Los cuerpos partidos

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Z serii: Candaya Narrativa #61
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Los cuerpos partidos
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Álex Chico


Álex Chico (Plasencia, 1980) es licenciado en Filología Hispánica y DEA en Literatura Española. Ha publicado el cuaderno de notas Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de posdatas (2016), el ensayo ficción Un hombre espera (2015) y los libros de poemas Habitación en W (2014), Un lugar para nadie (2013), Dimensión de la frontera (2011), La tristeza del eco (2008) y la antología Espacio en blanco 2008-2014 (2016).

Sus poemas han aparecido en diferentes antologías y en publicaciones tan prestigiosas como Turia, Suroeste, Ærea, Litoral, Estación Poesía o Librújula. Ha ejercido la crítica literaria en diversos medios, como Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos, Nayagua, El Cuaderno, Ulrika, Revista de Letras o Clarín. Fue cofundador de la revista de humanidades Kafka. En la actualidad forma parte del consejo de redacción de Quimera.

Candaya Narrativa, 61

LOS CUERPOS PARTIDOS

© Álex Chico

Primera edición impresa: noviembre de 2019

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Archivo personal de Álex Chico

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

BIC: FA

ISBN: 978-84-18504-04-4

Depósito Legal: B 20845-2019

Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte



Esta obra ha contado con el apoyo de las Becas de Escritura Montserrat Roig del programa Barcelona Ciutat de la Literatura del Ayuntamiento de Barcelona.

La presente publicación ha sido beneficiaria de una de las ayudas a la edición convocadas por la Consejería de Cultura, Turismo y Deportes de la Junta de Extremadura.

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

A la memoria de mis abuelos

«“…qué es, en definitiva, un abuelo, y más un abuelo que no hemos conocido, sino un ser en el que podemos confiar plenamente y del que esperamos siempre el mejor de los relatos”.

Vicente Valero

` Índice

Portada

Autor

Créditos

Dedicatoria

Cita

Índice

LA LARGA MARCHA

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

XXXVI

XXXVII

XXXVIII

XXXIX

XL

XLI

XLII

XLIII

XLIV

XLV

XLVI

XLVII

XLVIII

XLIX

L

LI

LII

LIII

LIV

CAMINO DE VUELTA

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

 

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

DIARIO DE VIAJE

CAMINO HACIA BOUSBECQUE

VUELTA A BELICENA

NOTA FINAL

LA LARGA MARCHA

“Es inútil que los naturales de la nueva España traten de vivir en la Europa, porque siempre estarán con los ojos fijos de la memoria en su tierra”.

Sebastián de Toledo

Marqués de Mancera, Virrey de México

I

La única persona que podría acabar de explicarme lo que sucedió no tiene memoria. Se encuentra ahora en una residencia del barrio de la Bordeta, en las últimas calles del sur de Barcelona. Un poco más abajo, la ciudad cambia de nombre y todos los edificios a uno y otro lado se sitúan en puntos limítrofes, como si fueran los encargados de marcar una frontera y no supieran exactamente a qué lugar pertenecen. En cierta forma, están en tierra de nadie.

Los ancianos que se alojan en la residencia también se encuentran en un territorio intermedio, justo en la línea que separa la vida y la muerte. Prolongan su existencia a duras penas, por inercia. Aunque haya algunos que se mantengan en pie y puedan caminar por cuenta propia, la mayoría pasa el día entero sentado en las butacas de la sala o durmiendo en la habitación. Casi siempre tienen la televisión encendida, pero dudo mucho que sepan exactamente lo que sucede en la pantalla. Les alivia escuchar una voz de fondo, como un eco lejano que les hiciera pensar que aún no están solos. Dirigen sus ojos hacia el televisor, absortos, ladeando la cabeza hacia abajo, con los párpados tan pesados que siempre parecen a punto de precipitarse en un nuevo sueño.

Miran sin ver nada. A veces hablan, pero sus frases son inconexas, vagas, como si hubieran aprendido un idioma distinto al heredado. Más que un idioma, lo que les queda es el desecho de un lenguaje, los coletazos de una lengua casi extinguida. Interjecciones, monosílabos, palabras sueltas, expresiones que se apagan poco antes de articular las últimas letras, alargando las vocales para no tener que pronunciar lo que queda de frase. Quien se sienta a su lado y los escucha suele darles la razón, aunque no entienda absolutamente nada. , es verdad, muy bien, claro. Lo pronuncian también en voz baja, con una mezcla de compasión y desgana. Así dialogan, o hacen que dialogan. Un breve intercambio de palabras que les sirve para recordar otro tiempo. Como si, por un instante, hubieran retrocedido hacia el pasado.

Sin embargo, ese pasado casi no existe. Algunos lo han ido borrando lentamente. Al principio con pequeños equívocos o con repeticiones innecesarias. Después, esas pequeñas lagunas se van ensanchando y los despistes inocuos se trasforman en constantes y peligrosos descuidos. Al final, les queda una inmensa cuenca sin agua, un estanque que se ha ido vaciando poco a poco.

Miro a mi abuela, sentada en una de las butacas de la sala. Le pregunto si todavía quiere volver a Granada. Me dice que sí, aunque me observa un poco perpleja. Piensa que es allí donde está, por eso no entiende que le hable del regreso a un lugar del que nunca ha salido. Le pregunto por su hijo y pronuncia su nombre, en diminutivo. O me dice el nombre de uno de sus hermanos. Incluso, si está tranquila, me recita la letra de una canción que aprendió poco después de llegar a Barcelona. Una canción alegre, festiva, como lo poco que recuerda de sus años en Cúllar Vega.

Después le hablo de quien fue su marido. Sé que me dice algo, pero lo pronuncia tan bajo que apenas lo escucho. He aprendido a no insistir demasiado, así que prefiero callarme y no seguir preguntando.

II

Nunca le pregunté nada a mi abuela y, ahora que lo intento, sé que es demasiado tarde. Pude hacerlo mientras vivía en su piso de la avenida de Madrid, o cuando pasábamos el verano en Cúllar Vega. Quizás fuera demasiado pronto para cuestionar mi pasado, o me invadiera un exceso de pudor, no lo sé. Al fin y al cabo, yo no era más que un niño. Pensaba que cualquier pregunta que pudiera formular siempre iba a estar bajo sospecha, como si me estuviera inmiscuyendo en un asunto que no era el mío. Pero sí que lo era, solo que por aquel entonces aún no lo sabía.

Desconozco qué hubiera ocurrido si me hubiese formulado las mismas cuestiones que me planteo ahora. Imagino que aquel pueblo de los veranos sería diferente. Si no del todo, sí al menos mucho más confuso de lo que recuerdo en este momento. Si hubiera preguntado qué ocurrió tiempo atrás, habría accedido a una realidad voluble, huidiza. Pero yo era un niño y no tenía pasado. Y como yo no lo tenía, todo lo que estaba a mi alrededor también carecía de memoria.

III

Un invierno sin hombres, ese es el paisaje que hubiera imaginado si me hubiese atrevido a preguntar. Un tiempo remoto en el que solo quedaban por las calles mujeres, viejos y niños. Así aparecen en casi todas las fotografías que guardo de aquella época, tomadas en una tienda que desapareció hace bastantes años. Se llamaba Foto Rápida Granada y se encontraba en Puerta Real, uno de los lugares que siempre asocio con el inicio de la ciudad, a pocos pasos de la parada del autobús que nos acercaba desde el pueblo.

Solo madre e hijos, sin ningún padre en la imagen. La instantánea era la de un pueblo partido en dos mitades: uno permanecía en el mismo sitio y el otro se ramificaba en algunos lugares del norte. De Francia, Alemania, Suiza y Bélgica, o en unas pocas ciudades españolas. Un territorio encerrado en sí mismo y, en el otro extremo del planeta, un espacio mítico que se abría a otras comarcas. La mitad que mejor podría reconstruir era la que tenía delante, la del pueblo que permanecía sin moverse y se replegaba sin parar, como si trazara círculos en la tierra. Un paisaje de niños sin padres y madres sin marido, con viejos en unos pocos bares o sentados a la puerta de sus casas. Me pregunto qué hubiera hecho yo viviendo en un lugar así, qué juegos me inventaría para suavizar una ausencia mientras tratara de recomponer pieza a pieza un espacio fraccionado. ¿Dónde quedaría exactamente mi lugar, si el único lugar que conocía era un pueblo que se había ido vaciando?

Imagino que no haría más que esto: esperar. Como todo el mundo. Trataría de convencerme de que la vida se encontraba en otra parte y que, con suerte, también a mí me tocaría disfrutarla tarde o temprano.

Esperar, sí, y especular, como hago ahora, con un juego de hipótesis que me conducen a dos conjeturas casi laberínticas: intento imaginarme lo que hubiera imaginado yo mismo, tiempo atrás. Como si, de pronto, se hubiera abierto un museo que pensaba cerrado para siempre y me dejaran visitarlo por unas pocas horas.

Por eso, cuando vuelvo a Granada y me acerco a los pueblos de la Vega, tengo la sensación de que no regresa una sola persona. Regresa también quien fui hace treinta años y regresan quienes se fueron un día y nunca volvieron. Cuando camino con esa multitud de ausentes, las casas y chalets de las afueras dejan de existir, las avenidas nuevas para institutos nuevos desaparecen, igual que las rotondas y las aceras recién construidas. El centro vuelve a un par de plazas, a una iglesia humilde y remota, a las cuatro o cinco calles con nombres de oficios artesanales. Ese es el pueblo que recuerda mi abuela. No porque me explique cómo era, sino porque me habla de algún vecino que vivió por aquella época. Reconoce el lugar porque conserva una mínima memoria de las personas que lo habitaron hace mucho tiempo.

Aunque no lo nombre, puede que entre toda esa gente que menciona, pronunciando mal sus apellidos o confundiéndolos, entre esos pocos familiares que por un extraño motivo aún recuerda, entre toda esa gente, digo, tal vez piense también en mi abuelo. Y esa evocación tan minúscula me permite retroceder hacia un pasado que desconozco, me invita a transitar por un estrecho pasillo y me asegura que después de tanto camino a oscuras alguien me estará esperando al otro lado.

IV

Nunca conocí a mi abuelo. Murió un par de años antes de que yo naciera.

Si hago memoria y rastreo en el pasado, podría identificar el momento exacto en el que alguien me dijo que mi abuelo estaba muerto. Pero debo remontarme tan atrás que cualquier intento por averiguarlo se me abre como un enorme laberinto. Un espacio inabarcable, casi infinito, con miles de callejones sin salida. Es una tarea demasiado compleja, porque estoy seguro de que, una vez dentro, me sería imposible salir ileso. Por eso prefiero reconstruir lo que sé de mi abuelo a partir de unos pocos datos: que nació en Belicena en 1927; que vivió en la calle del Horno, en Cúllar Vega, junto a su mujer y su hijo; que en la década de los sesenta emigró a un pequeño pueblo de la frontera francobelga; que pasó sus últimos once años en un piso del barrio de Sants, en Barcelona.

Esto era, aproximadamente, lo primero que supe. Unos pocos detalles que me ayudaban a comprender por qué pasábamos los veranos en Cúllar Vega o por qué Barcelona era una ciudad fundamental para mi familia. Incluso, si especulo un poco más, ese enigmático pueblo en la frontera entre Francia y Bélgica me serviría para activar cierta imaginación, a medio camino entre el mito y la memoria prestada.

Así fui reconstruyendo poco a poco a un ser ausente. Con el tiempo, he ido rellenando los huecos que quedaban en medio, sobre todo los que le empujaron a abandonar su pueblo para emigrar a Francia. En realidad, casi desde el comienzo supe que su historia era la historia de un pueblo de Granada, y la historia de un pueblo de Granada era, por extensión, la historia de un país que en un momento tuvo que emigrar hacia otra parte.

Quizás me equivoque, pero estoy casi seguro de que esa es la primera imagen que recuerdo de mi abuelo: la de un hombre cargado de maletas. La de un hombre que abandona su país y se va a trabajar a un lugar que aún quedaba a mucha distancia.

V

En el año 63, Nicolás Chico Palma dejó su pueblo de Granada para irse a vivir a una región del norte de Francia. Formaba parte de esa segunda hornada de trabajadores que habían abandonado su pueblo natal, con la esperanza de encontrar un empleo que le ayudara a mantener a su familia.

Unos años antes ya se había producido el primer trasvase de población. Desde los pueblos hasta las capitales de provincia y, desde ellas, a otras ciudades españolas. A tres, principalmente: Barcelona, Madrid y Bilbao, que triplicaron su población en un lapso bastante breve. Ese trasvase hizo que buena parte de España se urbanizara, con barrios que surgían de la nada para buscar una solución al colapso que estaban sufriendo los centros de las ciudades. Aquí comienza a nacer un país diferente, un lugar de casas baratas recién fabricadas y otro distinto que se había ido vaciando lentamente. Ese panorama no solo construía un territorio. También daba inicio a una nueva memoria, a un nuevo trauma.

Tomo de la estantería un libro de Sergio del Molino. En él encuentro unas palabras que resumen perfectamente la nueva fisonomía del país: «Hay una España vacía en la que vive un puñado de españoles, pero hay otra España vacía que vive en la mente y la memoria de millones de españoles». Ese es el país que nace durante las décadas centrales de la dictadura. Y ahí está su gran trasformación, en el éxodo rural iniciado en los años 50. Una huida que provocaba pueblos desérticos, como cementerios al aire libre en el que la soledad, siguiendo de nuevo a Sergio del Molino, era cada vez un poco más solitaria.

 

Este fue el primer escenario, o la antesala. El segundo se inició un poco más tarde, con las promesas que llegaban desde países del norte de Europa. Un viaje eterno, de horas y días interminables. Pienso de nuevo en mi abuelo, en su camino desde Belicena hasta Granada, y desde allí hasta Bousbecque, un minúsculo pueblo situado en Francia, a pocos pasos de la frontera con Bélgica. Entre medias, trenes a Madrid, Valladolid, Irún, Hendaya, Burdeos, París-Orsay, Lille, y después un nuevo desplazamiento en autobús, con el cansancio acumulado de tres días de viaje en vagones incómodos y masificados. Sobre todo durante la primera etapa, en los trenes que circulaban por España. Hasta Irún ese viaje los obligaba a ir de pie, sin sentarse apenas en un trayecto de horas, sorteándose quién podría ocupar los bancos de madera o dormir en los pasillos, porque se vendían los billetes por duplicado. Con la maleta al hombro en las escaleras, aunque el tren hubiera iniciado ya su marcha. Detenidos como rocas en un espacio mínimo. Por eso, cuando regresaban a su pueblo, necesitaban varios días para volver a caminar con normalidad. Al llegar a su destino, estaban obligados a ir buscando puntos de apoyo para no caerse.

A menudo me he preguntado cómo fueron esos viajes, qué escenas provocó la despedida, el trayecto plagado de conexiones y salas de espera, el trasporte de bultos pesados. He tratado de pensar en la llegada a esa nueva ciudad, el primer contacto con un territorio enigmático que los albergaría por unos años. En todas esas evocaciones, imagino un espacio denso, monótono, secuestrado por el cansancio, el abandono y la nostalgia.

Puede que no fuera así del todo y Luis Landero tenga razón cuando escribe que incidimos demasiado en el desarraigo, en las maletas de cartón piedra, en la cara de miedo de los niños o en las lágrimas que provocaba cualquier despedida, y se nos olvide algo que también sucedió: la alegría al saberte en un lugar nuevo, la esperanza de que las cosas cambiasen de rumbo. Eso significaban también aquellos viajes: una extraña y prometedora liberación de lo que eran, de lo que habían sido.

VI

No sé cuál de esos dos sentimientos guio a mi abuelo cada vez que dejaba Belicena y, días más tarde, llegaba a Bousbecque. Por mucho que lo intente sé que es imposible salir del terreno de las especulaciones, de las hipótesis, de las medias verdades. Trato de situarme en el lugar de mi abuelo, en pleno compartimento de tren, y no veo más que estancias transitorias, como ese tipo de ciudades en los que el extranjero disfruta de una cierta hospitalidad, aunque sepa que tarde o temprano tendrá que abandonarla.

La despedida. Las maletas con cuerdas bien aferradas a los hombros. Abandonar una vida y seguir otra distinta, a mucha distancia. Como una imagen que recuerda un emigrante en Nos Petites Espagnes, el documental de Ismaël Cobo y Xavier Baudoin: el paso de la frontera, el túnel que comenzaba a quedar atrás, la impresión de que ya nada volvería a ser como antes.

VII

Puedo imaginar la necesidad de la partida, pero no los motivos que nos conducen a abandonarlo todo. Sé que existen, que hay razones de peso lo suficientemente grandes como para tomar una decisión de esa importancia. Las guerras, la pobreza, la falta de trabajo, el hambre… Pienso en Extremadura, en los pueblos que vivían del campo y a los que les era imposible aguantar más de un año de sequía. Lugares sin luz ni agua, paseando candiles como exploradores que no esperan encontrar nada.

Eso sucedió poco antes de que yo naciera, no muy lejos de Plasencia. Sin embargo, a pesar de la cercanía, me resulta muy complicado pensar en ello, como si se tratara de un mundo en el que creo solo a medias, con un aire de sospecha.

En realidad, lo que no sé es qué significa perderlo todo. Y quizás por no saberlo, o por no saberlo todavía, nunca podré entender completamente qué implicaron aquellos viajes. O qué implican hoy. Cada tránsito es una reproducción de un tránsito anterior, aunque los separe el tiempo y la distancia. Al fin y al cabo, todo desplazamiento carga con una experiencia antigua, una experiencia de siglos, remota.

Cuando escuchas sus relatos, mientras tratan de ordenar en alto sus propios recuerdos, algunos te explican cómo el año de su partida quedó marcado para siempre en su memoria. Un año que coincide con otros muchos años. Sin embargo, ese tiempo se convierte en algo que los hace excepcionales, porque allí se encuentra la clausura de una vida o el inicio de una nueva historia.

Yo también puedo identificar fechas cruciales en mi propio calendario, pero nunca alcanzarán ese grado de importancia. No sé hasta qué punto la llegada a una estación significa adentrarte en un espacio irreal, fantasmagórico, con gente tumbada cerca de los andenes o sorteando perchas humanas. Hablamos de personas que jamás habían salido de su pueblo y que, de repente, se encontraban emigrando a ciudades enormes de Alemania o de Francia. Con reconocimientos médicos en Hendaya, en busca de otitis o de tuberculosis hasta en los dientes. Con la vergüenza que suponía desnudarse frente a un encargado de aduanas. O la incertidumbre al llegar a un destino extranjero que, de pronto, te recibe en tu propio idioma, amenazándote en tu propio idioma. Desde los altavoces de la estación, se informaba de que si arrojaban vasos o comida, se les descontaría del sueldo de su próximo trabajo. Más que una multa, era una advertencia, o una constatación. Igual que los carteles que les colocaban al llegar a Alemania, en la espalda y en el pecho, o las indicaciones en español que les obligaba a lavarse las manos. Todo eso los convertía en personas distintas al resto, en seres aún por urbanizar. En bárbaros recién llegados al paraíso.

Cuando pienso en los trenes, en los viajes interminables, en la llegada a estaciones remotas, en las amenazas que provenían de los altavoces, me viene a la mente algo terriblemente complejo. En el fondo sé en qué consiste la tristeza, pero me resulta muy difícil concebir toda una vida luchando contra ella.