. Nuestra casa estaba situada en Ayacucho, media cuadra más abajo de la iglesia de Buenos Aires. El ruido, las casas, la gente, el ajetreo en las calles y organizar nuestra casa me distraían. Ya me tocaba más directamente porque mi hermana tenía su trabajo. También mi padre preparaba viaje para Yolombó a la alcaldía, lo que tenía a mi madre muy preocupada, porque ella no consentía estar separada de él.

Por esas razones yo no tenía mucho tiempo de volver a pensar en las cosas pasadas, desde que nos vinimos.

Cuando los peones de la finca se alistaron para regresar a ella, mi padre les dio la dirección de la casa para que la entregaran a míster Ribert, pidiéndoles que la guardaran bien, pues la necesitarían, ya que tendrían que estar viniendo a Medellín con frecuencia.

Los Ribert deberían llegar a mi casa de paso por Medellín. Los esperamos y no llegaron, lo que extrañarnos muchísimo, pues habían convenido con mis padres que pasaríamos juntos esos días antes de su viaje para Alemania, pero no se volvió a saber de ellos.

 

CAPÍTULO 4
EL COLEGIO

Ya en la ciudad no volví a preocuparme por esas cosas; mi padre desde su trabajo atendía las urgencias de la casa y la finca. La ciudad me parecía muy bonita; los carros y la gente tan bien vestida me deslumbraban; así, conociendo el medio y gustando a mi edad de lo que se me permitía, pasé el tiempo hasta el día de ingresar al colegio: colegio nuevo, bachillerato, nuevas profesoras y nuevas tareas, uniforme lindo, de seda cruda. Colegio La Enseñanza, con nuevas amistades; la felicidad cuando me decían las compañeras: “¡Cómo te ves de linda con ese uniforme!”. Todo, todo me deslumbraba: las monjas, a quienes comparaba con nuestra señorita, por lo amables; todo eso era nuevo para mí, y me distraía.

Todo era motivo de alegría; ver el séquito de pelados de nuestra misma edad haciendo corrillo en la esquina del colegio a la salida, por las tardes; era maravilloso, por los piropos, aunque nadie osaba acercarse a nosotras, pues estábamos estrechamente vigiladas. Cosas estas que nunca imaginé antes.

Entre esa corriente yo estudiaba, admiraba, no pensaba ni en los Ribert, ni en la finca, ni en Albert, ni en nada de lo de atrás; solo trataba de amoldarme a un medio de vida distinto, pero amable.

Ya tenía tres años de bachillerato bien conseguidos; pero fuera de eso, nada que cambiara la vida de una muchacha retozona y alegre, aunque retraída. Tenía amistades de colegio, vecinas bulliciosas, chicas y chicos con los que jugábamos en las tardes al pipo y cuarta, la gallina ciega, casitas de corozos, o en la puerta de la casa aunque fuera picingaña, y donde estuviéramos bajo las miradas de los padres, pues cada uno vigilaba lo suyo.

Todas muchachitas de trece años, y niños de once y doce que eran los amigos del vecindario, con quienes nos permitían jugar y estudiar a ratos en la casa de alguno de ellos, pero sin mediar otro aspecto que el del estudio; igualmente había vivido en la finca, en forma limpia y sencilla entre todos los condiscípulos.

Naturalmente el ambiente aquí era más austero, más exigente dentro de las reglas de la cultura y la moral. Las pláticas de las hermanas en el colegio no eran muy diferentes a las de la señorita en la escuelita de la mina, pues se había educado en el mismo establecimiento; ellas decían que la moral era ley que se desprende de los mandamientos; la urbanidad, la cultura y el buen comportamiento, vienen de la educación familiar, de lo que se ve y se oye en nuestro hogar. La luz de la conciencia, la sumisión, vienen del mutuo respeto de los seres que tienen que vivir en íntima convivencia, y que el bien y el mal lo maneja cada ser según su fuero interno.

Lo puede apreciar la persona desde el estudio, ve cómo unos son calmados, amables o atrevidos, y otros de malas condiciones, que hostigan y mortifican sin importarles que los señalen como tales. Eso lo sufrimos todos los estudiantes y a todos los niveles.

Empecé entusiasmada el último año de bachillerato, muy estudiosa, y al mismo tiempo hice algunas materias de La Enseñanza para la Educación, que luego terminé y salí con el grado de maestra, ya que mis otras hermanas también ejercían la misma profesión. En el estudio para la enseñanza lo que me dio un poco de trabajo fue el español, por lo que el profesor del colegio ofreció darme algunas clases adicionales en la casa, y mi madre y yo aceptamos encantadas. Empezó a presentarse a las siete hasta las ocho que era la clase, y luego las fue alargando, porque quería que fuera la mejor de su clase, pero a mí no me gustaba el tipo, ni su presentación, era un poco descuidado con sus zapatos y en su vestido. En las despedidas de mi madre se le iba casi otra hora. A mí eso no me gustaba; fue cierto que me ayudó muchísimo en matemáticas y castellano; era cumplido y serio en las clases; mis padres sabían que yo le gustaba, pero yo ni me había dado la menor cuenta. Cuando me echaba un piropo yo no me daba por aludida; nunca les presté atención a sus bobadas. Mamá a veces me decía:

—Mija, ¿usted por qué es tan descortés con el profesor?

Yo le contestaba:

—Como él viene a dar una clase, qué más quiere que yo haga, si me parece tan perezosito. Yo creo que no sirve sino para profesor y así es como lo veo y lo aprecio.

Ya hacía mucho que venía a la casa, hasta en días en que no tenía que dar clase. Yo veía imposible otra relación distinta a la de profesor y discípula. Un día me propuso que hiciéramos las relaciones un poco más amistosas, ya que hacía tanto tiempo que nos conocíamos y que visitaba la casa. Yo le contesté:

—Si las relaciones que tenemos tan buenas no le son satisfactorias, usted está en el derecho de suspenderlas cuando quiera, o cuando lo estime conveniente.

No volvió a comentar nada. Yo ya tenía catorce años y mi madre me preguntó:

—¿Es que no te gusta el profesor?

Yo le contesté:

—Sí me gusta y lo quiero, pero como profesor; ¿de qué otro modo podría quererlo?

Ella se quedó callada y no adelantó ni una palabra más. Él era culto, muy buen conversador, con mis padres se extendía para resolver los problemas del mundo, pero yo no encontraba más que conjugaciones para hablar con él; había veces en que me dormía oyéndolo. Era tan descuidado en su traje, y yo estaba tan mal acostumbrada en mi casa por la pulcritud de los Ribert. Los señores de ese tiempo que eran unos gentleman; correctos en su traje y en sus modales. Andrés era correcto conmigo y se preocupaba muchísimo por ayudarme en todo, por lo que mis estudios fueron de buen rendimiento en general. Pero fuera de las clases yo no quería nada con él. Una noche después de un examen, elogiándome tomó mi mano y me besó, como quien se roba una caja fuerte. Yo me puse furiosa y le exigí que se fuera y no volviera, que no lo recibiría nunca más. Él se quedó mirándome y me rogó en una forma tan suplicante que no le tratara así que no volvería a suceder, que se cuidaría en adelante de esos arrebatos. Yo le dije:

—No hay razón para ellos, pues lo que necesito es rendir: no bobadas.

Él se rio y me dijo:

—Ah, bueno, dejémonos de bobadas y sigamos las clases.

Pero yo ya sabía que debería estar en guardia y poco a poco fui buscando el modo de suspender sus clases.

Esa fue una experiencia que empezó a abrirme los ojos a la vida. Cuando sentí ese beso me ruboricé sin saber por qué; pero en ese instante pensé: ¿por qué nunca lo había intentado Albert? Si hubiera sido él, me hubiera sentido muy feliz. A mi edad yo no sabía, ni alcanzaba a comprender el porqué de esas emociones en los seres humanos.

Al profesor lo cambiaron para un pueblo y se acabó esa bobada tan simplemente vivida. Aunque al despedirse me dijo que él sabía que yo algún día acabaría queriéndolo, a lo que le contesté:

—Como lo quiero ahora lo querré siempre, porque su recuerdo será muy grato para mí.

En el último año de magisterio, mi padre insinuó viajar a la finca, porque había una propuesta de compra, y antes tendría que hacer algunas reparaciones, y quería que todos pasáramos en ella las vacaciones de fin de año.

Mi padre había sido trasladado de Yolombó para Segovia. Y mientras se hacía el traslado, mi madre y yo empezamos a soñar con el viaje; nos dolía mucho la venta de la finca, pero mi padre ya no la estaba atendiendo bien y no le interesaba; decía que era mejor vendérsela a otros que la necesitaran para cultivarla y vivir ahí.

Compramos anzuelos, piolas y los implementos que acostumbrábamos, pues hacía ya mucho tiempo que deseábamos volver a ver cómo se encontraban las cosas manejadas por los agregados. Mi madre decía que la felicidad de su vida la había gozado allá; que cuando se retiró de las minas ya la finca no producía lo suficiente, y que esa fue la razón para venirnos a Medellín y acercarse más a los hijos que estaban luchando en diferentes partes, y a los que les quedaba más difícil ver y saber de ellos.

Ella, en los ratos que teníamos de lectura y conversación, era feliz recordando a los compañeros de trabajo en las minas, con las señoras haciendo los ajuares de los niños que esperaban, y los pañales los pulían a mano, pues todas las esposas de los empleados parían sus hijos en sus casas, sin más preocupación que por la comadrona y por el médico que hacía visitas mensuales. Ellas bordaban y tejían constantemente; no vi nunca a mi madre haciendo otra cosa y además dar las órdenes a la criada para una organización perfecta de la casa. Siempre cuando hablaba de la vida en La Aurora se transportaba recordando gentes y detalles. Por ejemplo, yo la vi llorar cuando recordaba la muerte del primogénito de doña Cristina Wolff, recién venida al país. A ella le había tocado ayudarle a conseguir las cositas para hacer el ajuar y acompañarla en todo, y cuando se le murió el niño, esa calamidad fue terrible para todos los compañeros. También lloró en una enfermedad de la señora de don Julio Henker, a la que le dio un tifo y duró cuarenta días entre la vida y la muerte. Las compañeras de los empleados la atendían, a pesar del contagio, ya que de tifo y neumonía nadie se salvaba. Por eso para mi madre, volver a la finca, era volver a vivir esos intensos años de matrimonio y mil cosas agradables de su vida, en el paso por las minas de Marmato y Supía primero, y luego en las de El Zancudo. Era el recuerdo de muchos años ya vividos.

Los preparativos para el viaje estaban listos; mi padre estaba en la finca, organizando lo necesario para nuestra estadía y a fines del mes vendría por nosotros para pasar allí todos reunidos la Nochebuena. Quería que nos preparáramos para los tres últimos meses de vacaciones, allí en ese lugar, el que más quería toda la familia.

CAPÍTULO 5
CRUEL JUGADA DEL DESTINO

Sueña, sueña en el presente, porque mañana quizás no veas los primeros destellos de la aurora

C. R. B.

Llenos de ilusiones todos estábamos ansiosos y en un día brillante, con la brisa que refrescaba el ambiente, felices emprendimos el viaje. El tren llegaba ya hasta Camilo C., y luego seguíamos en bestia; de allí llegaríamos a Bolombolo que era la posada obligada; íbamos despacio, cogiendo frutas silvestres, ciruelas y algarrobas, descansando a la sombra de los frondosos árboles, por una trocha estrecha, por donde escasamente cabía la bestia, a veces apartando las ramas con las manos, para evitar que golpearan el rostro del jinete. El viaje era fatigante por lo malo de las trochas, los fangales y a ratos debido al sol candente en las riberas del río Cauca.

Por momentos reposábamos esperando que el calor cediera un poco aunque llegáramos tarde a la posada y dejando descansar los animales para que no se les hiciera muy dura la jornada, ya que en Bolombolo los viajeros siempre dejaban descansar las bestias siquiera medio día; pero mi padre tenía urgencia de llegar y por eso tratamos de hacer el viaje en los tres días. De Bolombolo, el viaje fue trepando la bravía cordillera y atravesando por entre el monte y las pocas aberturas que se iban perfilando a medida que los trabajos del ferrocarril avanzaban, ofreciendo posibilidades a la agricultura y al desarrollo general de la región.

De Bolombolo salimos temprano, y al atardecer del tercer día llegamos medio muertas a La Aurora, descuidada y triste, sin flores en los corredores, distinta de como la habíamos dejado cinco años atrás. Por el tiempo que hacía que no montábamos, estábamos rendidas y maltratadas. Arreglamos lo más importante y nos acostamos a dormir.

Eso creíamos, pero no fue sino a descansar. Yo oía a mis padres en sus comentarios de lo que era dejar las cosas en manos extrañas, que la finca ya no era la misma; oí a mi padre decir que siquiera ya la iba a vender, ya que no podía volver a ella como antes y administrarla de cerca. Mientras yo, desde que supe que volveríamos a la finca me entusiasmé mucho, empecé de nuevo a pensar en los rinconcitos de nuestros escondrijos, en la quebrada, en nuestro charco preferido, en el sapito Pepe, en los cafetales y los caminos a la escuelita, es decir, en los lugares que fueron centros de mi diversión en la niñez.

Esa noche, especialmente, recordé las palabras de despedida de Albert: “Tú puedes volver pronto y yo desde allá te acompañaré por todos los lugares”. Pensaba esa noche en lo que habría sido de ellos; si ahí encontraríamos noticias o tal vez jamás volveríamos a saber nada, pues la distancia era muy grande, aunque la casa de ellos aún estaba ahí. ¿Pero sería de ellos todavía?

 

Yo quería saber de todos, pero en especial de Albert. Y pensaba: si ya vendieron, nunca tendré la oportunidad de volver a tener noticias de ellos. Pasaban las horas sin poderme dormir, pero me consolaba que al menos tenía esos recuerdos tan hermosos; y poco a poco me fui durmiendo hasta muy avanzada la mañana.

Al despertar, en lo primero que pensé fue en salir a la quebrada y me dije: si vinieron a la finca, veré si recordó la promesa y la cumplió. El bramar de los terneros, la bulla de los peones y el ajetreo del ordeñadero, los arrieros con las cargas de caña para la máquina –pues se acercaban los días de la molienda–, el alegre cacarear de las gallinas me recordaron cómo Albert y yo salíamos, con los aspavientos de ellas, a cazarles los nidos llenos de huevos, y algunas veces, de polluelos.

Desperté como de un sueño; me parecía imposible estar ahí de nuevo y poder sentir aquellas impresiones; volvía a sentir la felicidad que imaginaba sería igual al encontrar esas cosas que nos habían hecho tan felices en la infancia, y creí gozar al recorrer de nuevo uno a uno cada lugar, sin pensar que ahora no sería lo mismo, porque yo ya no era niña, tenía ya diecisiete años y, por consiguiente, ya no corría por las mangas, no jugaba como antes, ni podía irme al establo a ponerles pereque a los mozos; y al salir al patio y ver la casa de los Ribert, sentí un hondo vacío al no ver a Albert a la espera, como siempre, para las cacerías.

Desde ahí empecé a pensar que ya la estadía no sería lo que yo esperaba, pero a pesar de eso salí a la quebrada y en el trayecto volví a revivir aquellas cosas que tenía casi muertas en mi memoria: veía las bestias, casi ninguna era de las nuestras; a los peones no los conocía y las vacas las habían cambiado o habían muerto; los rastrojitos donde nos escondíamos ya eran montes; lo único que corría igual era el agua que nos arrulló en las tardes y en nuestros juegos.

Me desvestí y me fui caminando lentamente por la orilla. Sentía más fría el agua y más lento su murmullo; como que ella extrañaba al ser que faltaba en ese concierto y me sentía tan triste, que me provocaba llorar al unísono con el murmullo de la quebrada. Me bañé rápido y salí del agua, como si alguien me dijera: “Vete de ahí!”, y eso me hacía comprender que todo había cambiado en mi vida, al dejar de ser niña, y que las cosas también habían sido cambiadas por el paso del tiempo; los lugares eran los mismos y las cosas serían iguales, pero solo en la mente, porque en verdad eran recuerdos que llevaría en el alma como un relicario para poder acariciarlos, como pajas de un tibio nido que hacía tiempo había quedado vacío, pero que quería guardar en el cristal de mi imaginación, para que no se deslustrasen y que mientras viviera estarían siempre presentes en mis añoranzas.

Al pasar por el establo y ver todo distinto, caras desconocidas, sentí amargura al solo pensar cómo cambian las cosas en tan corto tiempo. Era yo, iba con los míos, era la misma finca, con las mismas cosas; pero ¡qué distinto todo lo que me rodeaba! Todo giraba sobre mi cabeza como unas mariposas que aleteaban sobre mí sin lograr atraparlas.

Llegué sin pensarlo a la casa. Me senté a mirar el pasado, cuando llegó la criada a decirme que si ya quería pasar al comedor. No la conocía; era una hija de un agregado; seguro no era de las de la escuelita porque la hubiera reconocido al instante. Cuando llegó mi madre me dijo:

—¿Qué tal, hija? ¿Cómo te encuentras? Me imagino que tan desconcertada como yo. ¿No te parece todo como abandonado? Tenemos que ponernos a arreglar nuestras cosas temprano, porque por la tarde se vuelve el trabajo muy perezoso y seguro querrás salir a recorrer los predios que recorriste de niña, o a la escuela, o a bañarte.

En el comedor hicimos el mismo comentario que en la mente ya me había hecho en mi pequeña correría: decíamos que nada estaba igual. Nos dedicamos a trabajar organizando nuestras cosas y algo de los enseres de la casa que estaban muy descuidados, y así se nos fue el día. Ya eran las cinco de la tarde.

—Bueno; hoy no hacemos más, me voy al baño –le dije a mi madre.

Pero yo en el día, mientras trabajaba vagaba por todas partes, recorría con la imaginación todos los sitios que nos eran comunes y viajé a todos con Albert: recorrí con él de la mano las mangas, el monte y la máquina de moler caña; era viernes de molienda; recorrí las gabelas pidiendo miel para los blanquiados y peleando con los mozos; ordeñando las vacas en la manga. ¡Cómo tomábamos leche en nuestras totumitas! Todo, todo lo recorrí con él, luego salí para el baño a pasar un ratico con el recuerdo en el arroyo y a pasar por el árbol para saber si los Ribert habían llegado antes que nosotros, y Albert había cumplido la promesa que habíamos hecho el día de la despedida.

Yo iba por los senderos extrañándolo todo: los potreros estaban descuidados; las cercas de matarratón las habían cambiado por los fríos estacones de alambre de púas; no se veía ni una flor en los cercados; los ciruelos los habían dejado morir o los habían cortado; los carboneros de los caminos, que vivían florecidos, los habían quitado para reemplazarlos por los estacones de las alambradas; en el camino al arroyo, que tenía acacias a la orilla, estas no estaban. Pero yo iba al arroyo llena de esperanza; me bañé y puedo jurar que retocé en la mente con Albert en el charquito donde jugábamos o nos peleábamos; salí despacio del baño y me enruté al árbol en el que muy pocas veces yo había pensado, aunque estaba muy ligado a nuestra niñez, pues todos los accidentes de la finca los llevábamos tan dentro que no tenía sino que cerrar los ojos y podía revivir todos los detalles como en una cinta fotográfica.

Caminando y pensando llegué al árbol, y a distancia vi caracteres muy claros con tinta roja; aceleré el paso, me acerqué a él y vi en letras muy bien trazadas y pulidas, dentro del círculo, que Albert había tallado años atrás, una leyenda, que leí llena de emoción: “A pesar de las distancias, recordando y soñando, volvemos a vivir”; no firmaba; esa era la consigna, pero yo recordé que la letra de Albert era muy mala y enredada; pensaba que esa letra no podía ser de él, pues no guardaba ni un solo rasgo de los que yo ampliamente conocía en ella y esa no se parecía en nada. Al principio me alegré muchísimo al pensar que Albert había cumplido su promesa, pero dudaba de que esa fuera su letra y eso me confundía; me hacía la ilusión de que era de él y que me gritaba: “Estuve aquí, te recordé, te extrañé”, pero pensaba: ¿si fuera de otro o de otra esa letra? ¿Quién me aseguraba que fuera de él esa leyenda?… Seguí caminando como un ente que no le encuentra respuesta a nada; solo sentí deseos de llorar. Regresé a la casa por la puerta del jardín y pude comprobar que el sarro que había sobre el estanque había caído; el estanque estaba lleno de musgo. Los ladrillos estaban cubiertos por el lodo y los rosales se habían muerto; no había sino chamizas, y sentí en el alma que ese sueño del regreso se iba convirtiendo en pesadilla. Mi padre en sus asuntos de negocios, mi madre en las casas de los agregados tomando nota de las cosas y yo con mi tristeza; ya veía que el regreso no me dejaría sino un gran desengaño.

Esa noche casi no dormí, vagué con Albert por todos los rincones de la finca; me esforzaba en pensar cómo estaría en esos momentos: me lo imaginaba largucho, muy estudioso, pero juguetón y de amplia sonrisa. Pensando, pensando, me quedé dormida.

El sol de la mañana siguiente me despertó con el cacarear de las gallinas, el bramar de los terneros y el retozar de los pajaritos que aleteaban frente a mi ventana.